Rafael Ojeda
Podemos asumir la historia de un país, como el proceso de
constitución de su subjetividad nacional. Una subjetividad
hegemónica que con sus pretensiones de totalidad, ha ido
generando, en el mestizaje, el espectro etnocultural
interseccional que ha estado superponiendo y desplazando a otras
subjetividades alternativas, existentes o pasibles de existir.
Con el discurso mestizo representado como la
oposición-imposición de una macrohistoria oficial sobre varias
microhistorias segregadas o subalternas. Como un acto de
subjetivación sociohistórica que se extiende desde una primaria
acepción individual-psicológica de autoconciencia personal,
hacia una acepción colectivo-sociológica, como subjetividad
consciente de sí misma, e inscrita en el interior de una
tradición mental, histórica, cultural y política colectiva; en
la que lo mestizo y su lógica omniabarcante, está siendo
inscrito como subjetividad hegemónica, desde un eje de poder
encarnado en la oficialidad que tiende a promoverla e imponerla.
De ahí que las continuas transformaciones políticas, sociales,
económicas y culturales experimentadas a lo largo de los casi
dos siglos de historia republicana, han ido reconfigurando
territorial y jurídicamente las estructuras político-sociales de
los países latinoamericanos, sintomatizando, desde sus variables
socioculturales, una serie de desplazamientos históricos, y sus
respectivas teorizaciones, que van desde la configuración dual,
excluyente y semicolonial de la sociedad, la peruana en este
caso, hacia
una conciencia nueva, plural, menos monolítica y diversa, en una
sociedad que se presenta, hasta cierto punto, como multiétnica,
pluricultural y multilingüística, desde evidencias que fueron
acelerando el proceso por el cual, la capital peruana terminó
por perder su añeja imagen de "arcadia colonial", para virar,
desde una condición de ciudad unitaria, criolla y señorial,
encarnada en los gustos aristocráticos, tradicionalistas y
extranjerizantes de la oligarquía e aristocracia limeña, hacia
la imagen actual de ciudad expansiva, híbrida, multicultural y
conurbana.
En este proceso, fue emergiendo un nuevo protagonismo
etnocultural erigido como una suerte de nueva conciencia
nacional,
que, ante la deslimeñización progresiva de la capital peruana
producida por las migraciones, ha ido imponiéndose, en el
mestizaje, como la consolidación de un discurso de orden
impuesto
sobre otras entidades menos visibles y subalternas; hasta ser
erigida como una subjetividad
moderna que aspira a enfrentar las anomalías derivadas de la
multiplicidad y heterogeneidad peruana, como entidad mestiza
normativa, hegemónica y aglutinante;
que como subjetividad normalizada y legitimada, ha sido
presentada como mediadora y omniabarcante de lo que empezamos a
entender como “totalidad” nacional.
1. Construcción de la subjetividad
mestiza
De ahí que entender el sustrato de lo mestizo como subjetividad
desencadenada a partir del proceso de mixtificación
antropológico-cultural derivado de la conquista, además del
proceso de miscegenación de mentalidades desencadenada por la
llegada de españoles al continente americano, implica asir e
historiar una subjetividad que, desde allí, empieza a gestarse
como principio dinámico y agente sociohistórico en el terreno
mental-cultural-simbólico-discursivo e identitario de los
diversos sujetos emergidos en el continente americano. Por lo
que debemos pensar aquí el “ser” mestizo, no solo como una
realidad biológica o racial, sino también como una realidad
psicológica y cultural, que luego se irá definiendo como sujeto
histórico y social diferenciado de lo estrictamente español y de
lo
estrictamente andino.
Esto, porque el mestizaje, que se
había iniciado el año mismo en el que los españoles se
establecieron en América,
ha sido el producto dinámico de las mezclas violentas acaecidas
entre colonizadores españoles y portugueses, además de ingleses
y franceses ―a los que se sumarán luego los esclavos traídos
desde el África, y en algunos casos los
coolies traídos del
Asia―, con los indígenas americanos. Desde un violento proceso,
en el que, durante los primeros años de la conquista, las
“indias fueron presa fácil para los invasores que mantuvieron
con esas mujeres, relaciones a menudo violentas y efímeras, sin
apenas preocuparse por los jóvenes seres que dejaban tras de sí.
Violaciones, concubinatos y muy pocos matrimonios, engendraron
una población de un tipo nuevo y de estatuto impreciso –los
mestizos― de los que no se sabía si integrarlos en el universo
español o en las comunidades indígenas” (Gruzinski 2000, p. 79).
En este sentido, las relaciones entre vencedores y vencidos
adoptaron también algo que, desde el mestizaje, fue difuminando
los límites que las nuevas autoridades trataban de mantener para
preservar una sociedad y población jurídicamente dividida en dos
entidades diferenciadas y jurídicamente establecidas, una
“república de españoles” y otra “república de indios”,
segmentación en la que, en un inicio los mestizos no tenían
lugar. Lo que fue produciendo su imposibilidad de inserción en
un ethos que se irá
atenuando, debido a que el sector de linaje de los españoles,
pasó a integrar al grupo de los vencedores ―aunque parcialmente
y siempre en posiciones subalternas― a sus concubinas, huérfanos
y “bastardos mestizos”; debiendo entenderse la real importancia
que le daba la Iglesia al matrimonio como rasero social.
Siendo, en
este sentido, que el proyecto de modernidad y por ende el de
civilización, se fuera convirtiendo en el prototipo dominante
para la imposición de una identidad nacional erigida desde un
sustrato dinamizado por los procesos
ideológicos con los que el Estado y los sectores hegemónicos del
país han venido imponiendo el mestizaje, como autoconciencia
política, social y cultural. Refiriéndonos a un contexto nuevo,
en el que las estrategias homogeneizadoras y normalizadoras
apuntan a la imposición de un referente identitario nuevo,
pero que, no obstante su carácter heterodoxo, han ido
asimilándose al
mainstream cultural peruano, desde líneas teóricas
referenciales para la consolidación de una ideología “cholista”,
desde políticas culturales y líneas “historiográficas” divididas
en bloques visibles, referidos a
las publicaciones más importantes dedicadas al tema.
Y es desde allí que podemos demarcar estos dos períodos, como
bloques de tiempos y tendencias, no necesariamente lineales,
debido a que sus influencias han tendido a prolongarse e
intersectarse a lo largo del tiempo, clasificados desde
las repercusiones y sus años de publicación, pero como
confrontación que pudo originarse desde crónicas coloniales
discordantes y polémicas entre sí, como las del Inca Garcilaso
de la Vega (1959), a su manera partidario de un proceso de
miscegenación que él encarnaba, y Felipe Guamán Poma de Ayala
(2005), totalmente contrario al proceso de mixtificación que
asumía como un peligro que había que combatir. Desde donde
podemos mapear una vía, que se extiende, ya desde una conciencia
racionalizada en el siglo XX, desde 1960 a 1993, además de los
años subsiguientes,
con estudios carga apologética
y celebratoria
de lo cholo y del mestizaje, fueron insertándose en el interior
de una lógica social e ideológica erigida como el discurso
etnicista dominante para el país; y una segunda vía que se fue
extendiendo desde 1992 al 2007, además de los años que vinieron,
con objeciones
críticas
y
visiones
problematizadoras del discurso mestizo,
que ha ido generado enfoques novedosos a problemas similares,
pero que, no obstante ello, sin dejar de
asimilarse al mainstream
cultural limeño,
ha contribuido a consolidar el espectro ideológico del
mestizaje, como discurso de orden, que parece estar encarnando
un nuevo proyecto de desindianización
psicológico-social-cultural-simbólico generalizado en la
población peruana.
Así, se fue erigiéndose un contexto en el que el sacramento del
matrimonio, fue edificando también jerarquías discriminatorias
como la de “bastardo” o hijo fuera del matrimonio, que fue de
uso corriente durante la colonia. Contexto en el que el
mestizaje aún tendía a ser considerado como una “anomalía”
dentro de la lógica de consolidación del sistema colonial de la
época, “a la vez que parecía encarnar la nueva realidad que las
corrientes de integración, transculturación y sincretismo iban
conformando” (Hernández, 1993, 198). En un complejo sistema de
relaciones socioeconómicas, cuyos efectos sicológicos
provocaban, en muchos casos, que el mestizo, que le seguía en
orden de importancia al criollo, sin obstar su vínculo
sanguíneo, resultase aún más cruel que el español, en sus
relaciones de poder con los indígenas.
2. El mestizaje como significante vacío
El término mestizo proviene del latín
mixticius
que significaba mixto o mezclado, y pese a que, durante
el siglo XVI, se le llamaba mestizo únicamente al hijo de
español con india o viceversa ―definición que la encontramos en
Garcilaso, por ejemplo, que ha escrito que el término
mestizo, que se
refiere a los hijos de español e india o de indio y española,
“fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en
indias” (1959, 1: 567). ―pues para otros tipos de combinaciones
o submezclas raciales había otras denominaciones, como mulatos,
cholos, zambos, tresalvos, cuarterón, tente en el aire, salto
atrás, etcétera, ubicadas todas dentro de las llamadas castas.
Una taxonomía que tomaba en cuenta aún los rasgos anatómicos y
el matiz de la piel para sus clasificaciones.
En un contexto en el que el mestizaje funcionaba como una suerte
de destierro identitario, como una condición determinada por el
extrañamiento ante lo que se revelaba como propio y a la vez
ajeno; como subjetividad aún inexistente o indefinida entre dos
logos, entre dos
sujetos concretos y enfrentados; sin una noción de pertenencia
ante la sensación de inserción y no inserción en un espacio dual
en el que la agencia mestiza estaba aún por construirse.
Presentándose como tensión dual y dicotómica desde la que su
“subjetividad fue constituyéndose, para terminar de definirse
como sujeto social diferenciado, ya durante la República, ante
la abrumadora y mayoritaria presencia demográfica. Período en el
que la conciencia actualizada del mestizaje, rompió esa
connotación racial dual de la colonia ―de españoles e indios―,
para ubicarse en la dimensión ontológica de lo inter o
multirracial de las combinaciones o mezclas identitarias y
culturales producto de las comunidades hispanas, indígenas,
negras y asiáticas. Pues el mestizaje implicó también la “fusión
de imaginarios y formas de vida provenientes de cuatro
continentes: América, Europa, África y Asia” (Gruzinski, 2000,
62), convirtiéndose, el mestizaje, en el proceso fundacional de
las sociedades del llamado Nuevo Mundo (García Canclini 1990,
21).
3. Contexto socio-histórico y bibliográfico del mestizaje
Existe un sinnúmero de estudios que suelen abordar al Perú como
un país plurilingüístico, pluriétnico, multicultural o como una
nación en construcción, pero no existen enfoques que lo asuman
como una realidad multinacional; pues desde los primeros
estudios sistemáticos sobre la realidad peruana en general, como
El Perú contemporáneo,
de Francisco García Calderón; los
7 Ensayos de
interpretación de la realidad nacional, de José
Carlos Mariátegui;
La realidad nacional, de Víctor Andrés Belaúnde;
Perú, problema y
posibilidad, de Jorge Basadre;
Perú, retrato de un país
adolescente, de Luis Alberto Sánchez; se han podido rastrear
visiones que han venido definiendo un contexto nacional que, no
obstante la diversidad que la caracteriza, continúa afectado por
el racismo, la segregación sociocultural, el caudillismo y la
violencia política y social, que han devenido en vicios
supérstites de la colonia, y que han pervivido aún durante los
casi dos siglos de vida independiente.
Mas, no obstante el tiempo transcurrido, el racismo siguió
siendo uno de los
leitmotiv recurrentes en la vida republicana, como
resiliencia de los mecanismos de exclusión señorial del
virreinato, que desde el principio pareció recrearla, en un
período posemancipatorio, en la idea colonial de las dos
“repúblicas”, en las que lo hispano detentaba la potestad y
hegemonía; en tanto los indios “libres”, que podían ser
obligados por cualquier español a prestarles servicios
gratuitos, vivían en las reducciones y suburbios de las
ciudades, lo que hacía de estos ―pese a que según esta teoría
legal los indígenas se encontraran por encima de los esclavos
negros―, al carecer los indios de valor comercial, que se
ubicaran en el último peldaño de la escala social.
De ahí que la “república de indios”, que encarnaba durante la
colonia la idea abarcadora de una totalidad homogénea de
comunidades indígenas, no obstante sus evidentes diferencias,
pues eran un conjunto heterogéneo uniformizado bajo el término
indio, y reunidos en grandes reducciones o poblaciones cercadas,
sirvieran para facilitar el acceso de los españoles a la mano de
obra gratuita indígena y asegurar así el control total de la
población; mientras “Las autoridades españolas justificaban esta
medida alegando que solo de esta manera sería posible lograr
finalmente la cristianización y la educación de los indígenas”
(Gareis 2017, p. 262). Por lo que, el indígena era empujado a un
espectro sociohistórico en el que resultaba segregado y ubicado
en el último peldaño de la pirámide social, infravalorado y
retratado como una “bestia más, reducido a instintos, sin
disposición para cambiar”, sucio e inmutable como las piedras
(Mariano Paz Soldán, según Aguirre 2011, p.104).
4. Analogías y derivados conceptuales
El tránsito desde la Colonia hacia la República solo continuó
con el proceso dinámico que significó, en el Perú como en los
demás países de América Latina, con los que compartimos una
lengua y un pasado común, el tránsito sociohistórico de un
proceso de miscegenación, mixtificación o amestizamiento, que de
ser iniciado en el siglo XVI, con la llegada de los españoles a
tierras americanas, además del arribo de las demás variables
étnicas que le sucedieron ―africanos, chinos―, cuya presencia
fue haciendo posible que se den todas aquellas nuevas
combinaciones o mixtificaciones,
con sus ficciones de estabilidad, homogeneidad y tolerancia; no
obstante el racismo supérstite que tiende a caracterizarlo
―racismo derivado de una confusión que se ha dado entre el
factor genotipo de la humanidad y el fenotipo―, desde un
darwinismo social que ha producido que la población del mundo,
desde Occidente, sea racializada.
En este punto, bajo un
grupo de estrategias que han buscado edificar aquella ficción de
una sociedad posdiferencial,
el mestizaje fue proyectado como la panacea antropológica y
social que solucionaría todos los males nacionales: los males
del racismo y la exclusión.
Proceso que se fue dando desde la edificación de una entidad
fenotípica- biológica-mental-cultural que dio origen a una
suerte de condición o ser mestizo, cuya onticidad ha empezado a
ser presentada como protagónica de la cultura nacional, desde su
condición de subjetividad híbrida y estándar que resumiría la
que se consideraría como identidad peruana, desde un discurso
ambivalente en apariencia democrático y tolerante, pero que
alberga una pulsión autoritaria e intolerante, que parece
obedecer, en sus aspiraciones de totalización, a un proyecto de
neohomogeneización y desindianización biológico-mental-cultural
del País.
Dicho discurso ha venido erigiendo lo mestizo, sobre todo
durante las tres últimas décadas, como subjetividad hegemónica,
que es presentada como característica “natural” y necesaria de
una cultura oficial-nacional, que, a manera de cultura canónica
en su función normalizadora, asimiladora y expansiva, está
encubriendo, colonizando y segregando a otras subjetividades e
identidades culturales existentes y posibles.
Esto, no obstante la aparente estabilidad del discurso mestizo,
estabilidad asegurada desde su condición de proyecto de
normalización/domesticación mesticista, como posibilidad de
constitución de un ideal nacional “homogéneo”. Convertido ya, en
pleno siglo XXI, en el discurso hegemónico de la integración
patriótica, cuando la discriminación, la segregación y el
racismo continúan siendo los problemas fundamentales de la
configuración racial, cultural, geográfica, histórica y política
de la sociedad peruana contemporánea.
De ahí que lo mestizo, constituido como una identidad producto
de la fusión “armónica” de horizontes antropológicos, mentales y
culturales, se haya terminado por imponer como sujeto
protagónico, en una sociedad marcada aún por profundas
contradicciones derivadas de la segregación, el racismo y la
explotación de los sectores económica y políticamente
subalternos. Actitudes que se manifiestan como pulsiones
diseminadas en un espectro nacional aún tradicional, en el que
el discurso mestizo, convertido en un nuevo foco sobre el cual
se está intentando forjar una noción de “peruanidad”, ha
terminado de derivar en el prototipo positivo de una suerte de
“democracia etnocultural” omniabarcante y uniformizadora,
planteada como la panacea que expurgaría todos los males
sociales, llevándonos hacia una sociedad estable, inclusiva y
feliz.
Esta subjetividad
moderna, la mestiza en el caso peruano-limeño, vino a
reemplazar, como nuevo discurso de orden, ante el desprestigio o
descrédito de la añeja subjetividad criolla ―colonial,
oligárquica, racista y excluyente, que buscaba el blanqueamiento
o desindianización de la sociedad peruana―, que conservó su
hegemonía intermitentemente por lo menos hasta los años veinte y
sesenta del siglo XX, años en los que empieza a perder
protagonismo ante la presencia mayoritaria e inocultable de lo
indígena ―con el indigenismo político, social y literario―,
producto de las migraciones, para dar paso a una nueva
subjetividad y su discurso integrador, aglutinador e incluyente,
pero como proyecto de asimilación modernista que igual busca o
propugna, en el mestizaje, el acholamiento o cholificación
generalizada de la sociedad peruana. Discurso que en los últimos
años se ha ido transformando en ideología de homogeneización
cholista, en un entorno sociocultural, asumido por muchos ―y a
veces con reticencia, debido a la connotación peyorativa que
adquirió el término, sobre todo desde los años ochenta― como
cultura chicha.
Un proceso que, al justificar un proyecto sociopolítico-cultural
totalizante y totalitario, por lo artificial, borroso y extraño
que aún resultan sus visiones uniformes y homogéneas de lo
nacional, oculta su fase negativa, en un país diverso,
pluricultural, multilingüístico y heterogéneo como el nuestro.
Por lo que es, desde esa suerte de “boom”
de lo cholo y la cultura mestiza en el Perú, que se ha ido
consolidando aquella noción de subjetividad hegemónica y
omniabarcante que explicaría lo nacional, y que fundamentaría
finalmente, la idea de una identidad peruana, como el predominio
con el que el mestizaje ha sido elevado a la condición de
subjetividad conciliadora y en apariencia homogénea,
característica de un país mestizo y eje con el que
“oficialmente” se ha buscado construir una sociedad menos
segregadora, más tolerante e integradora, sobre la base de una
visión etnocultural, racial, social y política, edificada sobre
este nuevo sustrato estable y reduccionista.
Este hecho hizo que la
intelligentsia sociológica peruana-limeña empezara a
promover lo cholo como discurso de normalización y orden, frente
a las “anomalías” de una diversidad entendida como problema u
obstáculo para la consolidación de la nación. Así, la entidad
mestiza, encarnada en lo que denominamos cholo, vendría a
sintetizar ideológicamente la noción de identidad nacional, como
entidad racial y cultural híbrida (García Canclini 1989); que,
como grupo social, ha ido canalizando los efectos del
advenimiento de una subjetividad limeña deslimeñizada, en la que
el proceso de cholificación de la capital, ante la irrupción del
sujeto migrante en las cartografías urbanas, iniciada desde las
inmigraciones de los años veinte y cuarenta del siglo XX, se
estaría estabilizando y concretando aquello que Guillermo Nugent
(1992) ha denominado “choledad”, como condición estabilizada del
proceso de “cholificación” (Baurricaud 1962; Quijano 1964)
nacional.
5. El mestizaje en el laberinto o en proceso de estabilización
En este contexto, en el que el proceso de imposición del
mestizaje, como horizonte posdiferencial e ideal, se ha
presentado como la articulación ideológica de un discurso
uniformizador que ha pasado a encarnar un proyecto de
homogeneización cultural, celebrado como signo y símbolo de la
integración y tolerancia nacional, su discurso, que pareciera
llevarnos hacia una sociedad estable y feliz, al oficializarse,
se convierte en una suerte de consigna política de ribetes
nacionalistas, etnocéntricos y monoculturales, promovido por el
Estado, como estadio de conciencia ideal para el imaginario
identitario nacional excluyente y racialista. Que ha buscado
definir los alcances, dimensiones y la centralidad hegemónica
que está adquiriendo o ha adquirido la subjetividad mestiza en
el Perú contemporáneo; subjetividad auspiciada como una suerte
de discurso único y de orden, derivado del extenso proceso
histórico que está significando el proceso de cholificación de
la patria. Proceso histórico conflictivo y laberíntico que ―como
ya hemos explicado― José Guillermo Nugent ha denominado
críticamente Choledad (1992), como analogía u estadio estable y
terminado, como el significante de la idea de modernidad.
Lo que nos estaría permitiendo describir, no obstante que
partimos de un contexto cultural conflictivo, las
particularidades ideológicas y políticas del discurso mestizo, y
definirlo luego como un proyecto de homogenización riesgoso, por
lo totalizante y totalitario de su prédica; lo que estaría
creando ante nosotros la ficción de un país no racista,
homogéneo y armónico, en un contexto plagado aún por rutinarios
brotes de racismo, segregación, injusticias y discriminación
socio-etnocultural, desde donde, una tendencia natural y
sociológica de mixtificación, al ser promovida como un proyecto
político que busca la imposición de una forma de ser o de una
conciencia mestiza, presentada como subjetividad oficial,
omniabarcante y niveladora, que no tolera otros tipos de
subjetividades, resulta funcional para construir o encubrir las
inequidades y desperfectos del sistema político, económico y
social del país.
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