Guillermo E. Pilía: sus respuestas y
poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
Guillermo E. Pilía
nació el 29 de octubre de 1958 en La Plata, capital de la
provincia de Buenos Aires, la Argentina. Se graduó en Letras en
la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación por la
Universidad Nacional de La Plata. Ejerce la docencia como
profesor de lenguas clásicas y de teoría literaria. Es director
de la Cátedra Libre de Cultura Andaluza de la UNLP, director
emérito de la Cátedra Libre de Literatura Platense “Francisco
López Merino” de la misma Universidad, titular del Aula de
Taurología “Ignacio Sánchez Mejías”, vicepresidente del Consejo
Argentino para las Relaciones con Andalucía, Secretario de
Asuntos Académicos del Instituto Iberoamericano de Estudios
Andalusíes, senescal de la Hermandad
Literaria
Generación del 27 y Miembro de Número de la Academia
Hispanoamericana
de Buenas Letras de Madrid. Parte de su obra
poética ha sido traducida al inglés, al portugués, al griego
moderno y al italiano. Entre las principales distinciones
obtenidas se encuentran el Primer Premio Provincial de
Literatura “Roberto Arlt”, 1989; el Primer Premio de Ensayo en
el Certamen Nacional “60 Aniversario del Fallecimiento de
Horacio Quiroga” de la Sociedad Mutual de Empleados Públicos de
Rosario, Santa Fe, 1997; el Premio publicación del certamen
“Todos somos diferentes” de la Fundación de Derechos Civiles de
Madrid, España, 1999; el Premio Al-Ándalus de la Federación de
Asociaciones Andaluzas de la República Argentina, La Plata,
2010; el Premio Andrés Bello por su obra poética completa de la
fundación homónima de Madrid, 2014; el Premio a la
Excelencia Literaria de la Unión Hispanomundual de Escritores,
Orlando, Estados Unidos, 2016. Toda su obra intelectual fue
declarada en 2010 de interés cultural por la Municipalidad de su
ciudad natal. En el género ensayo se editaron los volúmenes
“La trascendencia en la
espiritualidad hispana”, 1999;
“Andalucía, tan lejana y
cercana. Memorias de los inmigrantes andaluces de la región de
La Plata”, 2002; “Los
castellanoleoneses de La Plata”, 2005;
“Diccionario de escritores
de la provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo XIX”,
2010. Sus libros de cuentos son
“Viaje al país de las
Hespérides”, 2002;
“Días de ocio en el país de Niam”, 2006;
“Tren de la mañana a
Talavera”, Madrid, 2009. Entre 1979 y 2012 se publicaron sus
poemarios “Arsénico”,
“Enésimo triunfo”,
“Río nuestro”, “Río nuestro /
Cazadores nocturnos”,
“Huesos de la memoria”,
“Viento de lobos”,
“Visitación a las islas”,
“Caballo de Guernica”,
“Ópera flamenca”,
“Herido por el agua”, “Ojalá
que el tiempo tan sólo fuera lo que se ama” y
“La pierna de Rimbaud”.
1 — Sitúo: naciste
cuando Arturo Frondizi cumplía unos seis meses de su presidencia
de la Nación, después de una dictadura.
GEP —
Es así. Y
en un barrio apartado de mi ciudad. Viví hasta los catorce años
con mis padres y con mi abuela paterna, que fue la única de mis
abuelos que conocí. De mis primeros años tengo sobre todo
recuerdos sensitivos: el aroma de la cal húmeda de las obras en
construcción, el perfume del alquitrán, del asfalto
caliente
que ascendía de las calles más nuevas. A la tarde, el olor a
mandarinas en invierno y a jazmines en verano; al anochecer,
los de la albahaca y la tierra húmeda de las quintas. También
conservo memoria de algunos sonidos:
en las
mañanas de convalecencia, el rumor de las fábricas y oficios;
por las noches, el del viento que hacía oscilar el farol de la
esquina con sus ráfagas, el silbato de los trenes que se oía en
el alba.
Tengo pocas reminiscencias, en comparación, del sabor y
del tacto: quizás mi infancia sólo haya sido el aire cálido de
enero y el sabor de las moras; también —por qué no— la
desmemoria de la muerte. A veces, en mi niñez, sin quererlo, en
mis manos moría una luciérnaga, mis dedos sucios de su última
luz. Imágenes: llegaban otras lluvias; y siempre de luto, mi
abuela destendía contra el viento un velamen de blanquísimas
sábanas. Recuerdo mañanas de niebla —en verdad, los días más
hermosos nacían entre las nieblas de los suburbios—; y la mancha
de tinta que descubrí en el fondo de un cajón, el agua y la
palabra siemprevivas. Recuerdo mosquitos, Navidades, la bola de
marfil de una sombrilla, mañanas de gracia prodigiosas. Y
también las tormentas de tierra, los pellejos de serpientes, ese
tórrido viento que traía, como plebeyas banderas, las babas del
diablo. Eran muchos los miedos que, por las noches, juntaban mis
manos en oración.
Me estremecía la oscuridad; pero de la mano de mi
madre —al anochecer y siempre en el verano— dábamos un paseo por
el parque rumoroso que estaba enfrente de nuestra casa; y veía,
desde un banco entre sombras, cómo se desprendían de los árboles
bandadas de murciélagos. Ahora tengo nítida esa imagen; y sin
embargo, me fue necesario aguardar muchísimos años para
recuperar ese recuerdo. Había un deseo, en esos tiempos, de
estar a media luz y en soledad, en habitaciones que parecían
fresquísimos claustros; anhelo de noches de lectura y de
oración, de las primeras lecturas escuchadas y el balbuceo de
las primeras plegarias. Mis abuelos muertos, de los que
escuchaba hablar y a los que conocía por fotos, llegaban
entonces al conjuro de esas palabras encendidas, a veces también
en los silencios, en el olor de los ajos y en el zumbar de
mosquitos, en el humo del piretro que ardía su mágica brasa
sobre mi cómoda. Era una edad sin espacio ni tiempo, sin
conciencia y sin relojes: la edad sin fisuras en el muro del
mundo.
Todavía hoy tengo el privilegio de entrar todos los días
a la casa en la que nací. La curva de la calle es la misma, son
los mismos el parque y los árboles, la luna que a veces asciende
tras las copas. Aún es esa casa en que viví —en esencia, en lo
profundo— la misma que fui lejos a buscar. Pero hoy ya no
encuentro la vereda de ladrillos, gastados por los zapatos y las
muletas de los mendigos que entonces me aterraban; ni el agua y
su memoria rumorosa, ni los enjambres de insectos que
revoloteaban por las noches bajo el farol, ni aquellos perfumes
de la tierra y de la albahaca.
No eran los pasos de los mendigos el único misterio de
aquellos años. También
misteriosa —y en la memoria amarillenta— era asimismo la esfera
del reloj de cocina que velaba mi infancia. La tarde en que dejó
de funcionar y pasó a ser mi juguete hoy regresa como un
ramalazo; y también vuelve la emoción de tocar ese disco
inalcanzable —sus agujas negras, la roja, enhebradas en un ojo
común, y los números que el niño que yo era no acertaba a
entender—; la cuerda de un color acerado y aceitoso; las ruedas
y su olor a engranaje perfecto... Ese instante ha quedado, como
el reloj, detenido en esta endeble memoria. ¿Qué era lo que
buscaba yo en su carcaza de metal, si el tiempo para mí aún no
existía?... Hoy no sé si era entonces su máquina lo que más me
conmovía, o su latido igual al de mis sienes, al paso de
aquellos mendigos de los que hablé, a todo lo que llenó de mitos
mi pasado, mi presente de palabras.
Es curioso, pero tuve que irme muy lejos para encontrar
nuevamente
todo
aquello que un día tuve al lado: no sólo esos misterios del
tiempo y del destino, sino también otras cosas: la goma negra de
un gotero —pronto diré cuánto representaron los remedios
en mi infancia—,
esos
frascos que encerraban un líquido
alcanforado y azul, las ampollas
resguardadas en cajas de madera;
y
el vapor alcohólico en que hervían las
jeringas
y las agujas sobre un mechero
de la
cocina, el patio sin baldosas
antes de
que se soltara la tormenta... Y la imagen de las
manos de mis mayores, que
untaban
todas las noches con ajos y aceites
el
pan de la pobreza. Todo sigue estando
allí de alguna forma,
en esa
casa
que era y
es —en
esencia, en lo profundo— la misma que fui lejos a buscar.
El pasado
vuelve en cada instante de mi vida
y
extiende mi
memoria al infinito. A veces, el humilde,
el
simple olor de un fósforo de cera que se enciende,
ilumina mis días sepultados.
Era demasiado vasto ese mundo de la infancia, aunque a
simple vista hoy parezca un cúmulo de cosas insignificantes y
caóticas. Era mucho, y yo sólo alcancé a aprender apenas un
manojo de palabras para decir lo vasto del recuerdo: el olor del
café que se molía tras altos mostradores —y después el rito de
guardarlo en grandes latas que aromaban la noche—; y el día en
que por azar descubrí, en un ropero oscuro, un vestido floreado
de mi madre —y en cada flor perduraba una siesta de verano sin
límites, la luz de las doce en la tela vaporosa. Acaso, cuando
elegí —si es que se elige— ser escritor, asumí en exclusividad
el destino de pronunciar mi entorno, de llamar con un nombre a
cada cosa, a todo aquello que vive en necesidad de palabras. En
este cantar la ambigüedad de lo nacido, hoy descansa mi alegría:
en darle una palabra a lo que nunca suplicó tener voz. Porque
sin palabras —se ha dicho— no existe vida o muerte: sólo vértigo
o miedo.
Guillermo E. Pilía en Sevilla, España, 1999
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Guillermo E. Pilía en la Universidad Nacional de La Plata,
en 2004
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Guillermo E. Pilía en Acapulco, 2005
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2 — Los remedios
en tu infancia, adelantaste; por lo tanto, tu salud. ¿La
vincularías con tu vocación literaria?
GEP — Quizá se
entienda un poco más el curso de mi vida y mi vocación de
escritor —si es que de ello merece que alguien se tome el
trabajo— si digo que tuve en mi infancia una salud quebradiza:
sufría de asma, y muchas noches las pasaba tosiendo; y mi piel,
a la mañana, era del color de los mármoles viejos —como las
estatuas que aterran a los niños en los parques a oscuras—. De
esas noches en vela me han quedado —sobre todo— las fantasías
que hilvanaba en mi afán por dormir. Antes dije que hablaría de
remedios. Pues bien: los nombres de los que me daban han quedado
en mis labios. He olvidado muchos nombres —de personas, de
lugares, de cosas—, jamás los de aquellos brebajes. El gusto de
los jarabes regresa a mi lengua después de tantos años, y
todavía me provoca —como entonces— un temblor espasmódico. No sé
si ha quedado tan viva en mi interior la enfermedad, como la
angustia con que llegaba la hora de ingerir esas bebidas
melancólicas. Nombres malsanos, hoy esfumados de droguerías y
farmacias, hoy apenas parte de la historia de las enfermedades
de mi infancia.
El médico que me atendía, y al que veía con más frecuencia que a
un familiar, me prescribía en las crisis asmáticas más fuertes
una sal derivada del opio. En las farmacias la vendían en una
sola ampolla, resguardada por un envase de madera. La tos
amainaba y los miembros quedaban laxos, como si emergieran de
una siesta extendidaa
hasta el crepúsculo. En un mechero de la cocina se esterilizaban
las jeringas: hervían un buen rato en una cajita de acero de la
que emanaba un vapor blanco y alcohólico. De esa droga tal vez
no tenga más recuerdo que el placer con que me entregaba sin
culpas a su somnolencia luminosa.
En las convalecencias
—las mañanas en que, después de una noche de crisis,
amainaba la tos espasmódica— mi madre me llevaba a tomar el aire
de las avenidas arboladas, o bien me encaramaban a un tranvía
que llegaba hasta la quema. Hoy no sé si el olor de la basura
incinerada era parte de la cura prescrita, o si el remedio tan
sólo consistía en ese paseo extendido, que por azar llegaba a
los arrabales de la miseria.
La enfermedad me dio en mi infancia muchos días sin
escuela, me formó un carácter melancólico y me predispuso, como
a Proust, para la literatura. Por suerte en la casa de mis
padres existían los libros. Conviví con ellos desde el tiempo en
que no sabía leer, labrando ficciones a partir de los dibujos de
las tapas y de las reseñas que me hacían mis padres. Había una
enorme Biblia ilustrada, que más que afianzar mi fe pobló mi
fantasía con historias monstruosas. Más tarde, cuando pude leer,
leí, muchas veces sin entender, novelas de aventuras, relatos
policiales, cuentos de terror, el teatro de Shakespeare y de
Ibsen, Bocaccio, Rabelais —también los grabados de Doré a
“Gargantúa y Pantagruel”
me llenaban de inquietudes—, la poesía tradicional y la
gauchesca, Víctor Hugo, Cervantes, algo de Quevedo, bastante de
Enrique Larreta, Hugo Wast, Alejandro Dumas, Julio Verne, Edgar
Allan Poe y otras mezclas semejantes.
Comencé a escribir muy joven, al final de mi infancia, y me
seguía alimentando con todo lo que me caía en las manos. Lo que
escribía era más bien caótico, ecléctico, quizás de muy poco
valor, salvo en lo personal. Escribía cuentos y poemas, tanto en
versos libres como medidos. Fueron años casi infructuosos en
cuanto al contenido poético, pero que me sirvieron como
aprendizaje, sobre todo como experimentación de formas.
En 1971 terminé la escuela primaria, que nunca me gustó,
y al año siguiente entré, después de un riguroso examen, al
Colegio Nacional, porque mi padre ya había tomado por mí la
determinación de que mi vida se tendría que encaminar hacia la
Universidad. El Colegio Nacional tenía un halo de prestigio. Por
sus escaleras de mármol gastado habían subido a dar sus clases
Pedro Henríquez Ureña, Martínez Estrada, Loedel Palumbo. Entre
sus exalumnos estaban Francisco López Merino, Ernesto Sábato,
René Favaloro. No obstante que los tiempos habían cambiado
—entré al Colegio al final de la Revolución Argentina, viví en
él el regreso de Perón, allí recibí la noticia de su muerte y
egresé en 1976, con el Proceso— tuve buenos profesores y recibí
una sólida formación. Ya no era un asmático, y tuve épocas en
que me dediqué mucho a la actividad física. Llegaron los
primeros enamoramientos y todas las cosas contradictorias,
hermosas y desdichadas, de la adolescencia.
Guillermo E. Pilía con Liliana Bastons ante el busto de
Roberto Thémis Speroni, en 1980
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Guillermo E. Pilía con Edgardo Chacón
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3 — Instalémonos
aun más en ella. Y sigamos.
GEP —
A los
dieciséis o diecisiete años descubrí la poesía de Arthur
Rimbaud. Decía el maestro Domingo Ortega que no es lo mismo
torear que dar pases. A partir de Rimbaud, tal vez comprendí que
hasta entonces no había toreado todavía, que me había limitado a
dar pases. Fue a partir de ahí que todo empezó a ponerse más
serio, comprendí que “la poesía” era mucho más que “escribir
poesías”, que configuraba una forma particular de ver el mundo,
de enfrentar la sociedad y la historia. No sé por cuanto tiempo
escribí bajo la influencia de Rimbaud. A los 21 años, cuando
publiqué mi primer libro, le dediqué dos poemas; a los
cincuenta, un cuaderno,
“La pierna de Rimbaud”. Rimbaud hizo mucho por el mundo de
las letras, pero en especial por mí.
En 1977 tuve que cumplir con el Servicio Militar en la
Fuerza Aérea. Yo tenía de la vida militar una imagen romántica
que muy pronto se iba a esfumar. Mi experiencia la podría
resumir en algunos recuerdos olfativos: el del agua que venía
del río cercano y que se potabilizaba precariamente; el del
jabón y el perfume barato con los que intentábamos ocultar el
olor del cuartel; el de las infusiones que humeaban en grandes
ollas, casi de madrugada, en el patio de armas; el olor —mejor
sería decir el perfume— del hinojo y del eneldo, de la menta y
de la mejorana que pisaba cada vez que me dirigía hacia el
puesto más apartado, solitario y silencioso. También estaba el
de los fusiles, que era olor a aceite y a metal, y el del fogón
de la guardia, a leña y a grasa quemada; el de las comidas,
invariablemente repetido; el de las cáscaras de naranja que se
secaban al rayo del sol en los patios encalados; el hedor de los
grandes botes de desperdicios a los que de noche se acercaban
con sus ojos infernales cientos de ratas; el de las casetas
húmedas de orines antiguos; el relente de esa tierra fresca y
pobre que se juntaba entre las lajas y que hacía germinar yuyos
de similar pobreza. Aromas que aún hoy me evocan en este país de
confines una vida miserable y sucia, en la que todo pensamiento
elevado naufragaba en el sufrimiento de vivir como un preso y en
el terror de morir en una guerra insensata o el de tener que dar
la muerte a cualquier otra persona. Estos recuerdos, y los de
los años de la peste, quedaron en
“Huesos de la memoria”,
en “Viento de lobos”,
incluso en algunos de mis últimos poemas, a los que regresan
como regresa una pesadilla.
En 1978 comencé a cursar en la Facultad de Humanidades la
carrera de Letras. La Facultad se desentendía de aquellos que
tratábamos de ser escritores, pero nos permitía descubrir a
muchos “maestros”, como Trakl, Saint-John Perse, Montale,
Quasimodo, Rilke. Por mis estudios, pero también por inclinación
natural, tuve siempre una formación muy hispanista, y por ahí
fueron entrando, primero, Antonio Machado, el primer Juan Ramón
Jiménez y los poetas del 27; más tarde, el último Jiménez,
Caballero Bonald, Claudio Rodríguez. De los poetas argentinos,
Ricardo Molinari, Alberto Girri, Enrique Molina, también
Leopoldo Marechal, a quien ya se lee muy poco, por lo menos su
poesía. En esos años me sentía un poeta mimado por los
escritores consagrados de La Plata, como Ana Emilia Lahitte,
Aurora Venturini, Horacio Ponce de León. Pero el poeta que más
influyó en mi trabajo fue Horacio Castillo.
Los libros siempre fueron de la mano de los autores; y
ambos se me han ido abrojando a determinados momentos de mi
vida; tanto que se podría trazar la biografía de un escritor —mi
biografía— con sólo hablar de los libros que lo apasionaron en
tal o cual momento. Por supuesto que no bastaría el comentario
crítico, sino más bien la descripción de los “estados de alma”
que esos libros le provocaron. Un libro clave en mi vida fue
“Una temporada en el
infierno”, que en aquel entonces, en mi adolescencia, lo leí
en la traducción que hicieran Oliverio Girondo y Enrique Molina,
hermosa traducción en la que la literalidad está subordinada a
lo poético, como siempre tiene que ser.
Otro libro para mí muy importante fue
“Huesos de sepia” de
Eugenio Montale, y casi al mismo tiempo toda la poesía de
Quasimodo. Excluidos Rimbaud, Montale, George Trakl, Quasimodo,
la lista se haría extensa, porque más allá de las lecturas
circunstanciales, azarosas o de puro placer, al estudiar la
carrera de Letras, todos los años me tenía que enfrentar con
treinta o cuarenta libros, de los cuales algunos pasaban sin
pena ni gloria y otros me iban dejando marcas. Pero en la
facultad no se leía mucha poesía, salvo en español, además de la
clásica en griego o en latín; esto también me ha dejado su
marca: Salinas y Cernuda, Píndaro u Ovidio. A veces se piensa
que, para un poeta, los libros fundamentales que lo han
apasionado son los de otros poetas. A mí, en cambio, me han
dejado huellas profundas muchas novelas, obras de teatro, libros
de historia, de filosofía, de religión. La poesía, por otra
parte, es un género omnívoro: de todo se nutre y todo lo
transforma.
La carrera de Letras era en ese entonces muy distinta a
lo que es ahora, era una especie de licenciatura en Filología
Clásica. Los clásicos antiguos, que en mi infancia había leído
en malas traducciones, los tuve que releer en sus idiomas
originales. Se les daba mucha importancia a las lenguas
clásicas. Ocho horas diarias de estudio de griego y latín era el
tiempo que nos recomendaban los profesores. Cuántas mañanas,
cuántas noches, cuántas tardes de sol o de lluvia sobre Píndaro
y Virgilio... Tanta seca gramática —podría hoy reprocharles—
para escribir estas tres palabras, algunos versos medianamente
venturosos... Qué tristes meses —recuerdo— aguardando un examen,
repitiendo aoristos y declinaciones... Pero también, qué
añoranza siento ahora al recorrer los lomos de esos libros que
ya no tengo la obligación de leer... Hoy ya no existe el
profesor de griego al que tanto quería, el de latín que me
aterrorizaba; hoy ya son ambos hierba y sonido, igual que
lenguas muertas... Y yo me he convertido un poco en ellos, como
un hijo que aprendió
a su lado la nostalgia de la luz antigua, pero no a morir; un
hijo que hoy en Píndaro y en Virgilio los recuerda.
Guillermo E. Pilía en Villa Victoria, Mar del Plata, 1998
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Guillermo E. Pilía con Ana Emilia Lahitte y Horacio
Castillo, en 2001
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4 — Atrás la
adolescencia, estamos en tu plena juventud.
GEP —
Cuando,
después de la Guerra de Malvinas, se abrió la actividad
política, sentí la necesidad de incorporarme también a ese
mundo. Yo ya había publicado dos libros,
“Arsénico” y
“Enésimo triunfo”, y
escribía oscuros poemas bajo la influencia de Georg Trakl,
acordes con la época. Después de muchas idas y vueltas en mi
vida religiosa, que me llevaron incluso a plantearme seriamente
estudiar para sacerdote, yo ya era en los años de Facultad un
católico militante, y casi naturalmente me afilié al Partido
Demócrata Cristiano. A lo largo de mi vida adherí y voté a
distintos partidos y diferentes candidatos, pero nunca abandoné
las banderas del socialcristianismo. A los 27 años ya era asesor
de un diputado demócrata cristiano. A los 29 me nombraron
director en el área de Cultura en el gobierno del doctor Antonio
Cafiero. Después, nunca más volví a ocupar cargos políticos. No
sé hasta qué punto es compatible la política con la literatura.
Realicé algunas tareas ad honorem, de las que no siempre salí
bien parado. Hasta el día de hoy, en que estoy cerca de
jubilarme, me he ganado la vida con un cargo de carrera en el
Archivo Histórico de la Provincia y con el ejercicio de la
docencia. En algunos momentos hice otras labores vinculadas a la
literatura, como escribir algún libro de investigación por
encargo, viajar como jurado o dirigir programas de radio. Si
bien no he podido vivir de lo que escribo, siempre viví de
trabajos relacionados con la cultura y con las letras.
Después de la literatura, y en gran parte
por culpa de ella, mi gran pasión ha sido viajar. Nuevamente mi
recuerdo se traslada a la infancia. En una reunión —de familia,
de amigos, de vecinos, ya lo he olvidado o finjo hacerlo, pero
carece de importancia— el niño que fui escuchaba hablar de
Europa. Un matrimonio había vuelto de un largo viaje y se
pasaban fotos, se desplegaban periódicos. Madrid tintineaba en
mi oído como moneda en la taza de un ciego, como organillo de
Galdós. Soplaba viento en el Sena, en Nôtre Dame no aparecía
Esmeralda. Tras los palacios italianos, había un cielo como un
paño de bandera que me llenaba de melancolía. En la reunión se
comía, se bebía, se echaban bromas. El niño que fui soñaba
entonces con ese mundo que ya había comenzado a amar a través de
los libros. El recuerdo de ese instante iría conmigo por
siempre: oscuro a veces como el agua veneciana o luminoso como
la arena de Las Ventas. Nadie supo nunca que esa noche casual
alimentaría por años mis ensueños; que mi imaginación iba a
reponer lo que entonces no se había dicho; que en los viajes del
cuerpo —que tendría ocasión de hacer— iba a buscar, sin
conseguirlo, el mismo cielo, esa brisa, esa luz; que trataría
sin resultado de revivir —en los viajes del alma— esa soleada
tristeza: la del niño que ya apuntaba a escritor.
Hay quienes se hacen escritores para viajar; hay quienes
viajan como pretexto para escribir. Desde aquella noche que
acabo de contar, o quizás desde antes, los viajes tuvieron para
mí un fuerte atractivo, siempre abrojados al mundo de los
libros, quizás también al del cine, al de algunas historias
escuchadas en mis primeros años. De joven tuve posibilidad de
viajar un poco por mi país y por países vecinos. Pero como suele
sucedernos a los que nacimos aquí, el verdadero viaje es el que
nos lleva a nuestras raíces, a Europa. Y ese viaje llegó a mi
vida bastante tarde, cuando ya era un hombre formado, y quizás
por eso unido a una sensación mayor de melancolía. Unos meses
antes de viajar a Europa tuve que estar unos días en cama por
una fuerte gripe, y en varias tardes en que me tuve que quedar
solo me puse a releer viejos libros, algunos de aquellos que en
mi infancia y adolescencia me hacían soñar. Y de pronto me sentí
invadido por una gran angustia. ¿Cómo hubiera sido mi vida de
haber podido viajar veinte años antes? ¿Con qué ojos hubiera
visto ese otro mundo? ¿Cómo se hubieran traducido, como se
traducirían ahora todas esas imágenes en palabras?
Guillermo E. Pilía con Amelia Béssega, Antonio Dal Masseto
y Ángela Gentile, en Mar del Plata, 1998
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Guillermo E. Pilía con el actor Carlos Moreno
Guillermo E. Pilía con Carlos Santos Valle y el actor José
Sacristán
5 — ¿Tus recuerdos
de Europa? ¿Y aun de otros viajes?
GEP — Amanecer en las landas; viaje en tren a Jerez
de la Frontera; noche en la Vía del Corso; subida a Montmartre,
al castillo de San Jorge, al Albaicín; almuerzo en Aranda del
Duero; un mediodía de invierno en Provenza; el paso del San
Gotardo; la carrera de San Jerónimo en Madrid; una misa en Nôtre
Dame; una calle de Lisboa en la que vendían grandes paraguas;
los Pirineos, los Alpes Marítimos; una tarde de toros en
Aranjuez; una noche de verano en el Sacromonte; una taberna
griega en el Barrio Latino; el París de los impresionistas y el
Madrid de Velázquez y de Goya; “El entierro del conde de Orgaz”,
el “Guernica”; el teatro romano de Mérida; el café de la mañana
de Burdeos; la estación Pan Bendito; la calle Amor de Dios…
En realidad, nunca me senté a escribir
sobre ningún viaje. Como muchas experiencias vitales, los que yo
hice fueron difíciles de expresar. Sólo quedaron fragmentos que
de vez en vez se manifiestan en algún cuento, mejor aún en
algunos poemas, sobre todo en los de mi libro
“Ojalá el tiempo tan sólo
fuera lo que se ama”. Viento junto a los grandes ríos del
Paraguay interior; ceibales del río Urión; amanecer en el río
Desaguadero; viento desde el Sacromonte, hacia las torres de la
Alhambra; viento en el mediodía de Formosa desmelenando las
palmeras. Viento yo mismo: traer, llevar, partir, regresar, ¿no
son acaso la misma cosa, hitos a partir de lo cual pasamos a ser
distintos?
Después de los países de Europa, y en
especial de España —si bien me siento profundamente argentino,
soy también, por adopción, por cultura, por cosmovisión, un
perfecto andaluz—, quizás sea México el que estuvo siempre,
desde mi infancia, más cargado de sentimiento y misterio.
También allí llegué tarde, a una altura de la vida en que ya
queda poco lugar para el espíritu romancesco que encontraba en
la “Sonata de estío”
de Valle-Inclán, a una altura de la vida en que quedan pocos
rincones del alma en los que se pueda cobijar algo misterioso. Y
el romanticismo de Perú y de Ecuador, los días vividos en
Arequipa, en Quito y en Lima en los que me sentí verdaderamente
feliz.
Guillermo E. Pilía con Florencia Argüello, Carlos Santos,
Cristian Foith López, Aníbal Sánchez Caro y Nidia Román Luna
Guillermo E. Pilía con el juez español Baltazar Garzón
6 — Nos quedan tus
libros y el ejercicio de la docencia.
GEP — Además de poesía he escrito cuentos, dos libros
de mitos y leyendas adaptados para chicos, ya que gran parte de
mi vida estuvo dedicada a la formación, a la docencia, y un
libro de cuentos taurinos que tuve la fortuna de presentar en
Madrid, durante la Feria de San Isidro de 2012. Después tengo
cuentos, sobre todo históricos, publicados aquí y allá. He
escrito también alguna novela corta y nunca intenté siquiera
hacerlo con el teatro, pese a que es un género que me encanta.
Escribí por encargo la parte dedicada a la poesía de la
“Historia de la literatura
de La Plata”, libro que no acrecentó la amistad que ya tenía
con algunos escritores y que en cambio me ganó unas cuantas
inquinas. Pasé como profesor por el Seminario Mayor, la
Universidad de La Plata y por la Católica, y ahora doy clases de
Latín y de Teoría Literaria en el Instituto Terrero. El Latín me
ayuda a que no se me descarrilen los pensamientos y la Teoría
Literaria es el contrapeso de mi libertad creadora. Me rodean
muchos compañeros y pocos amigos. Como profesor tengo fama de
bonachón, porque mi modelo es Antonio Machado. Me queda poco
tiempo para poder jubilarme y después pienso dedicarme a viajar,
leer y escribir, es decir, lo mismo que hago ahora pero libre de
obligaciones.
Tal vez resulte extraño que en esta especie
de autobiografía haya hecho poca o ninguna mención a mis libros,
a mis premios, a algunas celebridades a las que tuve el
privilegio de conocer. En las
“Memorias de Adriano”,
el protagonista confiesa, en la visión retrospectiva de su vida,
que quizá no resulte relevante el que haya sido emperador. Tal
vez tampoco sea relevante que yo haya sido escritor. Por alguna
razón incomprensible, el recuerdo de mis días de niño asmático
se sobrepone al de los libros que publiqué, el de los olores de
mi año de soldado a los premios que recibí, las minucias de un
viaje a la imagen de escritores y artistas famosos de los que
podría hablar. Los momentos más trascendentes de mi vida, la
primera vez que me uní a una mujer, el nacimiento de mi hijo, el
día en que cumplí mis 50 años, la muerte de mi esposa, por citar
algunos casos, difícilmente podrán transformarse en literatura.
Prefiero cerrar estas primeras páginas con una especie de
autorretrato de sabor cervantino:
Este que ves
aquí, de rostro sonriente, de cabello entrecano, frente un poco
marcada por los años y las muchas lecturas, de melancólicos
ojos, de nariz griega, más grande que pequeña, las barbas de
plata, que ha veinte años fueron oscuras, la boca sensual, los
dientes desparejos, mal acondicionados y peor puestos; el cuerpo
entre dos extremos: crecido de carnes y pequeño de talla; la
color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y
no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de
“Arsénico”, “Huesos de
la memoria”, “Opera
flamenca”, y del que hizo el “Viaje al país de las Hespérides”,
y de otras obras que andan por ahí descarriadas y quizás sin el
nombre de su dueño, el rostro del que se llama comúnmente
Guillermo Eduardo Pilía. Su vida y su obra, superficialmente
sencillas, están llenas “de hiatos y de puntos en suspenso”.
Desde los 20 años se dedicó a escribir y publicar poesía, pero
también fue valorada su labor narrativa, sin que él se
preocupara mucho en darle su lugar. Además de la literatura, le
interesa la historia, los vinos, el fútbol, Andalucía, el
flamenco, los toros (“Y antes que un tal poeta, mi deseo primero
/ hubiera sido ser un buen banderillero”, podría haber escrito
con Manuel Machado). Cuando en su adolescencia anunció que se
dedicaría a las letras, le vaticinaron que moriría de hambre,
oráculo que no se cumplió. Como dijo un colega suyo, “de joven
escribía para viajar y de grande viaja para escribir”. Pese a
haber realizado obra objetivamente valiosa y de personalísimo
acento, ha sido más valorado en el exterior que en su propio
país. “De él también podría decirse, como se dijo de otro
escritor de su ciudad, que es una mezcla de Hemingway por fuera
y Juan Ramón Jiménez por dentro”, escribió Guadalupe García
Romero. Y alguien podría aplicarle asimismo, con ciertas
reservas, las palabras de Valle-Inclán sobre el marqués de
Bradomín: “Era feo, católico y sentimental”.
Guillermo Pilía con Andrés Morales
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Guillermo E. Pilía con el dibujante Manuel García Ferré, en
2012
7 — Celebridades, dijiste, que has conocido. Compartamos con nuestros
lectores algo de esos encuentros.
GEP —
Desde muy joven
anduve merodeando los ámbitos públicos, sin ningún afán de
esnobismo, como el personaje de Proust o el mismo Proust. Conocí
a algunas personas importantes en la historia política y
cultural, pero a veces a destiempo. Por ejemplo, tuve
oportunidad de estar varias veces con Cipriano Reyes, el
fundador del Partido Laborista, pero sin tomar dimensión de la
figura épica que era. Me traté con gran parte de los escritores
de la generación del 40, como Tomás Diego Bernard, José María
Castiñeira de Dios, Horacio Ponce de León, Gustavo García
Saraví, Norberto Silvetti Paz. Tengo recuerdos de Oscar Hermes
Villordo, de Raúl Gustavo Aguirre, de Juan José Hernández, de
Gonzalo Rojas, de Nicanor Parra, de Marco Denevi, de David
Viñas, de Antonio Cisneros, de Fermín Chávez, de Antonio Dal
Masetto, de Jorge Ariel Madrazo, de Joaquín Giannuzzi… Nombro
sólo a algunos de los que ya no están. Creo que todos tenemos
necesidad de maestros. Pero llega
algún día en que el maestro deja de ser tan grande e infalible,
como antes lo pensábamos: le encontramos olores, ajaduras,
resquicios, y en sus fisuras vemos que tan sólo era tierra
iluminada, que apenas si la luz lo tocó cuando nosotros aún
íbamos a tientas. Nos damos cuenta tarde, quizás cuando a
nosotros empiezan a llamarnos “maestro”, cuando descubrimos —en
los ojos vidriosos de un discípulo por amor o por celos
lastimado— cuánto pesaron algunos maestros realmente en nuestra
vida. Y olvidamos entonces sus miserias, sus pequeños egoísmos,
sus miopías, porque los maestros son también padres severos y
amorosos y generalmente no se dan cuenta de que sus discípulos
ya estaban crecidos.
Guillermo E. Pilía con la escritora María Elena
Aramburú//Con los escritores españoles María José Galván y
Manuel Valera (foto2)
Guillermo E. Pilía con Eugenio Mandrini
8 — “Los toros en la historia, las letras y el Arte”,
“Las corridas de toros en la provincia de Buenos Aires”: tales
los títulos de dos de las numerosas conferencias que has
dictado.
GEP —
Para un aficionado español o
mexicano, la literatura taurina, lo mismo que la música, la
plástica o el cine relacionados al mundo de los toros, puede no
ser más que un complemento de la fiesta, una de las tantas
ramificaciones de determinada forma de expresión estética en
otra, eso que en teoría del arte llamamos intertextualidad y
transposición. Pero para el aficionado de un país en el que ya
no se celebran estos espectáculos, todo ese mundo colateral a la
fiesta puede convertirse en el centro de una extraña y perpetua
afición. De más está decir que estoy hablando de mí mismo y de
lo que veo, brumosamente, como el germen de mi pasión por los
toros: el “Llanto
por Ignacio Sánchez Mejías”,
leído a una edad incomprensible en una bochornosa siesta de un
verano platense, Tyrone Power (su doble) toreando por navarras
en la versión de 1941 de “Sangre
y arena”, mi abuela tarareando “El
niño de las monjas” o
“El relicario”... Después vendrían las primeras corridas
televisadas, “vía satélite”, que se transmitieron en la
Argentina con “El Cordobés”, Palomo Linares, Paco Camino: todo
mucho antes de que pudiera ver en cuerpo y alma una corrida de
toros. Quizás en España o en México o en Ecuador se ignora lo
difícil que es ver nacer y después sostener una afición en un
país donde no hay toros, y cuesta entender el consuelo que a
veces encontramos los aficionados en ese mundo circundante a la tauromaquia. Sería
exagerado decir que mi vocación por la literatura es también una
consecuencia de mi atracción por los toros, pero sí puedo
afirmar que aquellos escritores que tocaron el tema taurino
estuvieron desde siempre en mi biblioteca: García Lorca, Rafael
Alberti, Miguel Hernández, y también de algún argentino como
Enrique Larreta, cuyo hispanismo a ultranza resultaba tan
chocante a gran parte de nuestra intelectualidad. Creo que la
primera antología de la poesía taurina que entró en mi casa fue
la de José María de Cossío
“Los
toros en la poesía castellana. Estudio y antología”.
Al primer narrador taurino al que leí
apasionadamente, cuando tenía doce o trece años, y a cuya
memoria dediqué mi cuento “Quite a la sombra”, que integra
“Tren de la mañana a
Talavera”, fue Fernando Quiñones. Este escritor andaluz
tenía con la Argentina un vínculo muy fuerte. En 1960, el diario
“La Nación” convocó a un concurso de cuentos, dotado con un
interesante premio en efectivo. El jurado estaba integrado por
Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Carmen Gándara, Eduardo
Mallea y Leónidas de Vedia
y resultó ganador un desconocido escritor de treinta
años, nacido en Chiclana de la Frontera. La obra se
llamaba “Siete historias de hombres y de toros”. El libro de
Fernando Quiñones se terminó llamando
“La gran temporada”, y
tengo en mi biblioteca taurina un par de ejemplares de la
primera edición.
Muchos años después escribí
los cuentos de “Tren de la
mañana a Talavera”. ¿Cómo me lancé a escribirlos? Quizás por
algo que relata Hemingway en
“París era una fiesta”.
Creo que mi viejo y querido Hemingway cuenta que tenía que
escribir una historia para enviar a una revista y estaba en una
de esas etapas de sequía intelectual. Entonces se preguntó qué
era lo que realmente conocía bien, pues sobre eso tenía que
escribir. Y fue así como surgió “El río de los dos corazones”,
que habla de dos cosas que Hemingway conocía bien: por fuera, el
mundo de la pesca, y veladamente, el de la guerra. Yo también me
hice en algún momento esa pregunta, quizás ligeramente
modificada: ¿cómo todavía no he escrito nada significativo sobre
un tema que me ha apasionado como pocos, al que le dediqué años
de lectura y de estudio, un tema que me ha llevado a viajar por
los países taurinos, y que hasta me ha ganado muchas enemistades
en mi propia tierra? Así fue como surgió “Quite a la sombra” y
luego los demás cuentos del libro. Todos ellos son en el fondo
existencialistas, y tratan el tema de la relación de la vida y
el arte. En el cuento “Una buena vara”, como todos los demás
existencialistas, veladamente me he retratado. Yo soy un poco
ese picador que ha llegado a los 50 años y ya sabe que se
retirará como subalterno, pero que aún tiene deseos de que lo
recuerden por un buen puyazo. Cuando yo tenía 20 años, pensaba
que a los 50 me darían el Premio Nobel. A los 30 ya me
conformaba con el Cervantes. A los 58, sin Nobel y sin
Cervantes, con más hechuras de picador que de figura del toreo,
me conformo con ejecutar bien una suerte.
Guillermo E. Pilía con Jesús Moreno Sanz, Graciela Maturo,
Alejandro Drewes
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Guillermo E. Pilía con la escritora Celina Cámpora
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Guillermo E. Pilía con la actriz Luisa Kuliok
9 — ¿Qué dijeron los poetas sobre Diego Velázquez
(1599-1660)?...
GEP —
Aludís al título de otra de mis
conferencias… Sobre esto, un par de cosas. Primero, que como he
dicho, tengo una forma de sentir muy andaluza. Para evitar
cualquier tipo de suspicacia, quiero declarar que me siento
profundamente argentino, y que doy gracias a Dios por haber
nacido en esta tierra, aunque a veces, muchas veces, me duela la
Argentina, tanto como a Unamuno le dolía España. Pero también
siento que he tenido el privilegio de contar con una segunda
patria, una patria espiritual a la que estoy unido desde mi
niñez, y esa patria tiene un nombre tan luminoso como el de
nuestra tierra natal, y esa patria se llama Andalucía. Decían
sabiamente los latinos: “Ubi bene es, ibi patria est”, donde estés bien, allí estará tu
patria. Y yo siempre me he sentido bien en todos aquellos
rincones donde se respira lo andaluz. Por razones misteriosas,
por alguna suerte de predestinación, he amado siempre la tierra
de Andalucía, su gente y su cultura. Me gusta el cante de
Camarón de la Isla, la tauromaquia de Curro Romero, las
Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo, la poesía de Rafael
Alberti; amo la religiosidad del pueblo andaluz, su alegría, su
exaltación de la libertad, su mestizaje de razas, credos y
culturas. Siento que Andalucía, como dice el himno que compuso
Blas Infante, ha contribuido a que los hombres, la humanidad
toda, sea más humana. Alguien dijo que los andaluces somos tan
caprichosos, que nacemos en cualquier parte del mundo. También
en este apartado sur, donde muchos nos reconocemos como hijos
espirituales de Andalucía. Es por ello que entre los momentos
más gloriosos de mi vida estarán siempre las mañanas que pasé en
el Barrio de Santa Cruz, mi peregrinación a Moguer, el instante
en que vi por primera vez el Guadalquivir o el ruedo de la
Maestranza. Hecha esta profesión de fe andaluza, no puedo pasar
por alto la figura de Velázquez y la importancia que ha tenido
la pintura en mi vida. ¿Quién fue más andaluz? ¿Murillo o
Velázquez? Algunos dirán que Murillo, pero la primera pintura de
Velázquez es profundamente sevillana. “Lo que los poetas dijeron
sobre Velázquez” no es, como alguno podría suponer, una serie de
opiniones, de críticas sobre las obras del pintor sevillano
producidas por algunos escritores del siglo XX. Se trata,
fundamentalmente, de uno de los mecanismos básicos de la
creación artística e intelectual al que los estudiosos han
llamado intertextualidad o transtextualidad. Ver cómo un
determinado texto (en este caso, una tela de Velázquez) da
origen a otro texto (un poema de Manuel Machado, de Rafael
Alberti, de Blas de Otero). Algo de esto hice yo mismo en uno de
mis poemas de “Ojalá el
tiempo tan sólo fuera lo que se ama”, que se titula “Las
lanzas”.
Guillermo E. Pilía con miembros de
la Cátedra López Merino, en 2016
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Guillermo E. Pilía con el escritor chileno Andrés Morales
10 — En las VII
Jornadas de Poetología (2014) te referiste a “El eros flamenco
en la poesía del tango”.
GEP —
Sobre los orígenes del tango como género musical y como danza se
ha escrito mucho y no sin generar polémicas. Casi siempre se
habla, sea para sostener o rebatir la tesis, sobre su
ascendencia en parte andaluza. Pero poco o nada se ha escrito
sobre la poesía del tango en relación a las coplas flamencas.
Recién en los últimos años Miguel Poveda se ha arriesgado a
afirmar que “el tango y el flamenco, si bien son distintos musicalmente, tienen una
raíz y una poesía popular de una profundidad muy parecida” y
que siempre existió una vinculación de
“los cantaores con el
tango porque sus coplas tienen una relación íntima con el
desgarro que existe en el cante”. Por otra parte, Diego El
Cigala confesó su pasión por el tango debido a
“sus letras de tragedia,
nostalgia, desamor, desazón, infidelidad. Yo amo lo oscuro, el
desasosiego, el clima de muerte que tiene el tango...”. Y
también que “el tango es
como el flamenco. Es lo que más me gusta, que, sin tener que ver
directamente un género con el otro, el tango y el flamenco sí
tienen mucho que ver con el corazón. Por eso me siento tan a
gusto cada vez que canto tangos”. No obstante, las letras de
los tangos más antiguos poco tienen del desgarro y de las cosas
del corazón del cante andaluz. José Gobelo afirma que
“las primeras letras para
tango son, en nuestra opinión, españolas en su forma y
lupanarias en su fondo” y que
“los compadritos de
Villoldo tienen el desparpajo y la fachenda de los chulos
expresados en las letras de los cuplés”.
En la historia de la poesía
del tango, Gobelo remarca la importancia de Pascual Contursi, ya
que “fue él quien expresó
al nuevo porteño, que no era ya el compadrito con aire de chulo,
sino el hijo de inmigrantes, con tristezas de gringo
desarraigado”. Y agrega:
“se debe a Pascual Contursi el gran tema del tango, que es el amor
perdido, tema en torno del cual gira lo mejor de la lírica
universal”. Además, con Pascual Contursi
“la prostituta (o la
mantenida) se presenta con rasgos humanizados e introduce en el
incipiente tango-canción un clima de melancolía moral que
pervive hasta hoy y que es uno de los rasgos más acendrados del
sentimiento porteño”. Si bien la poesía del tango no tiene
limitaciones temáticas, es la cuerda erótica la que suena con
mayor frecuencia, dividida en un gran número de motivos, y es la
que acerca nuestra expresión artística a la poesía popular
andaluza. El estudio temático de la poesía flamenca evidencia
también su riqueza semántica. La poesía popular gitano-andaluza
es temáticamente limitada, pero variada en los motivos que
matizan los principales temas. Gran parte de la inspiración de
sus poetas radica en los asuntos líricos dominados por cierto
patetismo. Los rincones profundos del yo poético se manifiestan
en un conjunto diversificado de estados de alma, entre ellos,
como también sucede con el tango, los derivados de las múltiples
manifestaciones del amor, quizás el más patente y frecuente en
la poesía para el cante.
Tanto el tango como el
flamenco son manifestaciones artísticas de extracción popular
que trascendieron su acotada geografía de origen —el Río de la
Plata, Andalucía— para convertirse en patrimonio de la
humanidad. Tango y flamenco tienen una triple expresión: la
música, la danza y el canto, pero ningún estudio ha podido
demostrar con certeza la influencia de éste sobre el nacimiento
de aquel. No obstante, la fusión entre el tango y el flamenco
que se viene dando desde hace unos años hace pensar en que
tienen más de un punto en común. Si como piensa Fernando Sánchez
Zinny y otros autores, la poesía del tango surgió como una
extensión de la emotividad gaucha —cantar opinando, nostalgia de
los años que han pasado, actitud de consejo, desarraigo
familiar, pobreza y, para el tema de nuestro interés, misoginia
y amor desproporcionado a la madre
“que pudo haber llegado con la herencia hispano-musulmana y haberse
reforzado después con el aporte de las cerradas costumbres
italianas”—, no resulta descabellada la ligazón con el eros
flamenco, ya que la poesía gauchesca, como lo señaló Miguel de
Unamuno, es también en su esencia primordialmente española.
Guillermo E. Pilía con Carlos Santos Valle, Gabriel
Mariotto y Patricia Dómine
Guillermo E. Pilía con Jorge Telerman, Guillermo Clarke y
Carlos Santos
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11 — Consta en tu presentación formal, curricular: sos el
autor del “Diccionario de
escritores de la provincia de Buenos Aires. Coloniales y siglo
XIX”.
GEP —
Siempre me apasionó la historia, especialmente la historia
argentina, que es mucho más rica que cualquier literatura.
Considero que la historia sustituyó, en gran parte, la pobreza
de novelas de nuestro siglo XIX.
“Facundo” y las demás
biografías de Domingo F. Sarmiento son verdaderas novelas,
incluida su propia autobiografía. Por eso mis intereses
intelectuales se vuelcan en parte hacia la historia, sobre todo
hacia la historia cultural. Ya hace casi 25 años que trabajo en
el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, un lugar
privilegiado que me ha permitido desarrollar éste y otros
trabajos, como la edición facsimilar de
“El Triunfo Argentino”
de Vicente López y Planes y varios trabajos sobre toponimia.
Guillermo E. Pilía con el escritor español Enrique Ferrari
Nieto
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Guillermo E. Pilía con el poeta Astul Urquiaga
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12 — Resulta que a mis setenta y un años, hace pocos
meses, me regalaron el volumen
“Cuentos secretos” de Aurora Venturini (1922-2015), como vos,
platense, y con más de treinta obras publicadas. Primer
acercamiento mío, ambivalente, a su escritura: me sorprendió de
forma grata aquí o allá y también algunos pasajes me produjeron
reticencia, fastidio. La has destacado. Contanos de ella.
GEP — Ella me descubrió a los veinte años y me alentó en mi
vocación literaria. Siempre tuvo conmigo una relación llena de
afecto y de respeto, pese a que yo tenía también muy buenas
relaciones con la poeta Ana Emilia Lahitte. En La Plata ha
quedado como parte de nuestro anecdotario la rivalidad de ambas,
aunque habían estudiado juntas y habían pertenecido a la misma
generación. Creo que hacia el final de sus vidas llegaron a
reconciliarse. Visité muchas veces el departamento de Aurora,
sobre todo en la época en que estuvo casada con Fermín Chávez,
con quien también tuve una excelente relación. Opino que Aurora
va a quedar en la historia por su obra narrativa, quizás
tardíamente valorada, más que por su obra poética. En una
ocasión me organizó un homenaje en su casa. Fue cuando me
expulsaron de la Sociedad de Escritores de la Provincia, entidad
que ella misma había fundado y que, en manos de gente oscura,
había decidido eliminar de sus padrones a escritores que
pudieran resultarles competitivos. Aurora tomó mi expulsión como
un reconocimiento y me organizó un homenaje en su casa, en el
que Fermín Chávez compuso algunos versos gauchescos en mi honor.
Concurrieron los escritores más importantes de La Plata, pero el
departamento de Aurora era muy pequeño, de manera que una vez
que nos sentamos ya no pudimos movernos más. Lo curioso fue que
Ana Emilia Lahitte, quien lógicamente no fue invitada, también
me organizó un homenaje en su casa por el mismo motivo. Tanto
Aurora como Ana eran mujeres de una enorme personalidad, muy
generosas con los jóvenes, y como suele ocurrir con muchos
escritores, llenas de costumbres, ritualismos y atavismos que ya
estarían fuera de la materia de este reportaje.
*
Guillermo
E. Pilía con Oscar Vaudagna
-----------------------------
Guillermo E. Pilía selecciona poemas de su autoría para
acompañar esta entrevista:
Pan de la memoria
He dejado a mis padres
en esa
casa que fue alguna vez
del
tamaño del mundo. —Hay allí,
bajo esos
zócalos, en cada grieta
de sus
lajas, un tiempo en su sepulcro;
allí una
hierba fina va creciendo
como la
cabellera de los muertos—.
Estos
pocos recuerdos son mis únicas
certezas
por ahora. —Y la infancia
—como una
espina de naranjo verde—
es una
extensa mañana de lluvia;
es un
agua metálica y humilde
que
hervía en grandes ollas
y el
perfume del apio y del arroz,
del
perejil y la albahaca. Más tarde
yo iría a
revolver en los roperos
sin saber
que otras vidas más profundas
perduraban detrás de las maderas.
Acaso no
existía diferencia
entre el
sueño y la vigilia, entre un lado
y el otro
del espejo, del armario
—aquel en
que un abuelo silencioso,
embutido
entre los sacos decrépitos,
sonriente
descansaba—. No sabía
entonces
lo que vive o sobrevive
debajo de
las lajas y los zócalos,
ni el
destino del pelo y de las uñas;
hoy hablo
—claro está— de aquellos años
en los
que nunca sentía el temor
de vivir
con las sombras, tan distantes
de otros
que llegarían a traer
gota a
gota la piedad y la pena.
¿Por qué
será que ahora
casi
nunca se despierta feliz
quien
soñó con sus muertos?
Sólo tras
muchos viajes por mi sangre
volvería
a esos cuartos para hurgar
entre los
sueños y entre los roperos,
igual que
cuando era aquella casa
del
tamaño del mundo. —Hoy comprendo
que todo
ese mosaico de vivencias
tuvo
encaje y sentido en aquel tiempo:
las
perchas, las cigarras, las sombrillas,
las
cuentas de un collar, las flores rojas
que veía
al despertar de la siesta.
Y el olor
de la harina humedecida
con que
se amasa el pan de la memoria.
(“Ópera flamenca”,
2003)
*
Las lanzas
Una
palabra, un destello de acero, ambos fugaces...
Fue el
día en que entregaron la humeante ciudad de Breda:
un ignoto
soldado llamado Ramón Valdés
—agazapado en las filas españolas—
lanzó su
espada al aire y hacia la plaza una injuria.
Algún
otro el insulto festejó; y el incidente
se
comentó por dos días como anécdota,
antes de
regresar a la nada y al olvido.
Nunca
Velázquez conoció esa minucia:
abunda en
toda guerra la humillación al vencido.
Como ese
gesto sin futuro, también
un día se
olvidarán Las lanzas,
Las meninas,
El niño
de Vallecas,
la sonrisa melancólica
de
Spínola; y esta mano que hoy escribe y mañana
será
tierra; y el hombre que ahora inventa un personaje
llamado
Ramón Valdés, que en la toma de Breda
hizo ese
gesto bravucón y minúsculo,
inhallable en las crónicas como en la tela de El Prado:
un hecho
de fantasía y una historia que existe
sólo en
justificación de este poema.
(“Ojalá el tiempo
tan sólo fuera lo que se ama”, 2011)
*
Lo que a nadie le importa
Ahora que el tiempo va trayendo sosiego
y que hallo cada cosa en su lugar
—cada cuerpo geométrico en su sitio
como en un test de inteligencia—, ahora
que cada sentimiento ocupa su baldosa
y lo que de mí me avergüenza se
equilibra
con lo que de mí me enorgullece,
ahora —precisamente— me acuerdo
—ya casi sin dolor— de las miserias
que ayer nomás pensaba que tal vez
no iban nunca a concederme reposo:
el color azul gris de mi uniforme
de soldado, el amigo o la mujer
que traicioné, el amigo o la mujer
que a mí me traicionaron, la sonrisa
que alguna vez le di —por miedo— a un
asesino
y la imagen de mi abuela que comía en
silencio
la manzana de sus cien años de pobreza.
Sólo lo que a nadie le importa sino a
mí,
lo que no he vivido y lo que siempre he
callado,
lo que nunca conoceré ni escribiré,
lo que conmigo se muere: sólo esto me
acongoja.
(“Ojalá el
tiempo tan sólo fuera lo que se ama”, 2011)
*
Una duda teológica
Ya estás frente a tu Cristo, ante esa
imagen
de madera pulida: él despojado
de ropa y tú cubierto de alamares.
Le pides protección, que si hay peligro
como un capote él extienda ese manto
que se sortearon al pie del patíbulo.
Le ruegas que te libre de un destino
que muchos desearían para ellos
y te evite el desdoro del fracaso.
Estás frente a la cruz como de niño
te enseñaron tus padres, pero dudas
si el Nazareno es tu Dios, si no está
tu señor en la sombra, encajonado,
bramante como un ídolo ancestral.
Con él tendrás que luchar cada tarde
y con pavor religioso matarlo.
Pues todo lo que muere en una plaza
reencarna y resucita, reaparece
para volver a luchar y a morir,
como tu Cristo en cada Eucaristía.
(“Tauromaquia
lírica”, 2013, inédito)
*
Abrid de
par en par los calabozos
Otro invierno: recuerdo que éramos
soldados
pero más bien nos parecíamos a obreros,
a pordioseros o a campesinos astrosos.
—Entre
baldosa y baldosa del patio
crecía una vez más la yerbamala;
en los galpones repletos de grano
perseguíamos de nuevo a las ratas—.
Pero así como se ventilan los
quirófanos,
del mismo modo un día nos mandaron
a abrir de par en par, hacia tu luz,
Dios ausente, las celdas de castigo.
¿Con qué voces nombrar los calabozos
que una tarde de sol nos ordenaron
ventilar como a cámaras mortuorias?
(“Ainadamar”,
2014, inédito)
*
No sé si
es mi hijo o soy yo mismo
La calle en sombras que el joven camina
como quien sabe adónde se dirige,
incube acaso el amor o el deseo.
Lo miro: no sé si es mi hijo o soy yo
mismo
que he regresado en los pliegues del
tiempo,
o un ángel con la misión de enrostrarme
mi negada fugacidad. También, Señor,
yo fui este joven ignoto, fui como mi
hijo,
caminando en lo oscuro con certezas
de mi propio destino y de sus hilos.
Y él como yo, seguramente, ayer jugaba
taciturno en el rincón de algún patio
que hoy ya no existe. Como yo tendrá
mañana
—sin darse cuenta acaso—
más de medio siglo.
(“Ainadamar”,
2014, inédito)
*
Guillermo E. Pilía con la escritora ecuatoriana Marialuz Arbuja
Guillermo E. Pilía con el cantor Raúl Lavié, en 2011
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las
ciudades de La Plata y Buenos Aires, distantes entre sí unos
sesenta kilómetros, Guillermo Eduardo Pilía y Rolando
Revagliatti, 2016.
http://www.revagliatti.com.ar/071010.html
http://www.revagliatti.com.ar/ultimoinf.html
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