Carlos
Cúccaro: sus respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Carlos
Cúccaro nació el
8 de julio de 1968 en Azul, ciudad en la que reside, provincia
de Buenos Aires, la Argentina. Fue Secretario General y luego
Presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, filial Azul,
entre 2002 y 2006. Ha sido premiado, por ejemplo, por la
Dirección de Cultura de la Municipalidad de Luján de Cuyo,
provincia de Mendoza, y por los municipios bonaerenses de las
ciudades de Olavarría, Las Flores, Azul, Ramallo y Tapalqué.
Desde 1995 coordina talleres literarios e integra jurados a
nivel nacional. Ha sido traducido parcialmente al alemán y
portugués. Fue incluido en las antologías
“Poetas argentinos del
interior” (1994) y
“Poesía hacia el nuevo milenio” (2000). Además de la
plaqueta “Los suburbios del fuego” (1998), publicó los poemarios
“Ultrasenderos”
(1993), “Libro de
Babilonia” (1996),
“Los latidos oscuros del silencio” (2001),
“Blues” (2007),
“Luciflor o la sangre”
(2008), “Tharsis”
(2011) y “Los árboles del
abismo” (2015).
1 — Sos de venir
intermitentemente a mi ciudad.
CC — Mi
esposa, Virginia Zaccaría, con la que estoy casado desde 2001 y
con quien tenemos una hija de ocho años, Noelia, es porteña: me
incentivó la pasión por el barrio de San Telmo y la penumbra de
sus anticuarios; por el Parque Lezama, en el verano;
por el Jardín
Botánico; por la plaza San Martín bajo la lluvia; por la
avenida Corrientes y varios bares del barrio de Boedo, el
ajetreo matinal de algunas de sus calles, con sus mercados y
pizzerías. Todo eso tiene, como escribiera Jorge Luis Borges,
“el sabor de lo perdido /
de lo perdido y lo recuperado”.
Carlos Cúccaro con su esposa y su hija
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2 — ¿Y el sabor
de tu paso por la “bellas” artes?
CC —
Aludís a mi magisterio inconcluso en la Escuela de Bellas Artes
“Luciano Fortabat”, de Azul. Aconteció entre fines de los
ochenta y principios de los noventa. Me sentía cómodo, en mi
elemento, en un ambiente que aunaba juventud, inquietudes
intelectuales, creatividad. El “ambiente”, eso es lo que más me
atrajo. No me recibí de maestro pero moldeé un espíritu de
artista, lo que ha sido un punto alto de formación personal, de
mayor trascendencia que un título que seguramente no hubiese
utilizado. Años, aquellos, que evoco con indulgencia. Aún latía
la reciente recuperación —otra vez “lo recuperado”— de la
democracia y la libertad, y eso se reflejaba en nuestro
derredor, era un arrastre que procedía de los primeros años post
dictadura y se prolongó hasta 1991/92, cuando la
“convertibilidad” del menemismo nos volvió a cambiar el perfil
de país y los debates de la sociedad pasaron a ser otros. Fui,
durante mi juventud, de izquierda; luego me entusiasmó el
kirchnerismo, hasta que hacia 2010/2011 comencé a decepcionarme,
percibiendo cierta cristalización de sus estructuras. Asumí que,
en realidad, yo, que creía que era socialista, era un
libertario, un ácrata contemplativo, y más cerca de la aridez de
lo spenceriano que de ninguna otra cosa. Cumplí con ese
postulado que asevera que no ser de izquierda en la juventud es
una contradicción biológica y seguir siéndolo en la madurez,
también lo es. Hoy me advierto cada vez más cómodo con la
moderación y el equilibrio. El Estado se me antoja acentuándose
como un monstruo kafkiano que dicta sus sentencias inapelables y
herméticas.
Carlos Cúccaro con Jorge Luis Estrella y Patricia Ortiz
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3 — ¿Y tu
infancia?
CC — La
califico de feliz, signada por la lectura. Aprendí a leer y a
escribir en las baldosas rojas de la cocina de mi casa: con
tiza, mi madre me enseñaba. Empecé la escuela primaria sabiendo
ya leer y escribir. Mientras en segundo grado mis compañeros
todavía deletreaban, yo me involucraba con
“Robinson Crusoe” y
obras de Julio Verne y Emilio Salgari, diarios y
revistas, el
“Martín Fierro”,
cancioneros de folklore de mi padre, diccionarios, el
“informatodo” de Selecciones del Reader’s Digest o alternativas
“peores” como “La Biblia”
o “La divina comedia”
en una edición de Montaner y Simón ilustrada por Doré, o misales
de mi abuela. Hasta mis doce o trece años tuve buenos amigos. A
partir de allí me torné un adolescente taciturno y apático, con
sus consecuencias previsibles: el rechazo que provocaba. La
educación estatal, bastante estúpida en la escuela secundaria,
preparaba “gente práctica” (apuntando a la contaduría, a la
ingeniería…); lejos de incentivarme en la vena de la creación
literaria, propendía a “avergonzarme”.
Carlos Cúccaro en 1973
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4 — ¿Hiciste el
servicio militar obligatorio?
CC — En
1987. En la “colimba” aprendí algunas cosas que no estaba en
condiciones de apreciar y que en la perspectiva del tiempo
evalúo que me sirvieron: un cierto estoicismo, capacidad de
adaptación a los dolores y a la mortificación del cuerpo… Fue un
bautismo nietzscheano. Luego mi personalidad, poco a poco,
volvió a cambiar y enseguida encontré al escritor: comenzaron
los “buenos años”. Visto desde la autenticidad, no exagero si
afirmo que los “buenos años” se extienden —pese a todo— hasta el
día de hoy. Aunque no lo parezca, soy, a mi manera, optimista;
un optimista sólido, porque mi optimismo parte de la crítica de
los sucesos y no muere en ella. Juega también la experiencia de
vida y el anhelo de reclamar la felicidad como un derecho. No
estoy, Rolando, exponiendo una biografía “lineal”, sino que he
encarado una crónica, casi periodística, desde lo medular y
prosiguiendo con los detalles que lo apuntalan, como apostillas.
Mi transcurrir no ha sido extraordinario. Si algún lector de
nuestro diálogo esperara toparse con un poeta maldito, o un
aventurero a lo Hemingway o un millonario a lo Stephen King o un
militante como el último Julio Cortázar, se desilusionaría. Soy
un hombre común, que trabaja como gestor y empleado
administrativo en la misma oficina (una firma jurídica) desde
1989 y que seguramente se jubilará de eso. Padre de familia, con
matrimonio consolidado, llevo una vida “normal”, tengo casa y un
indispensable sueldo y pertenezco a la vapuleada clase media
argentina. Quizás, por eso escribo. Sira Guedes de Pérez, mi
maestra de tercer grado, en 1977, tras leer mis “composiciones”
vaticinó: “Carlos Cúccaro
va a ser escritor”. Fue la primera vez que oí mi nombre
asociado a un oficio. Tuve una profesora de literatura en el
secundario, Florángel Turón, que fue la única docente en esa
etapa que me incentivó el placer por la lectura. Además de ser
una erudita respecto de la obra de José Hernández, puntualmente
de los dos tomos del Martín Fierro y autora, entre otros, de un
libro sobre el tema, fuera de programa nos leía cuentos de Edgar
Allan Poe. Yo me fui imbuyendo de lo que proporcionaba “Humor”,
aquella revista que abrió mentes en tiempos de la dictadura: por
ella accedí a Mario Benedetti, Cortázar, Gabriel García Márquez,
Tomás Eloy Martínez, Ricardo Piglia, Osvaldo Soriano. Mientras,
yo incursionaba con mis primeros ejercicios de estilo, en la
redacción de artículos sobre discos del rock nacional. La
elección plena de la poesía como canal expresivo data de 1988,
en forma paralela al estudio de los movimientos vanguardistas,
particularmente con la exploración de la obra de los pintores y
poetas surrealistas, el descubrimiento de Antonin Artaud, André
Bretón, Tristan Tzara, nuestro Aldo Pellegrini… Y proseguí
acentuando e intensificando la direccionalidad de mis búsquedas:
Jean-Paul Sartre, Albert Camus, “los clásicos, que en los
clásicos está todo” (como me dijo una vez alguien), Luis de
Góngora, Francisco de Quevedo, Shakespeare, Cervantes, Voltaire,
Descartes, Ernesto Sábato, los rusos, Roberto Arlt, Kafka,
Leopoldo Marechal, Marx, los escritores del “boom”, T. S. Eliot,
Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Rafael Alberti, Ezra Pound, los
franceses, la generación española del ’27, H. P. Lovecraft,
Henry Miller…
Carlos Cúccaro en 1990
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5 — ¿Y tus
libros?
CC —
Procuran entablar un intercambio con el subconsciente del
lector. Es probable que, a partir del segundo, cada poemario
opere como síntesis de los anteriores, diversificándose aunque
sosteniendo un mismo pulso. Por alguna suerte de organización
dialéctica que se va reinventando a sí misma, las primeras
preguntas están contenidas en las posteriores.
“Los árboles del abismo”,
por ejemplo, analizando ciertas sincronicidades, delata mucho de
“Blues”. Quizás, el
denominador común de mis poemarios recientes sea el de ir un
poco a contrapelo de ciertas estéticas imperantes, al partir
siempre desde la subjetividad en un “hacia” constante rumbo a lo
exterior, en una conexión necesaria como una forma de delinear
su propia estética, una especie de post-objetivismo, en el
sentido en que la contradicción entre lo real y la mente se
resuelve en símbolos propios, donde en ocasiones se trata de
subvertir la imagen, para conceptualizarla y trastocarla.
“La poesía se escribe
siempre / vivir se vive siempre”, ha señalado Roberto
Juarroz, una de las grandes voces de las últimas décadas de la
poesía argentina (con Hugo Mujica, con Joaquín Giannuzzi, con
Alberto Girri).
Carlos Cúccaro con Ricardo Rubio, Gladys Barbosa, Nélida
Delbonis y Roberto Glorioso
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6 — Empezaste a
colaborar con publicaciones periódicas un poco antes de que vos
y yo nos contactáramos a través del correo postal.
CC — Es
posible. En 1989 asoman mis textos en el diario “El Tiempo”, de
mi ciudad. Que es cuando trabo relación con tres escritores
locales de la generación anterior: Gladys Barbosa Ehraije, con
quien hice taller durante unos años, Roberto Glorioso y Dante
Bustos, el que por entonces se hallaba al frente de la filial
Azul de la SADE y del Círculo Literario Mitre, que editaba una
revista de circulación nacional. A partir de estos estímulos fui
colaborando en otros medios periódicos que a su vez me
vincularon con Alberto Luis Ponzo, el primer poeta y ensayista
que divulgó algún abordaje a mi obra incipiente, Alba Correa
Escandell, Mario G. Linares, Alicia Gallegos, Ricardo Rubio,
Susana Cattaneo, Antonio Aliberti, Graciela Susana Puente,
Horacio Preler, Ana Emilia Lahitte, y algo más tarde, Hugo
Mujica. De aquellos intercambios con colegas y maestros,
recuerdo la vivencia intransferible de haber escuchado a Jorge
Smerling recitando su poesía. Con el también azuleño Héctor
Javier Belecco y otros jóvenes de mi edad, nos mantuvimos
ligados al movimiento de revistas literarias a través de la
publicación que él dirigía: “Lluvia de Vidrio”. Más tarde
co-dirigimos “Dioses del Sótano”:
tres números,
la vida media de tantas de estas publicaciones. Es después de mi
tercer poemario, en franca crisis del 2001, cuando
percibiéndome con mayor madurez creativa, opté por armar una
pequeña estructura independiente: Callvú Leovu Ediciones, desde
la que fueron socializándose los tres libros siguientes. El
último, prologado por Ricardo Rubio, apareció en su sello, La
Luna Que. Mi octavo poemario,
“Desnudos”, aparecerá
a través de Editorial Azul.
Carlos Cúccaro con Ricardo Rubio, Norberto Corti y Alberto
Luis Ponzo
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Carlos Cúccaro con Graciela Susana Puente
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7 — ¿Y tus otros
intereses?
CC — Me
considero un melómano fervoroso del tango, el rock, la música
clásica, el jazz… Y entusiasta de las artes plásticas y el cine.
En “Los árboles del
abismo” hay un poema inspirado en Thelonious Monk; en
“Luciflor o la sangre”,
una serie de textos concebidos a partir de libros y cuadros de
contemporáneos. Soy futbolero: sanlorencista por herencia de mi
padre, de pibe simpaticé con el River Plate de Ángel Labruna, en
los setenta (todos somos hinchas de un segundo club…, al menos
si nos apasiona el fútbol como arte). Soy también espectador de
boxeo. Mi único vicio que ha quedado en pie es el del tabaco en
pipa. Utilizo bastante las redes sociales, no reniego de la
tecnología, aunque mi mejor compañía han sido y seguirán siendo
los libros. Mi paso por el periodismo y los medios de
comunicación se desarrolló más o menos así: entre 1988 y 1989
fui redactor de informativos en Radio Azul. A mediados de los
noventa retorné en varias FM conduciendo micros de crítica
literaria. En 2004/2005 llevé adelante el programa “Café de las
Artes”, por FM Del Pueblo, que obtuvo su repercusión: allí
intenté poner en práctica recursos de los innovadores de la
radiofonía, como el manejo del “tempo”, los énfasis y los
silencios a la manera del peruano Hugo Guerrero Marthineitz.
Acerté menos en esta pretensión que en los contenidos del
programa. Y en simultánea difundí innumerables artículos en
diarios y revistas.
Carlos Cúccaro con Rolando Revagliatti, Ricardo Rubio y
Carlos Kuraiem
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8 — Azul es…
CC — …una
ciudad rara por sus características de “ciudad culta”, pese a su
reducida
densidad demográfica. Posee la más importante colección de
ediciones del Quijote fuera de España, en la Casa Ronco, que
perteneciera a un mecenas bibliófilo: el Dr. Bartolomé J. Ronco;
la preservación de este patrimonio le valió la designación de
“Ciudad Cervantina de la Argentina” por parte de la Unesco y la
realización del Festival
Cervantino anual. Azul tuvo su filial de SADE (la que debería
restablecerse), es centro administrativo, cabecera de
departamento judicial y centro productor esencialmente
agrícola-ganadero, con carreras universitarias y considerable
clase media, parte de la cual conforma un público numeroso para
las expresiones artísticas. Como contrapartida, una larga
historia de oportunidades desaprovechadas de desarrollo y
apertura en todos los ámbitos. Por mi parte, a la manera de un
heterónimo de Pessoa, encuentro en su rutinaria tranquilidad, en
sus fácilmente observables crepúsculos sobre casas bajas y
arboledas, un sitio pacífico para las perplejidades del
pensamiento, que luego, a veces, se trasforman en creación
literaria.
Carlos Cúccaro con Roberto Glorioso, Guillermo Del Zotto y
Carolina Doartero
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9 — ¿Escribiste
cuentos, relatos?
CC —
Tengo una carpeta entera llena de cuentos guardada en mi
escritorio. La mayoría es de larga data. En ellos abundan seres
atormentados, demasiado parecidos al Meursault de
“El extranjero” de
Camus. En los últimos años accedí esporádicamente al género. Me
he prometido sentarme algún día a leerlos y ver si este “corpus”
de obra narrativa no envejeció mal y si, junto con algunos de
los trabajos más recientes, tiene, en consecuencia, el perfil
necesario como para vertebrar un libro. Con la prosa me llevo
bien, tan bien como con una dama digna de respeto. Cordiales
relaciones donde no falta alguna aviesa mirada equívoca. Pero
con la prosa (particularmente con la ficción) me comporto como
un caballero y me niego a perderle el respeto. Alguna vez me han
señalado como “un buen crítico”. De hecho, he escrito
comentarios de libros para revistas y diarios (“Tráfico
Cultural”, “Maná Azul”, “Dioses del Sótano”, “El Tiempo”…), y
algún prólogo. La crítica literaria me interesa, aunque para
abordar, por ejemplo, una obra de largo aliento, debería
encontrar un objeto de análisis lo suficientemente motivador.
El tema con la narrativa ficcional es que consiste en
“conducir” al lector a su rol específico de una manera distinta
que en la poesía. Hay que apuntar, de alguna manera, un poco más
a su costado analítico. El lenguaje narrativo denota y no
connota, por lo que es necesario estructurar conscientemente una
construcción donde lo que se comunica sea precisamente lo que se
quiere decir, como base de una historia determinada, y a partir
de ahí diagramar el resto del juego. Admiro en esto al mal
llamado “genero policial” que inauguró el gran Edgar Allan Poe
con su C. Auguste Dupin en
“Los crímenes de la calle
Morgue”, y que explotaran tan bien Sir Arthur Conan Doyle,
G. K. Chesterton y nuestra dupla Borges-Bioy Casares.
Carlos Cúccaro con Roberto Glorioso y Adriana Abadie
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10 — ¿Qué desnudan, a quiénes, tu próximo poemario? ¿Qué
tipo de “prendas” retiran?
CC —
“Desnudos”
es un título para jugar con su doble acepción, en tanto que
sustantivo y adjetivo. Los “desnudos” pictóricos de Paul
Gauguin, por ejemplo y la “desnudez” del poema en su
despojamiento, y el “te
enterraré desnuda” de Roque Dalton. En la “desnudez” como
metáfora busco una dualidad pulsional, una dualidad
Eros–Tánatos, la velada comprensión de la desnudez primordial
que acecha en el nacimiento, en el orgasmo, en la muerte. Es un
libro de primordialidades, a contraviento de una época de
atavío, de fetichismo del adorno y de la máscara. Es necesaria
la desnudez. Recuerdo unos versos de
“Los árboles del abismo”:
“Es necesaria
la desnudez.
La desnudez
más roja.
La desnudez y
el crimen.
Sólo así
valdrá la pena
haberle robado
palabras
a
la
incertidumbre.”
Con su artificio y pese a su ropaje entre surrealista y
—hasta a veces— con toques de exteriorismo, creo que mi poesía
nunca va a poder deshacerse de esa metafísica de lo elemental,
de hablar sobre cuatro o cinco instancias capitales de la
existencia. No escribo desde lo alegórico o desde lo coloquial o
anecdótico…, no soy yo en ese terreno.
11 — ¿Qué opinión te merecen las poéticas del indio
Rabindranath Tagore (1861-1941), la española Rosalía de Castro
(1837-1885) y el salvadoreño, ya por vos mencionado, Roque
Dalton (1935-1975)?
CC —
La pregunta, Rolando, parece conectar con el eclecticismo de mis
lecturas. Soy un lector omnívoro. Lo aparentemente disímil suele
tener un sutil vaso comunicante en el universo del arte. La de
Tagore es inmensa, oceánicamente espiritual. Me produce cierto
vértigo esta característica de su poética, algo parecido me
sucede con Whitman. Es algo maravilloso que yo no sabría hacer:
hilar largamente un texto en base al decurso de un sentimiento,
por ejemplo el amor imposible o la nostalgia de la infancia.
Comparando a los tres, si tuviera que elegir, presiento que
envejeceré acercándome cada vez más a los ecos de Rosalía, a su
poética que vino a engendrar parte de la moderna poesía española
de fines del siglo XIX proyectándose hacia principios del XX
(más allá de llevar ese estandarte de la belleza de la lengua
gallega). Símbolo y “saudade” hay en Rosalía de Castro, en ese
canto a la tierra, en el eco pueblerino de su carnadura, en la
alegoría velada de sus
rumores de mar y de sus lutos. Roque Dalton, por su parte, es la
justa medida de su tiempo. Hoy nadie podría escribir como él sin
sonar a hueco o falso donde él sonaba admirablemente: y esos
tañires nerudianos…; hace un rato hablé de “Desnuda” (texto
inevitablemente evocado en mis
“Desnudos”), quizás
uno de los poemas más bellos de su obra.
12 —
Hablemos de la poesía que irrumpe y se va estableciendo en el
siglo actual. ¿Qué es lo que ves, qué autores te seducen y a
cuáles resistís?
CC —
En mi etapa formativa el neobarroco era una especie de evangelio
canónico, hoy superado por las nuevas generaciones. Se ven cada
vez más poetas jóvenes que redescubren el objetivismo, la
posibilidad de dotar de contenido poético a la realidad más
prosaica y externa. Claro que esta suerte de “varita mágica” del
poema no siempre funciona bien ni siempre sus resultados son
óptimos. Advierto poetas jóvenes que escriben cosas interesantes
aunque demasiado parecidas entre sí, cuesta encontrar una voz
destacada y única. Es posible que las nuevas poéticas, desde el
discurso, tengan que ajustar su postura acerca del posmodernismo
como realidad que atraviesa la época, si se escribe “desde” o
“contra” la muerte del significado. Hasta ahí mis resistencias.
En cuanto a autores nuevos que me seduzcan, me voy a limitar a
nombrar a alguien que, aunque muerto, es el más contemporáneo de
todos y que podría considerar como el “padre literario” de los
poetas de la generación posterior a la mía: el chileno Roberto
Bolaño. Aunque falta perspectiva temporal en estas afirmaciones.
Carlos Cúccaro con los poetas Gladys Barbosa Ehraije y Horacio
Preler
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13 — ¿De qué modo no te das por vencido con un poema que
no termina de conformarte? ¿Recordás en este sentido alguna
curiosidad que te haya ocurrido?
CC —
Soy un obsesivo de la reescritura. Para mí un poema está en
constante proceso de ser reescrito. El punto final de un texto
es una decisión que termina por mostrar un estadio de la obra,
que se torna así fluctuante, maleable, quizás peligrosamente
maleable. Trato, consciente o inconscientemente, de aplicar
criterios de composición sistemática, tomados prestados a la
plástica en mi poesía, que tienen que ver con el equilibrio de
“tonos” y la necesidad de que “el ojo” —en este caso— del que
lee, recorra toda la composición para ir a desaguar precisamente
en ese punto de conjunción del poema. Esa culminación conceptual
—enmascarada o no— que todo poema tiene. Hay, claro, previsibles
anécdotas acerca de textos interminables, por ejemplo haberme
presentado a retirar un premio con una versión totalmente
disímil de la premiada ya que el proceso de corrección había
avanzado incontrolablemente. Leo en cualquier sitio, pero no
escribo en otro sitio que en mi casa, no me inspiran los
hoteles, los trenes o los bares. Amo el silencio como
complemento necesario para que fluya lo que hay que decir.
14 — ¿Qué da a conocer el arte? ¿Cómo acceder a lo
desconocido? ¿Qué escritores te iluminan —acaso hoy, más que
ayer— en esa dirección?
CC —
La primera pregunta está íntimamente ligada con la segunda. El
arte nos pasea por senderos desconocidos, por otras dimensiones
de lo humano. Por obsesiones, miedos y profundidades de lo
innominado. Trato de leer autores que hayan atravesado los
rigores de este proceso y hayan logrado superar la barrera de la
incomunicación que acecha siempre en todo objeto artístico. Y si
no lo lograron, analizar las causas posibles. Me iluminan los de
siempre. Quizás hoy más que ayer los de siempre: los clásicos.
Los probados en la ardua tarea de plasmarse en la obra. No soy
de leer mucho las “novedades” literarias ni a los autores de
moda. Si estás angustiado por no poder comunicar, siempre es
bueno volver, como si se tratara de un oasis, a Miguel de
Cervantes, o a Jorge Luis Borges, o a Shakespeare: releerlos y
volver a nutrirse en ellos, sin que haya otros secretos.
Carlos Cúccaro con la poeta Gladys Cepeda
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15 — ¿Cómo te llevás con la niebla o la bruma, y cómo con
los relámpagos y los rayos? ¿Cómo con las heladas, la canícula,
el viento huracanado?
CC —
La bruma y la niebla me dan una inexplicable sensación de
pertenencia, que asocio, claro está, con inviernos a los que se
resiste por medio de la lumbre, el humo del tabaco, el vino… La
poesía y la música se oyen mejor en un entorno de niebla y de
bruma. Los relámpagos y los rayos no tienen tal virtud pero
suelen ser necesarios para equilibrar y limpiar. Las heladas,
tanto como la bruma, son para vivirlas en los refugios, al igual
que el viento huracanado. La canícula suele desatar mi lado
hedonista, no sufro el calor y lo percibo siempre como una
atmósfera de liberación de las represiones de la gente, las
chicas con la desnudez a flor de piel, la sombra refrescante y
el sol en un vitalista diálogo de intensidades…; en verano todo
es más frívolo, más deliciosamente mundano.
Carlos Cúccaro con Héctor J. Belecco
16 — ¿Con cuáles de las siguientes consideraciones te
sentís más próximo?: 1)
Umberto Eco:
“Yo definiría el efecto poético como la capacidad que exhibe un
texto para continuar generando lecturas diferentes, sin ser
consumido nunca por completo.” 2)
Kato Molinari: “La poesía
es un estado impreciso, intenso y sobre todo propicio.” 3)
Hugo Gola: “En un
instante de inspiración o gracia, o como quiera llamársele, que
viene más allá del lenguaje y que no tiene que ver con él, las
palabras comienzan a ordenarse, a organizarse para crear una
forma. El poema es esa forma.”
CC —
De las tres, la de Eco, sin duda. Tal como te dije recién, la
obra no termina de escribirse nunca. Ese concepto de “apertura”
de la obra me induce a recrearla y profundizarla como un todo
cambiante, proceso que va direccionado hacia el gran actor: el
lector. El lector que “es” porque lee, retomando una idea de
Ricardo Piglia sobre Robinson Crusoe leyendo la Biblia en un
ensayo imperdible: “El
último lector”. Con respecto a la “inspiración” no la
concibo tanto como un “estado de gracia” sino más bien como un
instante de ruptura entre lo consciente y lo inconsciente.
Tendríamos entonces que la inspiración no sería tal, sino que se
trataría de un proceso auto exploratorio del autor que podría,
inclusive, sistematizarse a fondo en caso de considerarlo
necesario (y me acuerdo de los juegos “paranoico-críticos” de
Salvador Dalí). Hay veces en que el mensaje poético se encuentra
distante, muy distante, de la forma, que se resiste, y el poeta
está llamado a vencer esa resistencia y a crear los atajos
necesarios. En los pliegues de todo ese proceso subyace el acto
de la creación.
17 —
¿Tenés, has tenido sobrenombres, apodos, hipocorísticos…? ¿Te
agradan, te agradaban?
¿Les has
puesto sobrenombres a algunas personas?
CC —
Siempre me han llamado por mi nombre de pila; mi primer nombre
es Carlos y mi segundo nombre, Juan. Mi padre se llamaba Juan
Carlos y supongo que me bautizó con el orden de los nombres a la
inversa para darme cierta identidad propia. Él era empleado
público y un “peronista de Perón” sin nada de fanatismo, de
aquellos cuyas infancias transcurrieron durante el primer
peronismo, y que para muchos de ellos no meterse en política y
ser peronista era casi lo mismo. Sé que Carlos es por Gardel y
Juan por Perón. Volviendo a los sobrenombres, estimo que no he
sido considerado un sujeto interesante para bautizarme con
ellos, y menos con aquellos derivados de animales, juegos
cacofónicos, características físicas… Recuerdo que hace poco leí
un artículo atractivo sobre los apodos de los presidentes
argentinos. Convengamos que tenemos un pueblo con un talento
especial para esto. Otra cosa no se puede decir del ingenio
colectivo que bautizó a José Félix Uriburu, nuestro primer
presidente
de facto, como
“Las ocho y veinte”, por el dibujo que en su rostro trazaban sus
bigotes…: creatividad popular en estado puro. No soy de colocar
sobrenombres. Me encantan, eso sí, algunos nombres ficcionales
como “Juntacadáveres” o “El Rufián Melancólico”, por ejemplo.
Carlos Cúccaro con Ema Fernanda Vilches
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18 — Rodolfo Walsh supo aludir a sus
“perplejidades íntimas”.
Las habrás advertido, detectado. ¿Compartirás alguna con
nosotros?
CC —
En ese sentido yo hablaría de la finitud, la íntima angustia,
unamuniana, de que en algún momento este conglomerado de
recuerdos, sentimientos, ideas, apetitos, goces, miedos y tantas
otras cosas que constituyen mi conciencia, ese todo, algún día
dejará de ser, para diluir mi “yo” y dispersarse en la nada.
Quizás se la pueda catalogar de “íntima” puesto que casi no
hablo de esto, pero juego con insistencia en torno a
especulaciones cercanas al
“dato capital de la
muerte” (como escribiera Macedonio Fernández) y sus
conjeturas de inexistencia y existencia. Esa sería una de mis
“perplejidades íntimas”, o como diría yo —un poco bromeando—, mi
“dasein” poético. Una problemática a la que no me refiero
específicamente pero que sí aludo de manera constante en mi
cotidianidad y —fundamentalmente— en mi obra. No sé si, en el
fondo, mi obra trata sobre otra cosa.
19 — ¿Hay postres, guisos, sopas, comidas de tu niñez o
adolescencia que te encantaban y que sin embargo, por alguna
buena o inexistente razón, no hayas vuelto a comer?
CC —
Me gusta cocinar y cada tanto trato de hacer un “revival” de
ciertas salsas que mi madre me preparaba en la niñez. No
obstante, en mi adolescencia y primera juventud maltraté
bastante el cuerpo, así que ahora cuido mi función hepática y no
pruebo casi el alcohol, por ejemplo, salvo en circunstancias
excepcionales; como dije antes, el tabaco es el único “inocente”
vicio que me queda. De vez en cuando, por una cuestión de
herencia,
practico con alguna buena salsa italiana (una “putanesca”, con
anchoas y especias, una “scarparo”). No he vuelto a probar
algunas joyas de la cocina materna como el pescado al horno
gratinado, que a mí nunca me saldría con ese justo equilibrio de
sabores.
Carlos Cúccaro con el escritor Ricardo Rubio
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20 — Fuera del área de lo artístico, ¿a quiénes admirás?
CC —
Podríamos decir que la admiración es ese sentimiento de
acercarse, a través de algo o de alguien, a lo inefable. Por
debajo del amor y por encima del afecto (aunque muchas veces
complementaria con ellos), la admiración es la comprensión de
que se puede franquear lo que el mundo tiene de mediocre, y
encarnar la idea de trascendencia en una persona, en una obra,
en un ideario, en un estilo. Ya hace tiempo que dejé de admirar
a personajes históricos o referentes ideológicos de los cuales
sólo queda en pie, para mi punto de vista, su analizable costado
humano, contradictorio y (obviamente) literario. Fuera de lo
artístico quizás admire a un puñado de seres que también son
artistas en lo suyo: algunos anónimos laburantes, a mi hija en
lo lúdico de su inocencia, a mi mujer por apuntalar
consecuentemente a lo largo de estos años a un tipo difícil como
yo.
Carlos Cúccaro con Ana María Garro y Ricardo Rubio, en 2001
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Carlos Cúccaro
selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
No estamos
solos.
Está
esa insidiosa luz
que
se cuela
entre
los dedos.
No estamos
ni olvidados
ni
ocultos.
Está
el ansia.
Esa incertidumbre
que acecha
como
una araña
verde.
Y que
nos hace imaginar
que somos libres,
mientras
los ojos
se
nos secan.
(de “Blues”)
*
Telekinesis
del
caos.
No hay puntos fijos
para
no caer.
Ni canciones nuevas.
Ni relojes.
Comprensión
de la duda.
La belleza
y
el odio
son
una
misma
torre.
(de “Luciflor o la sangre”)
*
Circo carnal.
Eso es lo turbio
y lo quemante.
Circo carnal.
Deslinde peligroso
de
este juego
de luna y de cerveza.
Soy tu cuerpo.
Soy la mano carmesí.
Soy la daga-lobo.
Soy la miel en tu boca.
La soledad de todos
ha llegado al límite.
(de “Tharsis”)
*
“PAISAJE EN LLAMAS”
Herido de inexistencia,
Dios
colgando
en el abismo
como
una orquídea de fuego.
La tarde calurosa
muriendo
en ecos
de música negra.
Los cuerpos desnudos y terribles
cayendo
entrelazados
en el túnel
de la ferocidad sin nombre.
Cámara lenta
que muestra
formas
danzantes
y furtivas.
Todo se desencadena
absurdamente
en la Gran Ciudad,
donde
vos y yo
permanecemos boca sobre boca,
perdidos
en
la sombra vertical
que nos oculta.
Sembradío de luces.
Vómito de estrellas.
(de “Los árboles del abismo”)
*
Sobre la ruta,
el sonido
de la realidad,
como
un arco iris venenoso.
El poema en el aire.
Flotando,
entre
la horizontal planicie de tus ojos
y tu sombrero
de princesa.
El poema perdido.
El que no diré nunca.
(de “Los árboles del abismo”)
*
Un país
desconocido.
Una catedral
en
tinieblas.
A lo lejos,
un faro
y
un muelle.
La madrugada
y
su vapor
de
otoño
acariciando
la piel
de
los ahorcados.
Un país
desconocido.
Escena
de
un no-tiempo
que
lo explica
todo.
(de “Desnudos”)
*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las
ciudades de Azul y Buenos Aires, distantes entre sí unos 300
kilómetros, Carlos Cúccaro y Rolando Revagliatti, 2016.
http://www.revagliatti.com.ar/030331.html
http://www.revagliatti.com.ar/070713_cuccaro.html
http://www.revagliatti.com.ar/000600.html
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