Teoría, epistemología y multicentrismo

 

MARIÁTEGUI ANTE LA POSMODERNIDAD

 

 

                                                                                                      RAFAEL OJEDA

 

 “La vida más que pensamiento quiere ser hoy acción”

                                                                                                                                 J.C.M.

 

Las modas intelectuales casi siempre han sido generadas por el deseo de negar lo anterior y superarlo a partir de nuevos presupuestos que marquen una ruptura o distanciamiento con el pasado. Las demás de las veces, estos cambios son sólo respuestas a los defectos mismos de los paradigmas teóricos vigentes. Actitudes que no siempre responden a necesidades reales, sino, a veces, a un esnobismo de fijación efímera e insensata que puede arrastrarnos por falsas pistas de renovación. Modas, más bien derivadas de un ánimo de cambio no necesariamente funcional o efectivo, sino esteticista, desde una disposición “filoneista”, en la que, al igual que los objetos, los grandes discursos de la razón se hallan atrapados también por la irresistible lógica de lo nuevo.

Los períodos de crisis obligan a tomar medidas drásticas en pos de soluciones teórico-empíricas que nos permitirán escapar de la zona de turbulencias. Thomas Kuhn ha planteado los períodos de “crisis” como tiempos de inestabilidades y anomalías en los que los problemas sobrepasan la capacidad de respuesta esperada de un paradigma determinado. Siendo esa sensación de mal funcionamiento del modelo, el que crea el espacio propicio para que las revoluciones acaezcan.

Estos períodos intermedios, de transición, de inestabilidades y turbulencias, muchas veces han sido aprovechados por sectores conservadores o neoconservadores que han visto estos cambios como un peligro para su condición de privilegio; movimientos de defensa de categorías del pasado que, tras haber perdido el poder, buscan nuevas formas de legitimar e imponer su señorío.

La teoría de la posmodernidad se ubica en esos márgenes. Entre la mirada inconciliable de filósofos y críticos de arte, entre las pugnas por una nominación estricta y los cambios societales reales, entre los presupuestos de Lyotard, que enuncia la ruptura de la episteme modernista que inaugura la posmodernidad, o Habermas que reclama la modernidad como un proyecto inacabado.

Pero ver el posmodernismo como algo diferenciado de lo posmoderno, ha originado malentendidos derivados de su multivocidad y las supersticiones de los estudios historicistas. Sobre todo a partir de su adopción a las distintas  teorías del arte contemporáneo. Entre la literatura y la arquitectura, entre  Hassan y Jencks. Donde el posmodernismo, visto como una vanguardia artística caracterizada por un eclecticismo radical e historicista, sintetiza estilos del pasado, presente y  tendencias futuras, plasmando aquella idea, de aprender de todas las cosas, que a manera de manifiesto expusiera Robert Venturi, refiriéndose al espacio arquitectónico de Los Ángeles.

 Para el espectro Latinoamericano, ampliando una aseveración que Isaac Goldberg hiciera en unos estudios de literatura hispanoamericana, publicado en 1939, Luis Alberto Sánchez escribe: “si con el modernismo la literatura indoamericana entra en lo universal, con el posmodernismo, la inquietud americana se incorpora también a la del Universo”.

Perry Anderson, indagando en Los orígenes de la posmodernidad, concluyó que, contra el supuesto convencional, el término e idea  de lo “posmoderno” que supone familiaridad con lo “moderno”,  no nació en el centro del sistema cultural de su tiempo, sino en la lejana periferia: “no provienen de Europa ni de los Estados Unidos, sino de Hispanoamérica”.  

El posmodernismo hispanoamericano surgió como una reacción al agotamiento de las posibilidades poéticas del modernismo, cuyo mayor representante fue Rubén Darío, siendo Federico De Onís, crítico literario amigo de Unamuno y Ortega y Gasset, quien acuñara el término. Mas, este posmodernismo sólo fue una corriente literaria  sucedánea de la corriente modernista restringida a los estudios literarios hispanoamericanos.

En el Perú, el modernismo tuvo como punto de partida la poesía de Manuel González Prada, mentor e inspirador del grupo Colónida liderado por Abraham Valdelomar. Colónida fue la esencia del posmodernismo peruano e implicó una insurrección contra las formas del modernismo anquilosado en frases edulcoradas y un exotismo  vacío de tanto repetirse. Y en esas filas se  encontraba el joven José Carlos Mariátegui, quien más tarde recordará esta experiencia calificándolo como su  “edad de piedra”  o el período de sus “primeros tanteos de literato inficionado de decadentismo y bizantinismo finiseculares, en pleno apogeo”.

Tal vez esa audacia y espíritu esnob heredados de Colónida, acompañó a Mariátegui el resto de su vida. Afianzándose más aún, luego de su estancia en Europa y su matrimonio con la Italiana Ana Chiappe. Algo que pudimos vislumbrar en 1917, cuando aún firmaba con un guiño afrancesado como Juan Croniqueur, y fuera detenido junto a Falcón, Valdelomar y la bailarina Suiza Norka Rouskaya, tras el célebre incidente nocturno en el Cementerio Presbítero Maestro.

Es probable que su condición de pensador periférico le haya hecho  decir que su mejor aprendizaje lo había hecho en Europa. Podemos agregar además sus constantes citas en francés e italiano, y su recurrencia a Nietzsche, quien prácticamente abre los 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Pero Mariátegui no fue sólo un esnob, fue también un militante comprometido con todos los movimientos sociales de su tiempo –estudiantes, obreros y campesinos-, además de ser un intelectual original.

En la famosa carta autobiográfica dirigida en 1928, al argentino Samuel Glusberg, Mariátegui sitúa en 1918 la determinación de su orientación socialista. Mas para alguien que vivió entre 1894 y 1930, y le tocó madurar en el período de entre guerras, definitivamente no podía ser diferente. En sólo un lustro Europa había vivido la Primera Guerra Mundial y la Revolución Socialista Soviética, demás está decir también el embate americanista inyectado en los miembros de la Generación del Centenario, por la Reforma Universitaria de Córdoba en 1918. 

Con frecuencia, los estudios que se han hecho sobre la vida y obra de José Carlos sólo han sido abordados fragmentariamente, descuidando a ese otro Mariátegui histórico, en el que teoría y la praxis confluyen, como un héroe que desde su silla de desvalido –pues a comienzos de 1924, atacado por una enfermedad tuvieron que amputarle la pierna derecha- pudo esbozar las bases para una renovación cultural y social.  

Escribió acerca de casi todas las vanguardias artísticas de su tiempo, pero lo más trascendente en él fueron sus profundos juicios políticos y sociales, que lo llevaron a pretender desarrollar una línea de acción para los sindicatos, las universidades populares y la organización del frente único, ideas aún hoy referenciales para algunos grupos políticos de izquierda.

Mariátegui estaba convencido -como lo expusiera en una de sus conferencias compiladas en el libro Historia de la crisis mundial- de que el instrumento de la revolución socialista era el proletariado industrial urbano.  A partir de  1923, asumirá la dirección de la revista Claridad, que de ser el “órgano de la juventud libre del Perú” -bajo la dirección  de Haya de la Torre-, bajo su patrocinio pasará  a ser  el vocero de la federación obrera local de Lima. Lo cual, además del hecho de haber organizado la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), con Julio Portocarrero, en 1929, nos dice mucho de su cercanía al movimiento obrero nacional.

Mas, no obstante su manifiesta actividad obrerista, en él se expresa, por primera vez en América Latina, la idea de descentrar el sujeto histórico marxista e incluir el problema indígena y campesino en sus reflexiones políticas y sociales, tesis en la que residirá la originalidad de su corpus teórico, escribiendo en sus 7 ensayos: “La nueva generación peruana siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no seré peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina”.

 Por ello fue tachado de “populista” por sectores cercanos a la Tercera internacional, que como  Mirochevski, afirmaban que Mariátegui no había entendido el papel histórico del proletariado y su hegemonía dentro del movimiento revolucionario. Siendo esto fue suficiente para que fuera acusado, por los ortodoxos de la komintern, de confusionista, llegando incluso a combatirse el movimiento que empezaba a gestarse en torno suyo llamándolo despectivamente “amautismo”, lo cual explica el por qué tras su muerte -acaecida en abril de 1930-, se desplegó sobre él una campaña de ocultamiento que sólo terminará  en la década del 40.

Tal vez porque no fue un devoto  implicado en el desarrollo teórico, como Althusser –que sacrificó su originalidad en pos de enriquecer el paradigma marxista-, Mariátegui tuvo otros alcances culturalistas. Su esfuerzo por recrear y adaptar el marxismo a la realidad nacional, y construir un socialismo que no sea calco ni copia, buscaba responder a las contradicciones que presenta nuestra compleja trama andina, en la que el factor étnico y cultural se combina con el clasista.

Se sabe que Mariátegui utilizó el materialismo histórico como método para el estudio de la realidad nacional y el análisis del capitalismo, y no el materialismo dialéctico -que se lo debemos más bien a Engels, y que luego la ortodoxia estalinista terminará imponiéndolo como doctrina. Y es en esa opción divergente en la que se elucida su heterodoxia, pues en 1928, luego de fundar el Partido Socialista Peruano –nunca fundó un partido comunista-, entrará en contradicción con su interés de afiliarse a la Tercera Internacional. Pues, de acuerdo a lo que se había establecido en el Segundo Congreso  celebrado en Polonia, todo partido socialista que desee afiliarse a la Komintern, debería denominarse comunista.

La Originalidad del pensamiento de José Carlos había significado un salto cualitativo que sólo será entendido muy tarde por sus detractores. Al respecto Basadre escribió que la riqueza del aporte de Mariátegui fue tan viva que después de las críticas iniciales empezó un reconocimiento póstumo, con los estudios de Sermenov, Culgovsky, Korionov y otros, en la misma Unión Soviética. Llegando incluso a interesar a los maoístas debido a su especial atención al campesino. Iniciándose desde entonces el proceso de instrumentalización sistemática de la ha sido víctima, por los grupos armados, partidos políticos de izquierda y ONG que lucran con su un nombre.

Pero, es esa presunción de aquella multiplicidad cultural la que lo llevará a intuir la idea de los espacios múltiples, que, pese a descuidar otros factores sociales y grupos raciales -como los amazónicos por ejemplo-, lo que lo llevará a reconocerse en su intento de crear un marxismo para tierras americanas. Sobre todo si consideramos que él no pudo conocer los textos que  Marx escribiera sobre los modos de producción no capitalistas. De ahí que su idea de un Perú integral –expuesta en su sonada polémica con Luis Alberto Sánchez-, se exprese ese culturalismo incipiente que pretendió desplegar, en su intención de descentrar el sujeto revolucionario hasta hacerlo más aplicable a los problemas estrictamente nacionales. Lo cual nos remite a la obstinación contemporánea por consolidar los derechos de grupo a fin de alcanzar esa sociedad integral en la que quepamos y participemos todos.

El filósofo francés, estudioso de Gramsci, Francis Guibal, en su obra “Vigencia de Mariátegui”, había intentado hablar de él, desde presupuestos filosóficos contemporáneos como los de Ricoeur, Castoriadis y Levinas, pretendiendo plantearle al peruano el problema de la modernidad. Pero la flexibilidad de José Carlos para los diversos enfoques reside en su heterodoxia. Algo expuesto con razón  por el historiador francés Robert Paris, quien cuestionó su formación marxista debido a sus argumentos sorelianos, y a sus escapes idealistas vía Benedetto Croce.

Tal vez por ello, debamos ahondar también y sin contriciones, en su heterodoxia percibida en su acercamiento al marxismo creativo de Gramsci –cuyas tesis sobre la subalternidad, le sigue brindando un espacio privilegiado en los estudios culturales contemporáneos. En esa ascendencia soreliana, crítica de las ilusiones del progreso, y su veta irracionalista nietzscheana que podrían seguir dotándolo de interés, en un entorno global de crisis regida por una lógica de confrontación bélica que ha despertado, ante una vulgarización de la crueldad y la muerte, vía el mercadeo de imágenes que hacen los mass media, un entusiasmo por la logística propagada incluso a las teorías del  management contemporáneo. Y tal vez, sobre todo,  en esa apostasía mariateguista sustentada en sus comprensiones cíclicas, en su visión  de las rupturas y discontinuidades epistemológicas de los modelos civilizatorios dominantes, que lo acercan a enfoques posmodernos, dejando entrever las contradicciones y crisis de una modernidad asfixiada por la guerra y el neo totalitarismo global como síntomas anómalos de lo que Mandel llamara “capitalismo tardío”.

El Posmodernismo actual nos remite a una forma de cultura contemporánea, en tanto que posmodernidad, a un  periodo histórico específico. En 1979, Jean-François Lyotard, publicó La condición posmoderna,  texto en el que explica que mientras “las sociedades entran en la edad llamada posindustrial y las culturas en la edad posmoderna, el saber cambia estatutos”. La posmodernidad ha sido presentada como un período de crisis de la legitimidad de los metarrelatos de la modernidad, de pérdida de fundamentos, o del fin de la certidumbre.

Por ello, es la actitud anticientista y antipositivista, inspirada en Bergson y Sorel, la que le da matices posmodernos a Mariátegui, que en 1923, poco tiempo después de regresar de Europa, decía: “las filosofías afirmativas, positivistas de la sociedad burguesa, están minadas por una corriente de escepticismo, de relativismo. El racionalismo, el historicismo, el positivismo, declinan irrefrenablemente”. Lo cual coincide con los tópicos principales de los estudios posmodernos. Es decir, el rechazo a la representación empirista, el escepticismo epistemológico y su pretendido distanciamiento del historicismo.

En el curso Historia de la crisis mundial, dictado por Mariátegui en la Universidad Popular  Gonzáles Prada, entre junio de 1923 y enero de 1924, el temario sobre la crisis filosófica incluye: “La Decadencia del historicismo, del racionalismo, del positivismo; el escepticismo, el relativismo, el subjetivismo”. Cuyo desarrollo no fue incluido en el volumen que apareció después. Pero es en una entrevista que le hicieran en mayo de 1923, publicada en la revista Claridad, en la que expone somera y claramente estas tesis. Habla de una filosofía negativa –opuesta a la afirmativa de períodos de apogeo-, en la que bullen el pensamiento relativista y el escepticismo, en una civilización declinante y moribunda -casi esbozando el “principio de incertidumbre”. Y basándose en los estudios del italiano Adriano Tilgher clasifica como los “cuatro mayores relativistas contemporáneos a Einstein, Vailungher, Spengler y Rougier”.

Sus diagnósticos sobre la crisis mundial son contundentes, pero sus argumentos un tanto folletinescos e  imprecisos, como su lectura sobre la crisis de la democracia que él achaca a una crisis del parlamentarismo -algo comprensible pues él mismo catalogado la época de sus conferencias, como un ciclo de aprendizaje mutuo. Un libro fundamental para él, durante ese período fue La Decadencia de occidente, tan efectivo para demoler la certeza como lo fue la física relativista de Einstein.

Quizá de haber conocido a Heisenberg, Prigogine o Thom, los habría citado con premura. Pero Mariátegui murió demasiado joven –tenía 35 años-, y pese a ello había podido vislumbrar aquella crisis que su optimismo marxista le hacia leer como síntoma del advenimiento de una sociedad nueva.

Además de intelectual, Mariátegui fue un periodista comprometido, que de seguir vivo, después del debacle del socialismo real soviético -en un ámbito en el que todos desean darle la razón de Huntington y Fukuyama, sometiéndose a sus tesis centristas-, quizá  él hubiese estado cercano a ideas de marxistas posmodernos como Frederic Jamenson, o a las de críticos marxistas de la posmodernidad como Terry Eagleton, que escribió: “El posmodernismo no es solamente una especie de error histórico. Es, entre otras cosas la ideología de una época histórica específica de occidente, cuando grupos de oprimidos y humillados están comenzando a recuperar algo de su historia e identidad”.

Y tal vez leyendo esto en términos Jacques Derrida, lo entenderemos como una crisis del “logocentrismo” étnico y cultural, o caída del   etnocentrismo, es decir  la paulatina pérdida de la costumbre de ver a  occidente como la civilización central o cultura base. Algo que nos permite replantear, otra vez, el problema del indio y la condición de todos los marginados de la Tierra.

 

 

 

 

 

 

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    (c)Rafael Ojeda.

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