Fabián Soberón: sus respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Fabián Soberón
nació el 18 de junio de 1973 en la ciudad de Juan Bautista
Alberdi, provincia de Tucumán, República Argentina, y reside en
la ciudad de Yerba Buena, en el aglomerado urbano San Miguel de
Tucumán. Es Licenciado en Artes Plásticas y Técnico en
Sonorización por la Facultad de Artes de la Universidad Nacional
de Tucumán. Se desempeña como Profesor en Teoría y Estética del
Cine en la Escuela Universitaria de Cine y como Profesor en
Comunicación Audiovisual y Comunicación Visual Gráfica en la
Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, en la que ha sido
Profesor de Historia de la Música. En 2014 obtuvo la Beca
Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las
Artes. Colaboraciones suyas se difunden en publicaciones
nacionales e internacionales. Integra las antologías “Poesía
joven del Noroeste Argentino” (compilada por Santiago
Sylvester, 2008),
“Narradores de Tucumán” (compilada por Jorge Estrella, 2015)
y “Nuestra última
Navidad” (compilada por Cristina Civale, 2017), así como el
diccionario monográfico
“La Cultura en el Tucumán del Bicentenario” de Roberto
Espinosa (2017). Fue traducido parcialmente al portugués, al
francés y al inglés. Presentó algunos de sus libros en
universidades y otros espacios de Puerto Rico, Estados Unidos,
España, Francia, Alemania y Suecia. Libros publicados: la novela
“La conferencia de Einstein” (1ª edición en 2006; 2ª
edición en 2013); en el género relatos: “Vidas breves”
(2007) y “El instante” (2011); en el género crónicas:
“Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez” (2013),
“Ciudades escritas. Crónicas desde EEUU” (2015) y
“Cosmópolis. Retratos de Nueva York” (2017); y el volumen
“30 entrevistas” (2017).
Fabián Soberón - Foto de Pablo Masino
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1 — ¿Comenzamos transcribiendo algún breve tramo de tu libro
“Mamá…”?
FS
— “Qué
es la infancia, me pregunto sentado frente a los árboles helados
y raquíticos del jardín de la madurez.
La infancia se parece a una calle por la que pasé y que ahora no
está, a una vereda en la que me detuve y que ahora está borrada,
a un árbol que me dio cobijo y que ahora es una sombra de ramas,
a una cara que alguna vez miré y que ahora no encuentro.”
Con su padre, su
abuelo José Soberón, su abuelo Juan Rodríguez, su madre, su tía
Amalia, su tía Marta, su abuela Ñata, su tío Roberto, etc.
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2 — Tu infancia, entonces. Tus recuerdos.
FS — Nací en junio del 73. Mi hermano José en
febrero de 1978. Nos llevamos 4 años y un poco más. Yo viví mis
primeros años en la calle polvorienta a tres cuadras del centro
de Juan Bautista Alberdi. Mi hermano nació en una casa del
barrio Escaba, al lado de la ruta que lleva al Badén y a los
imborrables cerros que lindan con La Cocha.
No tengo recuerdos nítidos de la casa en la calle de
tierra. Mis primeros recuerdos claros son de la casa del barrio.
La bicicleta roja y diminuta, las caídas repetidas, las
corridas, los juguetes: todo eso es una moneda esplendorosa que
se enciende en el barrio Escaba.
Mi mamá nos cuidaba con mucho esmero, con enorme
dedicación. Mi papá trabajaba mucho y a veces no paraba de noche
en la casa.
Tengo conmigo, ahora, el Citroën estacionado en el garaje
estrecho. Yo me paraba en la puerta y contemplaba sus curiosas
curvas, sus faros pequeños como insectos de vidrio, su blanca
chapa inmaculada. El Citroën era un símbolo inseparable de mi
padre, de sus horas afuera, de sus partidas repentinas e
inesperadas. El auto estaba unas pocas horas en el garaje,
parado, y al poco tiempo mi padre partía de nuevo. Después supe
que trabajaba en doble turno y que el rumbo de su vida estaba
marcado por los ingenios.
Ya sea por el esfuerzo de mi padre o por la abnegación de mi
mamá, nunca nos faltó nada. La heladera estaba repleta,
desbordante, llena de fiambres, quesos, frutas y alimentos. Las
fetas de queso se salían de la puerta y el kilo de dulce de
batata resplandecía con la luz penumbrosa de la heladera.
Mi mamá ya había alcanzado una muy buena relación con mis tías
Marta y Amalia. De modo que las visitas a la casa de mis abuelos
eran auspiciosas y frecuentes.
Cuando yo iba al cuarto grado en la escuela Normal de J. B.
Alberdi, mi mamá y mis tías (ellas participaban mucho en los
asuntos educativos) eligieron enviarme a un colegio privado de
Concepción. Esa medida significó un cambio importante para
todos. Algunos padres los criticaron por mandarme a una escuela
ubicada lejos de casa. Pero pronto se vio que la medida había
sido acertada. No sólo trajo una mejoría en mi rendimiento
escolar sino que también me obligó a viajar solo y a vincularme
con otras personas. Para un niño de diez años fue un cambio
drástico y creo que, de alguna manera, significó un paso
adelante en el crecimiento.
Mi mamá pasaba sola muchas horas en casa. Mi hermano era muy
pequeño y la única compañía “mayor” era yo. Mi mamá tenía, por
esos años, unas pocas amigas. Sus horas estaban dedicadas, en su
mayor parte, al trabajo y a la crianza de los hijos.
Eventualmente, tomaba cursos y asistía a la iglesia evangélica
que estaba cerca de casa.
El barrio Escaba era enorme. Al menos lo era para los ojos de un
niño. Tenía una plaza central y unas pocas calles pavimentadas.
En la plazoleta los chicos habían instalado una improvisada
cancha de fútbol. También había un canal que solía llenarse de
agua y barro con las lluvias de verano. Al frente de mi cuadra
había un baldío. Allí, en otoño, solíamos remontar barriletes.
Mi mamá hacía las veces de esmerada secretaria: cuando el viento
arreciaba tomaba los hilos y conducía el barrilete para evitar
que se lo llevara al infinito.
Por las siestas mi mamá iba a su trabajo en la Escuela de
Manualidades. Mi papá, ya dije, casi no estaba.
No sé en qué momento la relación entre ellos se arruinó. No
puedo identificar el instante. Supongo que no hubo un instante
preciso. Las relaciones entre las personas se construyen en el
tiempo y la vida es un río caudaloso cuyo centro se mantiene
oculto.
Mis padres empezaron a llevarse mal. Pero de eso nos enteramos
mucho después mi hermano y yo. Lo supimos casi al mismo tiempo
que llegó la separación. Supongo que el malestar fue como un río
subterráneo que absorbió sus vidas sin que ellos fueran
conscientes del todo.
Nunca los escuché discutir. No recuerdo ninguna voz alterada,
ningún grito. No hubo en los años de mi niñez ninguna reyerta,
ningún encono.
No participé jamás en sus conversaciones.
Fabián Soberón con Amalia Soberón, su tía, Orlando Soberón, su
padre, y Soledad Rodríguez, su madre
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Fabián Soberón con Roberto Soberón, su tío, Amalia Soberón, su
tía, Orlando Soberón, su padre, y Soledad Rodríguez, su madre
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3 — José, tu hermano. Tu hermano y vos.
FS — Pasé por sucesivas escuelas primarias. La
última fue el Instituto Vocacional Concepción, un módico y
esmerado colegio burgués, ubicado a treinta kilómetros de mi
pueblo, en Concepción, una ciudad pequeña con pretensiones de
grandeza. Después de un año de viajar solo a Concepción, mi
hermano ingresó a la escuela primaria. Y lo mandaron al mismo
Instituto. Entonces, él también empezó a viajar. A partir de ese
momento yo no vi solo las vacas, los autos chocados, los
vendedores ambulantes y las motos peligrosas. A partir de ese
día, las vi con la feliz compañía de mi hermano José.
Caminábamos por la ruta hasta la parada del ómnibus. Esperábamos
unos quince minutos conversando con los ocasionales pasajeros y
nos subíamos al expreso directo a la Perla del sur. La mayor
parte de las veces, nuestro viaje era tranquilo y yo me sentía
el custodio de mi pequeño hermano. En ese entonces él tenía sólo
6 años y yo 11.
Desde mis primeros años de vida, me gustó inventar artificios
con el lenguaje. Imaginaba palabras y solía colocar motes
extraños a las cosas. Esos juegos eran azarosos e inconscientes.
No había nada premeditado. Cuando él empezó a viajar conmigo,
por amor, por un cariño inusual, solía inventar palabras para
que él se riera. Un día, le inventé un apodo. Se me ocurrió un
sonido, algo que asociaba con su sonrisa o con su pequeña nariz
blanca. Esa palabra fue Guirú.
No encuentro una razón para ese apodo. No sé cuál fue su origen.
Sólo lo dije y a partir de ese momento quedó como una seña entre
nosotros.
Durante los primeros meses de colegio, mi hermano no entendía
las palabras escritas. A mí se me ocurrió leer en voz alta,
delante de él, las palabras de la miríada de carteles que había
en el camino. Era una forma de entretenimiento. Cada vez que
pasábamos frente a una palabra escrita con letras enormes yo le
decía que ese cartel decía Guirú. Al principio, mi hermano me
creyó.
Cuando el año promediaba y él aprendía los rudimentos de la
lectura, empezó a desconfiar. Aún hoy recuerdo el momento en que
se dio la vuelta, me miró extrañado y me dijo que era un
mentiroso. Era evidente: él había empezado a entender el sentido
de las palabras.
A partir de ese día, tuve que inventar otras palabras y tuve que
dedicarme a otros juegos. Olvidé el truco con los carteles y me
dediqué a hacerle cosquillas debajo de las sábanas como si fuera
un tiburón hambriento que rozaba sus costillas en el fondo del
mar.
Con María Belén
Corso, Jula Castro, Guillermo Fernández, Ces Le Mhyte, Raquel
Jaduszliwer, etc., en 2017
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4 — Concepción, Alberdi, esas ciudades-pueblo de tu provincia
norteña. Y en ellas tu adolescencia. Es en una revista
electrónica donde te han publicado un texto sobre esa etapa. ¿Lo
reproducimos?...
FS — “Concepción no es una ciudad. Es el orbe
mínimo y precioso del pasado que guarda una parte de eso que se
esfuma para siempre. El pasado siempre deja de ser. Es una bruma
lenta que se pierde y que deja la estela difusa de algo que
alguna vez vivimos. Y Concepción, la ciudad, es una parte del
pasado y es un cofre que guarda los olores de eso que tiende a
desaparecer. Yo mismo me ocupo de que ese orden parezca real y
cierto. La memoria insiste con algo irrecuperable. Por eso
inventa: para tener cerca el oasis de lo que ya no está.
Hay escenarios insoslayables: el terraplén, el boliche
Madrás, el colegio Nuestra Señora de la Consolación, la plaza
principal, el patio amplio y alto de la Escuela Técnica, la
vieja terminal de ómnibus. Todos los espacios contienen
fantasmas tímidos, evocan y crean personajes que ya no existen
en su materialidad pero que fulguran como pelusas o caricias,
profusas nubes que vuelan en el ayer.
Los lugares que mencioné contienen formas de la invención.
Pienso en la terminal de ómnibus: ese lugar mínimo implicaba
para mí la llegada a la ciudad pero también la partida. Era el
terreno de la expectativa, de la ansiedad manifiesta. Ahí
bajaba, a veces, para ir a la Escuela Técnica. Ahí vi, por
primera vez, un disco de Yes, en la disquería que estaba al lado
de la terminal. Y fue el inicio de una pasión y de un deseo. Yo
quería ser disc jockey. Y ese deseo sólo existía en mi
imaginación. Pero ahora que los años han pasado, ese deseo ha
quedado adosado a un lugar que ya no existe. La terminal guarda
una forma del deseo y de la decepción: eso que alguna vez quise
ser y que ya no soy y que no seré. Y esa luz tenue hoy sólo
existe como recuerdo, como una pura evocación. Sin embargo, esa
es la única forma de que exista el pasado.
Cuando subía al ómnibus para regresar a Alberdi, mi pueblo de
nacimiento, esperaba con mucha ansiedad que subiera el vendedor
de facturas. Era Daniel. El aroma dulce y la crema dorada de las
facturas significaban una entrada al breve paraíso del sabor.
Estas nubes como recuerdos ayudan a conformar ese orbe huidizo
que es el pasado. Y el pasado como orden creado arma el
laberinto de la vida. Todos le contamos la vida a alguien y nos
la contamos a nosotros mismos.
¿Cuántas veces habré cruzado la plaza principal? ¿Cuántas veces
habré sentido que el mundo no tiene sentido? Albert Camus dice
que el verdadero problema filosófico es saber si la vida tiene o
no tiene sentido de ser vivida. El que fui sintió la náusea, esa
desazón estéril, pero sin saber que había un problema filosófico
detrás. Yo crucé cientos de veces la plaza y miré cientos de
veces los altos árboles y las veredas ásperas y nunca supe que
lo que sentía era un sentimiento similar al que motivó a Camus a
pensar El mito de Sísifo. La mera plaza no era solo un
rectángulo de piedra con sus árboles, sus pasadizos personales y
sus bancos insaciables. La plaza esconde, para mí, la larga
noche de la desolación filosófica. Yo no sabía en esos días que
la plaza contenía, subrepticia, mis estudios de filosofía. Eso
tienen de maravilloso el pasado y los lugares del pasado: nadie
sabe lo que vendrá.
En el rectángulo imposible de la plaza pensé por primera vez que
quería dedicarme a hacer radio. Y allí, entonces, surgió la idea
de escribir un guión. En la plaza está escondido, de alguna
manera, mi destino de escritor.
El terraplén es un atalaya, un punto fijo desde el que se
configura una visión móvil de la realidad. Desde ahí podía ver
la ciudad pero desde otro punto de vista. La ciudad es otra y la
misma desde el terraplén. También significaba el límite de la
ciudad de Concepción: desde ahí podía ver los campos sembrados:
el retorno al mundo rural. Yo venía del campo. Alberdi era,
sobre todo, la puesta en escena del campo. Es cierto que tiene
su plaza vieja, sus barrios perdidos, su plaza lustrosa con la
gruesa cabeza de Alberdi, esa pesada bola de mármol. Pero en
aquel entonces el pueblo era para mí el conjunto lento y
melancólico de esa infancia que quería dejar lo más rápido
posible.
Cuando era adolescente, cuando cursaba en la Escuela Técnica, yo
quería abandonar la infancia: quería olvidarla. Ahora, a los
cuarenta, quisiera volver a los años irrecuperables, como si la
infancia fuese la verdadera estancia, la única posible, de un
breve paraíso. Aún suenan las corridas en las calles de tierra,
las vueltas en la bicicleta, antes de las muchas muertes de la
familia, esas corridas que ignoraban las tragedias venideras, y
esos instantes clavados en un punto fijo del recuerdo. Esos
instantes son la imagen inmóvil de un paraíso. Y si nada se
mueve, el retorno es imposible.
Yo quería ser dibujante en un estudio de cine de animación, como
los dibujantes que hicieron Metegol, la película de Campanella.
No había una escuela así en Alberdi. Entonces entré a la Escuela
Técnica. La Escuela es el amplio patio rojo, las corridas en los
recreos, el bullicio interminable, el techo alto, inalcanzable.
La Técnica es el taller largo, cerrado, ruidoso, las palabras de
los profesores, la alegría insípida de los compañeros, las
primeras conversaciones sobre sexo.
Cuando tocaban el timbre salíamos al recreo. Y algunos
compañeros eran humildes y no tenían para el sándwich. Yo sentía
pena por ellos. Yo no provenía de una familia adinerada; sin
embargo, tenía para el refrigerio. En los días de la
adolescencia, las diferencias de dinero se acentúan y son marcas
en los cuerpos. Salíamos al pasillo que lleva al bar y corríamos
a comprar un sándwich. Yo compraba dos. Uno para mí y otro para
que se repartieran entre los compañeros. Había algunos que
escupían su sándwich para evitar que los otros le pidieran. Era
un gesto típico.
Yo devoraba el sándwich de salame y me perdía en algún rincón
del patio a comer solo. Después aparecía Uruaga o Zelaya y
hablábamos de dibujo artístico, de los comics que él leía.
Zelaya siempre tenía alguna novedad musical. Un día vimos por
primera vez la tapa del primer disco de Pink Floyd, ese disco
con Syd Barrett, el músico que se perdió en la locura.
Syd Barrett nos seducía porque había fundado “la banda” y
después la había abandonado. Creo que sigue siendo un enigma
para mí: un personaje que funda un grupo hermético y que después
se va, antes del eclipse, antes de la luz ciega que lo haría
brillar. Syd renuncia al éxito, uno de los mitos de la sociedad
contemporánea. A la vez, en él reverberan las capas mutantes del
artista romántico: es el perdido por la droga, el excéntrico que
abandona la luna y elige la noche.
Nos pasábamos horas repitiendo los ruidos de los discos. Los
recreos funcionaban como un laboratorio de lo que queríamos
hacer.
Syd Barrett es la cifra de una época, es el símbolo de una idea
del rock y de las cosas. Antes del heavy metal y del futuro,
estuvo Syd Barrett, como una especie de anticipación rockera de
dos íconos: Artaud y Rimbaud. A ellos los abandoné después.
Pero esa es otra historia.”
Fabián Soberón - Foto Renan Arango
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5 — Entiendo —por un extenso texto que me has proporcionado— que
estás en proceso de escritura de un volumen autobiográfico. ¿Qué
tal si damos a conocer lo que fuiste sondeando a propósito de tu
ingreso a la cuarta década…?
FB — “En junio de
2013, cumplo cuarenta años. No entro en una crisis. Pero sí
reconozco que veo las cosas (o empiezo a verlas) de otra manera.
No sé si esto tiene que ver con los cuarenta. Tal vez, no. Hace
unos años, cuando leía Habla, memoria, de Nabokov, me
molestaba que Nabokov hubiera narrado su “vida” hasta los
cuarenta, más o menos. Tenía ganas de seguir leyendo el pasado.
Hoy, después de muchos años de lectura de ese libro, creo que ha
sido acertado. Hasta los cuarenta (o cincuenta o treinta y
cinco, no sé) se cumple una etapa. Hay algo que se perfila
diferente en el futuro, algo se modifica en la perspectiva de
ver el pasado. Quizás no tenga que ver con la edad,
específicamente. Tal vez tenga relación, en mi caso, con que
tengo dos hijos, una casa que mantener, algunos libros escritos,
un trabajo sistemático. Las pretensiones ingenuas, tibias de
experimentalismo y vanguardismo han quedado atrás. Siguen
presentes (y creo que seguirán) mi idea de una búsqueda estética
permanente, una exploración estética imparable. Pero cierta idea
ingenua, estrafalaria y decadente de la primera juventud ha
quedado atrás. Pero no por capricho o fea mirada burguesa sino
por una imposibilidad material, experiencial. Ya no puedo salir
de noche todos los días. Ni quedarme hasta las seis de la
madrugada hablando de Shakespeare o de Borges con los muchachos
aprendices de poetas. Pero sí puedo seguir leyendo a Nabokov,
Ford, Carver, Chejov, y a cualquiera, en el rojo sillón de mi
casa. Mi idea de la confrontación estética, de la ruptura, no la
comparto en el fogón de la esquina sino que la elaboro en el
amplio silencio del living, después de que mis hijos se han
dormido. En este sentido, hay un pasado irrecuperable. O mejor,
ese pasado ya puede convertirse en literatura, ya es inmediata
posibilidad de escritura.
Cuando tenía veinte años, no tenía pasado. Hoy tengo pasado. Es
decir, tengo el pasado como material irrenunciable para la
escritura. Y en ese sentido, los cuarenta no abren una crisis
sino una perspectiva diferente. Tal vez por eso escribí la
crónica de mi mamá. Tal vez por eso escribí mi velada
autobiografía.”
Fabián Soberón - Foto Fredy Heer
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Fabián Soberón con Jorge Consiglio en 2016
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Fabián Soberón con Tobias Wolff en 2014
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6 — Estás a dos materias de obtener el título de Licenciado en
Filosofía. Y el tema de tu tesis es “Kafka y los rostros del
poder”.
FS — La filosofía es una disciplina que atraviesa
mis escritos. No es una materia que dependa del avatar
académico. En todo caso, me parece que las lecturas de filósofos
han sido una cuestión vital para mí. Supongo que estoy en la
larga lista de los que se dedican a la reflexión y al
pensamiento. Uno de los primeros libros que leí y que decidieron
mi interés por la escritura y el pensamiento fue “Más allá
del bien y del mal”, de Friedrich Nietzsche, junto con un
libro de Jean Piaget. Nietzsche me atrapaba por su capacidad
para compactar la reflexión, por su devoción por la tempestad.
Yo busqué, desde mis primeros textos antojadizos y malogrados,
la síntesis y el rayo de Nietzsche. En todo caso, empecé con
Nietzsche mi lectura de la historia de la filosofía, y esa fue
una forma de invertir a Platón y de subvertir la tradición de
lecturas. En Nietzsche, y en Emil Cioran, en Marco Aurelio, en
Epicuro, en Pascal, en Michel de Montaigne, también, en
Heráclito, en Voltaire, me interesaban la combinación de forma y
sentido, argumento y concentración, concepto y precisión de la
palabra. De modo que desde ese inicio a los tropiezos, como un
autodidacta juvenil, estaba la búsqueda dual, polícroma de los
diversos intereses, la polifonía del sonido y el sentido. Aunque
Nietzsche puede considerarse un poeta menor, es un poeta
filósofo, como Dante, como Lucrecio, como Jorge Luis Borges. Y
con ellos se abrió, en mi caso, una mínima tradición para
explorar y para seguir. De esa forma, pude después enfrentarme a
ellos, lidiar con estos poetas para poder desembarazarme de
ellos. Es necesario matar a los padres para convertirse en
escritor.
Por otra parte, he retomado la escritura estrictamente
filosófica con la creación de un heterónimo. Desde hace casi un
año se publica en una revista de Nueva York una columna semanal
con los textos de este heterónimo, cuyo nombre no puedo revelar.
Si lo hiciera, se perdería la fuerza de la heteronomía. En la
creación de un heterónimo encuentro la posibilidad de ser otro y
de quitarme el peso de la identidad, aunque sea por un momento.
Es un placer poder ser otro. La identidad puede ser una cárcel,
puede ser Dinamarca.
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7 — Rememoraste algo de tus clases de dibujo artístico. Añado
que llegaste a participar en una exposición colectiva de
pintura. ¿Volverás a pintar? ¿Qué pintores no podrían estar
ausentes en tu podio?
FB — He vuelto a dibujar en estancias cortas e
intermitentes. El dibujo es clave. Y también la pintura al óleo.
Soy devoto de Rembrandt, de William Turner y de Johannes
Vermeer, entre muchos otros. Cada pintor me interesa por razones
distintas. Voy a citar en extenso al filósofo Arturo Serna. Dice
Serna: “En la pintura “La
bañista”, Rembrandt
se ha demorado en cada uno de los rasgos de la cara, el pelo, el
vestido, el agua turbia, las manos. Pero hay ciertos aspectos de
las cosas y de la piel que se distinguen no por su transparencia
sino por el alto grado de opacidad: más concretamente, esas
cosas entre las cosas están pintadas con un anticipatorio nivel
de abstracción que extraña. Rembrandt ha creado la pintura de la
mancha antes del arte abstracto ruso o norteamericano. En los
pliegues blancos del vestido y en el agua turbia, el pintor
despliega un arte de la mancha, de la textura. Si recortamos el
cuadro, si nos acercamos a las partes del vestido y el agua,
vemos que esas formas han sido tratadas como focos
independientes, como figuras geométricas. Rembrandt tiene un ojo
avizor,
el microscopio de alguien que se anticipa a una mirada del
porvenir. En los centros geométricos de la bañista, el cuadro es
anticipatorio y antirrealista, abstracto: la “bañista” desmorona
la idea del espejo. El encuadre no selecciona la realidad sino
que habilita un centro de invención pura. Para Rembrandt, un
cuadro no es una ventana sino un artificio pictórico, un lugar
para el solaz experimental de la mirada.”
Concuerdo con el filósofo en lo sustancial. Siento que los
pintores me convocan por sus hallazgos pero también por sus
torpezas o por sus intervenciones involuntarias. Estoy seguro de
que Rembrandt no quiso inventar el arte de la mancha. Sin
embargo, lo hizo. Hay ahí una invención involuntaria. De esas
situaciones me nutro para mi escritura y para mi propia utópica
pintura.
Vermeer me interesa por su relación con la cultura flamenca. La
estudiosa Svetlana Alpers (discípula de Ernst Gombrich) sostiene
que la característica central de la pintura holandesa es su
carácter descriptivo. La finalidad descriptiva surgió en una
fuerte cultura visual arraigada en una tradición de técnica y
conocimiento experimental —en oposición a la cultura humanística
italiana que privilegia la matemática como método para entender
la naturaleza— relacionada con el interés espontáneo por la
observación, la cultura de viajes y de mapas, el estudio de la
geografía, las plantas, los cristales, los microscopios y los
telescopios. No es casual que el primer hombre que estudió los
microscopios sea el holandés Anton van Leeuwenhoek. Esta
dedicación a los saberes y a las ciencias ligadas a la vista y a
la óptica, sientan las bases de un arte descriptivo. Vermeer es
una especie de centro que cristaliza los elementos de esta
tradición. Y resulta fascinante “releer” esos rasgos en sus
pinturas.
Alguna vez, un lector me dijo que en mis textos podían leerse
pinturas. Esa opinión me dejó un poco más tranquilo.
Fabián Soberón con Diana Vargas en Nueva York - Foto Renan
Darío Arango
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Fabián Soberón con Edgardo Rodríguez Juliá en San Juan, Puerto
Rico, 2015
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Fabián Soberón - Retrato realizado por Bruno (a los 7 años)
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8 — Fuiste guionista y director de dos filmes documentales
breves: “Hugo Foguet, el latido de una ausencia” (escritor) y
“Ezequiel Linares” (pintor). ¿Prevés otras incursiones? ¿Qué
documentalistas admirás y por qué?
FS — Mi relación con el cine es diversa. Leo con
frecuencia libros sobre historia del cine, documental, cine de
ficción, crítica, análisis estético, etc. Trabajo como profesor
en la Escuela de Cine de la UNT y ahí doy clases de Estética del
cine y de Crítica de cine. Como realizador he producido dos
documentales y estamos escribiendo un guión con dos jóvenes
realizadores. Entre los directores que admiro podría mencionar a
Orson Welles, por su capacidad única de fabulación. Orson Welles
cumple el dictamen de Fernando Pessoa: todo “director” es un
fingidor, podríamos decir. También visito y revisito la
filmografía de Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Yasujiro Ozu, Brian
De Palma, Martin Scorsese, Quentin Tarantino y el húngaro Béla
Tarr, entre otros. No adhiero a una monótona corriente estética.
En todo caso, me interesan los efectos contradictorios que
generan las relaciones entre estéticas opuestas: veo con
fruición el cine de Andréi Tarkovski, quien produce un rechazo
acérrimo de parte de los cultores del cine de acción. Y también
disfruto muchísimo el cine de Tarantino, por ejemplo, quien es
rechazado por el sector más snob de los cinéfilos.
En cuanto a los documentalistas, admiro sobremanera a
Patricio Guzmán y a Andrés Di Tella. Me interesan las piezas
audiovisuales de Di Tella (“La
televisión y yo”, “Fotografías”, “Macedonio Fernández”,
por ejemplo) pero también me interesa su vocación iconoclasta o
su afán por subvertir los parámetros establecidos. Una vez me
dijo que se sentía un escritor fracasado. Creo que el fracaso lo
hizo mejor documentalista. Como cineasta es un escritor
fracasado. Habría que estudiar qué rasgos del escritor aparecen
en sus documentales, qué destellos del fracaso se cuelan en sus
piezas audiovisuales. En el caso de Patricio Guzmán, hay un afán
pictórico que deslumbra y que convierte a sus piezas políticas
en más logradas precisamente porque se salen del objetivo
didáctico. Su relación con el encuadre y con la luz resulta
fascinante. Por ejemplo, en “Nostalgia
de la luz”. Antes que un documental, podría pensarse como
el eco de una pintura de Caravaggio o como una tela de William
Turner. Hay en esa película un cuidado de la luz y del color que
abisma.
Fabián Soberón con Claudia Piñeiro
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Fabián Soberón con Andrea Dicker, Juan Gabriel Vásquez y Gustavo
Cohen Imach
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Fabián Soberón con la escritora francesa Delphine de Vigan en la
ciudad de Buenos Aires
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9 — En tres de tus libros (“Vidas breves”, “Ciudades
escritas. Crónicas
desde EEUU” y “Cosmópolis.
Retratos de Nueva York”) he accedido a poemas de tu autoría.
¿Sólo quedarán en ellos o los incluirás en un poemario?
FS
— Por el momento, no entrarán en un poemario. Sí he escrito
libros de poemas que aún están inéditos. Mi relación con la
poesía es prístina. Está en mi primera lectura de Nietzsche,
Borges y Octavio Paz, y en mis primerizos esbozos rudimentarios.
La poesía no devela verdades ni me conecta con la divinidad. No
persigo esa metafísica de la poesía. Como la filosofía, la
poesía propone preguntas antes que respuestas. La poesía que leo
me ofrece formas indirectas de inquirir en cuestiones cruciales.
En ese sentido, la poesía me permite enfrentar los enigmas. Por
su condición de enigma un enigma es irresoluble. La poesía
verbaliza y piensa los enigmas y ofrece nuevas preguntas. Esta
es una manera de enfrentarlos, de rodearlos, de pensarlos y de
sentirlos. La poesía es la forma literaria de la filosofía. Así
como la filosofía es la forma literaria de ciertas exploraciones
científicas. Y las ciencias, con excepción de las matemáticas y
de una zona de la física, componen las formas filosóficas del
saber.
También he inventado dos heterónimos que escriben poesía. El
primero escribe poemas bíblicos, textos breves que siguen las
historias del Nuevo Testamento. Son textos evocativos o cuasi
narrativos, en algunos casos poemas conjeturales que toman la
voz de Cristo o de Juan o de Mateo. El segundo heterónimo
escribe sonetos. En la forma rígida, preestablecida, este poeta
inventado encuentra la felicidad de la estética clásica. La
medida lo libera del problema moderno de la forma y lo ayuda a
pensar ciertos temas, lo lleva a buscar cómo acomodar los
dilemas metafísicos en el orden preestablecido de los versos
medidos. Los sonetos encaran la relación de la luz con la
oscuridad o el sentido o sinsentido de la vida.
Fabián Soberón con Andrea Castro
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Fabián Soberón con Jorge Consiglio y Luis Chitarroni
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10 — Una obra tuya titulada “Atalaya” obtuvo
una mención en el Premio de Novela Breve de Córdoba, con un
jurado integrado por Tununa Mercado, Perla Suez y Angélica
Gorodischer. Probablemente artículos, crónicas, ensayos,
microficciones, relatos, cuentos… estarán esperando su
oportunidad.
FS
—
Uno de mis mayores defectos es la relación placentera con la
lectura múltiple, con la escritura múltiple. Leo con idéntico
placer e interés divulgación científica, historia de la música,
biografías, ensayo filosófico, novelas, poemas, historia de los
griegos, Herodoto, Dante, Shakespeare, Pessoa, etc. De un modo
más pobre pero igual de obsesivo, escribo varios libros a la vez
y con interés intermitente y saltando como el conejo de Alicia.
Están en el cajón ensayos de mi primer heterónimo, sonetos del
mismo, un libro de poemas bíblicos de otro heterónimo, libros de
cuentos, dos novelitas en curso, crónicas, ensayos, relatos,
entrevistas, novelas inéditas. El único problema es que nadie
sabe cuál es el valor de todo lo guardado. Si al menos una línea
de lo que he escrito escapara del océano arrollador del olvido,
la escritura tendría sentido.
Fabián Soberón con Beatríz Urraca en Filadelfia, Estados Unidos,
2015
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Fabián Soberón con Ana Teresa Toro, Edgardo Rodríguez Juliá,
etc., en Puerto Rico
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Fabián Soberón dictando un Curso Avanzado de Redacción
Periodística
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11 — Entrevistas. Treinta realizadas por vos conformaron un
volumen editado el año pasado por la UNT. Citemos a algunos de
los protagonistas: Juan Martini, Lucía Puenzo, Richard Ford,
Adrián Caetano, Claudia Piñeiro, Tobías Wolff, Luis Chitarroni,
Ana María Shua, Philippe Claudel, Adrián Di Tella, Amelie
Nothomb, Ricardo Piglia, Delphine de Vigan.
FS —
La entrevista es una forma de la crítica. La elección de los
entrevistados implica una toma de partido frente al campo
cultural. A su vez, la entrevista es un género que requiere una
investigación sobre la obra del autor, científico, artista o
músico. El diálogo puede ayudar a que el autor reflexione sobre
su obra. Asimismo, el crítico piensa su oficio y el lugar que
tiene esa obra en el campo y en la trayectoria del autor
considerado. En este sentido, la entrevista es un género que
produce movimientos, desplazamientos, ya que el crítico se ve
obligado a mover las piezas de su ajedrez literario, musical,
científico o artístico. Ya sabemos que el campo cultural es
móvil pero a veces los críticos tienden a momificarlo, a
fijarlo. Estoy convencido de que una de las tareas de la crítica
es revisar permanentemente lo establecido, lo canonizado. ¿Quién
escribe el canon? ¿Con qué fines lo hace? La crítica debe ser
escéptica, debe desconfiar de lo consagrado; algunos críticos
canonizan a los amigos, optan por lo fácil, no piensan sino que
solamente estiran su brazo y ponen sobre la mesa lo que tienen
más cerca. Entiendo que el crítico es un sujeto que incomoda,
que lucha contra lo fijado, lo osificado, lo canonizado. El
crítico es discípulo de Heráclito. Opta por lo móvil y lidia
con lo que fluye y
cambia. Y la entrevista contribuye o puede contribuir con esa
labor. Algunos autores son conscientes de esto, de la condición
bélica de la crítica. Richard Ford, por ejemplo, es combativo,
no es condescendiente. En una de las entrevistas que le hice,
enfrenta mis suposiciones y las discute. Creo que Ford ha visto
en la entrevista un campo de batalla, un espacio de discusión.
Polemos es el principio
de todas las cosas. Delphine de Vigan fue muy abierta
con su experiencia personal, con sus anécdotas privadas. Una
parte de su confesión ha quedado guardada. Me parece que, en
ocasiones, la entrevista se presta para el confesionario. Y hay
un límite que uno debe cuidar. ¿Dónde empieza la crítica? ¿Dónde
se separan la confesión íntima y el agravio moral?
Con Ana
Teresa Toro, Edgardo Rodríguez Juliá, etc., en Festival de la
Palabra, San Juan, Puerto Rico, 2015
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Fabián Soberón con Alfredo Delgado Dip, Clariss Yapur, etc., en
2013
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Fabián Soberón con Jorge Consiglio y Marcelo Damiani
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12 — Dirigiste la revista cultural “Mil trescientos
kilómetros”.
FS —
La dirigí tres años. Fue una experiencia de aprendizaje.
Coordinar una revista implica trabajar desde la crítica y desde
la investigación del campo cultural. Yo formaba parte de un
grupo de entusiastas que quería difundir la cultura del NOA
[Noroeste Argentino] y reivindicar a los antecesores, aquellos
que habían sido nuestros precursores. No por casualidad elegimos
para el dossier del primer número al escritor Hugo Foguet. En mi
caso, hubo, desde el comienzo, una conexión especial con la
novela “Pretérito
perfecto”, de Foguet. Este autor fue, para mí, una
especie de Joyce subtropical. Su novela había logrado lo que yo
quería hacer, por ese entonces, como escritor de ficciones. En
ese sentido, la crítica fue, una vez más, una forma de la
autobiografía. Pensar y escribir sobre la obra de Foguet revela
de modo indirecto mi búsqueda como novelista incipiente, como
autor de ficciones. Escribir sobre Foguet fue empezar a escribir
mi novela futura.
Fabián Soberón con Adrián Savino
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Fabián Soberón con Juan Gabriel Vásquez
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13 —
De la novela “Muerte en el seminario” de P. D. James
transcribo: “…una fascinación por la complejidad de los
baluartes intelectuales que los hombres construían para
protegerse de las mareas del escepticismo.” Fascinación,
baluartes, escepticismo… ¿Qué te promueve lo expuesto en el
encomillado?
FS —
Tengo un corazón escéptico, diría uno de mis personajes.
Suscribo, con prudencia, esta afirmación. Creo que el
escepticismo puede ser un método para conquistar la esperanza.
Esta aparente paradoja no resulta de una verdadera
contradicción. La relación entre duda y esperanza es fundamental
para poder moverme o pensar. Se trata del escepticismo como una
forma de cobertura frente a los malestares o conflictos. El
individuo es débil frente a los avatares de la existencia. El
único instrumento con el que contamos para defendernos es el
pensamiento. Desde el intelecto podemos auscultar la posibilidad
de la caída o del nuevo comienzo. Ahora bien, el amor o la
pasión son los motores de la vida. Pero van más allá de la lupa
de la duda. Están o no están. En ese sentido, no dependen del
pensamiento. Para todo lo demás, es necesario contar con la
evaluación de la reflexión y de la duda. El hombre es el único
animal que tiene futuro. Pera ya sabemos: el futuro es una
ilusión. Nos consumimos en el puro presente. El principal
conflicto se relaciona con la expectativa. Por eso mismo es que
la duda, la reflexión, el pensamiento son herramientas para
relacionarse con lo que viene, con el porvenir. Insisto: veo al
escepticismo como método para llegar al futuro.
Fabián Soberón con Gy Mirano y Eduardo Almirantearena, en
Nueva York, USA, 2015
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Fabián Soberón con Gabriel Bellomo y Máximo Mena
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Fabián Soberón con Santos Vergara e Inés Aráoz
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14 — No (me) parece que hayas incursionado en la dramaturgia.
¿Lo intentaste?... ¿De qué autor teatral te sentís más cercano?
FS —
Cuando era muy joven escribí una obra de teatro en el marco de
una exposición de arte personal. Se trata de un texto que está
inédito. Por entonces escribí otra pieza de teatro, que llegó a
ser puesta en escena por una actriz de la provincia en el marco
de un Festival de Teatro. En ese entonces leía y veía una gran
cantidad de obras de teatro. Supongo que la escribí como una
forma de extender mi devoción por Shakespeare. Ya lo dijo Isak
Dinesen: “Hágase tu
voluntad, William Shakespeare”. El inglés es un dios,
alguien a quien no se puede dejar de admirar. Si uno lo lee en
serio, corre el riesgo de abandonar la escritura. La seducción
de su escritura alarma. He pasado por diferentes etapas con
Shakespeare. Debido a su influencia, estuve a punto de dejar de
escribir. Frente a su modelo, todo lo que uno pueda encarar
resulta superfluo, nimio. Felizmente, ese momento ha pasado. Ya
no escribo teniendo como parámetro a Shakespeare. Diría que
escribo a sus espaldas. Cada tanto, siento la sombra del maestro
y ese reflejo oscuro ya me angustia. En el período de la
escritura de las piezas teatrales, seguí el camino de la mera
emulación. Y lo seguí como escritor de teatro. En contra de lo
que suponen muchos, Shakespeare no fue un novelista fracasado ni
un poeta que narraba: fue un autor de dramas únicos, alguien que
se formó como actor y como autor. Y no nos olvidemos, como dice
Thomas De Quincey, que el oficio de actor era desdeñado en su
tiempo. Shakespeare fue consecuente con su oficio e hizo lo que
aprendió a hacer en el marco de su vida y de su trabajo. A pesar
de la humillación y del oprobio, actuó y escribió más allá de la
moda y de los avatares de su tiempo.
Fabián Soberón con Gabriel Bellomo
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Fabián Soberón con Gabriel Bellomo
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Fabián Soberón dictando un curso
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15 — ¿Mucha garra, mucha suerte, mucha pasta, mucha muñeca o
mucha facha?
FS — El oficio de la escritura está relacionado con el
esfuerzo y con el trabajo. La escritura no es un don divino.
Nada es un don divino. En todo caso, escribir depende menos del
talento que del esfuerzo. Si hay algo que llamamos talento, no
depende de nosotros. El talento está o no está. Y es un plus
diferencial. Pero no es la meta. Lo dice Kafka:
“Hay una meta pero no un
camino. Lo que llamamos camino es vacilación”. La meta es el
texto que lograremos si trabajamos en él. El camino es el
desarrollo de la escritura, de las posibilidades de la
escritura. El camino se vincula, entonces, con las
exploraciones, con las búsquedas que, por supuesto, se
relacionan con la duda y con la vacilación. Esfuerzo y
vacilación, entonces.
Fabián Soberón con Gabriel
Bellomo
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Fabián Soberón con el luthier Carlos Arcieri, en Nueva
York, USA, 2015
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Fabián Soberón con Jorge Consiglio, Luis Chitarroni y
Gabriel Bellomo en 2012
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Fabián Soberón con Ricardo Piglia - Foto Rodrigo Ruiz Ciancia
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16 — Puerto Rico. Allí participaste en un Festival.
FS —
En octubre de 2015 la Universidad del Turabo me invitó a
participar del Festival de la Palabra. Se trata de un Festival
internacional organizado por José Manuel Fajardo y Mayra Santos
Febres. Integré un panel sobre la crónica latinoamericana junto
al escritor Edgardo Rodríguez Juliá y a la cronista Ana Teresa
Toro, ambos de Puerto Rico. Durante mi estancia, dialogué con
muchos escritores, especialmente con Rodríguez Juliá, quien,
junto al rector de la Universidad, fueron mis anfitriones.
Edgardo no sólo es un gran escritor, multipremiado, un maestro
de cronistas y narradores, sino que además es una gran persona.
Durante mi estadía escribí una serie de crónicas que luego
fueron incluidas en “Cosmópolis”.
El título del libro iba a ser “Islas”. Aludía a las múltiples
islas en las que había estado, incluida la isla de Puerto Rico.
El titulo luego fue cambiado. En ese mismo período fui invitado
también al Brooklyn Book Festival, debido a la gestión de
Eduardo Almirantearena, miembro del Consulado de la República
Argentina en Nueva York. En Nueva York presentamos
“Ciudades
escritas. Crónicas desde EEUU”.
Fabián Soberón con el escritor Juan Bautista Duizeide (en
Tigre, provincia de Buenos Aires,
Argentina)
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Fabián Soberón con el escritor francés Karim Miské
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Fabián Soberón con la escritora dominicana Aurora Arias
Córdoba en 2015
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17 — Así como tengo la información de que en tu adolescencia
condujiste dos programas radiales (“Cable a tierra” y
“Rompecabezas”) en emisoras del sur de tu provincia, ignoro si
integraste algún grupo literario o coordinaste ciclos de
narrativa o poesía.
FS —
Junto a un poeta amigo, y luego con un grupo de poetas jóvenes,
organizamos un café literario en el marco de una disquería y
cafetería ubicada en el centro de la ciudad de San Miguel de
Tucumán. Fue una experiencia importante. Invitamos a narradores,
poetas y filósofos de la provincia y de fuera de la provincia.
Fue en el año 2000. El objetivo era principalmente difundir la
obra de escritores jóvenes, desconocidos, y dar voz, en otro
ámbito que no fuera el universitario, a los autores ya
reconocidos o con cierto reconocimiento. El grupo se reunía y
debatía sobre los posibles invitados y las razones para hacerlo.
Para mí fue una forma de ejercer la crítica. El proceso de
selección implica ya una toma de partido sobre el estado de la
cuestión en el ámbito de la escritura y del pensamiento.
Mientras discutíamos, aparecían las lecturas de cada uno como
armas de batalla y todos argumentábamos a propósito de la
posibilidad de que exista un canon y cómo se podía configurar el
orden de aparición de ciertos libros. Es decir, esas reuniones
eran como la antesala de una reunión en la redacción de una
revista. Para mí, y supongo que para el resto del grupo, era un
asunto fundamental, que ocupaba una buena parte de mis
actividades. No era un asunto menor. Si bien fue un ciclo que
solo duró tres meses, creo que allí se sentaron las bases de la
revista que luego hicimos y, de alguna manera, inicié,
mínimamente, mi actividad crítica. Al menos, empecé a ser
consciente del lugar clave que tiene la crítica en el ámbito de
la escritura.
Fabián Soberón con Guillermo Salvador Marinaro
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Fabián Soberón con Marcial Gala
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Fabián Soberón con Manuel Guisone, José Guillermo Godoy,
etc.
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Fabián Soberón con Juan Sasturian
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18 — “Mis remordimientos saben escribir”, afirmó Roberto
Bolaño. ¿Los tuyos?...
FS —
No escribo desde el remordimiento. Mi escritura es una lucha
contra el olvido. En la eternidad, somos un grano de polvo
llevado por el océano arrollador del olvido. Somos una nada
pensante. El mayor problema que tenemos como especie es la
desproporción entre lo minúsculo de nuestra existencia y el
deseo insobornable de querer perseverar en nuestro ser, como
pensaba Baruch Spinoza. Es decir, somos el tiempo que dura un
soplo pero aspiramos a la eternidad. En esa desproporción, como
dice el filósofo Saúl Schkolnik, radica nuestro problema. Mi
escritura surge como una lucha vana contra el inevitable olvido.
Si bien se trata de una batalla perdida, me empecino en llevarla
adelante. Diría que mi escritura lleva en su leve cuerpo el peso
muerto del resultado ineluctable de la batalla. Y en ese gesto
se consolida como un eco ante la eternidad.
“Mañana en la batalla
piensa en mí”, dice un verso de Shakespeare. Ese deseo
atraviesa mi escritura como un viento que la mece frente a su
inminente desaparición.
Fabián Soberón con Osvaldo Aguirre
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Fabián Soberón con Luis Chitarroni
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Fabián Soberón - Foto de Pablo Masino
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*
Fabián Soberón con Inés Aráoz
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Fabián Soberón selecciona poemas de su autoría para acompañar
esta entrevista:
STATEN ISLAND
Dicen que
Thoreau vivió en Staten Island y que tenía un rabioso perro
lanudo que paseaba jubiloso y manso por la quinta avenida.
Dicen que su máquina de fotos quemaba los rumiantes árboles
del Central Park
y que los caballos
raquíticos lloraban por el olor lejano
de la melancólica manzana glamorosa. Viejo y olvidado Thoreau
alguna vez viviste entre los arduos parajes de Concord en la
ruinosa y esplendente casa de Emerson y secaste tus manos de
heno en el agua turbia. Tu blanca voz de hermoso farmer
barbudo batía las verdes hojas matutinas entre las ranas
quejosas del estanque. No sabías sí lo sabías que tu
isla estaba al frente de una babel infernal
que era el puerto de insólitos delincuentes y de judíos
perdidos en la nostalgia y de rubicundos italianos solitarios
y de difíciles poetas incógnitos
escondidos en las
arterias invisibles de la desdicha.
(de “Ciudades escritas. Crónicas desde EEUU”)
*
OCTUBRE
Desde el roce
frenético de la tierra en la fosa fúnebre
veo la mansedumbre
de la calle en el silencio nocturno.
Luces apagadas,
autos rancios, inmunes pájaros de la noche
custodian esta
sutil nostalgia, irrespirable
que no se apaga
porque ningún
fuego se apaga.
Adoradas ciudades
inalcanzables
desde este páramo
de alambre retorcido
y caóticos sueños
de óxido y basura
evoco el rostro
bifronte del centro oscuro y noble
de las casas
capitalistas.
Desde esta fosa
negra
desde el miasma
sonoro y cáustico de la desdicha
canto el ocio
imparable de las ciudades escritas
por la sombra
imborrable de la dicha.
Oh, penumbrosa
Boston
con tus inciertas
calles de luces amargas
llenaste el
corazón de la desesperación
y el viejo chino,
azorado, camina sin rumbo
en un domingo
perdido.
Inolvidable,
incomparable New York
nunca dejaré de
volar en las volutas de las nubes innumerables
en la luz hermosa
y tibia de la babel invertida
en el bullicio
perfecto de las locas avenidas húmedas.
Fue en octubre
cuando el barco se
fue a pique
y las gaviotas
dejaron su huella de agua y viento
y los peones de
García Lorca avanzaron
con su manto de
cenizas,
y el viejo y
hermoso Walt Whitman
caminó por el
verde supermercado
de Ginsberg.
Octubre
joven y dorado
otoño de California
tardía luz inmune
a la sombra
verano gastado y
rojo
que luce su melena
al viento.
Las perdidas
ciudades de octubre
brillan en el
centro violeta de la melancolía
con los suaves
látigos del mar turquesa.
La arena suena de
noche
al lado de la
ventana entreabierta
de los ojos
cerrados de Bruno
pegado a la
sonrisa.
Una noche,
incandescente y oscura
Bruno habló en un
susurro:
vení, papá, me
dijo,
aquí está la
felicidad.
(de “Ciudades escritas. Crónicas desde EEUU”)
*
HELADO
En la esquina de
Washington Square
un carrito violeta
vende helados de
tres dólares.
Una chica morena
con visera y
serena
expende su mejor
sonrisa boricua.
Habla la lengua de
los desahuciados
los pusilánimes,
los expatriados.
No me mira
cuando entrega el
cono de vainilla.
Sólo sonríe
con esa luz en los
ojos
de exportación.
El viernes le
compro
y no tengo cambio.
Entonces
me regala el
helado
por un dólar.
En el último gesto
veo su cara de
derrota.
Más adelante te lo
alcanzo, digo.
Yo estoy siempre
aquí, dice.
Levanto mi cabeza
hacia los árboles
eternos
y sé que no la
volveré a ver.
(de “Cosmópolis. Retratos de Nueva York”)
*
THEA VON HARBOU
Parada en esta
nube como palco
veo la cabellera
joven de mi segundo esposo
y escucho,
festiva, las trompetas del régimen
como una música
divina, irreemplazable,
como ángeles
extintos y felices
que revolotean
sumisos en mis oídos.
Fritz no hubiera
hecho nada sin mí.
Solo le faltó
creer en las camisas pardas
en los febriles
discursos del jefe bajo
en el fervor
irrefrenable de las tropas patrias.
No supo Lang ver
la música del pueblo
en las hordas
festivas y locuaces
en las ovejas
tiernas y soñadoras.
Hice las películas
de mi vida
y vi los
rascacielos infinitos en la gran urbe
y dibujé el futuro
en los planos grandes
y resbalé en una
baldosa falsa en la vereda
y morí solitaria
en una sala blanca
alejada de la
gloria pretérita y del gentío
que vibraba como
fiera asesina
ante el franco
ardor del fürer
en el hermoso
suelo teutón.
Yo, Thea Von
Harbou
siempre recordaré
la barba incipiente
y la voz tronante
del judío temeroso
que huyó de
Alemania como un rabino escéptico
y abandonó la
tierra para vender su alma
al diablo de los
tiempos.
Aunque nadie me
quiera
seré la Thea del
cine y del escenario
la fiel seguidora
de las camisas pardas
la guionista que
quiso el cine
tener entre sus
filas.
(de “Cosmópolis. Retratos de Nueva York”)
*
CEMENTERIO
En un barrio de
Brooklyn
hay una iglesia
blanca y protestante
abandonada
y al fondo unas
lápidas grises
escoltan las
sucias tumbas olvidadas.
El fragor de las
voces y los buses
dan la espalda
al silencio tímido
y terrible
de los muertos.
Así quería tu tía
una tumba,
dice mi mama a la
distancia.
Un árbol y un
pájaro a la sombra.
Así me visitan, la
tía anhelaba.
Nunca cumplimos la
promesa
dice mamá.
Mientras miro
las manchas de
Alberto Burri
en el museo
espiralado
creo que aún nos
queda
la esperanza.
(de “Cosmópolis. Retratos de Nueva York”)
*
BATALLA
Cómo explicarle a
mis hijos
que sólo soy un
sobreviviente.
Como todos
he luchado en vano
he subido ventanas
altas
y busqué el
sentido en las cosas insignificantes.
Acepté que el
mundo es una torre triste
o una herida
absurda
y brindé con
amigos por la reunión
el café y la risa
fuerte y espontánea.
No puedo explicar
por qué
sólo puedo obtener
el mínimo amor
como padre.
Sólo soy un
vencido.
La muerte gana
todas las batallas.
(“Cosmópolis. Retratos de Nueva York”)
*
Fabián Soberón con Pablo Colacrai y Javier Núñez
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Fabián Soberón con Osvaldo Bossi
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Fabián Soberón con Marta Terrera y Daniela Rafael
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Fabián Soberón con María Eugenia Carante
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Fabián Soberón con Philippe Claudel y Gabriel Bellomo
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Fabián Soberón con Victoria López Vera en 2015
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Entrevista
realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de
Yerba Buena y Buenos Aires, distantes entre sí unos 1300
kilómetros, Fabián Soberón y Rolando Revagliatti, febrero 2018.
www.revagliatti.com
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