Cioran o el ser r/humano
En algún lugar de su obra del que no quiero o no
puedo acordarme, Cortázar cuenta que, durante una entera velada nocturna,
escuchó intrigado –pero sin pestañear ni preguntar, por pudor a quedar en
orsai culturoso– cómo alguien hablaba largamente de la originalidad, del
talento, de la inventiva de una tal Sara, de quien nunca daba el apellido
porque suponía que todos la deberían conocer. Julio y el resto terminaron
entendiendo –tarde y mal, como siempre– que la Sara tan mentada no era
otra/o que Tzara, Tristán Tzara, el dadaísta genial, que sin duda se hubiera
divertido mucho con la situación...
Supongo que lo mismo le pasaría al tremendo E.M. Cioran –que jamás perdió el humor– si le hubiera tocado asistir al equívoco fonético del que he sido testigo en alguna ocasión memorable. Es cierto. A Cioran nada de lo humano (y lo rumano) le era ajeno, parafraseando al admirado Oberman de Senancuor. Ambas condiciones que trajo puestas de salida resultaron a la larga inseparables, aunque más no fuera para negarlas, o para definirlas desde la negación, su gesto primordial: Cioran es el que no se come una, el que no compra nada, ni la patria, ni la Historia; ni el “nosotros”, ni la ciencia. Cree en la Caída sin religión: la caída en la Historia. Cree en que hubo un Error irreparable en el principio, y que ya está. Es por eso el saludable defensor del derecho absoluto a decir que no a ningún sentido externo. Y a construir (sólo y lo que se pueda y quiera) desde ahí. Viene al caso recordarlo porque en estos días, el viernes 8, se van a cumplir cien años del nacimiento de Emile Michel Cioran en la aldea rumana de Rasinari, en tiempos en que esa tierra pertenecía al Imperio Austro–Húngaro. Hijo de un sacerdote ortodoxo, estudió filosofía en Bucarest, publicó su primer libro, En las cumbres de la desesperación –en el cual ya estaba todo– a los 23 años, y en 1937 se fue a Francia con una beca y siguió escribiendo en rumano y publicando en su país. A fines de los años ’40 adopta la lengua francesa en su escritura y con Précis de décomposition (Breviario de podredumbre, según la desmesurada traducción castellana), de 1949, comienza a ser conocido en Occidente. Tenía ya 38 años y no vendió ni esos mil ejemplares, pero la crítica lo reconoce. Con los años vendrán los otros libros, la adopción del aforismo y de la segmentación como instrumento directo e inmediato para fijar sus intuiciones: Silogismos de amargura, Desgarradura, La tentación de existir, Del inconveniente de haber nacido, La caída en el tiempo, etcétera. Con ellos, la paulatina, inesperada celebridad, los lectores universales. Orgulloso de su privacidad y de su derecho al ocio, vivirá siempre modestamente, primero en hoteles y después en su departamento de un sexto piso con vista al Barrio Latino. Rechazará premios y sobrevivirá a la propia fama. E.M. Cioran murió en París –tenía Alzheimer– en 1995. Incómodo, maravilloso personaje en todo sentido, este Cioran. Siempre vale la pena: es necesario volver para pelearse (con él o con uno), para desvelarse (como él), para darle una razón que no “sirve” –sólo aparentemente– para nada. La lucidez de Cioran –incluso en el sarcasmo– no es soberbia, ni patética. El jode, patea el tablero: no predica, ni propone. Si se lo pega a los existencialistas canónicos de la metrópoli de posguerra (Sartre y Camus, digamos), Cioran desentona para bien. Se toma menos en serio; su escepticismo es menos racionalista que sentimental. Como los otros rumanos coetáneos “europeos” del tácito equipo de exiliados, los más etiquetables Ionesco y Eliade, Cioran hace pie en París y con él trae una melodía diferente, una tonada primitiva y romántica en su desmesura. No resulta casual entonces que –como dijo en varios reportajes y recordaba hace un tiempo Eduardo Febbro en una hermosa nota de Radar– a Cioran le gustara el tango. Le gustaba nuestra música apasionada y melanco, del mismo modo que disfrutó siempre de las melodías gitanas magyares, hechas a golpes de sentimiento. Cuenta Febbro que una vez, estando con Cioran en su casa, le tradujo la letra de un tango que disfrutaba sin entender las palabras. Era “Naranjo en flor”: “Primero hay que saber sufrir / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento”. Admirado en esos versos de Homero Expósito, el viejo escéptico, el rumano universal, supo y dijo que encontraba la encarnación misma de su filosofía. Lo dicho: conviene volver cada tanto a Cioran, abrirlo en cualquier lado y –sobre todo– abrirse uno a lo que venga. Sobre todo cuando los ruidos de la Historia, o el tumulto de sus habituales sucedáneos berretas, no nos dejan escuchar esas verdades que suele revelarnos el insomnio tan temido. (c)Pagina 12 4/4/2011 JUAN SASTURAIN ..............................................................................................................................................................................................
Según el había pocas cosas más terribles
que haber nacido, el 8 de abril de 1911 en Rasinari, un pequeño pueblito de
Rumania. Y esa certeza suya no era tan desmesurada. Claro, habría cosas peores.
Por ejemplo, el traslado, con sólo diez años, a otra pequeña aldea, esta vez en
Transilvania, llamada Sibiu.
TORMENTOS
En plena tempestad... El día después siempre es tranquilo, ya se sabe, la resaca y el cansancio hacen que esté tirado como un muerto en el sillón mirando la tele aunque me importe una mierda lo que estén echando en ella. Sin embargo, hoy me he levantado de muy mala leche, y con impulsos homicidas y suicidas. Ha aflorado mi odio a este mundo y a esta vida y a mi mismo por estar en ella. Pongo Presuntos Implicados en la cadena de música, me gusta su voz y me gustan sus canciones, me relajan y quizás consiga ponerme en paz conmigo mismo y el mundo. Tengo ganas de llorar pero no lo consigo, la rabia me lo impiden, desearía golpearlo todo y tirarlo por la ventana y luego yo detrás, pero vivo en un primero, ¡no vale la pena!. Odio y rabia, tristeza y derrota, cansancio y resaca, todo esto a la vez es lo que siento, y la verdad, levantarse así es asqueroso, o mejor dicho, levantarse a un nuevo día es asqueroso.
Nos echan a este mundo, y nadie
nos ha preguntado si queríamos nacer, nadie nos previene de lo que nos espera,
ingenuo pensamiento el que dice que la vida es un don, algo que deberíamos
agradecer cada día que nos despertamos y cada día que pasamos y seguimos aquí...
¿POR QUÉ ESTOY AQUÍ?
Me pregunto
muchas veces porqué soy así, porque tengo que ser tan consciente de que la vida
es una mierda, que tal como la vivimos, tal como la sociedad nos impone una
rutina, unas obligaciones, unas normas, unas prohibiciones,... es difícil vivir,
es un sinsentido, esto no es vida, y a veces pienso que para vivir así, mejor no
vivir.
No existe un dios, no existe un
diablo, estamos solos ante nuestro destino y de él deberíamos ser dueños, pero
no es así, nos imponemos normas, absurdas en su mayoría para dominar la vida y
las acciones de los demás. No existe un dios, no existe un diablo, porque si así
fuese, ya se hubiesen encargado de destruir la humanidad, en vista de lo
imperfecto de su naturaleza. El hombre es un gran fallo en la naturaleza, una
imperfección, un virus que mata poco a poco. No creo que le haya pedido demasiado a la vida, en realidad bien poco, esperaba algo más y ese algo más no ha llegado y no llegará (me temo). Sinceramente me gustaría estar a gusto con lo que tengo, y es eso precisamente lo que quiero pero no lo consigo, siempre quiero algo diferente a lo que tengo y cuando obtengo ese algo distinto (cuando lo logro) parece que ya no es tan bueno como pensaba o parecía, y es cuando miro hacia otro lado (para tratar de olvidar de eso que tengo y que no es lo que yo quería) y descubro que no, que estaba equivocado, que precisamente esta ahí, mi meta, mi objetivo, mis anhelos están ahí, y comienza la lucha otra vez para tratar de obtener ese otro 'caramelo' que he visto, y que llena otra vez mi vida con una ilusión, una nueva meta a conseguir. Pero la magia siempre desaparece cuando lo consigo, en los casos que no lo consigo, esa es la razón de mi malestar, de mi 'desgracia', el no conseguirlo, porque así justifico mi insatisfacción, mi desgana de vivir, mi completa indiferencia ante los acontecimientos. Saber esto y no saber que hacer para solucionarlo es desesperante. Cuando hace años tuve la lucidez de intentar suicidarme, ese creo que fue el momento más pleno y consciente de toda mi vida, el más real y más consecuente. Nada hay en esta vida que pueda llenar este enorme e insaciable agujero negro que anida en mi interior, todo se lo traga y desaparece como si nunca hubiese existido. El Vacío es mi sino y mi sentido de vivir, porque cuando eres joven te engañan con falsas promesas e ilusiones sobre la vida, y nada de ello es cierto. La vida no es gran cosa, además de no darte nada, es simplemente una estancia en una gran mansión, la cual no es más que la estancia contigua ni menos que la otra ni la de más allá,... todas son igual de insignificantes y carentes de sentido, porque no existe ese sentido que nos empeñamos en imprimir a todos nuestros actos y a todas nuestras decisiones. Nada de lo que hagamos va a cambiar nada realmente, nada,... porque nada somos y en nada nos convertiremos, por los siglos de los siglos hasta el final de esta mierda de mundo.
La gente me produce
asco, tengo asco hasta de mi mismo. Deseo una
destrucción completa de todo lo humano, incluidos ellos e incluido yo, ya que no
soy especial ni mejor que ellos. Soy una mierda más puesta en este mundo sin mi
aprobación.
Pensándolo bien, no me hubiese importado nacer si en lugar de ser humano, con su supuesta inteligencia, hubiese nacido animal. Cualquiera, me es indiferente: desde una mosca hasta un elefante... Pero al fin y al cabo, animal, ser que sólo existe y vive, no se preocupa de mañana, no se preocupa de lo que hizo ayer. Para él solo existe el ahora, un ahora que cambia según sus necesidades: comer, procrear, descansar, ... Así debiera ser nuestra vida: vivir el ahora, sin preocuparnos de nada más, sin tantas normas, sin tantas complicaciones, sin tantas fronteras, ... Ser, existir, vivir, nada más... No deberíamos pensar tanto, los que lo hacemos y los que no, felices ellos porque de ellos es el reino de la felicidad y la ignorancia (eternas compañeras). Soy egoísta, dicen, y lo reconozco. Sólo pienso en mi, no hago más que quejarme, sin pensar en que los demás también sufren... Pues si también sufren y quieren acabar con esa agonía, ¿qué coño estamos haciendo?, ¿por qué no nos ponemos de acuerdo y lo cambiamos todo? o mejor, ¿por qué no nos ponemos de acuerdo y nos autoexterminamos todos?. ¿Por qué me siento tan
asfixiado? ¿por qué tan aislado? ¿por qué tan agobiado?... ¿Quién me ha enseñado
a ser así?, ¿por qué he elegido este camino de penuria y sufrimiento?...
¿Alguien me podría ayudar?, sólo me gustaría ser idiota para no preocuparme
tanto, o ser tan inteligente que desde mi superioridad no me afecte tampoco la
mediocridad y la rutina. ¿Alguien tiene la sabiduría? ¿alguien la llave de la
tranquilidad?... No quiero morir, pero tampoco vivir así, y no existe punto
intermedio, o mejor dicho, sí que existe y en él estoy: malviviendo, una especie
de zombi, un muerto en vida que no se decide por ninguno de los dos caminos
porque no es capaz de llegar a ninguno de ellos. Soy así desde muy joven, casi
podría decir que desde que tengo uso de razón. Es demasiado tiempo para sufrir.
Siempre pensaba que cuando creciese, la madurez y la experiencia me ayudarían y
vería la luz al final del túnel, incluso (era demasiado romántico todavía) que
el amor podría sacarme de la oscuridad, pero el tiempo pasó, los amores
también,... y nada me ha ayudado, nada ni nadie, porque he llegado a la
conclusión de que si hay salida (cosa que ya dudo) debería estar dentro de mi y
que si no la he encontrado es porque esa salida no existe. Silogismos de Amargura
El pesimista debe inventarse cada día nuevas razones de existir: es una víctima del «sentido» de la vida. * En este «gran dormitorio», como llama un texto taoísta al universo, la pesadilla es la única forma de lucidez.
Para vengarnos de quienes son más felices que nosotros, les inoculamos -a falta de otra cosa- nuestras angustias. Porque nuestros dolores, desgraciadamente, no son contagiosos. * Fuera de la dilatación del yo, fruto de la parálisis general, no existe ningún remedio contra las crisis del abatimiento, contra la asfixia de la nada, contra el horror de no ser más que un alma dentro de un salivazo. Aunque pudiera luchar contra un
ataque de depresión, ¿en nombre de qué vitalidad me ensañaría con una obsesión
que me pertenece, que me precede?. Encontrándome bien, escojo el camino
que me place; una vez «tocado», ya no soy yo quién decide: es mi mal. Para los
obsesos no existe opción alguna: su obsesión ha elegido ya por ellos. Uno se
escoge cuando dispone de virtualidades indiferentes; pero la nitidez de un mal
es superior a la diversidad de caminos a elegir. Preguntarse si se es libre o
no: bagatela a los ojos de un espíritu a quien arrastran las calorías de sus
delirios. Para él, ensalzar la libertad es dar pruebas de una salud indecente.
* En la Antigüedad, el filósofo que no escribía, pero pensaba, no se exponía al desprecio; desde que nos postramos ante la eficacia, la obra se ha convertido en el absoluto del vulgo; a quienes no producen se les considera «fracasados». Sin embargo, esos «fracasados» habrían sido los sabios de otros tiempos; ellos rehabilitarán nuestra época por no haber dejado trazas en ella. En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a eructar. * ¿Alguien emplea continuamente la palabra «vida»? Sabed que es un enfermo. ¿Nuestros ascos? Desvíos del asco que nos tenemos a nosotros mismos. * Si alguna vez has estado triste sin motivo, es que lo has estado toda tu vida sin saberlo. Nosotros nos parapetamos detrás de nuestro rostro: al loco le traiciona el suyo. El se ofrece, se denuncia a los demás. Habiendo perdido su máscara, muestra su angustia, se la impone al primero que llega, exhibe sus enigmas. Tanta indiscreción irrita. Es normal que se les espose y se les aísle. * Apenas se medita ya de pie, y menos aún andando. Fue nuestros empeño en conservar la posición vertical lo que originó la Acción; por ello, para protestar contra sus perjuicios, deberíamos imitar la postura de los cadáveres. Don Quijote representa la juventud de una civilización: él se inventaba acontecimientos; nosotros no sabemos como escapar a los que nos acosan. * Dichosos esos frailes que, al final de la Edad Media, corrían de ciudad en ciudad anunciando el fin del mundo. Poco les importaba que sus profecías tardaran en cumplirse. Podían desmandarse, dar rienda suelta a sus terrores, descargarlos sobre las muchedumbres; terapéutica ilusoria en una época como la nuestra, en la que el pánico, introducido en las costumbres, ha perdido sus virtudes. Para dominar a los hombres hay que practicar sus vicios y añadir a ellos alguno más. Véase el caso de los papas: mientras fornicaban, practicaban el incesto y asesinaban, dominaban el mundo y la Iglesia era omnipotente. Desde que respetan sus preceptos, su poder se degrada: la abstinencia, lo mismo que la moderación, les ha resultado nefasta; convertidos en personas respetables, nadie les teme ya. Edificante crepúsculo de una institución. * El prejuicio del honor es propio de las civilizaciones rudimentarias. Cesa con la aparición de la lucidez, con el reinado de los cobardes, de aquellos que, habiéndolo «comprendido» todo, no tienen ya nada que defender. Hemos saboreado todos el mal de
Occidente. Sabemos demasiado del arte, del amor, de la religión, de la guerra,
para creer aún en algo; hemos perdido además tantos siglos en ello... La época
de la perfección en la plenitud está terminada. ¿La materia de los
poemas? Extenuada. ¿Amar? Hasta la chusma repudia el «sentimiento». ¿La piedad?
Visitad las catedrales: ya no se arrodillan en ellas más que los ineptos. ¿Quién
desea aún combatir? El héroe está superado; únicamente la carnicería impersonal
sigue de moda. Somos fantoches clarividentes, ya sólo capaces de hacer muecas
ante lo irremediable. * Quién por distracción o incompetencia detenga, aunque sólo sea un momento, la marcha de la humanidad, será su salvador. Nadie puede conservar su soledad si no sabe hacerse odioso. * Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado. En cuanto un animal se trastorna, comienza a parecerse al hombre. Observad un perro furioso o abúlico: parece como si esperara a su novelista o a su poeta. * Constituye una gran injuria contra el hombre pensar que para destruirse necesita una ayuda, un destino... ¿No ha gastado ya lo mejor de su talento en liquidar su propia leyenda? En ese rechazo de durar, en ese horror de sí mismo, reside su excusa o, como se decía antes, su «grandeza». Si la Historia tuviera una finalidad, qué lamentable sería el destino de quienes no hemos hecho nada en la vida. Pero en medio del absurdo general nos alzamos triunfadores, piltrafas ineficaces, canallas orgullosos de haber tenido razón. * Tanto he mimado la idea de la fatalidad, a costa de tan grandes sacrificios la he alimentado, que ha acabado por encarnarse: de la abstracción que era, ahora palpita irguiéndose ante mí, aplastándome con toda la vida que le he dado. Quien vive sin memoria no ha salido aún del Paraíso: las plantas continúan deleitándose en él. Ellas no fueron condenadas al Pecado, a esa imposibilidad de olvidar; pero nosotros, remordimientos ambulantes, etc., etc. * «Señor, sin ti estoy loco, pero más loco aún contigo.» Ese sería, en el mejor de los casos, el resultado de la reanudación del contacto entre el fracasado de abajo y el fracasado de arriba. ¡Cuantos problemas para instalarse en el desierto! Más espabilados que los primeros ermitaños, nosotros hemos aprendido a buscarlo en nosotros mismos. * De todo lo concebido por los teólogos, las únicas páginas legibles, las únicas palabras verdaderas, son las dedicadas al Diablo. Su tono cambia y se aviva su elocuencia cuando, dando la espalda a la Luz, se consagran a las Tinieblas. Se diría que vuelven a su elemento, que lo descubren de nuevo. Al fin pueden odiar, por fin les está permitido; se acabó el ronroneo sublime o la salmodia edificante. El odio puede ser abyecto; extirparlo es, sin embargo, más peligroso que abusar de él. La Iglesia ha sabido evitar a los suyos, sabiamente, tales riesgos; para que puedan satisfacer sus instintos, los excita contra el Demonio; ellos se aferran a él y le roen: por fortuna es un hueso inagotable... Si se lo quitaran, sucumbirían al vicio o a la apatía. Cuando, por apetito de soledad, hemos roto nuestros lazos con los demás, el Vacío nos embarga: nos quedamos sin nadie a nuestra disposición. ¿A quién liquidar ahora? ¿Dónde encontrar una víctima duradera? -Semejante perplejidad nos abre a Dios: al menos con El estamos seguros de poder romper indefinidamente... * En la búsqueda del tormento, en la obstinación de sufrir, únicamente el celoso puede competir con el mártir. Sin embargo, se canoniza a uno y se ridiculiza al otro. ¿Quién abusaría del sexo sin la esperanza de perder en él la razón algo más de un segundo, para el resto de sus días? * En la voluptuosidad, lo mismo que en el pánico, regresamos a nuestros orígenes; el chimpancé, injustamente relegado, alcanza por fin la gloria -mientras dura un grito. La dignidad del amor consiste en el afecto desengañado que sobrevive a un instante de baba. * En la época en que la humanidad, apenas desarrollada, se ejercitaba ya en la desgracia, nadie la hubiera creído capaz de poder producirla en serie un día. Si Noé hubiera poseído el don de adivinar el futuro, habría sin duda naufragado. * ¿La «experiencia hombre» ha
fracasado? Había fracasado ya con Adán. Sin embargo, es legítimo preguntar:
¿tendremos la suficiente inventiva para parecer aún innovadores, para agravar
semejante descalabro? Antes se pasaba con gravedad de una contradicción a otra; ahora sufrimos tantas a la vez que no sabemos ya por cuál interesarnos ni cuál resolver. * Sin poseer la facultad de
exagerar nuestros males, nos sería imposible soportarlos. Atribuyéndoles
proporciones inusitadas, nos consideramos condenados escogidos, elegidos al
revés, halagados y estimulados por la fatalidad. Una naturaleza religiosa se define menos por sus convicciones que por su necesidad de prolongar sus sufrimientos más allá de la muerte. * He adquirido mis dudas penosamente; mis decepciones, como si me esperasen desde siempre, han llegado solas -iluminaciones primordiales.
(E.M. Cioran, París, 1952)
E.M.Cioran, «Silogismos de
la amargura». .
Recursos de la
autodestrucción.
Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar el día siguiente...Los grilletes y el aire irrespetable de este mundo nos lo quitan todo, salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan. Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?... Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedirnos nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución un tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar todos los días y, más aún, las noches: ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí? Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro... Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estratégico, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces. Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Volcados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses: el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única - por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento- nos falta, como nos falta el cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella. Tomado de: "Breviario de podredumbre", E. M. Cioran, Taurus Ediciones, 1991
Supremacía de lo adjetivo.
Como no puede haber sino un número restringido de posiciones cara a los problemas últimos, el espíritu se encuentra limitado en su expansión por ese límite natural que es lo esencial, por esa imposibilidad de multiplicar indefinidamente las dificultades capitales: la historia se atarea únicamente en cambiar el rostro de una cantidad de interrogantes y soluciones. Lo que el espíritu inventa no es más que una serie de calificaciones nuevas; vuelve a bautizar los elementos o busca en sus léxicos epítetos menos usados para un mismo e inmutable dolor. Siempre se ha sufrido, pero el sufrimiento ha sido o "sublime" o "justo" o "absurdo", según la visión de conjunto que el momento filosófico mantenía. La desgracia constituye la trampa de todo lo que respira; pero sus modalidades han evolucionado: han compuesto esa sucesión de apariencias irreductibles que inducen a cada instante a creer que es el primero en sufrir así. El orgullo de esta unicidad le incita a enamorarse de su propio mal y a hacerlo durar. En un mundo de sufrimientos, cada uno de ellos es solipsista con respecto a todos los otros. La originalidad de la desgracia es debida a la calidad verbal que la aísla en el conjunto de las palabras y las sensaciones... Los calificativos cambian: ese cambio se llama progreso del espíritu. Suprimidos todos: ¿qué quedaría de la civilización? La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad. Incluso Dios no vive más que por los adjetivos que se le añaden; esta es la razón de ser de la teología. Así, el hombre, calificando siempre diferentemente la monotonía de su infelicidad, no se justifica ante el espíritu más que por la búsqueda apasionada del nuevo adjetivo. (Y sin embargo, esa búsqueda es lamentable. La miseria de la expresión, que es la miseria del espíritu, se manifiesta en la indigencia de las palabras, en su agotamiento y degradación: los atributos merced a los que determinamos las cosas y las sensaciones yacen finalmente ante nosotros como carroñas verbales. Y dirigimos miradas llenas de nostalgia al tiempo en el que no desprendían más que un olor a cerrado. Todo alejandrinismo proviene finalmente de la necesidad de airear las palabras, de prestar a su marchitamiento el suplemento de un refinamiento alerta; pero acaba en un agotamiento donde el espíritu y el verbo se confunden y descomponen. (Etapa idealmente postrera de una literatura y de una civilización: imaginemos un Valéry con el alma de un Nerón...) Mientras nuestros sentidos
frescos y nuestro corazón ingenuo se reencuentran y deleitan en el universo de
las calificaciones, prosperan el azar del adjetivo, el cual, una vez disecado,
se revela impropio y deficiente. Decimos del espacio, el tiempo y el sufrimiento
que son infinitos: pero infinito no tiene más alcance que: hermoso,
sublime, armonioso, feo...¿Quiere uno restringirse a ver el fondo de las
palabras? No se ve nada, pues éste, separado del alma expansiva y fértil, es
vacío y nulo. El poder de la inteligencia se ejercita en proyectar sobre él un
lustre, en pulirlo y hacerlo deslumbrante; este poder, erigido en sistema, se
llama cultura, fuego de artificio sobre trasfondo de nada.) |
EMILE MICHEL CIORAN