María Malusardi: sus
respuestas y poemas
Entrevista realizada
por Rolando Revagliatti
María
Malusardi nació el
12 de abril de 1966 en Buenos Aires, ciudad en la que reside,
República Argentina. Desde 1989 ejerce el periodismo (entre
otros medios gráficos, en las revistas “Nómada”, “Lugares”, “El
Arca”, “Nueva”, “Debate”, “Caras y Caretas” —entre 2013 y 2015
exclusivamente sobre poesía argentina— y en los diarios “Perfil
Cultural”, “Clarín”, “La Gaceta Cultural”). Además de impartir
talleres de Lectura y Escritura, dicta las materias Estilo y La
Entrevista en Taller Escuela Agencia (TEA). Su poemario
“el sastre” obtuvo la
Mención Especial del Premio de Literatura Casa de las Américas
2015, de Cuba, y otro,
“trilogía de la tristeza” —traducido al francés y editado en
2013 como “trilogie de la
tristesse” (Zinnia Editions, Lyon, Francia), en formatos
papel y electrónico—, resultó finalista del Concurso Olga Orozco
2009. Es la responsable de la selección, edición y el ensayo
preliminar del volumen
“Obra poética” de Raúl Gustavo Aguirre (Ediciones del Dock,
2015). Poemarios publicados entre 2001 y 2017:
“El accidente”,
“la carta de vermeer”,
“variaciones en la niebla”,
“diálogo de pescadores”,
“museo de postales”,
“trilogía de la tristeza”,
“el orfanato”,
“la música”, “artista del
trapecio”, “el sastre”
y “el desvío y el daño”.
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María Malusardi con Alicia Salinas, Alejandro Méndez Casariego,
Yanina Audisio y Lidia Rocha
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1 — Dos meses y pico antes de que el presidente Arturo
Umberto Illia fuera destituido por una Junta Militar…, naciste.
MM —
Siempre lo digo: nací el mismo año del golpe de Onganía.
Me impacta. Mi hermano más chico nació un mes antes del golpe de
Videla. Es muy fuerte para nosotros. Aparecí en este mundo a la
madrugada.Una y pico de la
mañana, dice mi madre. Y agrega:
“No querías nacer, te
resistías a nacer.” Es gracioso cómo mi madre me
responsabiliza. A esta altura me da ternura su gesto. Era muy
joven y yo fui muy deseada por mis padres. Es probable que eso
me haya salvado de todo lo que vino después, el desastre
familiar. El horror en el que se transformó mi familia de origen
a partir de la enfermedad de mi padre.
Yo tenía tres años. Mi
madre estaba embarazada de mi segundo hermano. Mi padre se
enfermó gravemente. Sus riñones estaban en crisis severa. Le
dieron seis meses de vida. Tenía 33 años. No recuerdo ese año
entero que duró el drama, la inminencia de la muerte; no
recuerdo hechos concretos aunque suelo imaginármelos como si
fueran ciertos (los relatos van y vienen), pero llevo ese
sentimiento de tragedia, dolor y muerte dentro. Hasta hoy.
Se ha inoculado. Es crónico. Un sentimiento de
muerte, de pérdida que pude alguna vez graficar bien en un poema
—en varios o en casi todos— pero
esencialmente en
éste, de “variaciones en
la niebla”: “si no
llega es porque en el camino si uno se va no vuelve si va a la
niebla no de la niebla si uno del viaje no vuelve descarrila uno
en el camino cada vez”. De niña, esperaba con tensión y
extrema angustia, la llegada de mi madre o mi padre, cuando
debían ir a buscarme a algún lado. Y si había un retraso, yo
entraba en pánico. La espera se tornaba una pesadilla. A veces,
aún me sucede con mis seres más queridos.
Mi
madre cuenta que durante los meses que duró la enfermedad, mi
padre gritaba y lloraba: “Me voy a morir”. Yo escuchaba. Veía. Estuve en medio de ese clima
hostil y doloroso. Mi madre estaba a punto de parir a Gastón, mi
primer hermano. Nació en medio de esa catástrofe. Mi padre se
curó. Y, parece, fue casi milagroso. Siempre él habla del doctor
Miatello, un nefrólogo genial. Él lo sentenció:
“Te quedan seis meses de
vida”. Y luego lo salvó. Malabares, misterios de la ciencia.
No lo sé.
Sin embargo, el
sentimiento trágico no comenzó allí. Mi padre lo arrastra desde
niño. El padre de mi padre era corredor de autos de Fórmula Uno.
Se mató en una carrera, en la prueba de posición, en Mar del
Plata. Esa carrera la ganó Juan Manuel Fangio y se la dedicó a
mi abuelo, Adriano Malusardi. Ese hecho es un estigma familiar.
Mi padre tenía doce años. Quedó marcado de por vida. Ese
sentimiento trágico
cayó en mí, y
seguramente en mis dos hermanos, de una manera demoledora. Tengo
un sentido trágico de la vida. Aquí, el poema que antes cité, se
resignifica.
Encontré en internet este fragmento que escribió Ángel
Somma: “El sábado 26 de
febrero se desarrollaron los ensayos previos a la competencia
que quedaron manchados por un hecho trágico. El piloto argentino
Adriano Malusardi falleció carbonizado luego de que a su Alfa
Romeo 3200 se le prendiera fuego el depósito de combustible,
provocando el incendio de su máquina en la subida que
desembocaba en el Boulevard. Esto provocó mucha congoja en
Fangio y los demás corredores, además de la conmoción del
público.”
Narro esto porque
tiene mucho que ver con mi ser poeta y, sobre todo, con mi vida,
mi manera de estar en el mundo y de percibir. La poesía surge,
permanece, trasciende los extremos. Ciertas experiencias pueden
abrir canales que conducen a zonas de absoluta vulnerabilidad,
donde no hay resguardo, no hay respuestas, no hay de dónde
agarrarse. Zonas de intemperie a las que cualquier ser humano
podría acceder, pero no cualquiera lo hace porque no cualquiera
lo tolera. Ahora
bien, una vez que se llegó allí, no hay retorno. No sé si elegí
llegar a ese descampado, pero llegué. Y la poesía sólo
puede escribirse desde ese lugar, casi mítico, inalienable, del
ser. Ciertos hechos ayudan, conducen. Cierto infierno interior
que sólo el arte y el amor ayudan a sobrellevar. Aunque el amor,
por momentos, se vuelve parte de ese infierno. Comparto lo que
dice Antonin Artaud: “No
hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido,
modelado, construido, inventado, a no ser para salir del
infierno.”
Mientras escribo esto,
leo “Léxico familiar”,
de Natalia Ginzburg, una de mis narradoras amigas. Amiga porque
me acompaña siempre desde su obra maravillosa. Su manera
sencilla y honda me ayudará
para esta
remembranza. Pues hace tiempo que no leo narrativa. Sólo poesía
y ensayo filosófico. Leer esta novela me da un respiro. La
narrativa airea. La poesía y la filosofía me sofocan. Es pura
exigencia, pura pasión.
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María Malusardi con Miguel Martínez Naón
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María Malusardi con Eugenia Straccali
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María Malusardi con Tom Maver, Marcos Rosenzvaig, Nahuel
Lardies, Paz Busquet, Javier Galarza, Ángeles Villa, Marco
Zanger y Natalia Litvinova
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2 — Entresaco: tu
estar en el mundo y percibir.
MM —
Por lo que te
conté antes y mucho más. Mi padre hoy tiene 81 años. Es una gran
persona, un hombre cálido, afectuoso, un padre total. Me alegra
tenerlo aún. Sucedió que a los pocos años de su recuperación —yo
ya tenía seis o siete— mi abuela materna, a quien yo adoraba, se
enfermó gravemente (¡la misma enfermedad de mi padre!) y mi
madre, que estaba por tercera vez embarazada, perdió al bebé de
cinco meses. Casi se muere. Se fue en sangre. No recuerdo ese
episodio. Lo he borrado. Me lo han contado. Sólo sé que
mi hogar, desde la enfermedad de mi padre en adelante, se tiñó
de horror. Mi
abuela materna murió dos años más tarde. Mi madre quedó hundida
en la tristeza desde el momento en el que su madre enfermó.
La tristeza de mi madre, desde mis cinco años en
adelante, se prolongó durante toda mi infancia y parte de mi
adolescencia. Ahí vino otra letanía trágica: mis padres
empezaron a llevarse muy mal. Nació Nicolás, mi otro hermano, y
antes de que él cumpliera los dos años, se separaron en términos
muy crueles. Fue muy traumático. Eran otros tiempos. 1978. El
clima era tenso. Difícil. Mis padres se odiaban. Era
catastrófico y violento. Una violencia que estaba en el
lenguaje, no en el cuerpo. Pero una violencia al fin. Ya
sabemos, quienes nos dedicamos a trabajar con la palabra, lo que
la palabra puede. Sus alcances filosos.
Quisiera
aclarar algo esencial: la escritura poética no es biográfica.
¡No debe serlo! Rechazo lo confesional, lo autorreferencial.
Puede resultar burdo. La escritura debe transformar. Los hechos
reales son disparadores, pesados y contundentes disparadores. Lo
que pasó pertenece al plano de la acción. Lo que se cuenta o
poetiza es lenguaje —acción en el lenguaje, si se quiere. Es
otra cosa. Lo que se muestra o se cuenta —aunque se desprenda de
un hecho autobiográfico o de una emoción surgida de la
experiencia— no es la vida sino el efecto simbólico de la
experiencia. Es una cuestión estética. Pero para que sea
verosímil, debe surgir de lo que elaboramos, simbólicamente, a
partir de la experiencia. Que no es literal. No es la
experiencia misma, sino el resultado de un proceso interior que
cae con todo su peso en el lenguaje. Lo explican muy bien Hegel,
Walter Benjamin, Giorgio Agamben después. De todas maneras, es
fundamental diferenciar el poema de la narración. En el poema,
el lenguaje decide, arrastra, impone y desde allí se talla. En
el relato, las palabras se amoldan a los hechos. Es un proceso
mental casi inverso.
Mis mejores momentos en la infancia los pasé con mi abuelo
materno cuando, en las vacaciones de invierno o de verano, nos
llevaba a mi hermano Gastón y a mí al campo. Nicolás aún no
había nacido. Mi abuelo era sastre. Un sastre de mucho
prestigio. Le hizo trajes a Perón (década del 40) y a Luciano
Pavarotti (cuando vino a la Argentina). Me contaba mi abuelo que
ningún sastre se animaba a hacerle el jaqué con el que luego
cantó en el Teatro Colón. Y mi abuelo sí. Se lanzó el viejo. El
cuerpo de Pavarotti era monumental, no resultó sencillo. Me
abuelo me contó que luego Pavarotti le encargó veinte trajes
más, porque quedó encantado. Con estos dos nombres podemos
imaginar lo que hubo en el medio. Mi abuelo, Bruno, venía de una
familia de inmigrantes italianos del norte y muy pobres, como la
mayoría de los inmigrantes de entonces. Desde niño trabajó.
Pintaba como los dioses. Cursó hasta tercer grado. Un hombre
brillante, áspero y cerrado. Cuando yo era niña, él ya se había
comprado unas tierras, un campo en la zona de Ayacucho. El campo
para mí fue un lugar feliz. El único. Iba con él. Me puso en
contacto con los caballos. Me enseñó a ensillarlos y a montar.
Desde pequeña, cuando iba al campo
con él, cada año, buscaba mi caballo y me iba sola al medio del
campo. En ese momento, sólo en ese momento, era feliz. También
el campo está en mi poesía. El
caballo es un animal muy importante para mí. Solía dialogar con
mis caballos. Tuve tres —aclaro que es una posesión simbólica.
Había una buena tropilla y mi abuelo me designó los que
consideraba podía yo manejar sin peligro. Los recuerdo muy bien.
De muy niña, el Pintao (tengo fotos de mis dos años sobre él),
luego el Malacara (un caballo de cuadrera que tenía un andar
bellísimo, veloz y sofisticado) y el Rubio, un alazán duro,
difícil de montar porque se movía, el muy desgraciado, cada vez
que ponía un pie en el estribo para subir. Una vez, mientras
intentaba montarlo, dejó caer su vaso sobre mi pie entero, que
quedó mal herido. Tenía un galope tosco y era duro de boca, se
necesitaba mucha fuerza para frenarlo. Me es grato rememorar
esta parte salvaje de mi infancia. Hoy la veo así. Entonces,
todo era un juego para salirme del mundo que me oprimía. El
departamento, la familia, la escuela. Yo, una niña urbana,
llegaba al campo de mi abuelo y me soltaba al viento, quería ser
una hoja crepitante, una rea, una desamparada de verdad amparada
por ese mundo abierto y abismal que es la llanura. Son mis
épocas de niña —hasta los catorce o quince— salvajes, muy
salvajes. Allí, subida al caballo era ajenamente libre. Me iba
sola al medio del campo, desde donde no se veía más que
horizonte, montes a lo lejos, ramilletes de animales. Y
respiraba la maravilla de existir. Era consciente de esto siendo
niña. Eran mis únicos momentos de felicidad. Luego regresaban la
ciudad, mi familia, la escuela, todo eso tan árido y difícil.
María Malusardi a los tres o cuatro años/// María Malusardi
adolescente
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María Malusardi con Selva Dipasquale
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3 — De tu
autoría, “la oveja excluida”, deja entrever una muerte y un
martirio interior.
MM — En uno de
esos paseos a caballo, maté una oveja. Yo tendría unos doce
años. Estaba en medio del campo, sola. Había un rebaño de
ovejas. Me bajé del caballo y me acerqué caminando hasta las
ovejas, que empezaron lentamente a huir. Y me prendí de una, de
su lana áspera. Me monté sobre ella, jugando, sin apoyarme,
puesto que tenía miedo de dañarla. Quedé con los pies apoyados
en el piso. Ella empezó a corcovear. Las
otras corrían desesperadas berreando. De pronto, se desvaneció.
Sólo recuerdo que me asusté, monté el caballo y corrí hacia la
casa. Le conté a mi abuelo. Con miedo, porque era bravo el
viejo. No me dijo nada. Después supe que la oveja había muerto.
Supe que las ovejas tienen un corazón frágil. Son, digamos en
términos humanos, emocionales y cardíacas. Pobrecita. Nunca me
lo perdoné. Una niña tan urbana como yo matando una oveja...
Escribí, tantos años después, “la oveja excluida”. La segunda
parte del libro “el
orfanato”. Rescaté ese recuerdo y sus consecuencias. La
transformación fue interesante. A partir de esta historia,
podría hacer un texto teórico sobre el proceso de escritura.
Sobre la transformación de la experiencia, la utilización del
recuerdo, la materialización de los hechos en la palabra, en el
poema. Cómo aparece el arte a partir de una experiencia concreta
que, luego de muchos años, resulta subjetiva, tergiversada,
llena de agregados, de interpretaciones.
De todas maneras,
admito que la oveja es un animal presente en lo que escribo. Sin
duda, todos los elementos de mi experiencia en el campo han
dejado fuerte huella.
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María Malusardi con Viviana Abnur,
Valeria Cervero y Alejandro Méndez Casariego
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María Malusardi con Natalia Litvinova y
Javier Galarza
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4 — Te tenemos (con nuestros lectores) en nuestra principal metrópoli y
en el campo bonaerense. ¿Dónde más te tenemos en tu infancia, y
aun después?...
MM —
Vaya otra
historia paralela: Mis padres tenían una casa quinta, muy
sencilla, pero llena de árboles frutales. Estaba en Moreno, en
el oeste del conurbano. Un lugar de pocas casas y mucho campo,
monte. Las casitas de esa zona eran todas muy sencillas y
pequeñas. Era un barrio semipoblado, digamos. Aunque la casa era
modesta, el parque, según mi recuerdo de niña, era enorme. No
había plena felicidad para mí allí, pero jugaba mucho, corría,
andaba en mi bicicleta azul, remontaba barriletes, ayudaba a mi
padre a cortar el césped, me hamacaba, cazaba luciérnagas que
ponía en frascos de dulce vacíos. Lo que hacen todos los niños
para sobrellevar la vida que no pueden justificar pero deben
transitar. El problema es que ese lugar era la representación
patente de la familia junta. Un fin de semana entero. La familia
pequeño burguesa. Me causaba infelicidad y angustia. Mi aspecto
salvaje, durante mi infancia, me ayudó a sobrevivir, es
evidente. Trepaba a los árboles. Recuerdo los durazneros,
la higuera, los manzanos, el ciruelo y sobre todo el nogal, del
que mi padre tuvo que bajarme unas cuantas veces. Yo trepaba
hasta la cima y luego no podía bajar. Él subía y me rescataba.
También esto aparece en mi poesía de manera insistente. Estos
hechos son ramalazos en la memoria. Las escenas que habitan la
memoria, sobre todo escenas de mi infancia, son esenciales para
mi escritura. Le dan cierta materialidad y argumentación. La
infancia y los sueños, diría, son medulares para la escritura.
Mi
adolescencia es un espacio en fuga en relación a la poesía. Era
deportista. Me distraía, me divertía, me conectaba con el cuerpo
y sus transformaciones. Ser jugadora federada de hockey me
ayudó, creo, a aceptar ese proceso tan difícil. El deporte
resultaba no sólo un espacio lúdico sino que requería de mucha
exigencia y compromiso. Y, sobre todo, me sacaba de la casa
materna. También tenía muchas amistades, grupos diversos. Y me
enamoraba. Siempre enamorada de algún chico. Nunca en paz. La
intensidad no es la mejor compañía. En esos tiempos, me gustaba
tocar la guitarra y cantar. Me gustaba el rock nacional. Y el
rock inglés. Luego, me alejé de toda esa vida e, incluso, de
toda esa música.
A mis
veinte años, largué la carrera de biología, que al terminar el
secundario había sido mi pasión, mi vocación muy marcada, y
empecé compulsivamente a escribir poesía. Además, la música
siempre fue un tema crucial. Infancia, adolescencia. Es difícil
contar la propia vida, puesto que hay historias paralelas, como
muestra de manera flagrante David Lynch. No somos eso sólo, eso
que se ve. Somos mucho más, aun lo que desconocemos de nosotros
mismos. Mientras iba al campo y andaba a caballo, también tocaba
la guitarra y cantaba en mi habitación. Ciertamente, ambos
tenían en común que eran espacios de soledad e introspección.
Siempre me gustó la música. Pero sólo pensé en dedicarme cuando
largué la carrera de biología. Empecé a estudiar flauta
traversa, una deuda pendiente de mi infancia. Mi padre me regaló
el instrumento. En ese entonces empecé a estudiar Musicoterapia,
que era una carrera que aún andaba por los zócalos. La
democracia estaba en pañales. Aunque creo que siempre estará en
pañales la democracia, pero ese es otro tema. Mientras estudiaba
esta carrera advertí que lo único que me importaba era escribir
y leer. Leer y escribir. Y que, además, tenía condiciones para
escribir. Condiciones a las que jamás había prestado atención.
Años más tarde descubrí que muchos exámenes, incluso en la
facultad de ciencias, los aprobé gracias a mi habilidad para
redactar. Gracias a saber contar. Ese fue el comienzo. Porque la
escritura resultó un camino lento, difícil y prepotente, como
diría Roberto Arlt. Nunca me abandonó.
Me
saltearé algunas cosas. Podría decir que empecé a ser “culta”
—dudo en poner esta palabra pero creo que es la más precisa para
que se entienda a qué me refiero—a los diecinueve, veinte años.
Además de leer desaforadamente, descubrí, entre otras cosas, el
cine de Ingmar Bergman, que me marcó y hoy continúa siendo un
artista ineludible. Sigo viendo sus películas. De hecho, escribí
un poema a partir de uno de sus films más viejos, “Detrás de un
vidrio oscuro”. Por entonces escuchaba la radio Clásica y
también descubrí el tango. Escuchaba a Astor Piazzola hasta
sofocarme. Y luego llegaron los grandes poetas como Cátulo
Castillo, Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi en las voces de
Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero, Rosana Falasca, Julio Sosa.
En casa siempre hubo música, era inevitable. Mi madre es
pianista. No profesional, pero pianista clásica. Y muy abierta a
todo lo que sus hijos adolescentes le acercábamos.
María Malusardi en 2017
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María Malusardi en Grecia
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María Malusardi con Juan Carrá y Eduardo Minutella Arena en
2017
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5 — ¿Habrá una larga historia en eso de que la presencia
de la música en tu vida es crucial?
MM — Respondo (o empiezo
a responder) con este texto que escribí:
“Mi madre tiene 23 años. Hace girar el
taburete y se sienta ante el piano cerrado. No resulta fácil
acomodarse. Allí estoy, prolongándome hacia delante como una
montaña de arena. Intento verme, sin verme, sino sentirme,
dentro de ella, en esa procesión, en ese instante previo al
desamparo que luego será la vida. En esa choza de océano sin
precedentes, en esa inmensidad de lo pequeño y lo obtuso, nos
abrazamos a nosotros mismos sin amor y sin vanidad. Anudamos
nuestra especie para no perdernos. Mi madre recorre con su mano
abierta la tela que recubre la superficie de la panza. La
incomodan los movimientos bruscos que doy por debajo del mundo
real. Estoy a punto de salir, ambas lo sabemos, aunque ella se
declara a sí misma —y luego me lo repetirá casi como un
reproche— que yo no tengo intenciones ni deseos de salir.
Retraso mi llegada porque sé que mi llegada es mi hundimiento.
Entonces retiene, retengo, retenemos juntas mi madre y yo. Ahora
abre el piano, un Gaveau vertical, el mismo desde sus cinco
años. Levanta ceremoniosamente sus manos que pesan como abundo
yo en su cuerpo. Ante ella un voluminoso libro con partituras.
Podría ser Mozart. O Chopin. O Beethoven. Acaso Schubert. O
Bach. Finalmente, todas esas piezas solitarias se abandonarán —y
abonarán— en mí, como un barco hundido en la nieve, como una
sobredosis de compasión.
(“¿Por
qué la música es capaz de ir al fondo del dolor? Porque es allí
donde ella mora.” Pascal Quignard).
Y compondrán mi lenguaje expresivo y mi distancia del mundo. Mi
rechazo, mi marginalidad, mi restitución. No. No seré ni
compositora ni intérprete. Aunque buscaré exhaustivamente en los
instrumentos de viento mi salvación. Y encontraré en la música
cegándome la versión definitiva de mí retenida en la ausencia:
me extinguiré horizontalmente como un pez en el poema.”
Termino de escribir esta primera parte. Dejo reposar.
Reescribo, pulo, escucho, siento, corto, elimino, reemplazo,
releo en voz alta, releo en voz baja. Canto la escritura. La
abandono. Dejo reposar. Regreso. Así el poema, así toda
escritura en mí. Más tarde —¿será coincidencia?— descubro en el
libro de Pascal Quignard:
“Un ser humano perecería si debiera acceder a la vida uterina,
que es sin embargo el medio en el que su vida comenzó, donde se
desarrolló su ser, donde su cuerpo se sexuó, donde la selección
de los principales sabores de lo que preferirá en el mundo se
hizo para siempre.” Como un pez en el poema me consterno en
el agua y escribo. Y replanteo, detrás, debajo, encima, desde
las lecturas que me estimulan, mi “llegada a la escritura”
(“Mi escritura mira. Con
los ojos cerrados.” Hélène Cixous). Cómo se llega a la
escritura. A cada edad, una misión diferente, una respuesta
posible. (“Escribo como un niño que llora.” George Bataille). La profundidad
en el tiempo es un agujero en la tierra y un arribo a la
sabiduría. Cómo se llega al poema. Siempre escribí desde mi
frustración con la música. Nunca desde mi claro amor por la
escritura. Mi amor por la escritura, como todo amor verdadero,
estaba, está. No hay cuestionamiento. Y si no hay
cuestionamiento no hay creación. ¿Cómo llegué a la escritura del
poema a través de mi frustración con la música? No es que
intentara componer música con palabras. Sino que me empecinaba
en interpretar en un piano imaginario —un piano de palabras— la
misma pieza de Bach del “Clave Bien Temperado” que escucho ahora
mientras revelo. Sólo un ejemplo, porque podría ser el “Réquiem”
de Mozart o el “Stabat Mater” de Pergolesi o la “Sinfonía Nº 5”
de Mahler. Y escribiría, en estos casos, desde una orquesta y un
coro imaginarios que se activan poderosa e instrumentalmente en
las palabras. Así la creación del poema: las palabras no imitan,
no se acercan, no parecen, no emulan: son la orquesta. Este
procedimiento extraño y desesperante por lo inabordable me llevó
a encontrarme con el lenguaje desde un lugar diferente y
genuino. Atribuyo mi relación esencial con el poema a mi
relación preuterina con la música. Nunca antes lo había pensado.
Nunca, hasta que leí a Pascal Quignard:
“La música atrae a su oyente a la existencia solitaria que precede el
nacimiento, que precede la respiración, que precede el grito,
que precede la espiración, que precede la posibilidad de hablar.
De este modo la música se hunde en la existencia originaria.
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María Malusardi con Alejandro Méndez Casariego y Claudia Masin
(de espaldas) y Gerardo D. Curiá, Lidia Rocha, Alicia Genovese,
Paula Jiménez España, R. Jaduszliwer, etc.
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6 — En el nº 2 / 3, noviembre de 2009, de la revista “La
Costurerita” retrataste a Javier Villafañe (y te retrataste).
MM — Todo
lo que cuenta ese artículo es real:
“Javier
Villafañe escribió una de las metáforas más bellas y originales
sobre la soledad:
‘Una anciana se encontró con un buey. Le acarició
la cabeza y le dijo: ¿Quiere venir a mi casa? (…)
El buey comenzó
a subir la escalera. Le costaba trabajo. Puso una mano en
un peldaño,
la otra mano en el otro peldaño. La anciana lo empujaba de atrás.
Sentía todo el peso del buey sobre
el pecho.
—¡Por fin!— exclamó la anciana—. Ya llegamos.
El buey miró hacia abajo y dijo:
—Jamás podré bajar la escalera.
—Es lo que yo quería. Todos los que subieron, bajaron y
se fueron. Viví esperándolos.
La anciana besó al buey en la frente. Lo acarició entero
y le puso en la boca un terrón de azúcar.’
Este fragmento del relato “La anciana sola” se publicó en
“Los ancianos y las apuestas”, a fines de la década del 80 en
Editorial Sudamericana. Recuerdo una anécdota relacionada con
este libro, uno de los más hermosos de toda su obra o, acaso,
uno de los más representativos para mí, por lo que cuento a
continuación.
Una tarde de invierno, visité a Javier Villafañe en su
departamento de Almagro, donde vivía con Luz Marina, su mujer.
Le llevé sus facturas preferidas compradas especialmente en la
panadería de su barrio, que él me encargaba con la picardía de
un niño. Me cebó mate, me contó historias, reales, inventadas,
daba igual, era mágico escucharlo. Cada encuentro con Javier era
como una función privada. Él relataba y yo atendía, seguramente,
con los ojos enormes y sorprendidos. En esa ocasión, irrumpió de
pronto: “¿Me ayudarías a corregir unas pruebas de galera que tengo que entregar
mañana a la editorial?”. Para una veinteañera con
aspiraciones a poeta, como era yo entonces, semejante pedido
resultaba un desafío. Tomé, no sin humildad, sus originales
escritos a máquina y con tachaduras. De acuerdo a sus
indicaciones, yo leía, como si le dictara, palabra por palabra,
coma por coma, punto por punto, lentamente, mientras él
chequeaba que en las pruebas de galera no se cometiera ningún
error, no se olvidara ninguno de los detalles de sus originales.
Inefable transmitir aquella experiencia, lo que sentía a medida
que rastrillaba mis ojos sobre cada uno de esos intensos,
ocurrentes y, casi aforísticos, cuentos.
Algunos meses más tarde, mientras regresaba a mi casa, me
detuve ante la vidriera, como era habitual, de una librería
pequeña que estaba sumergida en la estación Callao de la línea
de subte B, donde hoy venden carteras o ropa interior. Allí se
exhibía, con su tapa de arco iris,
“Los ancianos y las
apuestas”. Valía cinco pesos. Recuerdo que sólo tenía en mi
cartera cinco pesos y la ficha del subte para llegar
a mi casa (en ese entonces eran pequeños cospeles que se
introducían en la ranura del molinete). Por supuesto, lo compré.
Había conocido a
Javier Villafañe unos meses antes de este episodio en su casa.
Me habían encargado el primer reportaje de mi vida, para una
revista que editaba el Correo Central, que todavía era una
entidad del estado. Por esos días, yo ejercitaba mis primeros
versos con la impunidad propia de la juventud; leía
fervorosamente una mala traducción de la obra completa de Arthur
Rimbaud y soñaba con vivir del periodismo. Con tierna
generosidad, Javier escribió la contratapa de mi primer y
arriesgado libro de poemas,
“Payaso rojo” (1989),
el cual erradiqué de mi bibliografía. Fue para mí más que un
gesto alentador y el mejor voto de confianza.
Jamás olvidaré el momento en el que me presentó a Maese
Trotamundos, que cumplía cincuenta años, a Juancito, a la Muerte
y al Comisario. Sus títeres descansaban en el cajón de una
cómoda y eran, sin duda, su prolongación, estuvieran o no
presentes. Ellos hablaban por él y él hablaba por ellos. Y así
se sentía.
Dos décadas después después, festejo
“Hay que regar antes que
llueva”, un material inédito rescatado por Ediciones El Suri
Porfiado. Un título muy propio del viejo Villafañe, considerando
que mantenía una tensa y lúdica relación, hombro a hombro, con
Dios; el mismo título señala de qué modo el hombre debe
adelantarse con su acto: hagamos llover nosotros antes de que lo
haga Él. A lo largo de su obra —y cuando digo obra me refiero
tanto a sus escritos como a los espectáculos de títeres que
llevó por el mundo—, Javier va toreándolo a Dios, juega con él a
los dados, lo confronta, mientras le guiña el ojo al Diablo.
Así fue Javier, un hombre sin tabiques. Representaba, en
el sentido artaudiano, la vida y el arte fundidos en una misma
risa, sobre un mismo retablo, debajo de una misma máscara,
trenzados en una misma desesperación. Javier fue, es y será un
desestabilizador del orden clásico de las cosas, en tanto ofrece
otro: el de la creación y el de la palabra como unívoca región
de esta existencia inaudita, tan bella como aterradora.
En este último libro, regresa “Javier gongoreando en
Almagro”. Poemas susurrados aunque incisivos; un poco de fábula,
otro poco de temblor filosófico. Un poco para niños, otro poco
para grandes. La obra de Javier Villafañe reúne, parafraseando a
Julio Ramón Ribeyro, “el
cabo con el rabo”. Ha sabido entender, este viejo titiritero
de overol y barba blanca, que
“la soledad de los niños
prefigura la de los viejos” (sigue el autor peruano).
Villafañe ha reunido todas las edades en una misma escena.
A sus lectores de siempre nos ilumina con esa ilusión que
da el regreso; a los nuevos, aquellos que vienen, les
despertará, seguramente, el deseo de más, la felicidad del
hallazgo.”
Mi retrato proseguiría contándote que fue mi primer
impulso. Entonces yo ya estaba absolutamente consagrada a la
poesía. Con una irreverencia asombrosa me dije: quiero ser
escritora. Y lo conseguí. No sin ayuda, mucha ayuda
psicoterapéutica. Pasé por dos psicoanalistas
que resultaron cruciales.
Soy autodidacta. Pero sumamente rigurosa. He armado mis
caminos de lectura. La lectura me inquieta más que la escritura.
No hago esfuerzos para escribir. Me surge. Y aunque trabajo
mucho, soy obsesiva y minuciosa, nunca existió para mí la página
en blanco como un
problema. Sí me genera ansiedad todo lo que me queda por saber.
Leer es mi mayor obsesión.
Y mi regreso a la música siempre es una deuda. No tengo
presiones porque no tengo ambición. Sólo tocar. Cada tanto, armo
mi flauta e interpreto de manera muy rudimentaria alguna sonata
de Haendel o alguna de Telemann. La música barroca es mi pasión.
Pero me falta mucha técnica para tocar como corresponde, así que
lo mío es un atrevimiento solitario.
Quizá no debería dejar de nombrar que he escrito cuentos
también, antes de decidirme por la poesía con exclusividad. Fue
una época. Un tema extenso.
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Con el músico César Stroscio, el
poeta Alberto Szpunberg y el historiador Israel Lotersztain en
2012 -
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María Malusardi con Natalia Litvinova en 2017
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María Malusardi con Oscar Steimberg, Eugenia Cabral, etc.
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(1)Con Cristina Domenech en 2008
//// (2) en el 2004
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7 — Extendámonos en el tema extenso.
MM —
Hay algunos cuentos publicados en la web. El único que me
interesa es “Bruno”. Obtuvo una mención en el Premio Municipal
Manuel Mujica Láinez. También otros tuvieron menciones en
concursos de cierta importancia. Siempre voy segunda. Pocas
veces me presenté a concursos, muy pocas. Y siempre segunda. En
la competencia intelectual o artística —algo ridículo si lo
pensamos— soy “segundona”. Me tranquilizan, a veces, algunas
anécdotas: Fernando Pessoa sacó un segundo premio y el poeta que
sacó el primero es inexistente. Giuseppe Verdi no logró aprobar
el examen para ingresar en el Conservatorio de música de Milán.
Aquí lo tenemos. Los que ingresaron en esa época, quiénes son.
¡No digo que esto vaya a sucederme! Qué sabemos, finalmente,
hacia dónde vamos. Podemos desear, ambicionar, desesperar, pero
no decidir. La obra es la que tiene la última palabra. La obra y
el tiempo y los lectores. Pero ojo, también es un gesto de
soberbia recostarse en esto y esperar a que seamos descubiertos.
La obra no es el polen. No es el viento el que traslada y
fecunda. Hay que dejarlo hacer al viento pero también hay que
ayudar. Con la obra, con la calidad, no con el trabajito de las
relaciones públicas, tan extendido hoy. Pero éste es otro tema.
Retomando lo que me preguntás, te diría que el cuento es
un género que me gusta muchísimo como lectora. Y lo cultivé.
Quien me enseñó sobre ese género fue Mempo Giardinelli. Hice,
cuando era muy joven, un taller de narrativa con él. Mempo
difundió como nadie este género
cuando editaba “Puro Cuento”, una hermosísima y formadora
revista. Es fascinante y tiene sus propias leyes. Ni las de la novela ni las del poema. Acaso un
poco de ambos. Aunque en rigor, se acerca más al poema, requiere
de síntesis, de condensación, de elipsis. El libro de cuentos
que nunca publiqué ni publicaré se titula
“El oficio de la desdicha”. En su momento lo trabajé. Varios
de los textos que lo conforman fueron publicados en antologías y
en revistas. Nada más. No me interesa ese material. No me
interesa escribir cuentos. Sí leer, claro. El poema es el lugar
de mi escritura. El poema es el lugar para transformar la
desdicha en luz, la muerte en canto. Ahí tenemos a Orfeo.
María Malusardi en Grecia
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María Malusardi con Dolores Etchecopar
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María Malusardi con Santiago Sylvester, Rafael Felipe Oteriño,
etc.
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María Malusardi con Esteban J. Galarza, María Singla, Juan Carrá
y Eduardo Minutella Arena en 2017
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8 — Como dijimos de la música en tu vida, tus libros
—elijamos algunos— tendrán su historia.
MM —
Cada uno de ellos. Cada libro nace de rozar el abismo
plumíferamente. La escritura o la vida. Siempre esa disyuntiva.
Ambas, inseparables. Pero la escritura debe hacer algo con la
vida que la vida misma no puede hacer consigo misma. Ahí está el
arte de escribir. Por supuesto, tengo una lista sábana de citas
y de reflexiones de todos los autores que he leído que hablan de
este tema y dicen algo que me interpela y me identifica o me
diferencia. “variaciones
en la niebla” surge de una experiencia en la montaña. Subir
la montaña en auto en medio de la niebla era como estar dentro
de la muerte. Una experiencia muy angustiante. Fue una hora de
horror. Y luego, eso sí, logré un extenso poema. Varios de mis
libros retoman “la novela familiar”. Algunos hechos, como conté
antes, son disparadores y luego hay que escarbar en el lenguaje,
en el universo del lenguaje. Hay una imagen, que es en verdad
una experiencia de mi infancia, que me resulta gráfica para
explicar el proceso de escritura. Cuando era pequeña, mis tíos,
por parte de mi padre, nos invitaban cada verano a pasar unos
días a Mar del Tuyú, donde tenían una casa sobre el mar. En ese
entonces era un lugar desértico. Había cien casitas y pura
arena. Las playas eran gigantes, anchísimas. A la caída del sol,
íbamos a la orilla del mar en grupo, mujeres, niñas y niños, a
sacar almejas. Nos arrodillábamos y hundíamos la mano en la
arena mojada. Cuanto más al fondo metía la mano, la arena más
temblaba. Siempre tuve la fantasía de que esas enormes almejas
—¡que además eran un manjar!— generaban ese temblor. La
escritura, para mí, es como encontrar almejas en los lugares más
profundos de la arena en la orilla del mar. Hay que escarbar,
llegar al fondo, hasta la zona de mayor temblor. Tocar con la
punta de los dedos la almeja, tomarla sin presionar demasiado
porque se rompe su valva, y con bastante esfuerzo —porque el
bicho intenta con su breve musculatura quedarse en su sitio, es
decir, se defiende del ataque— sacarla. Llenábamos baldes
enteros con almejas del tamaño de la mano de un niño. ¡Eran
enormes! Esa experiencia de hundir el brazo hasta el codo en
busca de una palabra… La arena, el mar, las orillas son tema de
mi poesía también.
“diálogo de pescadores” y
“el orfanato” se
apoyan en este ámbito. En el primer caso, la experiencia surge
de otro viaje, pero en mi vida adulta. Una playa amplia, en
Uruguay, vacía, pocos pescadores en la orilla, al atardecer.
Lobos marinos muertos, a raudales. Una imagen impactante. Y,
esencialmente, un estado interior que me acompañaba en ese
entonces: el temor a la pérdida del ser amado. Un temor
infundado. Simplemente, sucedía. Era un estado de mi alma, en
una etapa de mi relación de pareja con el mismo compañero de
hoy, pero en los comienzos de nuestra relación, donde ciertos
miedos aún acechaban. Esto es todo lo que puedo decir. Cada
libro tiene su historia.
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María Malusardi con Daniela Churruarín, etc., en 2015
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María Malusardi con Cristina Piña, Carolina Biscayart y Denise
León
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María Malusardi con Romy Benedetti, Daniela Churruarín, etc., en
2015
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María Malusardi con amigos
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9 — Ya no siendo una veinteañera publicás un primer
libro, “El accidente”,
editado por Mascaró, y que seguís validando.
MM — Sí. De mis treinta
años en adelante, mi vida con la poesía ha sido una. De ahí en
más, llegaron amigos como Paulina Vinderman, Ana Arzoumanian,
Javier Galarza, Susana Szwarc, Inés Manzano (cómo olvidarla),
Alberto Szpunberg, Lidia Rocha, Natalia Litvinova, Carlos Juárez
Aldazábal y tantos otros.
He vivido del
periodismo. A partir de mis treinta y cuatro, treinta y cinco
años me focalicé en el periodismo cultural. Escribí en
muchísimos medios y además hice todo tipo de trabajos que
requiriera el oficio de la escritura. Hice de la escritura un
oficio útil (quizás una redundancia). La poesía nada tiene que
ver con esto. Sin embargo, la escritura, para mí, siempre es una
sola. Me fascina escribir artículos sobre poetas. Hace tiempo
que lo hago.
Mi
pasión, ahora, es la docencia. He ido aunando todo el trabajo
con la palabra. Vivo de la docencia. No sin culpa. Tengo muy
presente el desprecio de Sócrates hacia los sofistas, porque
cobraban para enseñar. Sócrates, que era un altruista, tenía
razón. Pero, siguiendo con esa lógica, como decía Antón Chéjov,
es inaudito cobrar para sanar. Él, como médico, no cobraba un
peso. Vivía de la literatura. Decía que era indigno cobrar para
sanar a la gente de sus enfermedades. ¡Tenía razón! El mundo es
muy extraño. Y está plagado de contrariedades.
En
este momento de mi vida, mis lecturas se concentran en dos
géneros que tienen tanta relación como disputas entre sí: la
filosofía y la poesía. La relación entre ambas es como la
familia: se necesitan tanto como se dañan. Se aman tanto como se
repudian. Hace ya unos cuantos años constituyen mi foco de
lectura. Leo filosofía como poeta. Es, sin duda, una lectura muy
sesgada. Pero, admito, peculiar. La filosofía me desarma y me
estremezco cuando comprendo. Es siempre un desafío. Me excita.
En este momento, estudiaría académicamente, si me fuera posible.
Pero ya estoy enviciada con el autodidactismo, no tolero las
aulas, los exámenes. Es imposible de sanar. Mis maestros son los
autores. Y los recibo siempre con los brazos abiertos. Sin
embargo, mi lugar de pertenencia es el poema. Allí me aniquilo y
me restablezco.
María Malusardi en Ecuador
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María Malusardi con Bárbara Alí, Selva Di Pasquale, Marina
Cavalletti, etc.
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María Malusardi con Juan Fernando García y Natalia Litvinova en
2017
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María Malusardi con Yanina Audisio
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10 — Poesía, nos contabas, con arraigo, por ejemplo, en
los sueños. Y alguna vez declaraste que
“Los sueños son mi mar de
fondo”.
MM — Te diría, en este
sentido, que mi libro “el
orfanato” surgió de un sueño, enteramente. Y muchos de mis
poemas surgen de esa materia inmaterial, de ese relato
alucinante que son los sueños.
Por supuesto que los sueños son a la escritura como la vida real
a los sueños: se toma algo y se distorsiona. Digamos que la
escritura es como el sueño: distorsiona la experiencia.
EXPERIENCIA. Esta palabra… La escritura es experiencia en el
lenguaje. La escritura como experiencia. La lectura como
experiencia. Es crucial. Todos mis libros surgen de alguna
experiencia concreta. Y luego se transforman en experiencia en
el lenguaje. Es otra cosa. El poema es otra cosa, siempre. En el
poema, la distorsión es el éxtasis, es el “éxito”. La distorsión
precisa. La desviación, en palabras de Henri Meschonnic.
María Malusardi con Javier Galarza
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María Malusardi con Gerardo David Curiá, Lidia Rocha, Cecilia
Romana, Javier Galarza, etc.
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María Malusardi con Alejandro Méndez Casariego
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María Malusardi con Marcos Rosenzvaig en Colombia
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11 — ¿Qué libros tenés en preparación?
MM — Además de un
poemario, “artista del
hambre”, ya casi cerrado, trabajo en dos ensayos sobre
poesía: “Nadie sabe qué
hacer con los poetas”, que reúne mis textos
periodísticos
publicados, y otros inéditos, sobre poesía y poetas
exclusivamente y “Asamblea
permanente con Alberto Szpunberg”, sobre la vida y la obra
de este autor. Creo que haré un libro basado en el diálogo, en
la entrevista, que es un abordaje muy interesante y más
distendido que el ensayo de rigor, y también me interesa un
trabajo hermenéutico sobre la obra de Szpunberg, pero a mi
manera. Es decir, yo leo siempre desde la poesía, desde mi ser
poeta con mis contaminaciones de la filosofía que, como dije
antes, es una lectura muy salvaje, abierta y, acaso, hasta
equivocada. De ese torcimiento, de ese error de lectura, me
gusta crear. El pensamiento sin duda debe ser creativo, si no es
repetición. Y para que sea creativo debe surgir de un error.
Algo de esto dice Harold Bloom cuando habla de la ansiedad de la
influencia. Si yo, por ejemplo, anoto esta cita, así, fuera de
contexto: “Nada hay en el entendimiento que no haya estado
antes en los sentidos”,
¿a alguien se le
ocurriría pensar que salió de “Discurso del método” de
René Descartes? Parece salida de un poema de Pessoa, más
bien. “El guardador de
rebaños”, de Alberto Caeiro, toma esa idea de la experiencia
de los sentidos como un modo de entendimiento y de saber. En
fin. Yo no sé nada de René Descartes, pero cuando leo sus textos
descubro algunas bellezas. Como en cualquier filósofo. Eso es
distorsionar el sentido: leer como un poeta. Distorsionando,
sacándolo de un contexto y llevándolo a otro. En el error,
muchas veces, se alcanza la belleza.
Escribo pequeños artículos sobre poetas y reseñas y los publico
en una revista digital que se llama Kunst. Eso me gusta.
Escribir sobre, pero desde mí. Los ensayos de Marina Tsvietáieva
y los de Natalia Ginzburg son mis guías. Textos inclasificables
a los que se los llama ensayos. Son escritoras que piensan la
obra de un autor y mientras dicen sobre el autor, dicen mucho
más, más allá del autor. Hablan de
la vida y del arte.
Tengo muchos apuntes, por ahora, y algunos poemarios sin
cerrar. En este momento, mi necesidad, a partir de una
sugerencia de mi amigo, el poeta Javier Galarza, es reunir mi
poesía toda, depurarla —quitarle malezas— y publicarla toda
junta. Javier dice que mi poesía es toda una y que en cada nuevo
libro se resignifica lo anterior. Que hay un conjunto. No sé. Me
gusta la idea. Estoy en eso. El libro se llama
“oda inconclusa”. Ya
lo tengo casi armado. Mis poemas no son prosas, como algunas
veces han dicho, pero tienen el formato visual de la prosa y una
clara escansión interna. Otro error: están perfectamente
puntuados pero por omisión. Cada uno de mis libros es un poema
largo (a veces son dos poemas largos), pero compuesto por
fragmentos, poemas que poseen autonomía, lo que hace que pueda
separarse o arrancarse un texto breve de su totalidad.
María Malusardi con Javier Galarza y Natalia Litvinova en
2017
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Con el
músico César Stroscio, el poeta Alberto Szpunberg y el
historiador Israel Lotersztain en 2012
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María Malusardi con Natalia Litvinova en 2017
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María Malusardi con Tom Maver, Juan Fernando García y Natalia
Litvinova en 2017
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12 — Ese otro tema, el de
“la democracia en pañales”,
nos deslizaste de refilón.
MM —
La actualidad, el país, el mundo, me tienen sumamente afligida.
Lo que está sucediendo en nuestro país es atroz. Y triste. Y
temible. No quiero dejar esto afuera. Forma parte de la
incomodidad en la que estamos, esa incomodidad necesaria para
crecer, para no morir, para luchar. Mi actividad docente en una
escuela de periodismo me ha impulsado a buscar lecturas más
específicas. Y poco a poco me voy interesando en la filosofía
política o la filosofía de la historia. Planteado así suena
grandilocuente, pero lo mío es muy modesto. Incursiono en
algunos autores que me permiten dilucidar ciertas cuestiones que
pasan en el mundo. Por ejemplo, Slavoj Zizek, Alain Badiou,
Simone Weil, Michel Foucault, Michel Onfray, Emil Cioran, Hannah
Arendt, Pier Paolo Pasolini, Louis Althusser, Terry Eagleton,
Byung-Chul Han, Emmanuel Levinas y en especial Nietzsche, un
gran compañero, como la música de Schubert. Son pensadores,
aunque todos de épocas diferentes, que interpelan y brindan
herramientas para reflexionar sobre una realidad que el
periodismo imperante banaliza de manera constante. No se puede
entender el país y el mundo leyendo los diarios y menos a través
de la televisión. De ahí apenas obtenemos datos. Los datos
constituyen el primer escalón del problema. Los datos son
delatores, son el síntoma. Hay que correrse de los lugares
comunes del discurso de los medios y de los políticos. Son
abusivos y mediocres. No sé si me declararía marxista, pero sí
diría que el mundo así como está no me interesa. Que debería ser
ecuánime. Que nadie debería tener mucho mientras otros tienen
nada. Suena ingenuo, pueril, pero en verdad esto revela la
vergüenza de nuestra condición. Un autor con el que tengo plena
coincidencia y con el que trabajo mucho en mis clases es John
Berger. Mis ideas están en sintonía con las suyas. No es un
técnico de las ideas, es un humanista, un escritor, un artista.
En sus escritos hay verdad y poesía. Combinación difícil. Es un
poeta político, en el sentido más profundo y estricto del
término. No un proselitista sino un justo. Denuncia el dolor del
mundo y la inequidad y siempre asoma, en él, la esperanza. Es un
vocero de los oprimidos, de los perdedores. Es un poeta.
María Malusardi con Marcos Rosenzvaig en Turquía
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Con Natalia Litvinova, Santiago
Pérez, Miguel Ángel Silva, Lucas Margarit, Javier Galarza, etc.,
en 2017
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María Malusardi con Valeria Cervero, Clara Vasco y Alejandro
Méndez Casariego
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13 — ¿De la influencia de qué
poetas, dirías, que
supiste sustraerte a tiempo?
MM — Imposible saber eso.
Creo que nadie logra sustraerse de los autores que ha leído
intensamente o más bien esos autores que han leído desde su
poesía mi interior. Esos poetas que nos desnudan ante nosotros
mismos. Puedo hablar de los poetas que amo, que me acompañan de
manera permanente, que jamás omito en los talleres y que son
muchos y siempre quedan algunos por el camino cuando se nombran.
Pero diré que César Vallejo, Juan Gelman, Olga Orozco, Giuseppe
Ungaretti, Alejandra Pizarnik y Paul Celan están en mí desde que
tengo veinte años. Luego se han sumado Nelly Sachs, Yehuda
Amijai, René Char, Sylvia Plath, Yves Bonnefoy, Joyce Mansour,
Mahmud Darwix, Denise Levertov, Raúl Gustavo Aguirre, Jacobo
Fijman, por nombrar unos pocos consagrados. Y tantos otros…
tantos… Me distraigo de la pregunta, porque no encuentro una
respuesta precisa. Puesto que no siento haberme sustraído y
mucho menos escapado de nadie. Me he dejado agarrar por todos.
Me he revolcado en todos y aquí estamos. El proceso es
inconsciente. Difícil teorizar, imposible. Acuerdo en esto con
Immanuel Kant. La obra, si es buena, vale por sí misma y no se
explica de dónde viene. Pero eso lo dirán los otros. El tiempo.
Los lectores, los colegas. O nadie. Quién lo sabe. Una
digresión: quiero destacar las voces de poetas mujeres de mi
generación y más jóvenes aún, que estoy advirtiendo. Esto es
algo que aprovecho para decirlo dentro de esta respuesta. Hay
voces femeninas muy potentes en nuestro país. Y no hablo de mis
amigas poetas solamente sino de muchas más voces que fui
descubriendo y no conozco en persona. Jamás me guío por amistad
sino por la calidad poética y el recorrido de una voz. Me
gustaría escribir algo destacando estas voces.
María Malusardi con Javier Galarza
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María Malusardi durante una presentación en 2011
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Con Tom
Maver, Juan Fernando García, Natalia Litvinova, Alejandro
Horowicz en 2017
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14 — Manrique Fernández Moreno opinó en 2004, en la
revista “La Novia de Tyson”, que en Argentina no tenemos un
equivalente a Pablo Neruda o César Vallejo o Carlos Drummond de
Andrade o Vicente Huidobro; que
“tenemos sí poetas de una
cierta primera línea pero no de ese tinte universal”.
¿Estarías de acuerdo?...
MM — Esencialmente no
acuerdo con ese tipo de apreciaciones. Sin duda hay artistas que
determinan campos estéticos, que marcan tendencias, que son
únicos e irreductibles. Pero cuando se llega a cierta altura,
quiero decir, cuando hay, en palabras de Kant, modelos
ejemplares, “no nacidos de
la imitación”, pues se hace muy difícil elegir con tan necia
rigurosidad y dejar grandes voces detrás o debajo de otras.
Jamás pondría a Vallejo en el mismo lugar que Neruda, por
ejemplo. Pero esa es mi posición, porque Vallejo aún me acompaña
y Neruda no.
Acaso deba retornar a él, desde otro lugar, como hace poco
retorné a Gabriela Mistral y redescubrí una voz soberbia.
Entiendo lo que Manrique Fernández Moreno quiere decir, pero en
el arte siempre hay un espacio para la subjetividad.
Además, no me interesa hablar de la poesía en esos términos.
Busco sentir ese hachazo, como decía Franz Kafka, ese impacto
que interpela —a veces emociona, a veces desespera— pero que
siempre me permite transitar la vida con menos pesar y con más
belleza. Creo que en nuestro país hay voces fundamentales,
elevadas y únicas.
María Malusardi con Laura A. Ponce, Gerardo David Curiá y
Eugenia Straccali
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María Malusardi con Julieta Desmarás y Miguel Martínez Naón
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María Malusardi con Mónica Silver-Fainzaig, Viviana Cancio,
Irene Almus y Mara Sapir en 2016
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María Malusardi con Marcos Rosenzvaig
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15 — ¿Hasta dónde permitirías que te lleven las palabras
“coincidencia”, “surtir”, “disloque”, “traslación” e
“incurso”?...
MM — “El disloque de la coincidencia no ha incursionado
en la traslación de un surtido tan necesario para el pueblo
argentino salud.”
¿Está bien?
María Malusardi con Marcos Rosenzvaig en Venezuela
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Con Fernando Aíta,Laura
Fuksman,Javier Roldán,Julieta Desmarás,Marina Cavalletti,Luciana
Jazmín Coronado,etc.
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María Malusardi con Martín Bustamante, Cristina Domenech y Rubén
Salvador
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16 — Y ya culminando esta conversación, por mail y por
teléfono, te pedí fotos, muchas fotos…
MM —
Me gustaría agregar algo que surgió
a lo largo del proceso de búsqueda de fotos y materiales que me
pediste para esta inmensa entrevista-documental. Me
pediste fotos, especialmente con escritores y/o artistas con los que haya estado o tenga una
amistad. Y descubrí que con quienes he mantenido y mantengo un
vínculo no procuré nunca una foto. No tengo con Javier Villafañe
ni con Juan José Manauta, con quienes tantas veces estuve. Ni
con Alberto Szpunberg, con quien he tomado mate hasta
enverdecernos, salvo en algunas de las presentaciones, porque él
me presentó a mí o porque yo lo presenté a él. Por suerte tengo
una (con buena definición) con Paulina Vinderman, con quien
compartimos café en el histórico Bar “Varela Varelita” desde
hace más de una década. Pero lo más asombroso es que advertí que
a lo largo de estos últimos veinticinco años he entrevistado
como periodista a gente que admiro como Antonio Pujía, Leonardo
Favio, Agustín Alezzo, Roberto Goyeneche, Alfredo Alcón,
Abelardo Castillo, Griselda Gambaro, Jorge Lavelli, Arnaldo
Calveyra, Julio Le Parc, Noé Jitrik, Tununa Mercado, Carlos
Alonso, David Viñas y tantos otros... ¡Y no me he tomado una
foto con ninguno de ellos! Pues, evidentemente, son los
fotogramas de mi vida sin otro testigo más que yo misma. Y todo
este movimiento bajo el estímulo de tu propuesta, Rolando, me
llevó a revisitar un enorme y abandonado cajón, donde guardo
gran parte de los artículos que he publicado y a los que siempre
he considerado como algo afectivo, como guardar fotos viejas,
digamos. Sin embargo, ahí está mi entera experiencia con la
escritura que siempre viví con tensión y que jamás menosprecié.
Nunca desmerecí nada de lo que
escribí (lo que no implica que me guste,
ojo). Y mientras revisaba, me encontré
con varias carpetas y con varios recuerdos. Hubo dos laburos que
para mí fueron cruciales: la sección El Cuento, que se publicó
durante casi dos años en la Revista “Nueva” (una revista de
domingo que salía con diarios del interior del país) y “La Otra
Voz: Poesía por actores”, que fue un ciclo de micros
televisivos, transmitidos en cable, allá lejos y hace tiempo, en
el que un actor elegido por mí decía un poema elegido por mí. Me
había propuesto, muy modestamente, hacer un trabajo de difusión
de cuentos y poemas del mundo, intentando siempre salirme de los
lugares comunes. Fueron dos trabajos alucinantes que hice
alrededor de mis treinta años, una edad de oro.
Benito,el gato de María
Malusardi
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María Malusardi en 2015
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*
María Malusardi selecciona
poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
la familia está en la ropa
de cada día en el
tenedor
en el bocado
en la explosión del
puré de calabaza
la sintaxis familiar
descansa en la
fragmentación del
cuerpo:
la poesía infierno de
mis partes así somos
las palabras
la bicicleta azul
prolonga mi vestido
pedaleo
las vueltas se repiten
alrededor del nogal
ramaje y nueces
derraman padres rotos
pedaleo
la mariposa atrapada
en la rueda sangra el arco iris
en el quicio de la
metáfora
el teorema de la
existencia si me roza hasta la herida
la cara se queda sin
cara
entierro
prematuro de quien
hunde desesperación
en el lenguaje
hay hormigas en mi
cocina evoco
a marianne moore
la poeta
han cavado entre los
libros la tumba la seda del verbo
salieron en procesión
degradando
adverbialmente el caos
de mi alacena no han podido hacer
del azúcar
el sueño de un caballo
a mí
me raptaron
me besan con dolor
el poema empieza en el
sacrificio
me afilo
derrame de jardines
sobre el caracol:
última fiesta bajo el
pétalo caído
(de “la carta de vermeer”)
*
uno sabe que
no puede convertirse
en nada descabellado al viento cuando dialoga con un pescador
uno sabe que el mar es silencio y rebeldía en la inacción uno
sabe que perderse en otra piel es desandarse de uno mismo está
escrito sellado en la arena
qué espera el
pescador más que una mujer triste atareada en la escama? barcos
que la mujer de sus ojos desquita? su cara astillada en la
arena? un poema que desahucia en el caracol?
debo romper
la idea después de descubrirla la distraigo la desvío hacia otro
derrumbe del lenguaje escribo en la arena lo perdido en tus ojos
(“de “diálogo con pescadores”)
*
el descenso de
jacqueline du pré
preludio la ceniza de
mi infancia: mi madre arañaba los ojos del incendio y me dormía
así los cuentos de la noche encallaban el árbol en su sombra el
agua ardía en el devenir de los infiernos allí donde la música
esparce sus caballos y me deja
no puedo quejarme de
los huesos: la música se ha enfermado en mí he roto la cuerda un
acto de confusión y de olvido miles de manos entre sábanas
riéndose intentaron elevarme sostenerme en la gloria me he
dormido sobre la escena no hubo tiempo para el desarraigo estoy
aquí: los dedos tiemblan cuando amanecen sobre la madera intacta
del silencio
(de “museo de postales”)
*
mi lugar de arena un orfanato
dentro esas niñas tensas que no fui niñas que no soy niñas que
no habrá todas sienten lástima de mí cuando me exploran mastico
arena en un rincón sin bordes ni horizontes y no me escuchan
cuando canto
cuando canto es cuando
muero y ya no sabré viajar de mí hacia mí elevándome en la
bicicleta azul o en un poema antiguo trozos de niña en el
bordado del mantel sus estridencias y el óxido donde bailo añoro
música la arena del castillo deshaciéndose el baldecito rojo el
mar arrebata la escritura y cuanto más moja más revela la
desdicha esa hinchazón de la mañana sobre el labio
(de “el orfanato”)
*
hubo un día y no recuerdo si nací
y en el trapecio maduré como una fruta herida y si nací canté en
la cuna el porvenir mi esclavitud y si soñé con la familia con
insectos y si la falta de equilibrio regresara y el cansancio
que arrastra la vida en el agua en la palabra: mi cosecha mi
excepción mi salto al vacío
hablo del día que caí
y ya no supe más de mí ni de mis ceremonias: la infelicidad el
trapecio roto la indigencia del poema
hablo del día que caí
porque no supe si nacía o colgada de aquel sueño respiraba la
vida de otros: desde allí narraba con distancia precipicio
dolor: quién levantó los ojos me vio caer y no dijo nada?
(de “artista del trapecio”)
*
mientras mi abuelo sastre
purga su vejez sinfónica mi hermano pequeño pisa las escamas del
silencio resbaladizo desnuda durante el rodaje su introspección
cae a pedazos aclama eternidad y sabe: el dolor es el piano
desahuciado de mi madre un pez de espuma en la ventana del
invierno una sábana donde inmolarse y dormir
mi hermano pequeño cae
desde su ojo izquierdo al precipicio de su cama levanta como un
gato las orejas castas y con énfasis sopla apaga las estrellas
las barre las encima para triturarlas cadenciosamente las traga
como vidrio
dentro de una estrella
rota me lo entregan mientras un gato lame sus heridas señala su
cara azul de luna muerta: escombro desalineado
(de “el sastre”)
*
te amo para escribirme
y desahuciarme para ser en mí un espacio de animal y de palabras
en mí arrancándome desligándote para anunciarte como una pérdida
como una estrella seca en el paladar de la conciencia estás y
caés para arruinarme y maldecirme en mi poema
el amor es una trampa
ineludible para morir un poco menos estás para renunciar
al dolor de tu infancia en mis ojos y no saberte nunca
desdichado y no encontrarte nunca malherido y mantenernos así
ardiendo en la
lejanía que nos une
no dejes que el daño
sea todo dame para el desvío una cláusula despierta una
tentación que roce los espacios y los sangre dame para el daño
el desvío de tu impaciencia la luz que tus pestañas han borrado
las aguas que arrojan vaguedades los peces que escaman en
silencio de negra la espesura del pudor
(de “el desvío y el
daño”)
María Malusardi con María Singla, Esteban J. Galarza,
Juan Martín Nacinovich, etc., en 2017
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María Malusardi con María Magdalena, Aixa Rava, Leticia
Hernando, Ana Arzoumanian y Gabriela Franco en 2016
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María Malusardi con Gerardo David Curiá
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Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, María Malusardi y Rolando Revagliatti,
noviembre 2017.
http://www.revagliatti.com/040315.html
http://www.revagliatti.com/languila.html
https://www.youtube.com/watch?v=1UFrjqsDBzo
https://www.youtube.com/watch?v=hZeOdY8x9qY
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