La niña y las castañas

 

 

     A la niñita rubia, Doménico la sube a cococho, no quiere que la tomen de la mano,  para pasar por el pasaje  estrecho, en bajada. Llegan a la casa de Doménico, dentro un momento llegan su mama u sus hermanos. Entran en la cocina rústica, construida de piedras, piso de tierra masillada con paja, se ve limpia. El fuego dona su azules, magenta, en sus llamas vivas. La niña se sienta en una silla de paja petiza, y empieza a jugar con las castañas que esperan ser cocidas en un rincón. Echa algunas al fuego. Su tía Mariangela, le explica que tiene que ponerlas en un recipiente de fierro. Aunque algunas van directamente al fuego junto a papas recién cosechadas.

Llega su familia, y empieza a saltar de un lado a otro de la pequeña estancia. En la mesa hay pan casero, sopressata y algunas porciones de queso de variados sabores. Le convidan a la niña, pero, ella, quiere comer castañas. Su mamá y su tía la calman, tiene que esperar. Ella se encapricha e insiste con las castañas, es su manjar preferido.

Al rato todos hablan, cuentan chistes, las mujeres recuerdan, su niñez y salen a relucir: las marinaras, los topos, los Mancuso, los Scalises. Las peleas por las tierras. El marido de Mariángela que a la vez era su tío abuelo, lleva años en conflicto con los Vescios, por una parcela de tierra.

A la niña lo único que le importa es comer las castañas. De pronto se escucha un acordeón con ritmo de tarantela. Era Giuseppe Cuda, quien tocaba en la fiesta de la Cabra, junto a amigos y hermano.

 

La mañana nos regalaba su cristal en la transparencia natural, para que se aprecien la huerta, el rojo de los tomates los ajíes multicolores, el aroma a albahaca, y los pueblos paridos en las montañas. Luego de una comida abundante de sabores y colores, le pedí a Doménico que me llevara a la casa primitiva, él, complacido, asintió con un dejo de alegría en sus ojos azules. Me llevó hacia un pequeño pasaje ascendente, donde se veía apenas mi casa del nacer. Luego bajamos y nos sumergimos en un cuarto rústico que en una época lejana hacia de cocina. Un fogón antiguo, hecho a mano hacia las veces de hogar, a la izquierda una puerta pequeña incrustada en la pare,  era el horno, en el piso leñas esperando calentar en el próximo invierno. “Mi hermano y yo te íbamos a buscar, claro siempre colgada de las espaldas. Mi madre te esperaba para besarte y volver a alzarte en su falda. Este fogón – dijo señalando el viejo hogar -  mamma te esperaba para darte besos y el fogón siempre estaba encendido. Y ella te cargaba de castañas las manos y vos la ibas echando al fuego”

Toqué el hogar, ahora sin fuego, el horno, caminé por la antigua cocina. Es ahí donde se adueñó de mí una catarata de nostalgias, las cuales llegaban a mis ojos, que empezaron a llenarse de lágrimas. Doménico seguía con su relato mirándome, pero no comentó nada. “Vení subí la escalera, despacio, no te caigas. Una gran habitación vacía me esperaba con la ventana abierta de sol. Recorrí toda la habitación “Acá estaba la cama de mis padres, expreso señalándome la pared izquierda, y por acá estaba la cama donde dormíamos mi hermano y yo”.

Me asomé por la ventana: los viñedos, una fila de nogales me saludaron alegres. De pronto un baúl, me llamó la atención, le pregunté que había “Nada, antes mi mujer lo usaba para guardar la sal. Claro cuando éramos chicos hacía las veces de placard. Tiene como doscientos años”

Me senté sobre la vieja caja y le pedí me sacara una foro. “Pero yo solo uso el celular para hablar”.

Le dije que le enseñaba, puse la cámara en el celu y le ordené que apretara el dedo índice. Cosa que cumplió, pero falló y no salió nada. “No importa, probamos las veces que quieras hasta que salga”

Así pude obtener las fotografias donde pasé mis primero años de mi vida. Luego despacio bajamos por la remota escalera.  En un momento se produjo un silencia sereno, al instante un acordeón nos acompañaba. La niña volvió a jugar con las castañas, en la falda de su tía, y de pronto comenzó a bailar la tarantela entre  risas y palmadas. Una alegría peculiar se adueñó del lugar.

La niña no paraba de bailar y cantar en un dialecto entreverado con: venite, venite venite a la casa mía la la la la lalala la laaaaa.

Sin mucha conciencia abrí los ojos, que tal vez los había cerrado. Miré a Doménico, miré mis manos. La niña dejó de bailar. Claro habían pasado sesenta años y un océano en el medio.

 

                                         A Doménico Isabella

 

 

 

CARMELA ISABELLA