Crecí en el mar
y la pobreza me fue fastuosa; luego perdí el mar y entonces
todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable.
Aguardo desde entonces. Espero los navíos que regresan, la casa
de las aguas, el día límpido.
Aguardo
pacientemente pues soy civilizado con todas mis fuerzas. La
gente me ve pasar por las hermosas calles; admiro los paisajes,
aplaudo como todo el mundo, estrecho la mano de los conocidos,
más no soy yo quien habla. Se me alaba, yo, mientras tanto,
sueño un poco; se me ofende, y apenas me asombro. Luego lo
olvido y sonrío a quien me ha ultrajado o saludo con demasiada
cortesía a quien amo.
¿Qué hacer si no
tengo memoria para una sola imagen?
Por último se me
exige que diga quién soy. “Nada todavía, nada todavía…”
Es en los
entierros donde yo me supero a mí mismo. Allí verdaderamente
sobresalgo. Voy andando con paso lento por las afueras de la
ciudad florecida de hierro viejo.
Tomo amplias
avenidas bordeadas con árboles de cemento que llevan a agujeros
de tierra fría. Allí, bajo el cielo apenas enrojecido, contemplo
cómo compañeros audaces inhuman a mis amigos a tres metros de
profundidad. La flor que una mano gredosa me tiende
entonces no deja nunca de ir a parar a la fosa si la arrojo.
Alimento la piedad precisa, la emoción exacta, mantengo la nuca
convenientemente inclinada. La gente admira el que mis palabras
sean tan justas.
Más no tengo
mérito alguno: espero.
Espero mucho tiempo. A veces tropiezo, pierdo el pie y el éxito
se me escapa. Ello no importa, pues entonces me quedo solo. Me
despierto así por la noche y a medias dormido me parece que oigo
un ruido de olas, la respiración de las aguas. Ya despierto por
completo, reconozco el viento en el follaje y el rumor
desdichado de la ciudad desierta. En ese momento, no es
suficiente todo mi arte para ocultar mi zozobra o vestirla a la
moda.
Otras veces, en cambio, recibo ayuda. En Nueva York ciertos
días, perdido en el fondo de esos pozos de piedra y acero donde
erran millones de hombres corría de uno a otro agotado, sin
lograr ver su fin. Ahogaba entonces el grito que el pánico
quería lanzar, pero cada vez que esto me ocurría, a lo lejos el
llamado de un remolcador me hacía recordar que esa ciudad,
cisterna seca, era una isla y que más allá de la punta de la
Battery, el agua de mi bautismo me esperaba, negra y podrida,
cubierta de corchos huecos.
Y así, yo que no poseo nada, que he dado mi fortuna, que me
detengo en cualquier lugar poco tiempo, estoy sin embargo
satisfecho cuando lo quiero, me acomodo a cualquier hora y me
ignora la desesperación. El desesperado y yo no tenemos patria.
Sé que el mar me precede y me sigue. Aquellos que se aman y
tienen que separarse pueden vivir en medio del dolor, mas este
sentimiento no es desesperación, pues saben que el amor existe.
Y he ahí por qué yo sufro, con los ojos secos, a causa del
destierro.
Espero aún. Un
día vendrá, en fin…
Los pies desnudos de loa marineros golpean suavemente sobre el
puente. Partimos al romper el día. Desde que salimos del puerto
un viento breve y espeso golpea vigorosamente el mar que se
revuelve en olillas de espuma. Algo más tarde el viento refresca
y siembra el mar de camelias, que pronto desaparecen. Y así,
durante toda la mañana nuestras velas chasquean por encima de un
alegre vivero. Las aguas son pesadas, escamosas, cubiertas de
babas frescas. De vez en cuando las olas alborotan contra la
roda del barco; una espuma amarga y untuosa, saliva de los
dioses, corre a lo largo de la madrea hasta el agua donde se
esparce formando dibujos moribundo que vuelven a renacer, pelaje
de alguna vaca azul y blanca, animal extenuado, que deriva aún
largo tiempo detrás de nuestra estela.
Desde que partimos las gaviotas siguen nuestro navío
aparentemente sin esfuerzos, casi sin mover las alas. Su hermosa
navegación rectilínea se apoya apenas sobre la brisa. De pronto
un plus brutal por el lado de las cocinas despierta una alarma
golosa entre las aves, desordena su hermoso vuelo y pone llamas
a un brasero de blancas alas.
Las gaviotas
giran locamente en círculo y en todos sentidos, luego sin perder
nada de su velocidad se separan una a una del lugar de confusión
para lanzarse hacia el mar. Unos segundos después, ya están de
nuevo reunidas sobre las aguas, corral lleno de disputas que
dejamos detrás de nosotros encerrado en el hueco del oleaje que
deshoja lentamente el maná de los desperdicios.
A mediodía, bajo
un sol agobiador, el mar, extenuado, apenas se levanta. Cuando
vuelve a caer en sí mismo hace silbar el silencio. Basta una
hora de tal cocción para que el agua pálida, gran chapa de
hierro puesta al blanco, se achicharre; se achicharra, humea,
por fin arde. Dentro de un momento va a volverse para ofrecer al
sol su faz húmeda, húmeda ahora en las olas y en las tinieblas.
Atravesamos las puertas de Hércules, la punta donde murió Anteo.
Más allá el océano se extiende infinito; doblamos el cabo de
Buena Esperanza, los meridianos se casan con las latitudes, el
Pacífico bebe del Atlántico. Entonces, con la proa puesta hacia
Vancouver nos dirigimos lentamente hacia los mares del sur. A
algunos cables de distancia, desfilan ante nosotros Pascua,
Desolación y las Hébridas. Una mañana, de pronto, desaparecen
las gaviotas. Estamos lejos de toda tierra y solos con nuestras
velas y nuestras máquinas.
Solos también con el horizonte. Las olas llegan una a una
pacientemente del este invisible; llegan hasta nosotros y
pacientemente vuelven a partir hacia el oeste desconocido,
también una a una. Largo camino, nunca comenzado, nunca acabado…
El arroyo y el río pasan. El mar pasa y permanece. Así sería
menester amar, siendo fiel y fugitivo. Me caso con la mar.
Aguas plenas el sol desciende; queda absorbido por la bruma
mucho antes de la línea del horizonte. Por un breve instante el
mar se presenta rosado a un lado, azul al otro. Luego las aguas
se oscurecen. La goleta se desliza minúscula por la superficie
de un círculo perfecto de un metal espeso y empañado. Y a
la hora de la mayor calma, en el anochecer que se aproxima,
centenares de marsoplas surgen desde las aguas, caracolean un
momento alrededor de nosotros para huir luego hacia el horizonte
sin hombres. Una vez que han partido sólo queda el silencio y la
angustia de las aguas primitivas.
Un poco más tarde aun, encontramos un iceberg en el trópico.
Invisible por cierto después de su largo viaje en esas aguas
tibias, aún es eficaz: Recorre nuestro navío a estribor donde
las cuerdas se cubren brevemente de un rocío de escarcha
mientras que a babor muere una jornada seca.
La noche no cae sobre el mar, sino que desde el fondo de las
aguas que un sol ya ahogado ennegrece poco a poco con sus
cenizas espesas, sube la noche hacia el cielo aún pálido. Por un
breve instante Venus permanece solitaria por encima de las olas
negras. En el tiempo que lleva cerrar y abrir de nuevo los ojos,
ya las estrellas pupulan en la noche líquida.
Ya la luna está en lo alto. Ilumina primero débilmente la
superficie del mar; todavía sigue subiendo mientras escribe
suavemente sobre las aguas. Al llegar al cenit ilumina todo un
corredor de mar, rico río de leche que con el movimiento del
navío, desciende hacia nosotros, inextinguiblemente, en el
océano oscuro. Allí está la noche fiel, la noche fresca, que yo
invocaba en las luces llenas de ruido, en el alcohol, en el
tumulto del deseo.
Navegamos sobre
espacios tan vastos que nos parece que nunca llegaremos a
término. El sol y la luna suben y bajan alternativamente al
mismo hilo de luz y de noche.
Las jornadas
sobre el mar son todas semejantes como las de la felicidad.
Ésta es la vida rebelde al olvido, rebelde al recuerdo de que
habla Stevenson.
El alba.
Cortamos perpendicularmente el Cáncer. Las aguas gimen
convulsas. Rompe el día sobre un mar revuelto lleno de
lentejuelas de acero. El cielo se presenta blanco de brumas y de
calor, de un destello muerto pero insostenible, como si el sol
se hubiera licuado en la espesura de las nubes sobre toda la
extensión de la bóveda celeste. Cielo enfermo sobre un mar
descompuesto. A medida que avanza la hora crece también el calor
en el aire lívido. Durante todo el día la roda descubre nubes de
peces voladores, pajarillos de hierro, a quienes hace salir
fuera de sus montones de olas.
Por la tarde nos cruzamos con un paquebote que vuelve a las
ciudades. El saludo que cambian nuestras sirenas que con sus
tres gritos de animales prehistóricos, las señales de los
pasajeros perdidos en el mar y vueltos atentos por la presencia
de otros hombres, la distancia que poco a poco crece entre los
dos navíos, la separación por último sobre las aguas malévolas,
todo eso hace que el corazón se contraiga. ¿Quién, amando la
soledad y el mar, dejará de amar a esos dementes obstinados,
aferrados a plancha de hierro, lanzados sobre la cabellera de
los océanos inmensos en busca de islas a la deriva?
Exactamente en el centro del Atlántico doblamos bajo vientos
salvajes que soplan interminablemente de un polo a otro. Cada
grito que lanzamos se pierde en el aire, vuela a los espacios
sin límites. Pero ese grito, llevado día tras día por los
vientos, llegará por último a uno de los extremos chatos de la
tierra y resonará largamente contra las paredes heladas hasta
que un hombre, en alguna parte, perdido en su concha de nieve,
lo oiga y contento, sonría.
Dormía a medias bajo el sol de las dos cuando un ruido terrible
me despertó. Vi el sol en el fondo del mar; comenzó a arder. El
sol corría a grandes pasos helados en mi garganta. A mi
alrededor los marinos reían y lloraban. Se amaban los unos a los
otros pero no podían perdonarse. Ese día hube de reconocer el
mundo por lo que era; decidí que su bien fuera el propio tiempo
pernicioso y que sus crímenes fueran saludables. Ese día
comprendí que había dos verdades del las cuales una no debía
decirse nunca.
La curiosa luna austral, un poco recortada, nos acompaña desde
hace muchas noches, se desliza rápidamente del cielo hasta el
agua que la traga. Allí quedan la Cruz del Sur, las estrellas
raras, el aire poroso. El cielo rueda y cabecea por encima de
nuestros mástiles inmóviles; con el motor parado y el velamen al
pairo, silbamos en la noche caliente mientras el agua golpea
amigablemente nuestros flancos. No hay ninguna orden que dar.
Las máquinas están calladas y en efecto, ¿por qué proseguir y
por qué volver? Estamos satisfechos; una muda locura nos
adormece invenciblemente. Al fin llega un día en que todo se
cumple; entonces hay que dejarse ir, como aquellos que nadaron
hasta el agotamiento. ¿Cumplir qué? Desde siempre, me lo callo a
mí mismo. ¡Oh, cama amarga, lecho principesco, la corona está en
el fondo de las aguas!
Por la mañana nuestra hélice hace que el agua tibia levante
espuma. Volvemos a cobrar nuestra velocidad habitual. Alrededor
del mediodía, llegados de lejanos continentes, nos cruza una
manada de ciervos que pasando por delante de nosotros, nadan
regularmente hacia el norte seguidos por aves multicolores que
de cuando en cuando, reposan en sus bosques. Esta selva ruidosa
desaparece poco a poco en el horizonte. Poco después el mar se
cubre de extrañas flores amarillas. Al atardecer nos precede un
canto invisible durante largas horas. Me adormezco con sensación
de familiaridad.
Con todas las velas abiertas a una brisa definida, nos
deslizamos rápidos sobre un mar claro y musculoso. Alcanzamos la
mayor velocidad llevando la barra a babor. Y al terminar el día,
aumentando aún nuestra carrera, y en posición tal que nuestro
velamen casi toca el agua, recorremos raudos un continente
austral que reconozco por haber volado en otro tiempo sobre él
ciegamente en el bárbaro féretro de un avión. En aquella
ocasión, rey holgazán, esperaba ver el mar sin nunca alcanzarlo.
El monstruo aullaba, despegaba de los guanos del Perú, se
precipitaba por encima de las playas del pacífico, volaba sobre
las blancas vértebras rotas de los Andes y luego por la inmensa
planicie de la Argentina cubierta de insectos, unía con un solo
aletazo los prados uruguayos inundados de leche con los negros
ríos de Venezuela, aterrizaba, aullaba aún, temblaba de codicia
frente a nuevos espacios vacíos que pudiera devorar y con todo
eso no dejaba nunca de avanzar o por lo menos de hacerlo con una
lentitud convulsa, obstinada, con una energía huraña y fija,
intoxicada. Yo entonces me sentía morir en mi celda metálica y
soñaba con carnicerías, y con orgías. Sin espacio no hay
inocencia ni libertad… La prisión para quien no puede respirar
es muerte o locura. ¿Qué hacer, pues, sino matar y poseer? Hoy,
en cambio, me satisfago con los soplos de aire, todas nuestras
alas chasquean en el aire azul. Voy a gritar por la velocidad;
arrojamos al agua nuestros sextantes y nuestras brújulas.
Bajo el viento imperioso nuestras velas son de hierro.
La costa desfila
veloz delante de nuestros ojos. Selvas de cocoteros regios donde
los pies se mojan en lagunas esmeraldinas, bahía tranquila,
llena de velas rojas, arenas de lunas. Surgen edificios ya
agrietados bajo el impulso de la selva virgen que comienza en el
patio de servicio; aquí y allá un árbol de ramas violetas forma
una ventana y Río se hunde por fin detrás de nosotros y la
vegetación vuelve a cubrir sus ruinas nuevas donde los monos de
la Tijuca estallarán de risa. Aun más rápido, a lo largo de las
grandes playas donde las olas se difunden y se resuelven en
gavillas de arena, aun más rápido los corderos del Uruguay
entran en el mar y lo hacen de pronto amarillo. Luego, sobre la
costa argentina, grandes y groseros maderos, dispuestos a
intervalos regulares, elevan hacia el cielo medias reses que
hacen asar lentamente. Por la noche los hielos de la Tierra de
fuego golpean nuestro casco durante horas, el navío apenas
disminuye su velocidad y vira de bordo. Por la mañana la ola
única del Pacífico, cuya fría lejía verde y blanca hierve en
millares de kilómetros de costa chilena, nos levanta lentamente
y amenaza hacernos naufragar. La barra lo evita y doblamos las
Kerguelen. En la tarde dulzona las primeras barcas malayas
avanzan hacia nosotros.
“Al mar, al mar!”, gritaban los maravillosos muchachos de un
libro de mi infancia. He olvidado todo el contenido de ese libro
menos este grito: “¡Al mar!”. Y por el Océano Índico hasta la
avenida del mar Rojo donde se oyen estallar, una a una en las
noches silenciosas, las piedras del desierto que se hielan
después de haber ardido, volvemos al antiguo mar donde se callan
los gritos.
Por fin una mañana hacemos escala en una bahía colmada de un
extraño silencio, abalizada de velas fijas. Únicamente algunas
aves marinas se disputan en el cielo trozos de carne. A nado
llegamos a una playa desierta. Durante todo el día nos
introducimos en el agua y luego nos secamos en la arena. Al
llegar la noche, bajo el cielo que verdea y retrocede, el mar ya
tan calmo, se apacigua aún. Breves olas exhalan un vaho de
espuma, sobre el arenal tibio. Desaparecieron ya las aves del
mar. No queda sino un espacio ofrecido al viaje inmóvil.
Se dan algunas noches cuya dulzura se prolonga, sí, ayuda a
morir el saber que tales noches volverán a darse después de
nosotros sobre la tierra y el mar. ¡Gran mar siempre trabajado,
siempre virgen, mi religión con la noche!. El mar nos lava y nos
colma en sus surcos estériles. Nos librea y nos mantiene
erguidos. A cada ola nos hace una promesa, siempre la misma.
¿Qué dice la ola? Si tuviera que morir, rodeado de frías
montañas, ignorado del mundo, renegado por los míos, en fin, al
cabo de mis fuerzas, el mar vendría a último momento a llenar mi
celda, vendría a sostenerme por encima de mí mismo y a ayudarme
a morir sin odio.
Es medianoche, estoy solo en la ribera. Espero aún, luego
partiré. El mismo cielo está al pairo, contadas sus estrellas,
como esos paquebotes cubiertos de fuegos que a esta misma hora,
en el mundo entero, iluminan las aguas sombrías de los puertos.
El espacio y el silencio pesan con un solo peso sobre el
corazón. Un amor repentino, una gran obra, un acto decisivo, un
pensamiento que transfigura, en ciertos momentos nos producen
la misma intolerable ansiedad reforzada por un atractivo
irresistible.
Deliciosa
angustia de ser, exquisita proximidad a un peligro del que no
conocemos el nombre; ¿quiere entonces decir que vivir es correr
a la perdición de uno mismo?
De nuevo, sin
espera, corramos a nuestra perdición.
Siempre tuve la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el
corazón de una magnífica felicidad.