SE FUERON Abrió despacio los ojos, los
volvió a cerrar, extendió su brazo: estaba vacío. Se sentó en la cama y
tomó conciencia que el lugar de Gianfranco, estaba intacto, como si
nadie hubiera dormido. colocó su mano en el pecho, y sintió que los
latidos llegaban hasta la mano. Se levantó, comenzó a vestirse y notó
que la ropa se colocaba sin que ella interviniera. Aturdida, comenzó a
llamar a Gianfranco en voz alta, pero solo le respondía su propio eco.
En la cocina, se estremeció, vacía, lúgubre. : Que raro, pensó pareciera
que hace tiempo nadie entró. Intentó calmarse, y se
recostó en un sillón. Tal vez era un sueño que seguramente pronto
despertaría. Pasaban los minutos, tal vez una hora, y ella seguía en el
sillón. Se levantó y como un autómata encendió el televisor: nada, solo
la oscuridad de la pantalla. Probó con la radio, silencio. Tomó el
celular: muerto. Por un instante recordó que
los medios repetían que un ente invisible, provocaba la muerte. Que no
salieran de sus casas bajo ninguna circunstancia, órdenes poco probables
porque se necesitan alimentos para sobrevivir. Sin embargo, ella, Gianfranco
y sus padres salían muy pocas veces, ya que la mayoría de los días se
alimentaban con las verduras y legumbres, en la huerta que sus padres
habían creado en el fondo de su casa. “Mis papás”, gritó.
Inmediatamente corrió al lado. Al entrar un escalofrío la hizo temblar,
todos en su lugar, dispuesto en absoluto orden, como le gustaba a su
madre, obsesiva por el orden y la limpieza. Pasó un dedo por la mesada,
estaba lleno de tierra. Se metió en el comedor, todo en su lugar, otra
vez el dedo en el modular:
tierra y más tierra. Abrió la puerta del dormitorio, la cama tendida,
con la colcha roja, la preferida de su mamá. Más que asustada, salió a la
calle, otra vez el escalofrío: el silencio absoluto acaparaba el barrio.
Comenzó a caminar, desde allí se veía el mar, a unos quinientos metros.
Con las manos en el pecho, intentando apaciguar al corazón, anduvo.
Miraba las casas, algunas con las puertas abiertas, sin que un ser
asomara la cara. De pronto, a unos cincuenta metro, un grupo de gente
con aureolas en la cabeza caminaban a paso lento: mujeres, hombre,
algunos niños, se acercó corriendo. “Eh, eh, quienes son” gritó. Pero su
grito se perdió en el aire. Las personas seguían su rumbo, aparentemente
sin verla ni escucharla. Notó que las aureolas estaban a unos pocos
centímetros de las cabezas. Continúo andando, ahora
con la mano derecha apoyada fuerte en su lado izquierdo. “Estoy
loca o es un sueño. Quiero despertar, despertar”, se dijo. A la vez que
empezaba a ver las olas, que iban venían suavemente en el mar tan azul,
tan sereno. Y corrió, corrió hasta la
playa, se sentó al borde de las aguas. Pensó en su esposo, amante. Él
era místico, profesor de yoga, reikista, cuando viajaba a Capital
Federal, practicaba meditación en Hastinapura y en grupo espiritualista.
Ella en cambio se había recibido de Contadora, le encantaban las
ciencias exactas, cosa que no impedía en nada su relación amorosa: “Nos
amábamos tanto, tanto. Me prometió que jamás me
iba a abandonar. Hacíamos el amor con pasión desenfrenada,
terminábamos exhaustos, pero riendo. Señor, decime dónde está? Se puso de pié y comenzó a
gritar con todas su fuerzas “Gianfranco, Gianfrancoo, Gianfrancoooo “.
sus gritos se perdieron en el mar, en la arena blanca,
en los sauces
lejanos que apenas se stinguían, pero escucharon el llamado. Ya no pudo gritar más, su
garganta enmudeció de pronto. Se tocó la cara, y se dio cuenta que
estaba mojada. Cerró los ojos y se abandonó. Casi no sentía su cuerpo.
Desde las alturas, el mar se
veía con tintes violaceos. Los árboles no se veían verdes: eran de color
índigo.
---------------------------------- |
CARMELA ISABELLA