Discurso en ocasión de
la entrega del III Premio Internacional de Poesía
Víctor Valera Mora a Gustavo Pereira.
Caracas, 15 de setiembre de
2011
Cuenta el poeta
Píndaro que cuando la diosa Atenea nació de la
cabeza de su padre, adulta y armada, lanzó un grito
de guerra que estremeció el Universo. Hay temas para
los que, se dice, «no hay palabras» para
expresarlos, pero para este caso solo existe la
palabra, porque dudo que pueda pintarse, montarse en
el teatro, hacer una película, una sinfonía, un
performance
sobre este rugido de guerra que sacude todo lo que
existe. Nos quedamos solos con la palabra ante tanta
enormidad.
Es igual que Medusa, cuya
exorbitante fealdad no deja oportunidad a
interpretaciones estéticas sino que de una vez causa
un terror que paraliza tanto que hasta los héroes se
vuelven de piedra. Esa fealdad da a luz el ser más
hermoso que haya concebido la mente humana: Pegaso.
Durante siglos no hubo
códigos sino libros sagrados de inspiración poética.
El marco legal lo regía la poesía. Se legislaba en
metáforas. La gente se abrigaba en la poesía como
referencia pública, porque permitía expresar toda
palabra trascendente, como la filosofía, pues los
filósofos presocráticos escribían poemas.
La aparición del
alfabeto dotó a la palabra de trascendencia todavía
mayor. La liberó de sus límites espaciales y
temporales, podíamos leer a los muertos, podíamos
escribir para el futuro y para la lejanía. Escribir
era consagrar, la letra divinizaba y aparecieron los
libros sagrados. Mahoma sabía de qué hablaba cuando
llamaba a los cristianos «la gente del libro», pues
él mismo tenía su libro y para millones sigue siendo
convincente que hay libros dictados por Dios, pues
la palabra escrita se hace persistente, tenaz,
constante. Por eso la palabra escrita no solo
muestra sino que demuestra y todo libro se vuelve
sagrado aun para quienes los queman y especialmente
para ellos porque los hay que cambian el curso de la
historia. Cuentan que Kant interrumpió su paseo
diario solo dos veces: para leer el
Emilio
de Rousseau y para morir.
No le gustaba la escritura
al aristócrata Platón, pues hacía que la palabra
fuera llevada y traída incluso por personas poco
versadas y además la palabra escrita siempre decía
lo mismo, algo altamente inconveniente para su
dialéctica. Paradójico destino, pues hoy conocemos a
Platón gracias a que nos llegaron sus palabras
escritas.
Ángel Rosenblat
dictaminó que hay un
Sentido mágico de la
palabra, en un
memorable trabajo de ese nombre (http://j.mp/n8WbxY).
Y lo cito:
La historia de algunas
palabras nos servirá de hilo conductor. Hablar, en
español antiguo
fablar, viene del
latín fabulari,
contar, conversar, derivado de
fabula.
Algo del viejo sentido ha quedado, con evocaciones
inquietantes, en confabular, que es una manera
especializada de hablar. Ese
fabulari
latino está relacionado con un verbo más antiguo,
fari,
hablar, que tiene, entre otros, los siguientes
derivados: un participio de presente
fans,
el que habla, de donde
infans,
el que no habla, que es nuestro infante,
antiguamente la criatura que aún no podía hablar,
después la de pocos años, luego el hijo de nobles
(los Infantes de Lara), más tarde los hijos de los
reyes (los Infantes de Aragón) y finalmente el
soldado de la más modesta de las armas. También
procede de él otro participio,
fatus,
de donde fatum,
el hado, que es, etimológicamente, lo que ha sido
dicho, la predicción y luego el destino, en realidad
el desdichado, terrible, funesto, y frente a él la
bienhechora hada.
De ahí derivan
bienhadado y
malhadado,
y también nefando,
y además fasto
y nefasto,
y por otro lado
fama e
infamia,
famoso
e infame.
Ya vemos, con
Rosenblat, cómo ha ido hablando el lenguaje sobre sí
mismo a través de los siglos. El término
palabra
está a su vez emparentado con el latín eclesiástico
parabola,
que era el modo que tenía de expresarse Dios para
hacerse entender por personas de mente estrecha. No
tiene nada de extraño, pues, que Dios haya creado el
mundo hablando. Dios dijo: «Hágase la luz y la luz
se hizo». Y llevó todos los animales ante Adán para
que Adán les pusiese nombre. También hablaron los
dioses mayas, Tepeu y Gutumatz consultaron entre
ellos y luego dijeron palabras tan fundamentales que
crean mundos. «¡Tierra!», dijeron y al instante se
hizo la tierra.
Cuando pedimos agua
diciendo por primera vez la voz que la designa y nos
dan en efecto agua, descubrimos ese poder
demiúrgico, que permite nombrar el deseo y
satisfacerlo. Igual descubrimos en la juventud el
requiebro amoroso que permite acercar el objeto del
deseo. Pero también descubrimos bien temprano la
mentira, la posibilidad de evocar o invocar mundos
con la palabra, como Dios. Somos, pues, cuando
mentimos, demiurgos. Es que la mentira no siempre es
nociva, se ennoblece en la ficción, en el mito, en
la épica, en que nombramos hechos prodigiosos o
triviales. La ficción es un modo de decir verdades
con mentiras aparentes. No sé si hay unicornios pero
algo tienen que los hace pensables. De los andaluces
decía Antonio Machado: «Se mienten, mas no se
engañan».
Ninguna palabra dice
nada específico y mucho es lo que dice, siempre es
una alegoría, un apunte, un acercamiento, un sonido
o una letra que apunta en una dirección y que cada
quien interpreta. Muchas expresiones son metáforas,
como dijeron Mark Johnson y George Lakoff en su
libro,
Metaphors We Live By,
Chicago: The University of Chicago Press, 1980. Es
decir, 'las metáforas de que vivimos'. Porque
vivimos de metáforas. Cuando digo que «se me acaba
el tiempo» estoy usando una metáfora porque asimilo
el tiempo a una sustancia, como el agua, como la
gasolina, que se agotan, precisamente gota a gota. Y
así todo lo vamos diciendo con metáforas, a veces de
guerra, como cuando hablo de batalla de ideas o de
artillería del pensamiento.
Difícil hallar una
expresión que no sea metáfora y cuando así parece
generalmente estamos usando una expresión que fue
metáfora en su comienzo, como la palabra
papel,
que viene de papiro,
que fue cierta planta usada en la antigüedad para
fabricar hojas donde escribir los signos quietos, es
decir, las letras. Le damos vuelta a la idea de
papel
y hallo como sinónimos
hoja,
pliego,
documento…
Ninguna toca lo dicho, todas lo rodean, lo conjuran,
lo delatan, pero ninguna lo dice «a las claras» sino
de modo oblicuo. Una palabra es una proposición, un
riesgo, podemos no hacernos entender, fallar la
puntería, confundir o aclarar. Pero por más que
aclaremos la palabra sigue siendo un intermediario,
una aproximación, un vehículo, por eso se ha dicho
que «la
palabra perro
no muerde». No muerde, pero a veces ladra, a veces
una palabra cardinal cambia o marca el curso de los
grandes ríos de la historia, «¿trescientos años de
calma no bastan?», «desde lo alto de esas pirámides
cuarenta siglos de historia os contemplan», «mátenme
para que se les quite el miedo», «por ahora». Es que
sigilosamente la palabra
perro
sí muerde. El 4 de mayo pasado Alejandro Jodorowsky
mandó un tweet
que dice: «La palabra perro no muerde, pero al que
no sabe esto la palabra perro puede morderlo» (http://j.mp/pZksAD).
En cierta ocasión la
gente de Alejandría embargó descortesmente sus
papiros a los sabios de Pérgamo. Estos tuvieron que
afeitar, blanquear y estirar cuero para los signos
quietos y aún lo llamamos
pergamino,
aunque ya no sea de cuero, para imprimir diplomas y
documentos faroleros. La anécdota es seguramente
falsa, porque se sabe de pergaminos desde mucho
antes, pero no contamos con ella para referirnos
necesariamente a un hecho puntual y ubicable en
tiempo y espacio, sino a los modos que tiene la
humanidad para escurrir obstáculos en la viejísima
batalla de las ideas. Usamos, pues, una metáfora
como cuando leemos una ficción, un mito, un chiste,
un chisme.
Por eso los chismes corren.
Si cuento que Fulano se tomó un jugo de naranja es
muy poco probable que esa información se propague
mucho. Pero si digo que se fue de viaje a Alfa
Centauro probablemente se difunda más. Si digo que
una persona de bien se ganó el Nobel de la Paz,
probablemente no tenga mucho eco, pero si digo que
un Nobel de la Paz está perpetrando bombardeos
«humanitarios» en Libia, el mero carácter grotesco
hará que la información irradie bastante más lejos.
Por eso el chisme viaja, porque cuenta metáforas,
porque tiene la misma raíz de la poesía. Mientras
más potente la metáfora que impulsa el chisme, más
lejos y más tiempo circula.
Nos pasa, a mí me pasa,
cuando leo por primera vez la poesía de alguien que
me adentro en un paisaje que nunca supe, algo así
como si de pronto me encontrase con una calle que me
comunica con un lugar de la ciudad que nunca antes
advertí, donde la gente vive de otra manera, habla
distinto, sueña otras cosas. O como si me indicara
una bahía en donde nunca me adentré y que está
coloreada distinto a las demás, con plantas y peces
de otra naturaleza. Como ven, estoy intentando
explicar las metáforas con otra metáfora.
Todo esto confluye ahora
entre nosotros mismos, en esta Venezuela estremecida
de hoy. En estos tiempos se están imprimiendo libros
de poesía como nunca antes. Y la gente los compra. Y
no solo los compra sino que los lee. Nos consta. La
gente lee al poeta Pereira, cuya palabra quedó para
siempre en el Preámbulo de la Constitución. Porque
nunca antes se expresó tanto la poesía. No que no
hubiera poetas sino que o no tenían tantos y tan
buenos medios para expresarse o simplemente no
habían producido poesía, algo muy prosaico se lo
impedía, porque una revolución que no es poética no
es revolución.
roberto.hernandez.montoya@gmail.com