La tormenta y los niños
(del libro lunario de Los Reclamantes)
Dice la crónica: «12.40 horas, jueves 16 de junio de 1955, una escuadra
de 30 aviones de la Armada Argentina iniciaron sus bombardeos y
ametrallamientos al área de la Plaza de Mayo. La primera bomba cayó
sobre un trolebús repleto de niños, muriendo todos sus ocupantes». Desde
el sur, teniendo como referencia nuestro banco del Barrio Parque
Cornelio Saavedra, a la vez ubicado frente a la Parroquia San Juan
Bautista El Precursor, que ya sabemos quedó fuera de nuestra burbuja
temporal, pero asimila- da al baluarte fundacional de cualquier historia
anclada en la Real Realidad de la Terca mula de la Memoria, desde
aquella «Choriceada de Órdago», cuando Leopoldo se nos moría tendido
como cualquier hombre tendido que va a morir. Nuestro banco digo
(apropiándome de esa transitoriedad de los objetos y de la perpetuidad
de los sustantivos), en el que estábamos sentados los tres: yo con mi
carnalidad fluctuante y pesarosa, no exento de raras fulguraciones como
chisporroteos de cortocircuito eléctrico. Leopoldo y Schultze, con la
firmeza ideal de sus cuerpos nimbados, atiborrándolo todo de una supra
existencia de proporciones mitológicas, al tiempo que derramaban un
dolor en forma de musgo, que se adhería como abrojos de luz, a una
caprichosa brisa dibujada y difuminada con intermitencia de bujía
navideña. Desde el sur, entonces, y como abriendo un tajo de luz oscura,
como pariendo una densidad de otra matriz herida, apareció con la
lentitud de un ademán en la somnolencia matutina o como una hoja que el
otoño morosamente agrupara Aullando entre relámpagos 48 - Daniel Barroso
- 48 en el ruego de no sucumbir en la caída. Desde el sur, repito, el
trole avanzó hasta el centro Geográfico de lo Imposible haciendo vibrar
la Bordona de los Destinos Imposibles en su convocatoria luctuosa e
inapelable. Sigue la crónica de ese día: «La tercera, que erró el blanco
por 200 metros, cayó sobre la calle Pueyrredón: mató a un automovilista
y a un niño de 15 años» Desde ese sur de «Los cien barrios porteños»
(Vals, de Rodolfo Sciammarella y Carlos Petit), venían todos los niños
que caben en un trolebús lleno de niños. Eran de San Juan y estaban de
paseo, por mera excursión promovida por la chirusa, yegua, advenediza
(no me atrevo a escribir: puta) y el Tirano Depuesto, según el indignado
relato de unas señoras de una clásica escuela, privada, recoleta y
religiosa. Según narraron algunos cronistas, los cuales afirman que le
hubiera expresado el mismísimo sobreviviente del 305, que venía de
Barracas con destino a Recoleta: «esos pibes venían de un antes hacia un
después de asombrados viajeros. De un antes de exclusiones a un después
de hombres iguales y mejores, y terminaron abrazados en la ceniza de la
traición y la brutalidad de las explosiones». Ya en el territorio de
nuestra convocatoria, entre imprecisas coordenadas y sobre una calle
techada de una luz incandescente, bajaron todos los niños desde el sur
de ese trolebús lleno de espanto. Llevaban máscaras de teatralidad
clásica o representando a sus héroes radiales o simplemente un recorte
de cartón con elásticos cosidos a mano y pintados de un misericordioso
color albo, sus cuerpos eran silencios arropados por la neblina azul que
dejaron las bombas y el amor filial adherido como un inoportuno harapo
de cobijo.
─
¡Quiero entrar por la hendidura de la Creación y pedir explicaciones al
Barro Primordial y al Amasador Divino! ¿Qué amasijo chapucero ha
arrojado como resultado esta levadura sin fragua y su consiguiente
desperdicio ontológico, su arrasada misericordia y su divina
providencia? ¡Achuren al Adán bíblico que es una mojigatería para
párvulos y traigan a la verdadera bestia que se apropió de lo humano!
─
decía un vociferante Schultze, entre lágrimas y con las arterias
yugulares inflamadas de ira. Me acerqué al Astrólogo tratando de
acompañar el colapso emocional en el que lo dejó el arribo del trolebús
de los niños mutilados. Sus brazos como aspas blandían pinceles de
oscuros colores, los que a la vez trazaban luminosas escenas que, como
fusiladas camisas de Goya nos postraban entre la admiración y el sollozo
suplicante al vernos tan impotentes, ofreciendo apenas un desahogo
literario, una exposición pictórica de lo dramático, una banalidad del
arte que al menos asumiera el horror de los alegatos. Daba saltos
livianos, incorpóreos y a la vez grotescos y pesados, lo cual hablaba de
por sí, de su estado álmico en crisis áurica y de su lúdica vicisitud
corpórea, que oscilaba entre la enajenación de un beato vulnerable y la
compostura de un violinista de conservatorio en medio de una milonga del
bajo. Simultánea y atropelladamente relataba escenas en un atronador y
gutural neocriollo. Relatos orales cargados de una gravedad de putidrama
y lucidez de neogogo (y aquí el neoidioma lo explica todo). Sólo recobró
la compostura para honrar el siniestro desfile de los pibes que
regresaban al trole destinado al volver una y otra vez para relatar
mudamente un crimen repleto de niños en un trole que pasaba por la Plaza
de Mayo, cuando la primera bomba, de un total de entre 9 y 14 toneladas
de explosivos, cayó sobre la mansedumbre de sus cuerpos y la agitación
pueril de sus sueños. Una y otra vez volverían por- que la indulgencia
edénica los paseaba del limbo a la pértiga del cielo, sobre un carro
traqueteante, más parecido a la Chillona del Averno que a las
celestiales ruedas del Carruaje Supremo. Aullando entre relámpagos 50 -
Daniel Barroso - 50 Hubo repentinamente una crepitación de hojas y un
murmullo creciente desde el oeste. Las menciones de ubicación geográfica
son para que el lector busque su centro en la geo- grafía extra muros
del texto, aunque tiemble un poco la sintaxis y que el punto cardinal
orientador, ya descripto en un capítulo anterior, a veces resbale,
priorizando orientaciones sin brújula en el tiempo y sin espacio
concebido. Y aquí me detengo, pero solo para añadir precisiones de
ubicación y temporalidades abstractas, en esta relojería lubricada con
lo eterno-inacabado y sus cronologías de la manganeta astrológica;
dicotomía resuelta entre la ubicación terrestre versus una realidad que
entra sin permiso y en puntas de pie, como una consumada bailarina
renga. Como ya referí anteriormente, nuestro banco del Parque estaba
enfrentado a la Parroquia San Juan Bautista El Precursor, la que se
mantenía del lado de la Buenos Aires concreta y vulnerable. Del lado de
acá, donde la Buenos Aires intangible y protectora nos albergaba, el sur
quedaba enfrentado diametralmente al banco, quedando el este y el oeste
según esa cardinalidad inicua, caprichosa e irrefutable. O sea que, el
norte era el límite mismo del banco y un par de metros más de vereda
donde cada tanto pasaba una bicicleta con un vejestorio que pedaleaba
lento pero firme, y que vociferaba, con una voz chiquita pero clara, sus
virtudes para afilar cuchillas y tijeras. De lo que se desprende que nos
habíamos quedado sin norte o mejor dicho con un norte estrecho y de cara
al sur, sin atenuantes orbitales ni bitácora que dejara sus agujas
quietas. El vejestorio en cuestión transitaba los confines de la vereda
en frecuencias variables pero constantes. Como se desprende de párrafos
anteriores, era un afilador que en nada se parecía al Capristo del
Megafón, pero que funcionaba como alegoría de una batalla, al menos por
hora no perdida, mientras su siringa siguiera en pie de guerra. Por si
no quedó claro: el sur era nuestro norte. Aullando entre relámpagos 51 -
Daniel Barroso - 51 Decía entonces, que las hojas crepitaban, y lo
hacían bajo los pies de una multitud que, desde el oeste hacia crecer su
murmullo, también acompañado, por una tenue polvareda de malón en pata;
murmullo que mantenía unos decibeles que parecían no respetar la siesta
ni los maitines. Como ya he mencionado, tropezando con mi elocuencia: el
sur nos tragaba con su imán histórico y que en ese norte éramos
baluarte, por lo tanto, vaya saberse si algo más que peste traía el
punto cardinal restante, el que a esas alturas también era un residuo de
amanecer sureño. En ese remolino de coordenadas y centros de periferia
móvil, apareció un cartel sin ambigüedades en el texto, pero intrigante
para el derrotero del contexto: «ya para estar dormidos habrá tiempo y
osamenta», así rezaba el cartel de fondo blanco y letras de un escarlata
cardenalicio, que repentina- mente apareció oscilando entre dos
barriletes estrella, sin hilos, sin flecos y sin cola. Era curiosa la
sensación de estar viendo un gentío incalculable en un espacio
imposible, atravesando un tiempo que a estas alturas era una chatarra de
Cronos o una manipulación astral de esta Buenos Aires abstracta, donde
pacía la Terca Mula de la Memoria, manteniendo su carga intacta de
tozudez simbólica y la ya comentada orientación de brújula hirviendo en
una olla. De repente, alguien no identificado salió de entre la
multitud, más bien como si fuera un gajo se desprendió de esa unión
carnal y majestuosa, hecho una tímida luz se adelantó, y tomando la
delantera, como una vanguardia airosa, gritaba en tono de reclamo, pero
con armonía gregoriana: «Todos los niños muertos que caben en un
trolebús lleno de niños vivos nos miran abrazados al espanto. Sus
máscaras solo ocultan nuestra humillación de no verlos como niños
muertos por las bombas del odio oligarca, pagadas por la Embajada;
arrojadas por quienes deshonraron las armas de la patria, bendecidas por
obispos que llevan al Cristo a la rastra y por políticos que no
vendieron sus almas porque no valían ni la palabra»
DANIEL BARROSO
Nació en la Argentina, en el norte del Gran Buenos Aires, el año 1954, y
reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ha sido incluido en
antologías y obtenido premios y menciones en diversos certámenes. Pueden
encontrarse versiones digitales de sus libros y/o poemas en distintas
plataformas de la red. En 2001 publicó el poemario «Ojos de huella». En
el 2020 la novela «Cara al viento como un león» y en el presente año
2024, su segunda novela «Aullando entre relámpagos». Permanecen inéditos
otros libros de poesía y novelas.
Más información pueden encontrar en: https://danielbarroso.ar/ "
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