Antonio Ramón Gutiérrez: sus respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Antonio Ramón Gutiérrez
nació el 29 de mayo de 1951 en la ciudad de Santiago del Estero,
capital de la provincia homónima, República Argentina, y reside
en la ciudad de Salta, capital, igualmente, de la provincia
homónima. Obtuvo su título de Psicólogo en 1982 por la
Universidad Católica de Salta, donde además de desempeñarse como
profesor en diversas cátedras ha sido Profesor Titular de la
Cátedra de Psicolingüística, y es Profesor Emérito desde octubre
de 2017. Es docente del Centro de Investigación y Docencia (CID)
del Instituto Oscar Masotta dependiente de la Escuela de
Orientación Lacaniana de Psicoanálisis. En esta materia es autor
de “La precipitación de
lo real” (2005),
“Lingüística y teoría del significante en psicoanálisis”
(2010), e integra el volumen
“Soledades y parejas.
Luces y sombras” (2017). Además de concedérsele en
2012 el Premio al Mérito Artístico por su trayectoria literaria,
otorgado por el gobierno de la Provincia de Salta, recibió,
entre otros, el Primer Premio Provincial de Poesía, Poetas
Éditos, en 2004, y el Primer Premio Provincial de Ensayo, en
2011, otorgados por la Secretaría de Cultura de la Provincia de
Salta. Ha sido incluido, por ejemplo, en las siguientes
antologías: “Poesía del
noroeste argentino, siglo XX” (compilada por Santiago
Sylvester, Fondo Nacional de las Artes, 2003),
“Poesía argentina
contemporánea” (Fundación Argentina para la Poesía, 2008)
“Cuatro siglos de poesía
salteña” (volumen II, compilada por María Eugenia Carante,
2011) y “Antología
federal de poesía” (CFI, 2017). En el género ensayo publicó
“El más allá de la época”
(1999), “Ensayos”
(con su “La exclusión en
la cultura”, volumen compartido con Elisa Moyano y José
Agüero Molina, 2011),
“Las columnas de Antonio Gutiérrez” (libro de notas
originariamente difundidas por diario “Punto Uno”, 2012) y
“Neoliberalismo y caída
de los límites” (Editorial Nueva Generación, 2016), así como
en el género cuento se editó
“La casa del boulevard
Guzmán” (1991). Sus poemarios entre 1986 y 2007 se titulan
“Las formas de la tarde”,
“Linealidad”,
“Los reversos”,
“Conflagración”,
“La ciudad de los lugares
comunes”,
“Metamorfosis cotidiana”,
“La canción primordial”
y “Molde para una
metafísica” (Ediciones Último Reino).
1 — Santiago del
Estero, pero también Córdoba, pero también Salta.
ARG
— Nací circunstancialmente en la ciudad de Santiago del Estero.
Mis padres se habían trasladado allí por
trabajo. Al año regresaron a
su ciudad de origen, Bell Ville, en el sur de la provincia de
Córdoba, donde me crié, cursé la escuela primaria, secundaria y
dos años de la carrera de periodismo en un instituto terciario.
En 1973 me radiqué en Salta, aunque siempre estuve volviendo a
Bell Ville, de donde, en cierto modo, nunca me fui. (Toda mi
poesía está marcada por la presencia de la llanura, dictada por
mis fantasmas infantiles y juveniles que aún hoy caminan las
calles del pueblo, bajan por el boulevard Colón y atraviesan el
puente Sarmiento hacia el centro.)
Uno no es de los lugares donde por azar nace, sino de los sitios
donde están sus fantasmas y sus muertos, donde transcurrió la
infancia y comenzó a tener recuerdos. De mi primera
infancia evoco la casa vieja de mi abuela materna, en la calle
Ameghino, a dos cuadras de la plaza principal, la torre
municipal con su gran reloj presidiendo aquel tiempo congelado,
el almacén de la esquina, la modista de la vuelta, el
fallecimiento de mi
abuela, el
rumor de los vecinos en la vereda el día que derrocaron a Juan
Domingo Perón en el ‘55 (suceso que años después me contaron).
Cursé la primaria en la escuela Ponciano Vivanco en mi
pequeña ciudad de clase media, con una mayoría de inmigrantes y
una minoría de criollos. Había sido antiguamente la posta de
Fraile Muerto, pero, ya convertida en pueblo, vino un día el
presidente Domingo Faustino Sarmiento e impuso el nombre de Bell
Ville en homenaje a unos colonos ingleses de apellido Bell,
amigos suyos, de la zona. Recuerdo las galerías de la escuela,
el patio central, las fiestas patrias, las frases
“Ay patria mía”,
“Muero contento hemos
batido al enemigo”, el “Aurora” (nuestra “Canción a la
bandera”) en los días de lluvia, el olor de los cuadernos y
lápices flamantes, el tintero derramado en el bolsillo del
guardapolvo blanco, las plumas “cucharita”, las láminas de la
revista “Billiken”, las mañanas gélidas de los inviernos, la
escarcha, los juegos en los recreos. Cuando tenía siete años nos
mudamos de casa con mi familia a un barrio un poco más alejado
del centro, en el que había baldíos y descampados con canchitas
de fútbol y encuentros de amigos en la esquina. De esa época fue
mi primera y quizá única gran obsesión: el fútbol. Mi madre
renegaba a perpetuidad porque me pasaba toda la tarde en el
“campito” y no realizaba los deberes de la escuela o no la
ayudaba a barrer el patio o a hacer los “mandados”. Es de esos
días la frase “ya vas a
ver cuando venga tu padre”.
Mi familia paterna era española. Mis abuelos provenían de
un pequeño pueblo vecino a Sevilla, Lebrija. Habían arribado a
la Argentina alrededor de 1920; venían ya casados y con un hijo
pequeño, de nombre Benito, que luego murió de pulmonía. Mi padre
nació en 1921 en Bell Ville, según consta en su acta de
nacimiento, aunque antes de morir, en 2006, confesó que en
realidad él también había nacido en España y que lo trajeron de
meses en el barco. Eran pequeños agricultores. Mi abuelo murió
muy joven. Mi padre, a los nueve años de edad, tuvo que trabajar
en la quinta y ayudar a mi abuela en la crianza de sus hermanos
menores. Efectuó diferentes tareas laborales; en su pubertad fue
dependiente de una casa de ramos generales, posteriormente se
desempeñó como empleado de comercio y luego como mecánico en un
concesionario de tractores. Rememoro los tractores Fiat y
Someca, los viajes con mi padre en la “estanciera Ika” o en el
“rastrojero Diesel” al campo,
a las chacras, para realizar los services a los tractores
nuevos. Mi padre, un hombre bueno, el gallego Pitoño, como le
decían (aunque su familia proviniera de Andalucía), retornaba a
casa con su mameluco lleno de grasa después de trabajar ocho
horas en el concesionario, se cambiaba de ropa y se iba al club
por las noches, cosa que realizó durante toda su vida. Al
regreso, a la medianoche, nos traía chocolatines y paquetes de
vainilla que dejaba en nuestras mesitas de luz, quizá como una
forma de atenuar la culpa que debe haber sentido por dejarnos,
durante algunas horas, solos con mi madre. Mi madre era de
familias criollas de la zona; una bella mujer de carácter
estoico y algo autoritario, que nos trasmitió la responsabilidad
y el deber y, en consecuencia, quizá la neurosis.
Al secundario lo hice en la Escuela Comercial de Bell
Ville. Fueron años donde se alternaban los asientos de la
contabilidad con las clases de historia y literatura, la
Revolución Francesa con el Mío Cid y el Siglo de Oro Español o
el Modernismo de Rubén Darío. De esa época fueron mis primeras
fascinaciones poéticas. A los trece o catorce años, una
profesora de literatura nos hizo memorizar “Sinfonía en gris
mayor” de Rubén Darío. Ese poema, esa música alada, fue quizá mi
primer encuentro con la poesía y me acompañó por las calles a la
salida de clases y hoy, a pesar del largo tiempo transcurrido,
aún me acompaña. Luego vinieron, o quizá volvieron, las lecturas
de los poetas españoles de la generación del ‘27, de Federico
García Lorca principalmente. Escribí entonces, en noches de
insomnio, algunos poemas, o intentos de poemas, rimados y
musicales, modernistas, más por un sentimiento de pérdida y por
tristeza adolescente que por una real vocación poética; poemas
de amor en los que me dolía imaginariamente por lo que en
realidad todavía no había perdido, por amores que aún no habían
sido pero que me dolían con anticipación, en un goce con las
palabras. Fueron días también donde prevalecía en la atmósfera
la música, las canciones italianas, los Beatles, el Credence…,
los Rolling Stones, el rock nacional con Los Gatos y Almendra y
La Joven Guardia, las confiterías bailables, mezclado todo eso
con las consignas de la revolución, las asambleas de
estudiantes, el hombre nuevo, las ideas de un mundo mejor. Pero
me seguía obsesionando el fútbol, los partidos en el campito
cercano a mi casa. Llegué a jugar en las inferiores del club
Bell de Bell Ville, con muchachos que con los años serían
figuras importantes en el fútbol nacional. Dejé de jugar a los
diecisiete, después de una seria lesión con operación en una
rodilla. Mi padre siempre decía:
“Este chico va a ser
profesional”. Él se refería al fútbol. En cierto modo, yo
cumplí con su mandato y fui un profesional, aunque no por el
fútbol, sino por el título de psicólogo.
Cierro los ojos y evoco los juegos con mis hermanos en el
gran patio de la casa: Diego Alberto, dos años menor que yo,
Sergio Eduardo, cuatro años menor y Myriam, la más pequeña, que
falleció a los veinticuatro años.
Padres de Antonio Ramón Gutiérrez
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Padre de Antonio Ramón Gutiérrez
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Antonio Ramón Gutiérrez a los dos años de edad
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Antonio Ramón Gutiérrez en la escuela
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Antonio Ramón Gutiérrez - En el centro de la primera fila, en la
escuela primaria en Bell Ville, Córdoba
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2 — Y ya nos
estaríamos acercando a la década del ‘70.
ARG
— A comienzos de esa década, en Bell Ville, en el instituto
donde había entrado a estudiar la carrera de periodismo, conocí
y me hice amigo de unos muchachos que venían de una localidad
vecina, Marcos Juárez. Al tiempo ellos abandonaron los estudios
y se radicaron en la ciudad de Salta. Se sintieron atraídos por
esta provincia. Eran años en que el norte argentino representaba
para los jóvenes la búsqueda de las raíces, la hermandad
latinoamericana, el hombre nuevo y cosas por el estilo. A los
meses vine de vacaciones y, tal vez, escapando del destino que
me aguardaba en Bell Ville, me quedé a vivir en Salta. Esta
ciudad me brindó un ámbito propicio para la poesía. Descubrí que
estaba escribiendo sin proponérmelo, casi inevitablemente,
ocasionales poemas reflexivos y obsesivos. Trabajé al comienzo
en una imprenta y en el Diario El Tribuno, luego en una agencia
de viajes. A los tres años de estar radicado, comencé a estudiar
la carrera de psicología en la Universidad Católica de Salta. Me
recibí en 1982 e inmediatamente ingresé como docente en esa
Universidad. Me desempeñé como profesor en diversas cátedras y
fui profesor de Lingüística y Psicolingüística durante treinta y
cinco años.
Fue
en Salta donde conocí a Liliana Bellone, mi esposa. Ella
estudiaba la carrera de letras en la Universidad Nacional de
Salta y ya era escritora. Liliana me introdujo en un mundo
literario del que no pude escapar y que hoy considero un feliz
destino. En 1982 nació nuestra única hija, María Verónica, que
es Licenciada en Letras y abrazó la causa de la crítica
literaria y los libros. Por entonces sobrevino el grupo Retorno,
conformado por poetas que produjimos algunas publicaciones,
escritores que compartíamos una estética que nos alejaba de la
poesía celebratoria, del canto a la tierra, de esa
poesía desarrollada con maestría por la generación del ‘40, y
nos acercaba a formas más universales, más independizadas de
una correspondencia regional, donde se alternaban las
influencias del mito griego y latino, el simbolismo francés, las
vanguardias, la generación del ‘27 española, la poesía
norteamericana e italiana del siglo XX. En el caso particular de
mi poesía, hubo y hay una presencia del psicoanálisis, pero
también una lucha permanente por librarme de esa influencia. Es
que del psicoanálisis, una vez que se ha entrado en su
territorio, ya no se vuelve. Los temas centrales en mi poesía
son el vacío, la falta estructural en la condición humana, la
imposibilidad de atrapar con palabras lo real, y de decir
aquello de lo que realmente se trata. Se escribe no sólo gracias
a las palabras, sino fundamentalmente a pesar de ellas, luchando
contra la resistencia del lenguaje a dar en el blanco. No creo
en aquello de la Diosa Palabra, sino en el intento, siempre
fallido por otra parte, de hacerles decir a las palabras más de
lo que éstas pueden decir. Por eso existe la metáfora. De ese
modo mi poesía se inscribiría en una línea conceptual, poesía
del pensamiento, inclusive de preocupación, motivada no por una
disposición contemplativa o emotiva sino por necesidad reflexiva
frente a lo real. Mi catálogo de naves literarias es ecléctico y
allí están Jorge Luis Borges a quien leía y releía una y mil
veces y que ahora empiezo a perder, Roberto Juarroz y su Poesía
Vertical, el simbolismo francés, especialmente Paul Verlaine, el
creacionismo de Vicente Huidobro y la poesía norteamericana.
Entre los narradores, además de Borges, por supuesto, leí (como
la mayoría de los escritores de mi generación) a Julio Cortázar,
Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Marguerite Yourcenar,
Roberto Arlt, Thomas Mann, Edgar
Allan Poe, Jean
Paul Sartre,
y de un modo obsesivo y siempre renovado, pues cada lectura es
un acto de
habla, a Albert Camus, a Gustave Flaubert y a Marcel Proust y, a
veces, a James Joyce. Esas
lecturas motivaron algunos artículos que publiqué en revistas de
literatura y psicoanálisis. En
esos años alternamos con los poetas Joaquín Giannuzzi, quien
veraneaba en Campo Quijano con su mujer, la novelista Libertad
Demitrópulos, y con Néstor Groppa, de la provincia de Jujuy,
quien nos dejó el ejemplo de laboriosidad y compromiso.
Antonio Ramón Gutiérrez - su casamiento con Liliana Bellone,
1981
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Antonio Ramón Gutiérrez con su esposa, Liliana Bellone, y con
María Verónica, la hija de ambos, en 1982
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Antonio Ramón Gutiérrez con su hija, con su nieto, y con su
esposa, Liliana Bellone
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Antonio Ramón Gutiérrez con su padre en la década del '90
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3 — Sigamos con
tu escritura.
ARG — Es
extraño lo que me ha sucedido: continué escribiendo a pesar de
reiterados intentos por dejar de hacerlo. Escribí sin darme
mayormente cuenta, como en un sonambulismo, sin demasiada
conciencia de hacerlo. Varias veces, por ejemplo, en medio de un
congreso de psicoanálisis, mientras escuchaba a los expositores,
sus conferencias me iban sugiriendo o inspirando no cuestiones
de la teoría, sino poemas. Los otros trataban de articular los
conceptos en la teoría, yo de rescatarlos en un poema. Siempre
encontré poesía en los textos de psicoanálisis o de filosofía o
de física (quizá por un problema de falta de concentración o de
aburrimiento, tendía a traducir los textos de las teorías a la
poesía). Además la poesía me pareció la única manera posible de
decir las cosas y de entenderlas. La poesía como lo más real,
como aquello que más se aproxima al hueso de lo que se trata.
Bueno, mi desvarío no era tan inconducente. Ya Martin Heidegger
habló de la necesaria relación entre la filosofía y la poesía,
de la referencia a Friedrich Hölderlin específicamente. Jacques
Lacan, por su parte, mandó
hacer un esfuerzo de poesía. También dijo
que la verdad tiene estructura
de ficción.
Después se agolparon los años, el
trabajo en el consultorio, la muerte de mis padres en Bell
Ville. Continué siempre escribiendo poesía y encontré en el
género del ensayo un arma, una forma de dar batalla, de asestar
una estocada. En 1999 publiqué
“El más allá de la época”,
en 2005 “La precipitación
de lo real”, en 2010
“Lingüística y teoría del significante en psicoanálisis”, en
2011 “La exclusión en la
cultura” y en 2016
“Neoliberalismo y
caída de los límites”. En este momento alterno la poesía con
la escritura del ensayo psicoanalítico sobre las condiciones de
la época y sus malestares.
Tengo inédita una novela ambientada en Bell Ville, una
ciudad de la pampa argentina, muy arquetípica, como dije, texto
que en definitiva quizá no sea más que mi propia novela familiar
del neurótico y que se anticipa en un libro de cuentos,
“La casa del Boulevard
Guzmán”, ambientados en la ciudad de Córdoba, algunos en
Salta y en especial en la pampa argentina.
Desde comienzos de los ‘80
he formado parte de diversos y sucesivos grupos de
psicoanálisis en el noroeste argentino y actualmente soy docente
del Centro de Investigación y Docencia del Instituto Oscar
Masotta en Salta, aunque, por el hecho de ser escritor, o quizá
por no poder ceñirme a una disciplina institucional, la
institución nunca ha sido mi fuerte. Hay en mí un cierto estado
de inadecuación en lo institucional, una coartación, una especie
de constante desacuerdo. Sin embargo he permanecido y he
trabajado porque lo considero un deber marcado por mi práctica
del psicoanálisis y por mi necesidad de proseguir en contacto
con la teoría.
Gracias a la literatura he viajado con
Liliana un par de veces a Italia
y ya muchas a Cuba, pude participar en recitales de poesía, en
congresos de literatura o dictar algunos cursos y un postgrado
en la Universidad de la Habana, publicar en revistas, etc. Sobre
todo hice amigos, conocí a escritores de otros países y advertí
que la literatura es una patria
universal que suprime las distancias geográficas y culturales y
que escribir es en mi caso el destino
“que Dios supo desde el
principio”, parafraseando a Borges.
Antonio Ramón Gutiérrez con Tati Solari Bosch, Pablo Queralt,
Liliana Bellone, etc.
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Antonio Ramón Gutiérrez con Teresa Leonardi Herrán, Aldo
Parfeniuk y Liliana Bellone
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Con Susana Quiroga, Pablo Queralt y
Arnaldo Calveyra en la Feria del Libro en Buenos Aires
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Antonio Ramón Gutiérrez con Roberto Manzano, Liliana Massara y
Liliana Bellone en La Habana, Cuba, 2013
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4 — Hablemos de
ese libro de notas difundidas por el diario “Punto Uno”.
ARG —
Siempre he sentido una preocupación
por las condiciones del país y la realidad, por esa especie de
marca o designio oscuro que lleva a los argentinos a la eterna
repetición inconsciente y a una insistencia en la desdicha.
Además he adoptado una posición muy crítica hacia la fase actual
del capitalismo y hacia todo lo que ella implica; la
deshumanización, el entronamiento del mercado como nuevo dios
sobre la tierra, la proliferación de las mafias de la
especulación financiera, la degradación de la idea de
democracia, la rotura del lazo social, el aumento de la
violencia, etc. Mis notas en el diario “Punto Uno” fueron (y
siguen siendo aunque hoy las escriba con menor frecuencia) una
forma de combate a través de la única arma con la que cuento y
quizá sepa utilizar medianamente: la palabra, mi única
posibilidad de militancia. Y ahora advierto que también portan
un intento didáctico, siempre fallido por otra parte, una
especie de inútil prédica en el multitudinario desierto de
nuestra época. Escribir notas sobre la realidad social y
cultural, desde una visión psicoanalítica de las cosas, desde
los aportes que el psicoanálisis puede ofrecer a la política, es
para mi una manera de asumir un compromiso.
Antonio Ramón Gutiérrez con Roberto Manzano y Susana Haug
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Antonio Ramón Gutiérrez con Ricardo Piña y Pablo Queralt
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Antonio Ramón Gutiérrez con Raúl Aráoz Anzoátegui en 1989
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Antonio Ramón Gutiérrez con Pablo Queralt
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Con Claudio del Moral, Rosa María
Grillo, etc., en la Festa della Letteratura, en Salerno, Italia
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5 — Cercados, enchastrados de neoliberalismo como
estamos, te has ocupado el año pasado de la “caída de los
límites”.
ARG —
Es un tema muy preocupante. Jacques Lacan a principio de los ‘70
definió al capitalismo como un discurso circular sin pérdida,
capaz de reabsorber y transformar en mercancía y ganancia hasta
sus propios desechos y calamidades. Hoy esa sentencia de Lacan
cobra especial vigencia. El capitalismo, en su fase actual
neoliberal, especulativa financiera, se presenta como una
totalidad sin bordes que se ha adueñado del Estado, del Poder
Judicial y del conjunto de la cultura y sus producciones. En ese
sentido no hay límites, sino exceso, desproporción, desmesura,
mandato a un goce incondicional e irrestricto, en un ir por el
todo. La pregunta que debemos hacernos y que deben hacerse
especialmente los creadores, los artistas, los filósofos, los
políticos es: ¿cómo escapar a esa circularidad que todo lo
recicla y lo reintroduce en su recorrido?, ¿cómo introducir ahí
un punto de falta, de descompletamiento? Esto me llevó en 2016 a
publicar el libro
“Neoliberalismo y caída de los límites”, que es la
continuidad de otros libros que sobre el tema he venido
escribiendo.
Antonio Ramón Gutiérrez con Pablo Queralt y Ricardo Piña
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Antonio Ramón Gutiérrez con Marisa Martínez Pérsico en la
Universidad La Sapienza, Roma, Italia, 2016
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Con Marco Provera, Rosa María
Grillo, M. Pietropaolo, T. de Provera, E. Pietropaolo, M. de
Spósito y Costanzo Spósito en Capri, Italia, 2014
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6 — Mencionaste (pero podemos regresar, quedarnos en
ellas) a Cuba e Italia: ¿y en Bolivia?
ARG —
Liliana Bellone, mi compañera en la vida y en las letras, obtuvo
en 1993 el Premio Casa de las Américas de Cuba por su novela
“Augustus”, gracias a
lo cual estableció un vínculo literario y de amistad con Casa de
las Américas y con algunos escritores cubanos: Mirta Yáñez,
Roberto Fernández Retamar, Nancy Alonso, Luis Toledo Sande,
Juanita Conejero, Roberto Manzano, Susana Haug, Jesús David
Curbelo, Ernesto Sierra, entre tantos otros. Para mí, viajar a
Cuba, recorrer una y otra vez las calles de la mágica Habana,
escuchar su música, percibir su ritmo, conversar con nuestros
amigos poetas, reunirnos en sus casas, beber litros de mojito,
vivenciar el espíritu cubano que nos evoca la literatura de José
Martí, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Guillermo Cabrera
Infante y tantos otros, es quizá lo que más se aproxima a la
felicidad. Hay una canción folklórica argentina —cuya letra es
del mendocino Armando Tejada Gómez [1929-1992]— que dice:
“Uno vuelve siempre a los
viejos sitios donde amó la vida”. Hay algo en Cuba del orden
de lo onírico, del regreso al pasado, de lo subconsciente, de
los sueños.
A Italia viajamos porque a Liliana la Editorial Oedipus de
Salerno-Milán, le tradujo y le editó dos novelas. Estuvimos
durante dos meses —en 2014— en varias ciudades italianas
presentando uno de los libros en universidades y centros de
estudios literarios. Luego volvimos en 2016 con motivo de la
otra novela. Fui invitado a leer poemas en la Festa della
Letteratura di Salerno y en la Universidad de La Sapienza en
Roma. En Italia me sucedió algo curioso: caminando por las
calles de algunas ciudades, principalmente en Roma, de pronto me
olvidaba que estaba en un país extranjero y me sentía por
momentos más integrado y cómodo que en Salta o Buenos Aires. No
tengo ascendencia italiana, pero las ciudades italianas, no
obstante su arquitectura diferente de las nuestras, me
resultaban familiares como si ya antes hubiera estado en ellas.
Una especie de “dejavu”. Quizá haya estado efectivamente y lo
haya olvidado, o mejor dicho, haya estado ahí a través de la
literatura, de las lecturas de Giuseppe Ungaretti, de Cesare
Pavese, de las películas de Federico Fellini o Pier Paolo
Pasolini o del neorrealismo italiano, de los textos de la
historia, etc. La primera novela que leí en mi vida, en la
infancia, fue “Corazón”
de Edmundo de Amicis. Esa novela me transportó imaginariamente a
un universo subjetivo vivencial trascendente. Las ciudades,
además de ser conglomerados de edificaciones, son esencialmente
fantasmas, representaciones mentales, fijaciones. Pero no debo
ser injusto y olvidarme de mis vecinos bellvillenses. En la
infancia y la adolescencia tenía vecinos de origen italiano,
compañeros de la escuela y amigos de juegos cuyos padres o
abuelos eran italianos, pronunciaban frases en italiano,
amasaban comidas italianas, bailaban tarantelas, etc. Pero si
hasta mi madre que era criolla solía amasar “ravioli e gnochi”.
De modo tal que ir a Italia fue como reencontrarme con
algún fantasma de los años felices de la infancia, de una
Argentina que todos hemos perdido.
En Bolivia, por la proximidad geográfica con Salta, he estado
varias veces. En alguna ocasión viajé a La Paz invitado a dictar
un módulo en un curso de postgrado en la Universidad de San
Andrés, en la carrera de Psicología. De ese viaje recuerdo la
hospitalidad, la fascinación que me produjo la ciudad con sus
calles empinadas y populosas y, sobre todo, mi apunamiento por
la altura, mi desconcierto al no encontrar bares donde sirvieran
café de máquina, los cafés, esos ámbitos tan argentinos y
europeos donde uno entra para reacomodarse subjetivamente, para
rearmarse y organizar las ideas. No concibo las ciudades sin
bares. También estuve en la bella ciudad de Cochabamba, y una
vez en su Feria del Libro, con Liliana y amigos escritores.
Los viajes son muy importantes, pero no sólo por los países que
uno visita o las actividades que realiza, sino porque nos
permiten por un tiempo descentrarnos de uno mismo, salirnos un
poco de la inercia y de la insistencia monocorde de la propia
existencia, que nos cansa y a veces nos harta. En algunos viajes
he sentido una especie de liberación, el transitorio alivio de
no ser el mismo, la sensación de que perdía mi memoria
fantasmática y huían las figuras superyoicas, esa memoria que
nos ata a la repetición y a la neurosis.
Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone y Liliana Massara en
La Habana, Cuba, 2014
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Antonio Ramón Gutiérrez en compañía de dos fumadoras de cigarros
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Massara, Liset García y
Liliana Bellone en La Habana, Cuba
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Con Liliana Massara, Liliana Bellone
y Susana Haug en la Universidad de la Habana, Cuba, 2013
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Con M. Saravia, L. Bellone, J. Dib,
B. Martínez, V. H. Escandel, Raúl Aráoz Anzoátegui, K. Alonso,
J. Marocco, E. Robino y S. Sylvester en 2004
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone
en París, Francia
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7 — Néstor Groppa (1928-2011), cordobés (casi como vos,
en quien la condición de santiagueño no tuvo arraigo),
también se radicó en otra provincia. Ya algo esbozaste
sobre él.
ARG —
A Néstor Groppa lo hemos visitado varias veces en su casa en
Jujuy, gracias a la escritora jujeña Susana Quiroga, quien
sucedió a Groppa en la dirección de la página cultural del
diario “Pregón”. Lo hemos encontrado también en casa de algún
amigo en común y fue a la presentación de uno de mis libros de
poesía en esa provincia. Era ostensible su bondad y su
hospitalidad, su generosidad, su mundo de libros, su universo de
citas y autores, sus referencias literarias, sus revistas, sus
obras publicadas en bellísimas ediciones que él mismo imprimía y
cuidaba como un orfebre, como un escultor, atendiendo a cada
detalle de la edición, en un afán casi pictórico. Además de un
poeta imprescindible, fue un trabajador incansable, un laborioso
de la literatura que marcó un rumbo, el maestro de los jujeños,
un escritor de relevancia en la literatura del noroeste
argentino. Me ayudó, sin saberlo, a ser menos pesimista con el
género humano.
Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone, Martha Mercader,
Leopoldo Castilla y su hija, en 1995
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone, Cayetano Zemborain,
Cristina García Oliver, etc.
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Con Liliana Bellone, María Belén
Alemán, Jorge Calvetti, Víctor Fernández Esteban, Nancy García y
Raúl Rojas en 1994
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone y Liset García en La
Habana, Cuba
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone y Jean Francois
Chenet en París, Francia
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8 — ¿Qué pintor, qué músico, qué director de cine, te
hubiera gustado ser? Pero sobre todo, ¿qué jugador de fútbol?
ARG —
En pintura me hubiera gustado ser Eugène Delacroix y pintar “La
Libertad guiando al pueblo”, pero no podría esgrimir la razón.
En el Museo del Louvre encontré ese cuadro que siempre me atrajo
y me quedé diez minutos mirándolo. Vaya a saber qué cosas
hallaron mis fijaciones inconscientes en esa pintura. También me
atrae mucho la pintura de Giorgio de Chirico y especialmente de
René Magritte, quizá porque el surrealismo de este último es
caro a la presencia del inconsciente.
En música me hubiera gustado ser Mozart, porque su música
dice más que todas las palabras y se aproxima a ese punto
inatrapable que es lo real, el núcleo de la condición humana,
aunque no podamos decirlo. En Mozart está todo.
En cine pienso en Ettore Scola, en su genial capacidad
metafórica de equiparar, en una película, una sala de baile al
transcurrir de la vida humana, al devenir cotidiano de los seres
con sus grandezas y miserias, sus lógicas amorosas, sus dichas y
frustraciones, sus ideales y desesperanzas.
En el fútbol me hubiera encantado ser el jugador que
tenía en mi cabeza, en mi imaginación futbolera a manera de
síntoma obsesivo, un jugador capaz de gambetear una y otra vez a
todo un equipo, llegar hasta el arco rival y marcar los goles
más espectaculares, realizar las jugadas más asombrosas, un
gladiador sin falta, una especie de dios de la cancha que todo
lo puede. Ese jugador infalible, por supuesto, no podía existir,
salvo en mi fantasía. De niño pensaba en Pelé como en una
aproximación a ese ideal y se me representaba su equipo, el
Santos del Brasil, como un cuadro imbatible y mágico con su
vestimenta completamente blanca como la perfección.
Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone y el hijo de un
amigo cubano, en el Malecón, La Habana, Cuba
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone
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Con
Liliana Bellone y el escritor cubano Ernesto Sierra en la Feria
del Libro de Buenos Aires
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone y con María, amiga
de ambos
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone en
Roma, Italia, 2014
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone en La Habana, Cuba
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9 —
¿Qué te pasa con aquellos creadores de obras que tienden a
romper con fórmulas o a imponer alguna peculiaridad?
ARG —
Como afirmaba Jorge Luis Borges:
“Toda poesía es
misteriosa, nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir”.
Es decir, nadie puede proponerse realizar una ruptura o imponer
una estética, sino que son la ruptura y las estéticas las que se
imponen independientemente de la voluntad o la intención
conciente del autor. El escritor no es más que una especie de
médium, alguien que pone la mano blanda para que los otros, a
través de él, puedan decir sus fantasmas. Decía Borges:
“No soy yo quien escribe,
son mis mayores”. Cuando hoy algunos escritores se
autoimponen ser innovadores, transgresores, rupturistas, muchas
veces no hacen otra cosa que repetir lo que ya estaba realizado
y hasta trillado, por ejemplo, por las vanguardias. Eso sucede
cuando algunos creadores creen que se puede partir de borrón y
cuenta nueva, desconociendo lo anterior. Las rupturas nunca son
totales, siempre conservan algo de lo precedente, suponen un
algo que existe previamente con lo cual romper. Por otro lado,
da la impresión de que hoy la transgresión ya no transgrede
nada. Además, si todos somos rupturistas, no hay ruptura.
Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone en Barcelona,
España, 2016
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone
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Antonio Ramón Gutiérrez con Juan Carlos Moisés
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10 — ¿Podrías referirte a tu propio estilo? ¿Se hace, un
estilo?
ARG —
No soy el más indicado para hablar de mi estilo literario, tarea
que corresponde más a los críticos que a los autores. Pero
pienso que mi escritura se inscribe, como antes referí, en una
línea conceptual, de pensamiento, no por una búsqueda
intencional, sino por necesidad personal, por inevitabilidad,
una poesía que se aproxima a una preocupación filosófica, que
revela un estado de perplejidad y azoro frente a un punto de
indecible. Lo cierto es que al cabo de los años, o mejor dicho
de los libros, he ido edificando quizá un estilo. Alguien me
hizo caer en cuenta que en mis poemas, de verso libre,
prevalecen los elementos arquitectónicos, el vacío, el espacio,
las columnas, la piedra, el mármol, la referencia a los mitos
griegos, las metáforas bélicas. También está plagada de
referencias a la cultura popular, al tango, los refranes, al
habla corriente. Se suceden, por ejemplo, las marcas de
productos comerciales de una época, los nombres de bebidas,
canciones, automóviles, acontecimientos históricos. Mi mujer
suele decirme, irónicamente, que soy
“nacional y popular”.
Mi poesía es una poesía de la llanura y de una época, que
expresa el sentimiento de vastedad, la presencia fantasmática
del espacio, lo inconmensurable de la pampa, una escritura del
devenir, del paso del tiempo, de la historia cotidiana y,
fundamentalmente, de la pérdida.
Antonio Ramón Gutiérrez con Jacobo Regen en 1989
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Antonio Ramón Gutiérrez con Irma Silva, etc.
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Antonio Ramón Gutiérrez con Idángel Betancourt
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(1)Con Idángel Betancourt, Francisco
Romano Pérez y Liliana Bellone (2) Con Horacio
Salas
11 — ¿Muchas gracias, muchas ínfulas, muchas dotes,
muchas expectativas o mucho resentimiento?...
ARG —
Algo de todo eso seguramente hay en esta época de
resquebrajamiento del lazo social y caída de las referencias
simbólicas, aunque en distintas dosis y combinaciones, con sus
excepciones y casos particulares. En algún momento me he
preguntado si la literatura y la poesía todavía existen, si la
literatura y la poesía aún pueden ser salvadas de esa gran boca,
el capitalismo actual, que todo lo masifica, lo transforma y
desvirtúa.
Con el señor
Paul, Liliana Bellone y Silvana Alonso Colina en el Cementerio
de Père-Lachaise, París, Francia
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Con E. Pietropaolo, M. Pietropaolo,
R. M. Grillo, Teresa de Provera, María de Spósito, L. Bellone,
M. Provera y C. Espósito en Capri, Italia
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Antonio Ramón Gutiérrez con Diana Lagomarsino, Liliana Bellone e
Idángel Betancourt
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Con Claudio del Moral, Rosa María
Grillo, etc., en la Festa della Letteratura, en Salerno, Italia
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12 — En un reportaje efectuado a Ricardo Bartis por
Rosaura Berencoechea, Laura Mazzacchi y Jorge Hardmeier y
publicado en el número 3, marzo 2000, de la revista “El
Anartista”, refiriéndose principalmente a la labor actoral
declara: “No es que uno
actúa para ser otro, otro psicológico. No es que el placer está
en ser otro, el placer es en no ser. La actuación, su goce (no
sé si es un placer) está en la dilución de los límites de la
identidad psicológica. Y ser pura pulsión.” ¿Dirías que lo
que Bartis discierne es aplicable, de alguna manera, a la labor
del escritor?
ARG —
Totalmente. Uno carga consigo mismo al hombro como con un
acompañante pegajoso. Librarnos por algún lapso de esa pesada
carga puede ser muy placentero. Además, esa destitución yoica le
permite al escritor vivenciar más fácilmente otras realidades
diferentes de la suya propia, identificarse con personajes
disímiles y distantes, ponerse en la piel de los otros, abrirse
mejor a las historias que quiere narrar. Es por ello que suele
decirse que el escritor no tiene clase social, que es un
desclasado y que puede estar en varios sitios al mismo tiempo,
atravesar las fronteras subjetivas. Como Eros, no es rico ni
pobre. Pero por otro lado la identidad psicológica, su
pertenencia concreta a un lugar, su fijación a un tiempo y a una
historia personal, también son necesarias para expresar los
fantasmas y la subjetividad de un lugar y una época. De manera
tal que el escritor y el poeta, deben ir y regresar todo el
tiempo de la identidad, si es que existe alguna identidad,
salirse de ella y volver a ingresar, ser por un momento, por
ejemplo, un loco, pero retornar luego a la cordura, si la hay
realmente...
Antonio Ramón Gutiérrez con Cayetano Zemborain, etc.
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Antonio Ramón Gutiérrez con Antonio Requeni, Danilo Albero e
Idángel Betancourt
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Antonio Ramón Gutiérrez con Ana María Giacosa y Raúl Aráoz
Anzoátegui en 1989
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Antonio Ramón Gutiérrez con Ana María Giacosa y Raúl Araoz
Anzoátegui en 1989
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13 —
Siendo chico, ¿recordás instancias en las que no soportaras a
los adultos?
ARG —
Yo he vivido en una especie de inadecuación permanente con los
otros y ello me ha generado no poco sufrimiento y soledad. De
niño, respecto de los adultos, he sentido a veces temor, temor a
ser reprendido por faltas que ni siquiera había cometido ni
sabía en qué consistían, pero por las cuales me sentía
inevitablemente culpable. Mi padre nunca fue un hombre severo ni
violento, sino, por el contrario, bondadoso y sacrificado, pero
ese hecho, aumentaba mis vivencias de culpa en lugar de
atenuarlas. Lo veía llegar del trabajo con el mameluco lleno de
grasa, cansado, después de trabajar ocho horas en aquel
concesionario de autos y tractores y sentía a esa temprana edad
una especie de compasión por él y angustia por su esfuerzo y por
el paso del tiempo, por los sueños no realizados. Mi madre sí
era un poco más autoritaria, aunque en forma sutil y mucho más
efectiva. Ella siempre decía que yo hacía renegar, que me pasaba
peleando, pateando esa dichosa pelota, que me trenzaba todos los
días a las piñas en la calle y frases por el estilo. Y para mí
no era importante la verdad de los hechos, sino las frases y
sentencias que mi madre pronunciaba. Los psicoanalistas podrían
decir que he tenido, y que aun tengo, un superyó demasiado
feroz. En los otros adultos, de niño he percibido la arrogancia,
la pedantería y, no pocas veces, la estupidez humana. En
conclusión, he sido y aún soy bastante fóbico, aunque no todo el
tiempo, por supuesto, ni en todos los lugares y circunstancias,
sino más bien en relación con las figuras de autoridad,
imperativas o crueles, muchas veces frente a lo institucional,
pero no así en la literatura ni el amor que se parecen bastante
y que han sido generosas conmigo.
Antonio Ramón Gutiérrez con Alicia Poderti, Liliana Bellone y
Martha Mercader en 1995
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14 — ¿A qué hechos, objetos, sabores, costumbres,
circunstancias, le atribuís una insoslayable importancia o
trascendencia íntima o abarcativo alcance? ¿Con qué personajes
del pasado, para vos insoslayables, trascendentes y hasta
abarcativos, te agradaría encontrarte?
ARG —
Los hechos que considero importantes en mi vida han sido muchos
y diversos y no podría establecer una jerarquía entre ellos.
Recuerdo, por ejemplo, el fallecimiento de mi abuela materna,
una mujer estoica y sabia, a mis tres o cuatro años de edad, los
sonidos y fragancias de esa mañana, ese primer contacto con la
muerte en la infancia. O mi primer día de clases en la escuela
primaria, mis sensaciones y percepciones en el aula. Los
objetos: una pelota de fútbol que saqué en un juego en la
Kermesse en Bell Ville donde a mis cinco años había concurrido
con mis padres, una pelota de cuero color marrón, cuya esfera
imaginaria aún me acompaña. Siempre me fascinaron los
automóviles, los diseños, los conjuntos arquitectónicos de las
ciudades (quizá he sido arquitecto en alguna de mis
reencarnaciones). Los sabores: las pastas con vino tinto, el
café, las granadas del patio en la niñez. Las costumbres: el
caminar por la ciudad, entrar en todos los bares, leer y releer
los mismos libros, aferrarme demasiado a las cosas, volver y
permanecer demasiado tiempo en los mismos lugares, efectuar
centenares de viajes entre Salta y Bell Ville en ómnibus en
horas de la noche. Una circunstancia: haber encontrado, con
Liliana, al otro día de nuestro casamiento, a Jorge Luis Borges,
por casualidad, en el vestíbulo del Hotel Bauen en Buenos Aires,
y conversar con él durante cinco minutos y que nos haya puesto
su firma en la libreta de casamiento, creyendo que se trataba de
un pasaporte, mientras nos decía:
“Con esta firma van a
viajar por el mundo”. Personajes: si existiera la máquina
del tiempo me complacería ver al General José de San Martín, a
Manuel Belgrano, a Sigmund Freud, aunque, por supuesto, no
sabría qué decirles.
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15 — Reunamos (otra vez) a “las tres poetisas del Sur”,
quienes en 1938, en Uruguay, ofrecieron una conferencia conjunta
sobre el rol de la mujer en la literatura: ¿Juana de Ibarbourou
(1892-1979), Alfonsina Storni (1892-1938) o Gabriela Mistral
(1889-1957)?...
ARG —
Tres grandes voces de la poesía americana (como prefiero decir
para restituir el alcance del gentilicio del cual los
norteamericanos se han apropiado), las tres de América del Sur:
Uruguay, Argentina y Chile; cada una con su filiación modernista
y con su camino hacia las vanguardias. En la célebre reunión de
1938 (año del suicidio de Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones)
las tres escritoras mostraron, sin duda, provenir de la progenie
de Sor Juana Inés de la Cruz. Cada una marcó un derrotero que va
desde la voz mesiánica de Gabriela en sus poemas a América, por
ejemplo en “Tala”,
hasta el despojamiento y desesperación de Alfonsina. Gabriela
alcanzó el reconocimiento mundial con el Premio Nobel en 1945;
Juana, el de toda América; y Alfonsina, el del corazón de los
pobres y marginados, el de los tristes. Su prematuro fin por
propia voluntad, anunciado en su poesía desde siempre, en las
aguas de Mar del Plata en octubre de 1938 (ese mismo año, el 18
de febrero, se había suicidado con cianuro su entrañable amigo
Leopoldo Lugones, y un año antes,
un 19 de
febrero, había bebido cianuro Horacio Quiroga, su otro gran
amigo), saca a la luz una problemática, la de la mujer y el
arte. Las tres
poetas tuvieron la recepción que la época reservaba a la poesía:
fueron leídas de manera masiva por generaciones, como ocurriera
con Rubén Darío y Amado Nervo. Además, si bien es cierto que sus
temas y textos son universales, las marcas de “americanidad” en
ellas es constitutiva. El fantasma del sufrimiento del poeta se
filtró sin duda en Alfonsina, la nuestra, la que desafió desde
su fragilidad el destino de las que se atrevieron contra una
sociedad rígida y conservadora, como Virginia Woolf, Alejandra
Pizarnik o Sylvia Plath. Por su origen y por la leyenda que la
rodea, siento a Alfonsina más cercana. No puedo dejar de
recordar un bello poema de Joaquín Giannuzzi dedicado a ella.
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16 — El narrador de la novela
“La música del azar”
de Paul Auster dice por allí:
“En cierto punto la
música de ambos [Wolfgang Amadeus Mozart y Joseph Haydn]
parecía encontrarse y ya
no era posible distinguirlas.” ¿Te promueve esta frase algún
otro “encuentro” artístico de una índole semejante?
ARG —
En el arte todo es encuentro, relaciones, entramado de textos y
códigos. Gérard Genette habla de palimpsesto, esto es, escritura
sobre escritura, constante repetición. Julia Kristeva habla de
intertextualidades para referirse a esa repetida cualidad de la
literatura. Borges nos ha dado un ejemplo magnífico en el cuento
“Pierre Menard, autor del Quijote”. Cada poema, cada novela
provienen de un ritmo misterioso, a veces remoto, a veces más
cercano, que es el ritmo de un Otro que narra y compone, el
lenguaje mismo, la condición humana. Esos encuentros a veces son
notables, algún oído avezado puede descubrirlo (como el narrador
de la novela de Paul Auster), pero a veces nadie los descubre,
ni siquiera el artista que los produce. En Borges están los
poetas ingleses y norteamericanos, están las voces de Dante
Alighieri, William Shakespeare y Miguel de Cervantes, como en un
devenir que se impone al escritor. En
“Orlando” de Virginia
Woolf está el “Orlando
furioso” de Ludovico Ariosto; en
“Pedro Páramo” está
“La Odisea”,
especialmente en lo que se conoce como la telemaquia, el
peregrinaje de Telémaco en busca de su padre, voces a veces
audibles, a veces, ocultas.
Antonio Ramón Gutiérrez en 2017, leyendo
poemas
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone y Silvana Alonso
Colina
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Antonio Ramón Gutiérrez con Liliana Bellone, Cayetano Zemborain
y su esposa, Teresa
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17 — Sabemos que tenés sin socializar tu primera novela.
¿Cómo es para vos, autor de varios libros en otros géneros,
esperar que ocurra?... ¿Poemarios inéditos, Antonio?...
ARG —
Tengo esa pobre novela sin publicar desde hace más de quince
años. Se titula “Los
nombres de la llanura”. La presenté, sin éxito, en varios
concursos nacionales y extranjeros de editoriales que prefieren
hoy la novela ultra realista, descarnada, de hechura lineal y
fácil por motivos de mercado. Inclusive varias veces la quise
destruir porque ya no me satisfacía, me parecía demasiado
personal y existencialista y, sobre todo, obsesiva. Liliana,
compadeciéndose del texto, evitó que eso ocurriera. En 2016
pensé que la única manera de que sobreviviera era reescribirla,
podarla, suprimirle algunos capítulos. Pero esa novela es para
mí un punto fantasmático complejo, una deuda pendiente, un
mandato inconcluso y hasta una frustración. Siento que hasta que
no la publique no podré escribir más narrativa, que estoy
inhibido para escribir otra novela o libro de cuentos y que me
la tengo que sacar de encima. De manera tal que tendré que tomar
la decisión de publicarla por mi cuenta o, quizá mejor, volver a
análisis.
Tengo un libro de poemas inédito:
“Orquesta típica”;
tiene también ya algunos años. Ese poemario es la síntesis y la
confluencia de mis poemarios anteriores. Se trata del baile y la
música del tango, pero no como danza efectiva, sino como excusa
poética, como metáfora del transcurrir de la vida en la llanura.
De chico me dormía arrullado por el sonido de la música de esas
orquestas (“típicas” o “características”) que surcaban las
leguas en la pampa y tocaban en los clubes de los pequeños
pueblos donde concurrían los colonos y algunos criollos. Esa
música para mí representaba en una pista de baile la travesía
humana, el júbilo y el dolor de la existencia. “El Baile”, la
película de (volvamos a nombrarlo) Ettore Scola, desencadenó mi
reminiscencia y me inspiró en parte el libro que también se
compone de algunos otros poemas que, aunque no están asociados
directamente con el tango, conllevan quizá el movimiento, el
ritmo, el deslizarse de las vidas cotidianas.
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Antonio Ramón Gutiérrez con Idángel Betancourt, Francisco Romano
Pérez y Liliana Bellone en 2012
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*
Antonio Ramón Gutiérrez selecciona poemas de su autoría para
acompañar esta entrevista:
LA CANCIÓN PRIMORDIAL
Escribo en esta noche
mientras un motor se oye en la ruta
como una canción primordial.
Es el cortejo de los amores que no fueron,
las bocas que no besé, las palabras que no dije,
los lugares donde no estuve, los libros que no leí,
los cabellos que no acaricié, el rumor
de las noches de verano en Bell Ville, la juventud
que fue quedando atrás como nidos de hormeros,
los años como una melodía que insiste
y que me trae la nostalgia de unos ojos,
el sabor de unos labios que aún me hieren el alma,
el recuerdo del paso del tren de las doce.
Escribo en esta noche,
mientras un motor se oye en la ruta
como una canción primordial.
(de “La canción primordial”)
*
MOLDE PARA UNA METAFÍSICA
Para crear una existencia sólo hay que retirar
los sobrantes, la materia que le rodea,
llegar con el martillo hasta las galaxias
y continuar sacando mundo, cavando sombra,
hasta dar con la forma justa y definitiva,
separada de todo lo que la trasciende.
Obtenido ese modelo de piedra temblorosa,
hay que volver a llenar el universo,
colocar en sus órbitas los planetas,
las estrellas en sus constelaciones,
los ríos en su cauce, los peces en su espina,
jardines alrededor de los brazos,
huertas que broten en el afuera vacante.
Por último, del centro de todo lo posible,
retirar la pieza de mármol, ahuecar ese espacio,
para dar cabida a la nada,
es decir, a un hombre repleto de vacío
con la mirada puesta en todo lo que le falta.
(de “Molde para una metafísica”)
*
EL BAILE DEL SER
Esta danza y todos aquí
sobre la inclinada llanura.
Los cuerpos sangran lento y dan
un solo giro en el patio absurdo
mientras se oye la orquesta típica,
sus bandoneones gastados, su dolor bailable.
¿Acaso Dios mira la escena?
Esta pareja ya ha dado sus pasos
por las tablas de su turno y se retira
a un costado de la fecha,
aquella otra tuvo a su tiempo los hijos
que han salido a la vez a danzar
y avanzan resueltos entre los caídos.
Danzan la memoria, las tardes felices,
las estaciones, los niños ya viejos danzan,
Todos cruzan en diagonal el patio
y el baile parece un éxodo.
No han de bailar dos veces el mismo tango.
Las notas atraviesan los pechos
de los ágiles moribundos.
(de “Molde para una metafísica”)
*
ESCRITURA DEL ÁRBOL
Hasta el cuello en las horas,
de pie en mi cabeza,
del lado interno de esta tarde
que se va por el punto corrido de su hechura,
escribo este poema que no da en el árbol
y que vuelve su boca de fuego hacia mi frente,
mientras el árbol (no este que digo,
sino aquel otro que insiste en ser árbol)
permanece no escrito, intacto en su centro.
Nada de lo que aquí diga dará en el blanco,
nada de todo esto es de lo que se trata,
sólo es mi cabeza la que aquí rueda escrita,
siempre a punto de estallar y acabar con el mundo.
La tarde no es la tarde que digo, sino aquella otra
en la que lo imposible hace cumbre en el hueso.
(del libro inédito “Orquesta típica”)
*
TODOS BAILABAN
Todos bailaban esa noche
en la cubierta de la llanura,
los padres, los hijos, los nietos
y eran sus rasgos los que bailaban,
amados fragmentos familiares
reunidos en un patio de baile:
el color de los ojos de la abuela,
los mentones tan característicos,
la nariz heredada, el corte idéntico de cara,
la manera de sonreír del abuelo,
la risa igual a la del primo,
los mismos gestos del padre,
el carácter de la madre,
el parecido con el tío Luís,
los defectos que vienen de familia,
el mechón sobre la frente, el lunar, la ceja,
la cicatriz, los dos remolinos, el párpado
y la manera particular de todos ellos
de caminar hacia la muerte.
(del libro inédito “Orquesta típica”)
*
ENUMERACIÓN
La obra en el escenario de tierra,
los actores de paso, los trajes deshabitados
de los equilibristas, sus viejos carromatos
acampados bajo Orión, los niños corriendo
detrás de los carruajes la tarde en que arribamos
a la aldea, los mensajeros y las campanas,
las multitudes en el palco, sus miserias en escena,
los oficios, las posadas, los hoteles de mala muerte,
la ciudad en sí misma actuando su caso,
el actor que encarna su propia doblez,
los personajes representando sus existencias
al pie de la letra, el titiritero que en su mano vestida
se prolonga como un atuendo hueco
para júbilo de los que quieren ver su angustia,
el que se saca los ojos para verse desde las gradas,
los comediantes interrumpiendo con sus cuerpos
la totalidad, los perros ladrando a lo que los desdice,
la cruz del sur, la indecible bóveda, la honda noche,
la leyenda del circo que se hundió en el océano,
los caídos desde el trapecio, el equilibrista
que se quebró el cuello contra su época,
ese otro que hace malabares para sobrevivir,
las sombras de los amantes deslizándose
como prófugos bajo la confidente luna,
el público aclamando al trapecista y su riesgo,
el alfarero que encierra en su copa su propio vacío,
el planeta dando contra la cabeza del acróbata,
el bandoneonista que le pone ritmo a su declinación,
el pintor que mezcla su sangre en la paleta
para tener alguna perspectiva, para ser horizonte
y el poeta que fracasa una vez más en decir lo real.
(del libro inédito “Orquesta típica”)
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Antonio Ramón Gutiérrez en Lima, Perú,
2014
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Antonio Ramón Gutiérrez en Il
Vittoriano, en Roma, Italia
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Antonio Ramón Gutiérrez en la Plaza de
Mayo, en Buenos Aires
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Antonio Ramón Gutiérrez en Roma, Italia
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las
ciudades de Salta y Buenos Aires, distantes entre sí unos 1500
kilómetros, Antonio Ramón Gutiérrez y Rolando Revagliatti,
octubre 2017.
www.revagliatti.com
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