Fernando Sorrentino:
sus respuestas y cuentos
Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
Fernando Sorrentino
nació el 8 de noviembre de 1942 en la ciudad de Buenos Aires, la
Argentina, y reside desde 2011 en la ciudad de Martínez,
provincia de Buenos Aires. En 1968 obtuvo el título de Profesor
de Castellano, Literatura y Latín en la Escuela Normal de
Profesores Mariano Acosta. Ha colaborado en la sección literaria
de los diarios “La Nación”, “La Opinión”, “Clarín” y “La Prensa”
y en las revistas “Letras de Buenos Aires” y “Proa”. Libros,
cuentos, ensayos y artículos de su autoría se han divulgado
traducidos al inglés, húngaro, portugués, persa, alemán, rumano,
italiano, tamil, búlgaro, chino, francés y serbio. Textos suyos
fueron incluidos en antologías nacionales y extranjeras y ha
sido el compilador de numerosos volúmenes:
“Treinta y cinco cuentos
breves argentinos. Siglo XX”,
“Treinta cuentos
hispanoamericanos (1875-1975)”,
“Cuentos argentinos de
imaginación”,
“Treinta y seis cuentos argentinos con humor”,
“Diecisiete cuentos
fantásticos argentinos”,
“Historias improbables.
Antología del cuento insólito argentino”,
“Ficcionario argentino
(1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban Echeverría a
Roberto Arlt”,
“Cincuenta cuentos clásicos argentinos. De Juan María Gutiérrez
a Enrique González Tuñón”, etc. Publicó la novela
“Sanitarios centenarios”
(tres ediciones: 1979, 2000 y 2008); la nouvelle
“Crónica costumbrista”
(1992; reeditada en 1996 con el título
“Costumbres de los
muertos”); el ensayo
“El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge
Luis Borges” (2011); los libros para niños y/o adolescentes
“Cuentos del Mentiroso”
(Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores 1978),
“El remedio para el rey
ciego”, “El mentiroso
entre guapos y compadritos”,
“La recompensa del
príncipe”, “Historias
de María Sapa y Fortunato”,
“El mentiroso contra las
avispas imperiales”,
“La venganza del muerto”,
“El que se enoja, pierde”,
“Aventuras del capitán
Bancalari”, “Cuentos
de don Jorge Sahlame”,
“El viejo que todo lo
sabe”, “Burladores
burlados”, entre otros; los volúmenes de entrevistas
“Siete conversaciones con
Jorge Luis Borges” y
“Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares” (ambos con
varias ediciones); los libros de cuentos
“La regresión zoológica”,
“Imperios y servidumbres”,
“El mejor de los mundos
posibles”, “En
defensa propia”, “El
rigor de las desdichas”,
“La corrección de los
corderos, y otros cuentos improbables”,
“El regreso. Y otros
cuentos inquietantes”,
“Existe un hombre que
tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza”,
“Costumbres del alcaucil”,
“El crimen de san
Alberto”, “El centro
de la telaraña y otros cuentos de crimen y misterio”,
“Paraguas, supersticiones
y cocodrilos”,
“Problema resuelto / Problem gelöst”,
“Los reyes de la fiesta y
otros cuentos con cierto humor”, etc.
Fernando Sorrentino en 2006
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1 — Tu
infancia, como la de Evaristo Carriego y Jorge Luis Borges,
transcurrió en el barrio de Palermo. Con esta referencia,
Fernando, empecemos a conocerte.
FS
— Mi barrio fue el hoy llamado
Palermo Hollywood, es decir el cuadrilátero comprendido por las
avenidas Santa Fe, Juan B. Justo, Córdoba y Dorrego. Allí, y en
escuelas del Estado, cursé mis estudios primarios (1948-1955) y
también los de segunda enseñanza (1956-1960), en el Colegio
Nacional Nicolás Avellaneda.
Uno de mis primeros recuerdos corresponde a
mi entrada en el edificio de la Escuela Florencia G. de Peña
(Obra de la Conservación de la Fe), en la calle Bonpland, casi
esquina Nicaragua. Sería en marzo de 1948; yo tenía cinco años
de edad y, de la mano de mi madre y con mucho temor y ansiedad
de mi parte, había llegado a la escuela, donde cursaría el
Jardín de Infantes en el aula de la “señorita Ana María”.
Nosotros vivíamos en
el número 5647 de la calle Costa Rica, de manera que la escuela
y nuestra casa se hallaban en la misma
“manzana pareja que
persiste en mi barrio”: Costa Rica, Bonpland, Nicaragua y
Fitz Roy.
En esa escuela hice toda la primaria,
excepto el último grado. Por no sé qué cuestión, a principios de
1955 se modificó el estatus legal del establecimiento y todos
los alumnos fuimos reubicados en otras escuelas. A mí me tocó
cursar el último grado en la Escuela Juan Crisóstomo Lafinur,
ubicada en la calle Gorriti entre Bonpland y Carranza.
No para que me eleven un monumento sino
como simple información, nada me cuesta declarar que yo fui
siempre un excelente alumno, y cada año era distinguido con el
primer premio.
Entre el
llamado primero inferior (de aquellos años) y el cuarto grado
tuve siempre maestras “señoritas”. En quinto me tocó, por vez
primera, un maestro varón, terriblemente exigente y eficaz. Su
apellido era Pugliese y lamento no poder precisar su nombre de
pila, aunque puedo aportar otros datos: era alto, rubio, con
pelo ondeado, tendría unos veinticinco años, estaba a punto de
recibirse de médico, vivía en la calle Virrey Liniers y era
hincha de Huracán. Ciertos gestos y actitudes, y palabras
pronunciadas entre ellas por algunas de las maestras jóvenes, me
hicieron comprender que el señor Pugliese era, para estas damas,
una codiciada pieza de caza.
Entre otras cosas, recuerdo que, para
enseñarnos cómo funcionaba el correo, nos envió una carta —desde
luego, manuscrita— a cada uno de los alumnos, quienes, a su vez,
teníamos la obligación de contestarle con otra; por desdicha, he
perdido su carta y no tengo la menor idea de cuál habrá sido mi
respuesta.
Cuando pasé a la Escuela Juan Crisóstomo
Lafinur, me tocó otro maestro excepcional: el señor Jorge
Cristino Bustos. Tendría unos cuarenta y cinco años, había
nacido en Campana, era profesor de matemática en la Facultad de
Ingeniería y, para colmo de sus virtudes, era —como yo— hincha
de Racing. De maneras menos severas que el señor Pugliese, era
igualmente eficaz, y recuerdo a ambos con el máximo de mi afecto
y de mi reconocimiento.
Todos mis años de la
escuela primaria correspondieron al gobierno peronista y
tuvieron la mácula de pretender adoctrinar a los niños en la
hagiografía de Perón y de sus ideas. Como corolario de estos
despropósitos, en el último grado se impuso como lectura
obligatoria “La razón de
mi vida”, que alguien había escrito para que lo firmase Eva
Perón. Además del evidente atropello de obligar a leer páginas
partidarias, el valor literario de dicho libro era prácticamente
nulo, y habría sido infinitamente mejor haber dedicado esas
horas a leer ¡tantas hermosas páginas que nos prodigaba el mundo
de la literatura!
Sé que muchos maestros
cumplían con la orden emanada del Ministerio de Educación porque
no había otro camino, pero no estaban de acuerdo con ella. Han
transcurrido sesenta y tres años, y aún conservo en mi
biblioteca el ejemplar de
“La razón de mi vida”, publicado por la Editorial Peuser.
En esa
época Costa Rica era una calle grisácea y muy humilde. En ella
los chicos pasábamos nuestra vida, jugando a las bolitas, a las
figuritas, al fútbol (en esta última actividad constituíamos una
suerte de plaga).
En
septiembre de 1955 se produjo el estallido de la autodenominada
Revolución Libertadora y por esos mismos meses cayó sobre
nosotros la terrible epidemia de poliomielitis, que afectó a
tantos niños de más o menos mi edad.
Fernando Sorrentino en 1943 y en 1944
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Fernando Sorrentino con Mario Méndez, Ángeles Durini y
Silvina Rodríguez en 2015
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Fernando Sorrentino en 2017
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2 — Al
año siguiente, anticipaste, comenzó tu bachillerato.
FS
— En el colegio
a menos de tres cuadras de mi casa. Cierta señora impartía las
materias de Castellano y de Historia. Como yo ya no era tan
ingenuo ni tan respetuoso de la autoridad, pensaba que, en
rigor, la mujer no dominaba ninguna de las dos disciplinas y
que, posiblemente, ni siquiera tuviera el título habilitante.
Como contrapartida de los desatinos del
gobierno peronista, se había instaurado una venganza de signo
contrario: habían sido “barridos” los profesores que tuviesen
alguna afinidad con el derrotado “régimen depuesto” y con su
“tirano prófugo”, y veo como muy posible que, llevados por la
prisa y la necesidad, los funcionarios del Ministerio de
Educación llenasen los huecos docentes de la manera que
pudiesen.
Aquella profesora —hija y sobrina de
políticos socialistas— portaba el mismo nombre de pila de cierta
criminal de guerra británica; me limitaré a caracterizarla con
la letra inicial de su nombre: M. Era, sin duda, la mujer más
horrible que conocí en mi vida. Una extensa cara de caballo, con
la piel reseca y hecha cuero por la exagerada exposición al sol,
y unos dientes enormes que pugnaban por asomarse al exterior,
los pelos erizados tipo Gorgona… Tendría cuarenta años, no más,
pero a mí me daba la impresión de haber sido extraída, con toda
la edad a cuestas, de un cuento de terror del siglo XVI. En
suma, parecía diseñada por un pintor de esperpentos.
Y, por añadidura, M.
era arbitraria e injusta. Un ejemplo: uno de los alumnos se
llamaba Félix Alfonso Marino. El nombre de pila era Félix, y los
apellidos, Alfonso Marino. De manera que, en la libreta de
calificaciones, el alumno estaba ordenado alfabéticamente en la
letra A. Pero, en la primera prueba escrita, Félix cometió el
sacrilegio de identificarse como “Félix A. Marino”.
La profesora
no encontró ningún Marino en la letra M de su libreta (aunque
una mínima mirada le habría hecho leer un Alfonso Marino al
principio de la lista) y, al averiguar, por propia confesión del
réprobo, que había omitido consignar su primer apellido,
no encontró mejor expediente que calificar la prueba —sin
siquiera leerla— con un rotundo 1 (uno). Tal fue el duro castigo
aplicado en represalia por una falla, digamos, “administrativa”.
Y nosotros, los alumnos, ¡cuán sumisos éramos, cómo soportábamos
esas iniquidades sin atrevernos a protestar!
Pero también, según
comprobé más tarde, la señora M. era
“muy blanda de corazón”
(“Martín Fierro”,
II:23). En cierta oportunidad pasó al frente, a exponer
oralmente la lección, un chico muy aplomado, cuyo apellido
italiano significa, en español, “alcalde” (corriendo los años,
fuimos amables colegas como profesores en cierto colegio
espeluznante, y, más tarde aún, me enteré de que había
fallecido). Dio una buena lección y M., encantada, lo calificó
con un merecido 10. Pero, según resultó palpable, la cuarentona
se había enamorado del adolescente Alberto. Unos días más tarde
volvió a convocarlo para que diera lección; como suele suceder a
todos los estudiantes que en el mundo hemos existido, Alberto
había dado por seguro que no iba a ser convocado para exponer
nuevamente y, por ende, ni siquiera había abierto el libro: no
tenía la menor idea del tema. Pero M. estaba derrumbada de amor
y, a su manera, fue ella misma dando la lección de Historia que
Alberto no podía enunciar sin merecer un rotundo cero. Y, al
final, la muchacha enamorada dijo:
“¡Y le voy a poner un
10!”. Y, en efecto, calificó al afortunado galán con un
diez.
Ésta era la pedagoga “socialista” que nos
tocó en primer año del secundario. Castigó con un 1 a quien, en
lugar de “Alfonso”, escribió “A.”, y premió con un 10 a quien
merecía un cero.
Hubo otras historias… Solía ufanarse de los
consejos recibidos por parte de un abogado amigo, para rehuir un
pago que debía aportar por un accidente de tránsito, practicaba
equitación en la “escuela alemana”, tenía auto (en una época en
que pocos lo poseían), jugaba al golf… En fin, una típica
aristócrata del socialismo.
Considero, en resumen, los cinco años que
pasé como alumno en el Avellaneda signados por profesores
mediocres (en el mejor de los casos) o ineptos (en el más
frecuente).
Desde que aprendí a
leer me había convertido en devoto de la literatura y en un
lector voraz (por ejemplo, antes de entrar en el secundario
había leído —sin captar muchas de sus sutilezas pero con enorme
placer— el “Quijote”,
en la edición en dos tomos y a dos columnas de la Biblioteca
Mundial Sopena).
Y, sin embargo, y a
pesar de este background,
ni en las clases de Castellano ni en las de Literatura encontré
el menor estímulo: profesores aburridos y aburridores, de
escasas luces, de pocos conocimientos, sin capacidad de
discernimiento, sin ninguna aptitud para hacernos gustar de
algún texto valioso…
Terminé mi secundario en 1960 y, a
continuación, perdí estúpidamente dos años de mi vida.
Fernando Sorrentino con sus compañeros del 2º grado en la
Escuela Florencia G. de Peña, en 1951
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Con
sus compañeros y la maestra de tercer grado en la Escuela
Florencia G. de Peña, en 1952
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Fernando Sorrentino con sus compañeros del Colegio Avellaneda,
en 1960
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3 —
Y de qué modo los habrás perdido.
FS
— En 1961 me inscribí,
insensatamente, en la Facultad de Derecho de la UBA y, de
entrada no más, padecí la tortura de tener que leer un libro
horripilante, “Teoría
pura del derecho”, de una autoridad llamada Hans Kelsen. Di
el examen de Introducción al Derecho, lo aprobé y me dije:
“Nunca más. ¿Por qué voy
a estudiar algo que no sólo no me interesa sino que constituye
una suerte de suplicio atroz?”. A mí lo que me gustaba era
la literatura; entonces por qué, en lugar de deleitarme, por
ejemplo, con las novelas de Dickens, me veía obligado a recorrer
esos galimatías de Kelsen, que, por añadidura, se me antojaban
meros juegos de palabras huecos de contenido?
En ese mismo año 1961 empecé a trabajar
como empleado de oficina, primero en una empresa industrial, y
luego en una compañía de seguros. De la primera no tengo ningún
recuerdo digno de ser evocado.
Pero, en la compañía de seguros…
El diablo me puso bajo la égida de uno de los hombres más
estúpidos que en el mundo han sido:
el señor B. Se presentaba a sí mismo como “subdirector” de la
sección, aunque ese cargo, según creo, sólo existía en su
imaginación. Uno de sus confesados propósitos, con respecto a
mí, consistía en “modelar” mi personalidad (cosa, declaró
con tristeza, que no había podido lograr con “el señor H.”,
cierto empleado díscolo, insensible a sus elevados objetivos);
claro que “el señor H.” tenía más de treinta años y, en virtud
de esta dureza vital, ya no era posible
“modelarlo”;
puesto que yo ni siquiera había alcanzado las dos décadas de
vida, el señor B. me consideró un objeto ideal para ejercer su
labor de Pigmalión.
Por lo tanto, y en melancólico jolgorio íntimo, di en fingirme
humilde discípulo del señor B. para que este
ejecutivo —acucioso
en su nadería, risible en su severidad— imaginase que yo
aspiraba a devenir en una persona parecida a él en un futuro
venturoso.
Yo solía andar con
libros bajo el brazo. Advertida esta perversidad, el señor B.
decidió edificarme: expuso la verídica parábola de un escritor
que había trabajado en la compañía y que ya no trabajaba más.
—Figúrese —concluyó, atónito—, el hombre decía que este trabajo
lo aburría.
Y sonrió,
indulgente ante las extravagancias de la conducta humana.
Le pregunté quién
había sido ese escritor.
—Estimado señor
Sorrentino —me aleccionó—, se revela el pecado pero no el
pecador. Extraiga usted sus propias conclusiones.
Más que extraer
conclusiones, me interesaba satisfacer la curiosidad: averigüé
más tarde que el pecador tenía Augusto por nombre y Roa Bastos
por apellido.
A este señor B. no
me privé de aludirlo en unos cuantos de mis relatos. ¡Era tan
colosal y cosmológica su imbecilidad! Por ejemplo, pretendía
hacerme creer que mis superiores jerárquicos constituían una
élite de semidioses, por los que yo debería sentir no sólo un
supersticioso respeto sino la veneración más profunda. Y lo
cierto es que todos en conjunto, y cada uno de ellos en
particular, me parecían una caterva de pelafustanes ignorantes y
vulgares.
Cada tanto —digamos una vez por semana— solía hacer “acto de
presencia” el
hipotético director de nuestra sección, en compañía de un
hijo suyo, un papanatas de unos treinta años (en mi barrio lo
habríamos catalogado como un “boludo alegre”), de ojos algo
desorbitados: entre grandes risotadas, se ponía a bromear con
los semidioses menores, a quienes llamaba “fariseos”, siendo
respondido por los dichos semidioses con el mote de “filisteo”,
o cosa parecida,
sin que alguno de ellos conociese el significado de
ninguno de los dos vocablos. En la siguiente semana se repetían
exactamente la escena, las bromas, las risotadas…
No es que a mí me
molestaran en absoluto esas muestras de la idiotez humana; más
bien me causaban placer, ya que toda esa parafernalia —los
gritos, las carcajadas— entraban en colisión con los principios
de “aristocracia administrativa” que, para nuestra sección,
preconizaba el señor B. Y el señor B. asistía, impotente y
acobardado, a esa invasión festiva contra la cual él carecía del
menor poder represor.
El director de la sección tenía dos apellidos (españoles),
vestía siempre traje oscuro y ostentaba un aspecto “digno” y
“caballeresco”. Tendría unos cincuenta y cinco años de edad; sin
embargo este amplio medio siglo de vida no le había alcanzado
para aprender algún rudimento de ortografía, pues no puedo
olvidar que, en cierta ocasión, se dirigió a una de las
empleadas en busca de la resolución de un arduo enigma: “Dígame,
señorita, “realizado”
¿se escribe con zeta?”.
De esta manera
desperdicié todo el año 1961: intentando estudiar una materia
que me repugnaba y “padeciendo bajo el poder de” un imbécil
presuntuoso.
Asimismo, y por razones ajenas a mi voluntad, perdí todo el año
1962, a causa del servicio militar. Entré
en contacto
con ciertas clases de personas que nunca había conocido
antes, y pude verificar que algunas de ellas —de estilo
cavernario— se hallaban a medio camino entre el hombre y la
bestia, y, si se quiere, más tirando a ésta que a aquél.
Fernando Sorrentino en 1979
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Fernando Sorrentino con Adolfo Bioy Casares en 1988
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Fernando Sorrentino con Jorge Luis Borges en 1971
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Fernando Sorrentino con Melinda Tamás-Tarr y Mario de
Bartolomeis en Florencia, Italia, 2001
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4 — En 1963, entonces, habrás empezado a encaminarte.
FS
— En 1963 aprobé el examen de ingreso en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la sede
de la calle Viamonte. En el examen me explayé sobre un tema que
me interesaba y me gustaba: el cuento “Hombre de la esquina
rosada”. Sin embargo, la estructura de la Facultad me pareció
engorrosa y, casi diría, kafkiana, con comisiones, horarios,
laberintos, carreras, subcarreras,
orientaciones,
centros de estudiantes politizados, etc., etc., y me di
cuenta también de que, enemigo como soy de las situaciones
barrocas, si cursaba allí, no iba a poder trabajar y ganar un
sueldo donde fuere.
De manera que —más
limitado y menos complejo— decidí cursar el profesorado en
Castellano, Literatura y Latín, que se dictaba, en horario
vespertino, en la Escuela de Profesores Mariano Acosta. Este
horario me permitiría tener libre todo el resto del día para
poder trabajar y ganar algún dinerillo.
La estructura del Mariano Acosta era muy
similar a la
de un colegio secundario: teníamos horarios y profesores
que se presentaban en nuestra aula e impartían su materia. Desde
el primer día me sentí muy cómodo en ese ámbito y —Dios sea
loado— tuve el honor, el placer y la gloria de ser alumno del
hombre más inteligente y más sabio que he conocido en mi vida:
don Julio Balderrama fue mi profesor de Castellano, y ¡cuánto
les debo a su rigor, a su generosidad, a su sapiencia! Si no
aprendí más de lo que realmente aprendí, es por culpa de
mis alcances
intelectuales, que siempre corrieron muy por debajo de la
gigantesca capacidad de don Julio.
Tuve también otros excelentes profesores, tales como Rodolfo
Modern, Nicolás Verrastro, Lorenzo Mascialino, Ricardo Ayabar,
Germán Orduna,
Ángel Mazzei, Osvaldo Guariglia… Asimismo, hubo algunos
profesores incompetentes. Tal quien dictaba Literatura de Europa
Meridional (un caballero calvo e histriónico, somorgujado en una
ciénaga de ignorancia troglodítica, cuyo método de enseñanza se
limitaba a leer, para nosotros, las páginas del
“Parnaso italiano”,
de Gherardo Marone). Otro caso notable era la dama que intentaba
enseñar Griego y cuyo accionar práctico se perdía en laberintos
caóticos e incomprensibles…
En general,
recuerdo mis años del Acosta como extremadamente agradables y
enriquecedores.
Simultáneamente, y por las mañanas, trabajaba como empleadillo
de oficina en la ahora extinta Compañía Ítalo-Argentina de
Electricidad, donde —no puedo negarlo— gozaba de un muy
consistente sueldo. La contrapartida era que, en general, me
sentía en ese ambiente como “sapo de otro pozo”. Es verdad que,
con algunos
pocos compañeros, podía sostener una conversación
mínimamente entretenida. Pero allí predominaba el número de
personas cuyas vidas giraban en torno de los encantos del
fútbol, de la quiniela, de las carreras de caballo… A mí el
fútbol me interesaba bastante, pero no era el centro de mi vida;
en cuanto a las actividades lúdicas, jamás pude comprender en
qué podía consistir su atractivo.
Fernando Sorrentino con Juan José Delaney y Enrique Anderson
Imbert en 1986
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Fernando Sorrentino con Andrea Galibert e Isidoro Blaisten
y su esposa, Graciela Melgarejo, en 2000
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Fernando Sorrentino con Horacio Callegari, Juan José
Delaney y Héctor Álvarez Castillo
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Fernando Sorrentino con Leva Cosanovich en 2016
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5 — ¿Y si nos retrotraemos, en cuanto a lecturas, a muchísimo
antes de
“Hombre
de la esquina rosada”?
FS
— Mis primeras
experiencias, no diré con la literatura, pero sí con las letras,
se remontan a cuando yo era analfabeto. Sin embargo, me las
ingenié para pegar en el álbum mis figuritas de futbolistas que,
por alguna aberración incomprensible, en lugar de estar
racionalmente numeradas, se identificaban por el apellido del
jugador. Imaginemos que la primera página del álbum estaba
dedicada al Club Atlético Atlanta, de camiseta a bastones
verticales azules y amarillos. Una vez determinado el redil, mi
método consistía en encontrar identidad entre las leyendas de
las figuritas y las del álbum. De ese modo, logré —por ejemplo—
pegar la figurita con la estampa del delantero Héctor Ingunza en
el preciso círculo del álbum donde debía adherirse al citado
Héctor Ingunza.
Pero, apenas aprendí algunas letras, una
especie de magnetismo irresistible me llevaba a tratar de leer
cualquier texto escrito, y puedo contabilizar como mi primer
éxito, a los seis años de edad, el desciframiento de la palabra
ÚNICO, que esplendía, en letras blancas sobre fondo negro, en
una botella de ese aceite de aquella época (según creo, ya no
existe).
Escuela primaria. A
diferencia de los libros modernos —pletóricos de dibujitos,
flechitas, triangulitos y firuletes que no sirven para nada—, el
llamado “libro de lectura” escolar de entonces enseñaba
realmente a leer, y
las lecturas, aunque sencillas, eran textos que guardaban
elogiable e imprescindible coherencia narrativa. Y, cada tanto,
se intercalaban algunas páginas de “iniciación literaria”:
fábulas de Iriarte o de Samaniego; fragmentos del
“Martín Fierro” o del
“Fausto” de
Estanislao del Campo; poesías de Campoamor;
pasajes de “Recuerdos de
provincia”… Bueno, yo disfrutaba de esos pasajes de
literatura, ignorando, por supuesto, que pertenecían a un
entidad llamada “literatura”.
Y, paralelamente,
fueron llegando a mis manos los primeros libros, muchas veces
regalos de cumpleaños:
“El Sombrerito”,
“Cabeza
de Fierro”,
“El imán de Teodorico”,
“El mono relojero”…,
todos de Constancio C. Vigil, en aquellos amados tomos de tapa
dura y de intenso color naranja. Yo me los devoraba y, al igual
que los “ojos hidrópicos” de Segismundo ante Rosaura, siempre
quería leer más y más.
En fin, seguí el camino habitual en estos
casos. A cada libro lo seguía otro, y a éste, otro más… Mientras
tanto, al tiempo que yo crecía en edad, iba también formándose
mi gusto personal y así fui aprendiendo a discernir valores
literarios, a elegir lo que me agradaba, a desechar lo que me
aburría… Tarea de ensayo y error. Por ejemplo…
Las tres historias de
Chateaubriand (“Atala”,
“René”, “El último
abencerraje”), que suelen compartir el mismo volumen, me
parecieron tres
monumentos a
la evanescencia y al tedio, y nunca más quise reincidir en el
malhadado vizconde. En cambio, ¡qué inmenso placer, qué
pasión despertó en mí la lectura de
“David Copperfield”!
Dickens me hizo vivir
adentro del libro y me hizo simpatizar con Peggotty y con
Traddles y con Micawber, y me obligó a espeluznarme con el
siniestro Uriah Heep, e infundió en mi espíritu la idea de
asesinar al señor Creakle y al señor Murdstone, y a, por lo
menos, darle a la señorita Murdstone una fortísima y vengativa
patada en su trasero de bruja malvada.
De esta manera, fui
familiarizándome con parte de la narrativa del siglo XIX, o de
los siglos anteriores, que estaban muy bien representados en la
colección de la Biblioteca Mundial Sopena, libros de bajo precio
que yo compraba en la librería que describo en mi cuento “La
biblioteca de Mabel”. En esta colección leí por vez primera el
“Quijote”, en una
edición en dos columnas y “pelada”, es decir, sin ningún aparato
filológico que me explicara ciertos términos arduos para mis
doce o trece años de entonces. Pero poco me importó, pues,
aunque se me escaparan muchas sutilezas textuales, me divertí
muchísimo con las aventuras y, sobre todo, con los graciosísimos
diálogos del caballero y su escudero.
Ahora, y a la
distancia de tantos años, no deja de asombrarme la ineptitud de
todos los
profesores de
Castellano y Literatura que me tocaron en suerte, o en
desgracia, en mi colegio secundario. Nunca lograron trasmitirme
el menor amor por ningún libro
ni por ningún
autor. Por ejemplo, en cuarto año, jamás a la profesora se le
hubiera ocurrido decir:
“Aquí tenemos dos sonetos con el tema del carpe diem: ‘En tanto
que de rosa y azucena’, de Garcilaso, e ‘Ilustre y hermosísima
María’, de Góngora. Vamos a compararlos y a observar cómo
desarrollan el mismo tema un poeta del Renacimiento y otro del
Barroco”. O explicar y comentar en detalle las
“Coplas” de Jorge
Manrique. O… ¡tanto tiempo se podría haber utilizado para
nutrirnos de esas maravillas españolas de los Siglos de Oro! Y
lo digo con entusiasmo y con orgullo, pues yo sí procuré
trasmitir a mis alumnos del secundario el placer estético de
estas lecturas; en algunos lo logré, y en otros no, pues sabido
es que hay mucha gente cuya mente de granito la hace refractaria
a cualquier atisbo literario.
Pero yo era mucho más entusiasta que mis profesores, y también,
más razonable.
Recuerdo que la profesora
de Castellano
de primer año —a la que yo veía, ya entonces, como una de
las mujeres más desatinadas y estrafalarias que he conocido— nos
impuso como libro de lectura
“La guerra gaucha”,
de Leopoldo Lugones, texto cuya lectura, hasta el día de hoy —a
pesar del entrenamiento literario que me han conferido los años,
los estudios, el sentido común…—, no he logrado, vencido por su
lenguaje maléfico, de tropezada sintaxis, con vocabulario de
cementerio, jamás pude concluir.
Pero en casa yo leía a Poe, a Oscar Wilde,
a Dickens, a Dostoievski…, con infinito más provecho literario
que el que me otorgaban aquellos desdichados docentes del
Colegio Nacional nº 4.
Y aquí me detengo en estas evocaciones.
Pues luego vinieron mis estudios regulares de letras, y ése es
otro cantar, pues yo ya no era niño ni adolescente, y estos
nuevos contactos dejaron de ser mis “primeras experiencias”.
Con Alicia, su esposa, y con el
narrador Ángel Balzarino en Rafaela,Santa Fe,
Argentina,2012
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Fernando Sorrentino con Hans Joachim Hartstein, etc., en
Bonn, Alemania, 2014
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Con Hans Joachim Hartstein, Vera
Gerling y Andrea Schmittmann en Bonn, Alemania, 2014
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Fernando Sorrentino en Salamanca, España, 2014 - El toro de
piedra
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6 — Tus
estudios regulares de letras más la oficina.
FS
— El ambiente de la oficina se me hacía cada vez más asfixiante,
y no veía la hora de tener mi título docente y emprender
actividades más afines con mi personalidad y con mi vocación.
En el segundo
semestre de 1968 —y siendo aún empleado, por las tardes, en la
Ítalo— pisé, muerto de miedo, por primera vez un aula en
carácter de profesor. Allí había unos treinta adolescentes, de
rostros curiosos y reacciones imprevisibles. Sin embargo, y por
las razones que fueren, los chicos me recibieron con simpatía y,
en suma, como suele decirse, les “caí bien”.
Éste era un colegio privado —ya no existe— ubicado en una zona
muy linda de la localidad de Olivos. Como buen colegio privado,
funcionaba al modo de cualquier empresa comercial,
y estaba
regido por el afán de lucro. Los propietarios eran un
matrimonio de gran codicia y voracidad económica. Andando los
años, y por analogía con la voraz bocaza de los cocodrilos, se
me ocurrió colocar el apellido del propietario varón en cierto
cuento que escribí sobre una albufera del sudeste de la
provincia de Buenos Aires.
Sin entrar en
recuerdos que aún hoy me resultan dolorosos, el hecho fue que,
entre 1968 y 1971, me desempeñé, como pude, en dos colegios
privados de estructura delincuencial. Por quién sabe qué
complicidades con gente del Ministerio, no pagaban los sueldos,
o los pagaban retaceados. Yo me había casado, teníamos un hijo
nacido en 1970, pasábamos todo tipo de aprietos y necesidades.
Y no voy a seguir con este tema, ya
que su
rememoración me entristece. Sólo diré que a cierta mujer
malvada y maléfica —propietaria y rectora de un colegio ubicado
en el muy bonito suburbio de Martín Coronado— le asigné papel
cuasi protagónico en mi cuento “Terapia exitosa”.
En 1972 empecé a trabajar en el Colegio Lange Ley, de la calle
Canning, dirigido a la sazón por una excelentísima persona: el
doctor Enrique Ruchelli. Y allí me sentí comodísimo, rodeado de
colegas muy agradables y teniendo como alumnos a chicos —como
suele decirse— de la “mejor
onda”. Tampoco
quiero olvidarme del simpático Colegio Ceferino Namuncurá, de
Florida, con muy queribles alumnos y profesores, aunque con un
rector más bien no querible ni querido. Y, paralelamente, y
durante muchísimos años, di clases en la Escuela Superior de
Comercio Carlos Pellegrini, de cuyos alumnos y colegas también
guardo gratos recuerdos.
En resumen, y para
no abundar en aburrimientos, diré que, durante cuarenta años, di
clases de Lengua y Literatura en varios colegios, eso sí, con
interés siempre decreciente, hasta el punto de que, hacia el
final, la docencia ya no revestía para mí el menor interés.
Fernando Sorrentino en 1965
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Fernando Sorrentino con Alicia, su esposa, en 1969
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Fernando Sorrentino en 1969
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7
— Así que cuatro décadas, en varios colegios, tanto en nuestra
ciudad natal como en el conurbano bonaerense, y de unos
prevaleciendo la satisfacción, y de otros, en cambio…
FS
— Teniendo yo más de cincuenta años, y con muchísima experiencia
docente, me ofrecieron las cátedras de los terceros años de un
colegio plutocrático que llamaré —a falta de mejor nombre—
Colegio Champiñón. El rector —baja estatura, panza prominente,
calva generosa, cerebro de pocas luces— me explicó que el
llamado, insólito a esa avanzada altura del curso escolar (creo
que era septiembre u octubre), se debía que los “chicos eran un
poco traviesos” y que, por ese motivo, los dos profesores
que me habían precedido habían preferido renunciar a sus
labores.
Puesto que yo me
sabía a mí mismo, por la experiencia de veinticinco años de
docencia, no sólo querido sino casi adorado por las sucesivas
promociones de alumnos que había tenido, esbocé internamente una
sonrisita sobradora y me dije: “Ningún problema. A estos
‘traviesos’ me los meto en el bolsillo y, sin duda, terminarán
amándome”.
Atrozmente, me equivoqué.
El Colegio
Champiñón resultó una usina de perversidad, un caos falsamente
endulzado por la hipocresía y por la “piedad” católica. Me
asignaron, como dije, tres divisiones de tercer año; en cada una
había cuarenta alumnos; de ellos diez —podría decir— eran buenos
pibes, chicos normales; los otros treinta eran seres cobardes y
despreciables, movidos por la necesidad interior de causar daño
al prójimo.
Con total impunidad y con la anuencia y el estímulo que recibían
de la inacción de las autoridades, se dedicaron, tal como era la
tradición y el “perfil” del colegio con respecto a sus docentes,
a molestarme de mil maneras, a provocar desórdenes, a
humillarme, a, en suma, hacerme la vida literalmente imposible.
Sin duda, esa vida terminaría por enfermarme y posiblemente
conducirme a la muerte, de manera que —tras pasar por más de
cuatro conflictos con las autoridades champiñonianas— pude
desvincularme de esa cámara de suplicios.
Ahora, a la distancia, creo comprender a los
“chicos traviesos”… Casi todos provenían de hogares con padres
separados o divorciados. El padre odia a la madre y la
madre odia al
padre, y ambos, el padre y la madre, odian a sus hijos. Estas
desdichadas criaturas —odiadas por sus padres— necesitan odiar a
alguien y descargar sus depresiones y tristezas contra quienes
tienen más a mano: sus profesores.
Yo —como tantos otros de mis colegas— fui víctima de estos
niñitos, y ahora hasta los compadezco por su destino atroz, y
sólo me queda lamentar que hayan nacido.
También merece algunos elogios el director general del
establecimiento delictivo. Un fraile “gaita” portador de una
inteligencia inferior a la de un adoquín, pero, eso sí,
un adoquín de cierto
coeficiente intelectual. Ocupaba ese cargo por pertenecer a la
congregación religiosa; en la vida laica lo habrían enviado a
lavar los mingitorios de alguna estación de la línea ferroviaria
del Belgrano Sur, y sin duda lo habrían despedido en seguida por
no saber lavarlos.
Fernando Sorrentino con su hija Vicky y con ex alumnas, en
2016
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Fernando Sorrentino con Mario Méndez, Ángeles Durini y Silvina
Rodríguez en 2015
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Fernando Sorrentino con su nieta Pilar Sorrentino en 2018
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Fernando Sorrentino con María Granata, Zulma Prina y Cristina
Pizarro
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8 — Te propongo ahora que nos guíes —y reflexiones— desde tu
“debut” como escritor.
FS
— En 1969,
además de casarme (añado, y así comparto con vos un apunte
familiar: en 1970 nació mi hijo Juan Manuel y, en 1978, mis
hijas, las mellizas María Angélica y
María
Victoria),
pude ver,
en julio, por vez primera, un texto mío en “letras de molde”. Mi
cuento “Cosas de vieja” obtuvo una mención en un concurso
organizado por la revista “Nuestros Hijos”, y por lo tanto fue
publicado en ella.
Mientras tanto,
de vez en cuando yo
escribía y acumulaba papeles, pero no conocía a nadie en el
mundillo literario o editorial, y no veía la publicación como
una posibilidad cercana ni tampoco necesaria.
Aunque parezca
rarísimo, alguien que acababa de fundar una editorial, de
diminuto tamaño y efímera duración, y que era profesor en el
mismo colegio secundario donde yo había debutado como docente,
me dijo algo así como “Si tenés alguna novela o algunos cuentos,
dámelos, que, si me gustan, a lo mejor los publico en un libro”.
Y, en efecto, se publicó el libro, titulado
“La regresión zoológica”,
en 1969. Y, si bien agradezco la publicación, lo cierto es que
no fue necesario más de un año para que yo me arrepintiese de
haberlo publicado. Literariamente, maduré tarde y vi que ese
primer libro adolece de demasiados defectos; a lo sumo, logré
salvar, mediante reescritura completa, dos cuentos para el
futuro, pero me pareció sensato no reproducir jamás el
resto de esos
cuentos más bien pueriles.
Mi bibliografía me dice que publiqué (sin tener en cuenta
prólogos, ediciones de clásicos, ni inclusiones en libros o
revistas) unos ochenta y seis libros, suma que puede parecer
astronómica pero que no lo es tanto si consideramos que
corresponden a la labor de casi cincuenta años.
Para mi sorpresa, y sin que yo lo buscara especialmente, tuve la
fortuna de ir más allá de las fronteras patrias, y libros míos
se publicaron también en Brasil, México, Estados Unidos,
Portugal, España, Reino Unido, Italia, Alemania, Rumania,
Bulgaria, Hungría, Irán, India, China…
Frívolamente, nunca busqué otra cosa en la literatura que no
fuera mi mero placer como lector. Insensible a los bien o mal
ganados prestigios, abandoné de inmediato la lectura de libros
aburridores o desagradables, sin que me importaran los laureles
de sus autores. Andando el tiempo, pude saber, sin necesidad de
leer una línea, que, por ejemplo, nada de lo que escribiera
Émile Zola podría interesarme.
En algunos casos, y yendo más lejos, no quise emprender la
lectura de libros cuyos autores tuvieran un rostro que no me
gustase: por ejemplo, estoy seguro de que personas con las caras
de Jean-Paul Sartre y/o Simone de Beauvoir no podrían escribir
nada que me causara el menor placer.
Me atraen las literaturas con peripecias humanas y no con
razonamientos “inteligentes”, que sólo sirven para aburrirme y
distraerme de la lectura. En mi niñez y adolescencia he sentido
devoción hacia Dickens, y, sin perderla, ahora tengo otros
amores: Cervantes, Kafka, Borges, Denevi…
Cuando redacto, trato de satisfacerme a mí mismo: es decir,
procuro escribir los textos que a mí me gustaría leer. Si,
además, gustan a otros lectores, tanto mejor: me sentiré muy
contento y agradecido; si no, mala suerte: el rechazo no me hará
prorrumpir en llanto ni me empujará al suicidio.
Las modalidades de narrativa insólita o fantástica me interesan
infinitamente más que las del realismo o de la protesta social.
Y, en fin, a ellas me he dedicado con alegría y sin disciplina
ni método alguno: simplemente, me he dejado llevar por las
circunstancias, cuando éstas me provocaban placer, y he
abandonado la redacción cuando ésta se me rebelaba y convertía
el placer en un trabajo.
Y querría agregar una información poco conocida. Mi amigo y
colega Cristian Mitelman y yo hemos creado un tercer autor,
bautizado Christian X. Ferdinandus, y bajo este seudónimo
conjunto hemos escrito algunos cuentos de carácter policial.
Según parece, y a las pruebas me remito, al menos dos de ellos
han resultado muy eficaces, pues, traducidos al inglés (“The
Center of the Web” y “For Strictly Literary Reasons”), fueron
publicados en la
“catedral del policial”, es decir la “Ellery Queen’s Mystery
Magazine”, de Nueva York.
Fernando Sorrentino con su esposa y sus hijos, María Victoria,
María Angélica y Juan Manuel, en 1980
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Fernando Sorrentino con su hermana Adela y su esposa Alicia
en 1966
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Fernando Sorrentino con Agustín Diez, su esposa Maite y su hija
Irene, en Portillo, España, 2014
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Fernando Sorrentino con Susana L. Vidal en 2015
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9 — El placer en un trabajo.
FS
— Todo trabajo impuesto causa incomodidades y malhumor, e
indefectiblemente esas incomodidades y ese malhumor van a
trasmitirse al lector (que ninguna culpa del estado de ánimo del
autor).
A estas pautas de absoluta libertad me he ceñido desde siempre
y, en caso de estar equivocado, como tengo setenta y seis años,
considero que ya es muy tarde para cambiar, de manera que
prefiero empecinarme en el error.
Al fin y al cabo, tan mal no me fue…
Yo puedo gustar, y mucho, de cierto tipo de poemas: los prefiero
—aunque no
excluyentemente— “a
sílabas cunctadas” y con ritmo, con música y, si es posible,
con rima consonante. Pero carezco de la menor aptitud poética
para la creación; cuando joven, intenté, más de una vez,
componer poesías, pero mis esfuerzos desembocaban en el
mamarracho hecho y derecho. Puesto que soy un ser racional, no
insistí en algo que no sabía hacer y, además, me pareció nocivo
agregar nuevas fealdades al mundo.
En cambio, estoy bastante conforme con mis
cuentos, y el ejercicio de la narrativa me ha servido también
para reflexionar sobre sus problemas. Por ejemplo, ¿cuáles son
errores graves?
Voy a hablar de defectos de construcción,
no de defectos estilísticos. Son, al menos, dos, y están
relacionados entre sí: la inverosimilitud y la falta de
anécdota.
Sobre el primer defecto diré que, si
alguien, apelando a la “petición de principios”, intenta hacerme
creer cualquier situación narrativa, a mí, como lector, no me
basta con su palabra: me tiene que presentar las “pruebas” de lo
que pretende trasmitirme, y esas pruebas tienen que mostrarse
como hechos que yo pueda ver, sopesar y ponderar. Un ejemplo
ilustre: si Charles Dickens hubiera escrito que el señor
Murdstone era un malvado y un sádico, tal declaración no habría
servido para nada, y, en efecto, Dickens no la expresó. Lo que
sí sirvió, y con eficacia total, fue relatar y describir las
maldades y los sadismos del señor Murdstone.
El segundo defecto
consiste en relatar diversos hechos minúsculos, grisáceos y, a
menudo, ricos en aburrimiento… Tales anécdotas responden al
error de imaginar que
“todo” es interesante y digno de narrarse. Como no es así,
esas unidades narrativas mueren cuando se termina de relatarlas
ya que no tienen la menor vinculación con ningún otro punto del
relato general: resultan huecas, ociosas y antifuncionales, y
equivalen a lo que podríamos denominar “la no anécdota”, análoga
a la muy inteligente
“aneda” cómica que solía narrar el gran Carlitos Balá. Creo
que el ejemplo cabal de este tipo de desatinos es la narrativa
de Eduardo Mallea, una suerte de monumento a la inverosimilitud
(y también al engreimiento).
No puedo dejar de
referirme a quien quizá sea mi máximo ídolo literario: Franz
Kafka. ¿Qué es lo que
“no” me maravilla de
Kafka? Me permito afirmar que es lo que más se parece a la
perfección narrativa. Y no dentro de una narración de mero
“realismo” (modalidad, dicho sea de paso, tan convencional como
todas las demás del universo literario), que resultaría bastante
más fácil de realizar. No: lo maravilloso de Kafka es que nos
presenta
situaciones absolutamente extravagantes, sorprendentes e
increíbles de una manera tan hábil, que creemos en todas ellas
sin la menor violencia: oh, aquel juicio en el granero, aquel
diálogo en la habitación del pintor Tittorelli, la ejecución
final de K. en esa ceremonia espeluznante… Mientras las leo,
“veo” y
“oigo” esas escenas,
y creo en la “verdad” de todas ellas. ¡Cuántas veces leí
“El proceso”,
“La metamorfosis”,
“En la colonia penitenciaria”…! Y siempre con el mayor de los
placeres.
Otro de mis maestros es Marco Denevi. En primer lugar debo
elogiar la fluidez de su prosa. Nunca es necesario volver atrás
para reelaborar algún párrafo intrincado o tropezado. A
diferencia de otros narradores, que, por impotencia narrativa,
se regodean en no relatar nada, y que siembran el camino con
escollos o tropiezos sintácticos, los relatos de Denevi abundan
en peripecias, en sorpresas, en humoradas… Y, además, hay una
cuestión personal: Denevi resuelve los problemas de escritura
narrativa
exactamente como me habría gustado resolverlos a mí, llegado el
caso. Y, lo más importante de todo: Denevi jamás me ha
aburrido, siempre me ha causado placer. Y es lo único que yo
busco en la lectura: soy un irresponsable y frívolo lector
hedonista.
Allá por la década de 1960 me deslumbraron algunos cuentos de
Cortázar: “Casa tomada”, “Continuidad de los parques”, “Circe”
y, sobre todo, el genial “Final del juego”. Pero a su producción
posterior no la considero demasiado meritoria. En cuanto a sus
novelas… “Los premios”
me pareció mediocre… Y
“Rayuela”, con todos
sus artificios y firuletes, una especie de ladrillo presuntuoso
cuyo fin consistía en embelesar a la gilada literaria, objetivo
que sin duda logró. Respecto a
“Los autonautas de la
cosmopista” me resultó una especie de efusión de vanidad…
¿Por qué, es un ejemplo, el autor habrá imaginado que los
lectores no podríamos conciliar el sueño si no sabíamos qué
habían almorzado Julio y Carol…?
Fernando Sorrentino con Mario Capasso en 2013
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Fernando Sorrentino en 2013
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Fernando Sorrentino con Donald Yates y Cristian Mitelman en
2009
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Fernando Sorrentino con Margarita Mangione en 2014
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10 — Sos
también alguien que destaca por sus libros de entrevistas y su
condición de compilador.
FS
— Entrevistas: sólo realicé dos:
“Siete conversaciones con
Jorge Luis Borges” (1974) y
“Siete conversaciones con
Adolfo Bioy Casares”
(1992). Sin faltar el debido respeto a este caballero tan
simpático y afable, debo decir que, en todo sentido, a Borges lo
juzgo, intelectualmente, de una solidez y de una estatura muy
por encima de las de Bioy.
En cuanto a las antologías… En mi época neolítica (digamos hacia
1970) se me ocurrió compilar un volumen de cuentos breves (cuentos
breves, no
minificciones) argentinos. Me impuse dos límites: a) que los
textos alcanzaran un poco menos de mil palabras; b) que se
hubieran publicado por vez primera en el siglo XX. Pude lograr
el objetivo sin necesidad de salir de mi casa, pues siempre he
sido un gran comprador y lector de libros de cuentos argentinos,
por lo cual en gran medida ya tenía el índice dentro de mi
cabeza, sin necesidad de ponerlo en papel. Titulé el volumen,
muy ascéticamente,
“Treinta y cinco cuentos breves argentinos. Siglo XX”, pues
el vocablo antología
posee cierto sabor de “conjunto de los mejores”, y lo cierto es
que preferí privarme de cualquier adjetivación explícita o
implícita. Fue publicado, en 1973, por la ahora extinta
Editorial Plus Ultra, de Buenos Aires. No todos los autores
eran, ni podían ser, de primera línea, pero, en el volumen, son
vecinos autores tan renombrados como Enrique Anderson Imbert,
Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, Marco Denevi,
Antonio Di Benedetto, Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández,
Silvina Ocampo, Ricardo Güiraldes, Leopoldo Marechal, Manuel
Mujica Láinez, Conrado Nalé Roxlo, Roberto J. Payró, Horacio
Quiroga…
Como el
éxito de aceptación del público fue considerable, la editorial
me exhortó a que compilara otros florilegios, a los que tampoco
les fue mal. Sin embargo, en mi bibliografía sólo incluyo
algunos de ellos; a otros no, pues el factor desencadenante de
su concreción no fue literario sino comercial.
Andando el tiempo (mucho tiempo: unos treinta años más tarde)
compilé otras (“Historias
improbables. Antología del cuento insólito argentino”,
Alfaguara,
y “Ficcionario
argentino (1840-1940). Cien años de narrativa: de Esteban
Echeverría a Roberto Arlt”,
Losada),
ahora sí conducido por mi placer personal, al que considero el
único impulso digno para realizar cualquier tarea de índole
literaria. En el caso de
“Historias improbables”, lo hice por el interés irresistible
que siempre experimenté hacia los relatos fantásticos y/o
insólitos; en el del
“Ficcionario…”, por cierta afición paleográfica que me lleva
a hurgar en las letras del pasado argentino.
También he redactado, para las secciones “El Trujamán” y
“Rinconete” del Centro Virtual Cervantes, decenas de artículos,
que podrían denominarse de “filología ligera”, sobre cuestiones
lingüísticas y literarias.
Entre los textos ensayísticos, me complace recordar el que
compuse para describir uno de los tantos y solemnes disparates
en que solía despeñarse Ezequiel Martínez Estrada: “‘En
leturas no conozco…’
(Cuando el autor escribe una cosa y el crítico lee otra)”.
Fernando Sorrentino con su hijo Juan Manuel en 1978
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Fernando Sorrentino en Salamanca, España, 2014 - Lazarillo de
Tormes
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Fernando Sorrentino con Elsa Nieto
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11 — ¿Tu
posición sobre quienes pretenden imponer un “canon”?
FS
— Desde que tengo
memoria, hubo “dioses” que extendieron su mano derecha para
glorificar a algunos escritores y para aniquilar a otros.
Recuerdo, en mi juventud, que el tándem integrado por el diario
“La Opinión” y el Centro Editor de América Latina solía
practicar, ante la indefensión pública, la vehemente apoteosis
de diversos autores de sus respectivas (y comunes) cofradías:
sin duda, tales beneficiarios eran maravillosos escritores, pero
nunca alcancé la suficiente altura intelectual que me permitiese
disfrutar de sus obras. Más aún, expresaré un sacrilegio: creo
que era suficiente ser (o fingir ser) “progre” para que ilustres
mamarracheros ingresaran en aquellos parnasos de la mediocridad
lucrativa.
Y, cada tanto, y
mutatis mutandis,
suelen renacer estos demiurgos de la verdad irrefutable, que no
necesitan, para su efímero reinado, más armas que una columna en
un medio periodístico cualquiera.
En mis años de tragaldabas de literatura leí, por ejemplo,
cuatro novelas de David Viñas:
“Los dueños de la
tierra”, “Cayó sobre su rostro”, “Dar la cara” y
“Un dios cotidiano”.
Y no recuerdo de ellas una sola palabra, lo que significa que
invertí una gran cantidad de tiempo en algo que no tenía ninguna
utilidad (más me habría valido leer
“Locuras de Isidoro”
o “Andanzas de
Patoruzú”).
También adquirí las dos series de “Capítulo” del Centro Editor
de América Latina, y leí tantas narraciones… Había unos cuantos
escritores con un poco más de edad que yo, y yo los leí…
Posiblemente, Héctor Tizón, Germán Rozenmacher, Haroldo Conti,
Juan José Saer y otros de la misma época constituían cumbres
literarias, pero, al leer sus historias, caían sobre mí raudales
de aburrimiento. Muchísimo tiempo más tarde —hará diez años—
quise cerciorarme de no estar equivocado y leí
“El entenado”, de
Saer, y esa insipidez me ratificó que yo estaba en lo cierto.
Fernando Sorrentino con Marina Filippe y Martín Gardella en
2014
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Fernando Sorrentino en enero 2019
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Fernando Sorrentino con Cristina Piña en 1992
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Fernando Sorrentino con Andrea Patricia Marini en 2014
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12 —
Cuatro argentinos accedieron al Premio Cervantes: Borges, Bioy
Casares, Juan Gelman y Ernesto Sábato. ¿Te resultaría demasiado
odioso comparar a Sábato con Borges?
FS
— En cierta época,
allá por las décadas de 1960 y 1970, algunos críticos intentaron
parangonar la obra de Ernesto Sábato con la de Jorge Luis
Borges. Yo me permito opinar que, entre la producción de Borges
y la de Sábato, media una distancia de calidad, en favor de
Borges, equiparable
a las superficies sumadas de los océanos Atlántico y Pacífico.
Pero, como puedo equivocarme, estoy
dispuesto a aceptar aquellas opiniones bajo las siguientes
condiciones:
Por esos mismos años yo jugaba al
fútbol en los potreros y lo hacía en el puesto de puntero
derecho. Pues bien, si los admiradores del angustiado profeta de
Santos Lugares admiten que yo era un futbolista superior al
racinguista Oreste Osmar Corbatta, no tendré inconveniente en
declarar que aquél
es un literato casi tan importante
como el autor de
“El Aleph”.
Además, Sábato pretende amedrentar al lector con esas cataratas
de adjetivos tremendistas (“tenebroso”, “terrible”,
“siniestro”), insertados, por otra parte, en una prosa de
sintaxis más bien infantil. Aunque —ya que nombré a Viñas— de
todos modos los hechos que narra Sábato son menos carentes de
interés que los que narra Viñas.
Por su vocación histriónica, Sábato logró componer una
personalidad trágica, que le fue muy útil, hasta el extremo de
conmover a los jurados del Premio Cervantes. Pero yo no soy tan
hipersensible y, en todo caso, tengo de Sábato más bien la
imagen de una personalidad cómica.
Fernando Sorrentino con Alicia, su esposa, y Milly
Epstein-Jannai en 2015
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Fernando Sorrentino con Liana Friedich y Alejandra
Laurencich en 2017
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Fernando Sorrentino en 2011
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Fernando Sorrentino con Franco Vaccarini, Adela Basch,
Lucía Laragione, etc., en 2015
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Fernando Sorrentino con Hans Joachim Hartstein en Alemania,
2014
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13 — No
parece que hayas integrado grupos o cofradías.
FS
— He tenido altibajos, como todo el mundo. Pero, sin proponerme
metas colosales, puedo decir que, más o menos, he logrado
prácticamente todo lo que deseaba. Por algún elemento maldito de
mi personalidad, nunca quise formar parte de ningún grupo
literario de elogios mutuos, y tal vez esta circunstancia me
causó algunos perjuicios, compensados por el hecho positivo,
para mí, de no tener tratos con personas que me desagradan.
Fernando Sorrentino con Juan José Delaney y Marcelo di
Marco
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Fernando Sorrentino en Salamanca, España, 2014 - Lazarillo
de Tormes
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Fernando Sorrentino en Salamanca, España,2014.A
su espalda, la estatua de su admirado Fray Luis de León
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Fernando Sorrentino con Julio Kirschbaum en 2014
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Fernando Sorrentino con Alicia, su esposa, en Alemania,
2014
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14 — ¿Qué le aconsejarías al que eras en tus inicios como
narrador?
FS
—
Ahora tengo
setenta y seis años, y he leído bastante, aunque no lo
suficiente, y he publicado mucho, acaso más de lo recomendable.
Pero, si pudiera aconsejar a aquel Fernando
Sorrentino de cinco lustros de vida, que intentaba escribir
narrativa, le diría que no sea atolondrado, que no se apresure
en llegar al punto final, que vuelva atrás un millón de veces,
que relea lo que escribió, que lo reescriba sin cansarse, que no
quiera hacerse el ingenioso, que no apele a recursos fáciles ni
demagógicos ni “simpáticos”…
Y, sobre todo, le
aconsejaría al joven Fernando Sorrentino que escriba
únicamente lo que a
Fernando Sorrentino le gustaría leer.
Y este último consejo fue seguido religiosamente por mí desde
1972 hasta la fecha. Lo que no significa, por cierto, que, a
pesar de estas precauciones, no haya cometido nuevos errores y
no haya vuelto a estar desconforme con unas cuantas páginas.
Fernando Sorrentino con Oscar González Oro, Silvia Plager,
etc.
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Fernando Sorrentino con Walter Bruno Berg en 2002
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Fernando Sorrentino en la ciudad de Dunkirk, Nueva York,
Estados Unidos, 1993
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Fernando Sorrentino con Juan José Delaney y el ilustrador
Huadi en 2018
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15 —
Concluyendo este “documental”, ¿qué colofón urdirías en lugar de
epígrafe?
FS
— Después de escribir
tanto como he escrito, me parece útil reproducir —a modo de vaga
disculpa por este deshilvanado recorrido a través de los
vericuetos de mi memoria—, el primer cuarteto del soneto primero
de mi amado Garcilaso de la Vega:
“Cuando me paro a contemplar mi estado,
y a
ver los pasos por do me ha traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que
a mayor mal pudiera haber llegado.”
Fernando Sorrentino con Juan José Delaney y Hugo Alberto Díaz en
2018
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Fernando Sorrentino en 2019
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Fernando Sorrentino con Zulma Prina, Cristina Pizarro, etc., en
2013
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Fernando Sorrentino con Zulma Prina en 2013
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*
Fernando Sorrentino selecciona cuentos de su autoría para
acompañar esta entrevista:
Mera sugestión
Mis amigos dicen que yo soy muy sugestionable. Creo que tienen
razón. Como argumento, aducen un pequeño episodio que me ocurrió
el jueves pasado.
Esa mañana yo estaba leyendo una novela de terror, y, aunque era
pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió la idea de
que en la cocina había un feroz asesino; y este feroz asesino,
esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la
cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la
espalda. De modo que, pese a que yo estaba sentado frente a la
puerta de la cocina y a que nadie podría haber entrado en ella
sin que yo lo hubiera visto y a que, excepto aquella puerta, la
cocina carecía de otro acceso; pese a todos estos hechos, yo,
sin embargo, estaba enteramente convencido de que el asesino
acechaba tras la puerta cerrada.
De manera que yo me hallaba sugestionado y no me atrevía a
entrar en la cocina. Esto me preocupaba, pues se acercaba la
hora del almuerzo y sería imprescindible que yo entrase en ella.
Entonces sonó el timbre.
—¡Entre! —grité sin
levantarme—. Está sin llave.
Entró el portero del
edificio, con dos o tres cartas.
—Se me durmió la pierna —dije—. ¿No podría ir a la cocina y
traerme un vaso de agua?
El portero dijo “Cómo no”, abrió la puerta de la cocina y entró.
Oí un grito de dolor y el ruido de un cuerpo que, al caer,
arrastraba tras sí platos o botellas. Entonces salté de mi silla
y corrí a la cocina. El portero, con medio cuerpo sobre la mesa
y un enorme puñal clavado en la espalda, yacía muerto. Ahora, ya
tranquilizado, pude comprobar que, desde luego, en la cocina no
había ningún asesino.
Se trataba, como es lógico, de un caso de mera sugestión.
(de
“El mejor de los mundos
posibles”)
"Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con
un paraguas en la cabeza"
Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un
paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años
desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la
cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy
habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris,
algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en
una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de
un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto
sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que
ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e
indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él
siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni
siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un
vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea.
Después de unos instantes de indecisión, y viendo que no
desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el
rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En
seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y
volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza.
La nariz le sangraba, y en aquel momento tuve lástima de ese
hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa
manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se
llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por
completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente
molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la
frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien,
aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos
regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero
el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces
empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas
tan veloces como yo). Él salió en mi persecución, tratando en
vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba,
jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo
a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su
rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el
paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría,
decir: “Señor oficial, este hombre me está pegando con un
paraguas en la cabeza”. Sería un caso sin precedentes. El
oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos,
comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez
terminaría por arrestarme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin
dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer
asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda
se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente
el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas
sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco
a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada
estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un
fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus
golpes.
Bajé —bajamos— en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida
Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos.
Pensé en decirles: “¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un
hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?”. Pero
también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o
seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente
la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se
anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró
conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la
cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se
limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más
íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían
conciliar el sueño; ahora creo que, sin ellos, me sería
imposible dormir.
Sin embargo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas.
Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me
explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía
golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le
he propinado puñetazos, patadas y —Dios me perdone— hasta
paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba
como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo
más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila
convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa
certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo
golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé
también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el
tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los
dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en
la cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil:
reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no
podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor
frecuencia, me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia
me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más
lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves
paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.
(de “Imperios y servidumbres”)
Fernando Sorrentino en 2017
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Fernando Sorrentino con Marcelo di Marco en 2015
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Fernando Sorrentino con Carlos Fernández en 2011
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las
ciudades de Martínez y Buenos Aires, distantes entre sí unos 23
kilómetros, Fernando Sorrentino y Rolando Revagliatti, enero
2019.
www.revagliatti.com
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