LA SOBERANIA NACIONAL
[Investigación histórica de Adolfo Saldías] En 1845 la Confederación Argentina, gobernada por Juan Manuel de Rosas, sufrió la alevosa agresión militar de las dos principales potencias de la época: Gran Bretaña y Francia, que venían cebadas de sendas apropiaciones coloniales en China y Argelia. Contaban con el apoyo explícito del bando unitario emigrado a Montevideo y el de Fructuoso Rivera, que había derrocado en esa ciudad al gobierno legítimo de Oribe. Este, a su vez, sitiaba la ciudad por tierra y, desde hacía meses, por el río lo hacía la flota del viejo y glorioso almirante Brown. Los europeos también especulaban con el apoyo eficaz del Imperio del Brasil, interesado en la Mesopotamia y en la Banda Oriental. Por su parte, los Estados Unidos de Norteamérica, que ya habían proclamado la doctrina Monroe, la dejaron de lado para otras oportunidades más propicias: estaban demasiado ocupados en la anexión del estado mejicano de Texas.
La flota anglo-francesa primero ocupó Montevideo, exigió la libre navegación de los ríos interiores argentinos, y se apoderó mediante su artillería de grueso calibre –sin previa declaración de guerra- de la débil escuadra de Brown, quien le escribió a Rosas: “Tal agravio demandaba imperiosamente el sacrificio de la vida con honor, y sólo la subordinación a las supremas órdenes de V.E. para evitar aglomeración de incidentes que complicasen las circunstancias, pudo resolver al que firma a arriar un pabellón que durante treinta y tres años de continuos triunfos ha sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata”. La enseña azul y blanca de los buques argentinos fue reemplazada por la francesa o inglesa, y todos sus marinos apresados. El mando de la escuadra apoderada se le otorgó al aventurero José Garibaldi.
Después de recurrir a la última ratio, las potencias imperiales se dispusieron a internar el Paraná y el Uruguay, declararon el bloqueo de todos los puertos, apresaron los barcos mercantes y se prepararon a ocupar los puntos dominantes del litoral argentino. La unidad de Garibaldi cañoneó, incendió, arruinó, tomó por asalto y saqueó la Colonia del Sacramento, luego tomó la isla Martín García, por el río Uruguay atacó al pueblo puramente comercial y desguarnecido de Gualeguaychú, saqueándolo durante dos días, a Paysandú, donde fueron rechazados, igual que en Concordia.
Pero a pesar de los atropellos, depredaciones y crueldades, la intervención no podía ocupar los puntos guarnecidos regularmente por la Confederación. Es así que las potencias resolvieron que sus escuadras combinadas forzasen a cañonazos el paso del Paraná hasta llegar y tomar a Corrientes, a fin de dominar ese gran río. Hasta entonces sólo se habían producido actos de fuerza para intimidar al gobernante nativo, método con el que en otros países habían obtenido amplias concesiones. Pero aquí y ahora, iba a comenzar la verdadera guerra.
Salvo el puñado de doctores emigrados, todo el país acompañó a Rosas en la lucha donde se comprometía la honra y la integridad nacional. Los gobernadores, las legislaturas del interior, los héroes militares de las campañas por la independencia, los hombres principales y acaudalados, los gauchos que podían manejar un fusil, los representantes diplomáticos acreditados en Buenos Aires, todos ratificaron de un modo inequívoco ese apoyo. Igual que la prensa de toda América y la de la propia Europa.
El brigadier general don Juan Manuel de Rosas se convirtió así en el representante armado de la independencia que alcanzaron con tanto sacrificio las naciones sudamericanas, y del principio republicano que miraban con desprecio las monarquías signatarias de la Santa Alianza. Era el consenso unánime manifestado de un modo elocuente el que así lo comprendía en toda la nación y en toda la patria grande. Era la bandera del río del Juramento y de los Andes que tremolaba en manos de los mismos que se habían batido en Salta, Chacabuco, Maipú y Lima. Era el padre de la patria, el Libertador don José de San Martín, ofreciendo sus servicios a Rosas, en defensa de la independencia amenazada. Y para que ningún eco de gloria faltase en ese concierto del patriotismo y del honor, la lira del autor del himno nacional llamaba así al sentimiento generoso de los argentinos:
Se interpone ambicioso el extranjero,
su ley pretende al argentino dar,
y abusa de sus naves superiores
para hollar nuestra patria y su bandera,
y fuerzas sobre fuerzas aglomera
que avisan la intención de conquistar.
Morir antes, heroicos argentinos,
que de la libertad caiga este templo:
¡daremos a la América alto ejemplo
que enseñe a defender la libertad!
[...]
(Vicente López y Planes, Oda patriótica federal recitada en el teatro de la Victoria la noche del 5 de noviembre de 1845).
En la costa norte de Buenos Aires, a unos 160 kilómetros de la Capital, poco más allá de San Pedro, el río Paraná forma un recodo que se conoce como la Vuelta de Obligado. A esa altura el río tiene unos setecientos metros de ancho, y por ahí debía pasar necesariamente la flota extranjera para llegar a Corrientes. En ese lugar levantó sus principales baterías el general Lucio Mansilla, jefe del departamento del Norte, miliciano de la reconquista con Liniers, oficial de la campaña oriental con Artigas, comandante del ejército de los Andes con San Martín, de Maipú y la campaña del sur de Chile con Las Heras, héroe de la guerra con Brasil, un probado veterano de la Independencia con dotes singulares para sacar ventajas de cualquier situación de armas.
Sin embargo, carecía de los recursos naturales para desenvolver esas cualidades: es el momento en que el águila enjaulada tiende inútilmente sus alas y devora el espacio con los ojos. Hizo lo que pudo para conseguir esos recursos –municiones de artillería e infantería para las dotaciones completas-, pero éstos nunca llegaron. Mucho patriotismo y pocas municiones.
Mansilla montó cuatro baterías en la costa firme: la denominada Restaurador Rosas mandada por Alvaro Alzogaray, la General Brown por Eduardo Brown, el hijo del almirante, la General Mansilla por Felipe Palacios, y la Manuelita por Juan Bautista Thorne. Eran servidas por un total de ciento sesenta artilleros y otros sesenta de reserva, parapetados tras merlones de tierra pisada entre cajones. Guarnecían las cuatro baterías quinientos milicianos de infantería al mando de Ramón Rodríguez y otra cantidad similar, con varios cañones, en los espacios entre ellas. De reserva, apostados en un monte, seiscientos infantes y dos escuadrones de caballería al mando de José Cortina. Detrás de ellos, unos trescientos vecinos de San Pedro, Baradero, San Antonio de Areco y San Nicolás, reunidos a último momento. La custodia del general, setenta hombres al mando de Cruz Cañete.
En la orilla, en un mogote aislado, estaban apoyadas unas anclas, a las que se asieron tres gruesas cadenas que atravesaban el río hasta la orilla opuesta, donde quedaron sujetadas a un bergantín armado con seis cañones al mando de Tomás Graig, estribor con frente al enemigo. Las cadenas se corrían sobre las proas, cubiertas y popas de veinticuatro buques desmantelados, hundidos y fondeados en línea. Con esto se propuso Mansilla mostrar a los anglo-franceses que el pasaje del río no era libre, y obligarlos a batirse si intentaban pasarlo.
La flota enemigo fondeó dos millas más abajo y durante dos días ambas fuerzas hicieron reconocimientos e intercambiaron algunos disparos de cañón. A las ocho y media de la mañana del 20 de noviembre de 1845 avanzaron sobre las baterías de Obligado once buques enemigos con noventa y nueve cañones de grueso calibre, de los cuales treinta y cinco eran Paixhans, de bala con espoleta y explosivos, acreditados por los estragos que habían hecho en los bombardeos de Méjico. Media hora después rompieron sus fuegos. La banda del batallón Patricios hizo oír el himno nacional. Mansilla, de pie sobre el merlón de la batería Restaurador Rosas invitó a los soldados a dar el tradicional grito de ¡viva la patria! Y a su voz arrogante y entusiasta, el cañón de la patria lo ilumina con sus primeros fogonazos. Otra media hora después y el combate se generaliza, entrando todos los buques en acción. Los pechos de los soldados argentinos sienten por primera vez la lluvia de bala y metralla, pero sin embargo las baterías de tierra ponen fuera de combate dos bergantines ingleses.
Al mediodía Mansilla comunica a Rosas que el enemigo no ha podido acercarse a la línea de atajo, pero que dada su superioridad, cree que lo harán, porque a él le faltan las municiones para impedirlo. Efectivamente, pocos minutos después el capitán Tomás Graig, comandante del bergantín argentino Republicano, que sostenía esa línea de atajo, quema su último cartucho. Cuando pide más municiones a tierra y le responden que ya no hay, hace volar su buque para no entregárselo al enemigo, y va con sus soldados a tomar el puesto de honor en las baterías de la derecha. Los buques de la alianza imperial avanzan hasta la línea de atajo, sufriendo todos los fuegos de las baterías. Como un volcán arrojando serpientes de fuego en todas direcciones, el agua cubierta de nubes de pólvora quemada, entre estrépitos de muerte, el Paraná se convierte en un infierno.
En lugar prominente de este cuadro está Mansilla; y su esfuerzo prodigioso, y su vida que respeta la metralla, y su espíritu, pendiente de una probabilidad halagüeña, concentrados en ese punto del río Paraná, donde se juegan el derecho y la honra de la patria que él defiende. Hay un momento en que esa probabilidad parece sonreírle: es cuando los cañones de las baterías hacen retroceder algunos buques, ponen fuera de combate algún otro y apagan los fuegos de varios cañones enemigos. Pero simultáneamente una lancha con un contingente inglés logra cortar las cadenas y hacer pasar del otro lado algunos buques.
A las cuatro de la tarde Alzogaray, con casi todos sus artilleros muertos, quema en su cañón el último cartucho. La batería de Thorne es un castillo incendiado. Allí se sienten las convulsiones estupendas del huracán que ilumina con sus rayos una vez más la vida y que a poco fulmina la muerte entre sus ondas. El estampido del cañón sacude la robusta organización del veterano de Brown. El mismo Thorne dirige las balsas y los cañones, que hacen estragos al enemigo. Se fractura un brazo y se golpea la cabeza, de tal manera que perderá el oído para siempre. Desde entonces sus viejos compañeros le llamarán el sordo de Obligado.
Después de ocho horas de bombardeo incesante, los patriotas se quedan completamente sin municiones. Mientras los cañones de los buques enemigos siguen disparando, se lanza la infantería de desembarco sobre las diezmadas fuerzas argentinas. Mansilla se pone a la cabeza y manda calar bayonetas. Al adelantarse, es derribado por la metalla en el estómago y queda fuera de combate. El coronel Ramón Rodríguez lleva otra carga con los Patricios y repele al enemigo; pero éste finalmente logra controlar el campo. Los europeos contaron ciento cincuenta bajas en la Vuelta de Obligado y sus mejores buques quedaron bastante averiados. Los argentinos sufrieron seiscientos cincuenta hombres fuera de combate y perdieron dieciocho cañones. Durante casi ocho horas, no se dejó de hacer fuego de parte a parte. Fue un brillante hecho de armas para ambos bandos.
La victoria que alcanzaron los anglo-franceses resultó pírrica; quizás confiaron demasiado en lo que aseguraban los emigrados unitarios, su prensa y sus libros: que ante su presencia en las costas, los pueblos “sacudirían el yugo de Rosas y harían causa común con ellos”. Forzaron el pasaje del río y tal vez podrían dominarlo, pero supieron que no podrían avanzar tierra adentro, ya que se sublevarían contra ellos todas las fibras de un pueblo viril atacado en sus hogares.
El desengaño de los aliados fue tan grande, como impotente de ahí en más la prédica de los emigrados. Y después de Obligado, todos en la Confederación se pusieron sin reservas al servicio de la patria y de los principios que Rosas sostenía, ancianos de las luchas de la Independencia, gauchos viejos de la edad de oro, opositores y muchos unitarios conspicuos, como el coronel Martiniano Chilavert, el artillero más científico de la época. Pero además en toda América y en Europa se consideró a Rosas como el único jefe americano que había resistido las violencias y agresiones de las dos mayores potencias mundiales. Desde entonces será llamado el grande hombre de la América.
Es que en un recodo del Paraná, un 20 de noviembre de 1845, la entereza del general Lucio Mansilla, rigiendo el sentimiento nacional, en lucha desigual con los poderes más fuertes de la Tierra, supo grabar con sangre que no se borra los derechos indestructibles del honor y de la gloria de la nación. Por eso se ha instituido al 20 de noviembre como el Día de la Soberanía
(c)GENTILEZA DE NAC&POP