Inés
Legarreta: sus respuestas, prosas y poemas
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Inés
Legarreta nació
el 30 de junio de 1951 en Chivilcoy, ciudad en la que reside,
provincia de Buenos Aires, Argentina. Es Profesora de
Castellano, Literatura y Latín. Su quehacer literario se ha
difundido en numerosos medios gráficos y digitales. Cuentos y
relatos suyos han sido traducidos al inglés, italiano y alemán.
Entre otras, fue incluida en las siguientes antologías:
“Los cuentos de la
granja” (España, 1995),
“Antología de poetas y
narradores chivilcoyanos” (1993),
“Metáfora plural”
(1991), “Pasacalles”
(1999), “Cuentos sin
permiso” (con selección y prólogo de Angélica Gorodischer,
1999), “Brujas”
(2000), “Cuentos
históricos argentinos” (2000),
“Nachts bin ich dein
pferd. Erotische geschichten aus argentienien” (Suiza,
2000). Ha obtenido primeros premios y reconocimientos por su
trayectoria otorgados por instituciones y organismos
gubernamentales y privados. Publicó en narrativa breve
“En el bosque y otros
cuentos” (1990), “Su
segundo deseo” (1997),
“La dama habló y otras
páginas” (2004), “La
turbulencia del aire” (2012),
“La imprecisa voz que me
sueña” (2014), y dos nouvelles:
“El abrazo que se va”
(2008) y “Tristeza de
verse lejos” (2010). Acaba de aparecer su primer poemario:
“La puntada invisible”
(Ediciones en Danza).
1 — ¿Recordamos?...
IL —
Recordarnos y seleccionarnos. Recordamos y recortamos.
Recordamos y creamos. En esto de mirar hacia atrás para vernos,
siempre haremos un cuento, una nouvelle, una novela, hasta una
saga, si nos da el aliento. Y en el caso de que hubiéramos
llegado a cierta excelsitud, un solo poema. No es mi caso. De
manera que, para ordenarme, pensaré en capítulos con títulos
incorporados, los cuales (capítulos y títulos), por supuesto, se
disgregarán al escribir, se esfumarán en lo real de la vida
vivida. Pero soy escritora, así que, como dijo el maestro Juan
Rulfo, mentiré lo más que pueda, lo mejor que pueda, para decir
la verdad.
Infancia y adolescencia.
Recuerdo dos casas. Una antigua, alquilada, en donde vivíamos
hasta que mi padre construyó la definitiva. La entrada tenía dos
escalones de mármol y un zaguán que daba a la sala de
recibimiento, lugar en donde esperaban los pacientes de mi
padre, que era médico. A la derecha de esa sala había una puerta
que comunicaba con el consultorio propiamente dicho; de ese
lugar tengo un recuerdo confuso, oscuro, siempre como en la
bruma, porque yo era muy chica entonces y no nos dejaban entrar
al consultorio de papá. Luego venían las habitaciones, una
detrás de la otra, un baño principal y el recorte de un gran
comedor que quedaba en el medio de la casa, entre los dos
patios, el de adelante y el de atrás; el de atrás tenía una
parte embaldosada adornada con canteros y macetas y otra, de
tierra, con algunas plantas: a este patio daban la cocina, la
despensa, la sala de planchar y la habitación y baño de
servicio. Un verano, en el segundo patio, nos pusieron una
enorme pileta de lona y fue maravilloso: zambullirnos después de
las cuatro de la tarde, nosotros tres: mi hermano mayor y mi
hermana (yo era la del medio) y los vecinitos de al lado: un
chico y una chica que cuando nos mudamos dejamos de ver porque
al tiempo se fueron a Buenos Aires. Otra tarde, a la hora de la
siesta, hicimos una guerra con pelotitas de barro: además de
nosotros, una de las paredes quedó repleta de municiones y
estallidos marrones: habían pintado hacía muy poco, así que
cuando papá se levantó, a mi hermano y a mí (a mi hermana menor,
no) nos puso en penitencia mirando la pared durante una o dos
horas. Al final, terminé llorando y me levantó la penitencia
antes de que se cumpliera el plazo. Mi hermano la sufrió entera.
Fue algo que se repitió casi siempre: las mujeres nos salvábamos
llorando. Mientras viví en esa casa todavía no iba a la escuela;
empecé directamente en primer grado, sin haber pasado por el
jardín de infantes, el año que nos mudamos a la casa definitiva.
El primer recuerdo es éste: una escuela imponente, de piedra
gris, que ocupaba toda una manzana (la misma de hoy), con un
patio inmenso y yo atravesándolo de la mano de mamá. La señorita
nos recibe, mamá me da un beso y se va. Y me pareció que se me
abría la inmensidad. Entramos al aula después de hacer fila y
tomar distancia con el brazo extendido. La señorita nos dice:
“Saquen el cuadernito y
hagan un dibujo, cualquiera, lo que les guste”. Dibujé una
bandera argentina con un mástil alto, alto, de línea temblorosa.
Estaba muerta de susto. Pero enseguida se me pasó: la escuela no
me resultó difícil, aprender a escribir me gustaba, leer
también. Siempre levantaba la mano para pasar a leer. Sería
porque mi primera lectura parada al frente de la clase,
sosteniendo el libro con una sola mano, fue vergonzante: no
había practicado lo suficiente y dije de corrido la primera
oración, después fue un silabeo titubeante hasta que la señorita
me hizo sentar, entonces, creo, decidí que “eso” no me pasaría
más. En tercer grado escribí una composición que dio la vuelta
el patio y llegó hasta el Director de Primaria y Secundaria (en
el Normal estaban los dos niveles de enseñanza); parece que
llamaron a mis padres para felicitarlos, pero no me enteré: me
enteré muchos años después, en un viaje en tren, cuando
casualmente (ya estaba estudiando en tu ciudad el profesorado de
Literatura) me senté al lado de una de mis maestras de primaria.
Ella me lo contó. Me dijo:
“Pero claro, cómo no vas
a estudiar literatura si a los ocho años ya eras escritora”.
Pero en esa época no me consideraba escritora, ni soñaba con
serlo. Tampoco después. Ni en la secundaria ni durante el
profesorado. Nunca pensé que sería escritora: fue algo tardío,
inesperado, muy parecido a la locura, que se me impuso. Algo que
no pude eludir y que estalló —como los misiles de barro en la
pared de la primera casa— después de los años de horror, después
de un tiempo de exilio, cuando ya estaba casada y tenía a mis
tres hijos. Creo
que mi vida
literaria se basa en la negación. Primero y por mucho tiempo
dije y digo no. Después el sí se impone por venganza,
con la fuerza
propia de lo negado. Pero el sí tiene que hacer un largo y
dificultoso camino para convencerme, seguramente por mi fuerte
ascendencia vasca. Años de análisis no han logrado borrar ese
punto inicial de negativa. Es cierto que, ahora, después de
siete libros publicados de narrativa, le digo sí a la poesía. Ya
no puedo resistirme a su ligereza profunda, a su transparencia,
su fugacidad; la manera de entronizar el instante para después
huir, desaparecer dejando una estela, algo en el aire parecido a
un perfume raro. Ya no puedo negarme a ella, está en mis manos y
en mi boca y es tan natural escribirla como caminar. Me parece
necesario aclarar que siempre pero siempre consideré a la poesía
como el género matriz, la última y la primera letra, el Bien: de
ahí también el respeto, casi reverencial que siento por ella. De
ahí que aunque no escribiera poesía siempre leí a los grandes
poetas a la par de los grandes narradores y, por lo mismo, creo,
cuando le di salida a los versos, no me resultó extraña. A
partir de la publicación del libro de relatos oníricos
“La imprecisa voz que me
sueña”, la poesía empezó a ocupar el lugar que tiene ahora:
todo el tiempo, todas las lecturas, casi lo único que me
interesa.
Inés Legarreta con Ana Tassano y Beatriz
Testa
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Inés Legarreta con Ana María Torres,
Liliana Allami, Beatriz Isoldi y Adela Sorrentino
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2 — Qué habrá marcado tu escritura.
IL — La
segunda y definitiva casa la marcó. Una casa de dos plantas,
construida a gusto de mis padres, que ocupaba una esquina y se
alargaba hacia las dos calles laterales, un estilizado chalet
californiano con paredes de ladrillo visto, ventanas guillotina
inglesas y puertas pintadas de blanco, con un porche de acceso a
la entrada principal y otra entrada secundaria en una de las
calles laterales; ahí estaba el consultorio de papá y luego el
garaje con portón vidriado.
Fue concebida con todos los adelantos de la época:
nosotros (mi familia, mis hermanos y yo) gozamos del privilegio
de la calefacción central cuando en el pueblo por muchos años,
décadas en realidad, la mayoría se calentaba con estufas a
kerosén o a gas; la casa era innovadora, además, por la cantidad
de baños y toilettes, los detalles de confort en las
habitaciones, por los ambientes muy amplios, cuarto de estudio,
terrazas y sótano que funcionó como bodega-cava de mi padre. En
la planta baja estaban la cocina, la antecocina, el living
enorme con una gran chimenea y bar incorporado, el consultorio
con su biblioteca empotrada y la sala de espera. Se llegaba a la
planta alta por la escalera que nacía en el medio del living,
arriba, después del rellano, estaban los dormitorios y baños
principales; pero también desde la cocina nacía otra escalera
que iba a la parte de servicio: lavadero y dependencias.
En mi adolescencia transformamos la habitación de
servicio en cuarto de estudio: quizás el lugar que más disfruté
de la casa: ahí charlábamos incontables horas con mis amigas,
estudiábamos, fumábamos, escuchábamos long-plays en el winco;
ahí escribí frenéticamente: llené hojas y hojas de cuadernos con
apuntes, poemas, notas, reflexiones, relatos, cuentos, ideas:
todo esto finalmente, lo perdí. Los cuadernos desaparecieron. Lo
advertí mucho tiempo después, cuando ya estaba estudiando en
Buenos Aires; un día quise releerlos y no los encontré, los
busqué por toda la casa y no estaban. No tengo dudas de que mi
madre con su manía de orden y limpieza los tiró; yo tenía una
letra imposible y era muy desprolija; al abrir los cuadernos,
las tachaduras y correcciones saltaban a la vista y dejaban ver
el mapa furibundo de una adolescente inquisitiva: no era lo que
mi madre esperaba de mí. Supongo. Pero no sé quién otro pudo
animarse a tirarlos sin decirme una palabra.
La casa tenía dos terrazas: la interna, pegada al
lavadero, en donde se tendía la ropa a secar y otra externa, en
la planta alta, a la que se accedía desde el dormitorio de mis
padres y ocupaba toda la esquina: cuando la casa estaba en
construcción, yo pensaba que usaríamos esa terraza para tomar
aire en verano, para sentarnos con algo fresco a disfrutar de la
vista, que sería un lugar social, de reunión con amigos, pero
eso sucedió muy pocas veces; nos asomamos a la baranda de madera
algún día de carnaval cuando el corso llegaba justo hasta la
esquina o en algún cumpleaños o festejo familiar. Se usó muy
poco.
¿Por qué hablo tanto de la casa? Porque la escuché antes
de que la construyeran en la voz de mi padre y después la vi
erguirse como una montaña, porque la escalé de su mano a través
de una escalerita endeble que los obreros usaban para llevar lo
necesario al gran espacio abierto que sería la planta alta,
porque él me indicó “allá
estará tu habitación”,
“acá estaremos tu mamá y
yo”, “allá será la
habitación de tu hermano”… y todo esto en medio del cielo,
casi tocando las nubes. Y también porque esa casa soñada fue el
lugar de encierro de mi madre. Esa casa única en su edificación,
hito urbano en el pueblo, lugar del deseo para los que la miraba
al pasar, sin embargo, escondía a alguien.
“¿Entra la luz en tu
casa?” “¿Por qué siempre los postigos cerrados?” Con los
años, se transformó en un castillo inexpugnable, una fortaleza,
el caparazón de un alma que se mantuvo silente ahí adentro,
protegida del mundo: mi madre.
Pero la casa le dio, sin embargo, a mi madre (y en
consecuencia también a mí) una salida: la lectura, la
biblioteca. En realidad, las bibliotecas. La del escritorio de
mi padre, conformada principalmente por libros de historia
argentina y universal, política, ensayos y colecciones de
autores que admiraba; por ejemplo, la colección completa de la
obras de Domingo F. Sarmiento, la cual, en su ancianidad,
decidió donar a la escuela rural en donde había cursado los
primeros años de la primaria: entonces vivía con su familia en
un campo a pocas leguas de la ciudad y siempre recordó los
viajes a caballo para llegar a la escuelita.
Y la biblioteca que adornaba el living y era “propiedad”
de mi madre: novelas de autores argentinos, ingleses, franceses,
libros de viajes, de cuentos, libros de arte, diccionarios
enciclopédicos, libros y revistas en francés (mi madre era
profesora de francés, pero nunca ejerció) y todo lo que la
Editorial Sur editó mientras Victoria Ocampo estuvo viva, y
también todo lo que se siguió editando en la Editorial Sur
después del fallecimiento de Victoria, porque una prima hermana
de mamá —María René Cura (Miné)— fue amiga dilecta y
colaboradora de la célebre escritora hasta sus últimos días.
Entre éstas, las bibliotecas de mi casa, la de la escuela Normal
a la que asistí en la primaria y secundaria, y la de la
Biblioteca Popular “Antonio Novaro” de Chivilcoy, transcurrieron
mis pasos en pos de incansables y casi inagotables búsquedas
literarias: leí de todo, sin orden, sin consultar, sin juicio
previo, sin seleccionar entre alto o bajo, sagrado, consagrado o
popular, entendiendo y no entendiendo, mezclando como dice el
tango “la Biblia con el calefón”. Nunca volví a leer (la poesía
me ha acercado a ese desorden sistemático) con tal ferocidad,
con tanto hambre. Me quedaba hasta altas horas de la noche con
la luz prendida hasta que mamá venía y me la apagaba:
“Mañana tenés escuela y
no hay quién te despierte”.
Sonará raro pero no lo es en realidad: aunque he escrito
mucho sobre la casa, sus habitantes y los fantasmas, hasta ahora
casi todo permanece inédito. Como si todavía no hubiese llegado
el tiempo de sacar a la luz un mundo que ya no está. La casa
paterna fue vendida, ya no nos pertenece. Las personas, los
objetos, las escenas no están. Paso caminando, la miro desde
afuera, está habitada por otros y la extrañeza me invade. ¿Quién
era, quién es la que habitó en esa casa? ¿Qué pasó? Debo seguir
indagando…
Inés Legarreta con Beatriz Isoldi
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Inés Legarreta con Cristina García Oliver, María Chapp,
Laura Malatesta, Raquel Jaduszliwer y Flora Levi
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3 — Sí, indagando.
IL — Todo lo que he
contado, sin embargo, es apenas la base, el sustento sobre el
cual se fue forjando mi vocación por los libros; pero la
escritura propiamente dicha viene —lo creo firmemente— de los
increíbles relatos que mi abuela materna nos hacía a mi hermana
y a mí cuando nos quedábamos a dormir en su casa. También de una
manera de comunicarme a través de cartitas, notas, páginas, que
me resultaba absolutamente natural y simple: antes que hablar,
escribir. Si tenía algún problema, escribía. Si quería decir
algo especial, si quería expresarme libremente, si estaba
disgustada, escribía. Como si la primera forma de comunicación
no hubiese sido oral sino escrita. Así que creo que se juntaron,
principal y puntualmente, los relatos de mi abuela materna y una
tendencia innata hacia la forma de expresión escrita para hacer
de mí lo que soy.
Mi abuela había nacido, se había criado y vivido hasta
después de su casamiento y nacimiento de sus tres hijos (mi
madre era la del medio) en una quinta-boliche de campo llamada
“El Recreo”, que todavía sigue estando en Chivilcoy —ahora como
Casa familiar-Museo— . En 1881, en el predio que recibiera su
mujer como regalo de casamiento, mi bisabuelo, un genovés culto
y progresista, levantó la casa y el boliche, y, un poco más
tarde, utilizó parte del espacio para agregar además de cancha
de bochas y otros juegos, un bellísimo jardín que fue diseñado
por un conocido paisajista de Buenos Aires: paseo arbolado, con
canteros simétricos y laberintos de arbustos, y con las más
variadas y exóticas flores y plantas que le brindaban al
paseante sensaciones, colores y aromas diferentes. Se convirtió
en un lugar de “recreo” para la clase acomodada del pueblo
(nota: Chivilcoy tiene, aproximadamente, 70.000 habitantes. Por
lo tanto es una ciudad. Hago esta aclaración porque yo siempre
lo nombro “pueblo”; esto es por la forma cercana de las
relaciones entre vecinos y conocidos que, por lo menos mi
generación y las anteriores, tuvimos) y hasta de familias de
Buenos Aires vinculadas con Chivilcoy. De ahí el nombre (“El
Recreo”) y de ahí que el inventario anecdótico de mi abuela
oscilara entre sabrosas y picantes escenas de amor, fuga o
desencuentros entre conspicuos personajes de la época —algunas
francamente lanzadas, otras misteriosas o desopilantes para los
oídos de unas niñas como nosotras—,
a los entuertos y lances de cuchilleros, borrachos y
parroquianos de toda laya (diría el Maestro Borges) que acudían
diariamente al boliche. Nunca me cansaba de escucharla, le pedía
una y otra vez que me las contara.
“Pero si ya las sabés de
memoria”, me decía la abuela.
“No importa, contame la
de la mujer en bata de seda, con el monito tití en el hombro,
que se escapó con el hermano del marido.” “Y era morfinómano”,
decía la abuela. “¿Qué es
morfinómano?” Suspiraba:
“Tomaba algo para vivir
mejor.” “Ahhhhh, bueno, contame.” ¡Qué maravilla! Nunca le
terminaré de agradecer a mi abuela Clorinda su desparpajo, su
humor, su falta de prejuicios. Mamá se enojaba.
Inés Legarreta con Silvia Miguens
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Inés Legarreta con Ana Tassano y Maricela Arreche
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4 — Ya que aludiste a un paisajista, hablemos del
paisaje.
IL — Así como los relatos
de mi abuela fueron inaugurales, también hay un paisaje que es
el mío. El campo, la llanura, los bichos, los animales, los
árboles, el viento. El sol del atardecer, la luz del amanecer.
Cierta brusquedad de algunos olores, la irrupción del canto de
los pájaros, el ruido del viento entre las hojas, el cielo por
todos lados, arriba y abajo, según se lo mire. Y una manera de
respirar del que está acostumbrado a los grandes espacios que se
transmite a la escritura. Luego, en lo cotidiano, el patio, la
cocina, las campanadas de la iglesia, el
ruido de la calle, los canteros con flores, el sauce del
fondo de mi casa.
Aunque vivo en dos lugares, mi paisaje es uno.
Inés Legarreta con Santiago Kovadloff
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Inés Legarreta con Beatriz Isoldi y Susana Aguad
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5 — ¿Lecturas?...
IL — No voy
hacer el listado
de nombres de
mis lecturas infantiles porque considero que se parece al
de cualquier niño ávido que tiene a mano lo que quiere: sólo
rescataré la colección completa del escritor brasileño Monteiro
Lobato, tesoro facilitado por la prima hermana de mi madre
(Miné), quien se ocupó de encauzar, en cierta forma, mis
lecturas. Mucho
tiempo después encontré, en un cuento de la maravillosa Clarice
Lispector, algo parecido a lo que me sucedió a mí: en “Felicidad
clandestina” describe el placer inconmensurable que le provocaba
leer la serie “Naricitas” de Monteiro Lobato y las maniobras
—perversas— que debía soportar de una amiga gorda y fea, pero
poseedora de esos tesoros, para poder disfrutarlos.
De mi adolescencia, rescataré del fárrago profuso, dos
momentos: “La náusea”
de Jean-Paul Sartre (horas y horas y noches y noches leyendo lo
que no terminaba de entender pero que me fascinaba) y el golpe a
la estructura de lo literario escolar formal que fue
“Rayuela” y los
cuentos de Julio Cortázar. Dicho sea de paso, Miné fue alumna
predilecta de Cortázar en los años que estuvo dando clases en la
Escuela Normal de Chivilcoy (donde yo estudié), sostuvo con él
una nutrida correspondencia y lo trató a posteriori al entrar en
el círculo de Victoria Ocampo y su editorial.
Los poetas de la adolescencia fueron Pablo Neruda a
partir de sus “Veinte
poemas de amor y una canción desesperada” y Alfonsina
Storni, con su voz de mujer y la manera de hacerse un lugar en
un mundo de hombres.
Inés Legarreta con J. di Gianno, A. Malenchini, H. Oliva,
F. Toledano, J. G. Mansilla, A. Gago Valersi, S. Ossorio, A.
Sorrentino, M. Badano, J. J. Hernández y M. E. Lucero
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Inés Legarreta con Ana María Schua y Florencia Vaccari
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6 — ¿Y después de la secundaria?
IL — Me instalé en Buenos
Aires para estudiar Literatura en el Profesorado Nacional
“Joaquín V. González” de Avenida de Mayo y Lima (en aquel
entonces). Antes de sufrir aquellos años oscurísimos, debo decir
que para mí Buenos Aires fue una fiesta. La secundaria en
Chivilcoy no fue más que el paso necesario para irme a vivir a
la capital: no sentí ninguna nostalgia ni añoranza porque dejaba
el pueblo; no lloré en la fiesta de despedida, como la mayoría
de mis compañeros, porque terminaba un ciclo: yo quería irme. Un
mundo lleno de posibilidades, encuentros, eventos, experiencias
vitales y sociales se abrió ante mí y lo gocé con la libertad
entre comunitaria, de compromiso y hippie de aquellos famosos
años 70 que terminaron con el baño de sangre que todos
conocemos. Los famosos 70. Al principio viví en un pensionado de
monjas (con reglamentos que transgredíamos sin mayor problema);
al fin del segundo año me casé con mi actual marido, Enrique, y
nos instalamos en su departamento, en donde, al tiempo, nació mi
primer hijo: Nicolás. Enrique militaba en la Juventud Peronista
y yo también hasta que quedé embarazada; de ahí que vivimos el
Proceso como casi todos los jóvenes de esa época: viendo de qué
manera la violencia y las persecuciones se volvían
procedimientos habituales y cotidianos. Seguí estudiando hasta
que nos volvimos a Chivilcoy, porque las cosas se habían puesto
muy difíciles, pensamos que estaríamos mejor, pero nos
equivocamos: después del secuestro y muerte de un amigo, un
grupo no identificado nos fue a buscar al departamento de Buenos
Aires, lo cual nos obligó a salir del país por un tiempo.
Estuvimos en Uruguay con la idea de ir a España, pero,
finalmente, después de algunos meses, volvimos a Argentina.
Entonces nació mi segundo hijo, Juan Enrique: casi al mismo
tiempo terminé el Profesorado de Letras en la ciudad de
Mercedes, distante a una hora de Chivilcoy. Enseguida, creo que
como una afirmación de la vida, nació mi tercer hijo: la única
mujer, Josefina.
En todo este tiempo no escribí NADA. Cuando entré en el
“Joaquín V. González”, de gran nivel formativo por los
excelentes profesores y la trayectoria de la institución,
ocurrió, sin embargo, que tuve la mala suerte de tener en primer
año la excepción que confirma la regla: una señora que dictaba
clases de Retórica desde unas fichas amarillas y polvorientas
que había que memorizar; ella nos dijo:
“Olvídense de escribir,
acá no vienen a ser escritores, vienen a ser profesores”.
También nos dijo que nos olvidáramos de Cortázar (que era
profesor) porque era un caso extraordinario (tenía razón) y
ninguno de nosotros lo era ni lo sería. Lápida a mis escritos,
que acepté mansamente. Quizás también porque había demasiada
vida, demasiado movimiento y efervescencia como para ponerse a
escribir en soledad. Lo cierto es que se inicia un largo, muy
largo período en donde no escribo nada. Y cuando digo nada es
nada. Fueron casi quince años. Esa nada literaria, ese desierto,
ese descampado, se extendió desde los diecinueve, veinte años
hasta pasados los treinta, en realidad, hasta los treinta y tres
(la edad de Cristo) cuando, con mis hijos bastante crecidos,
pensé que me estaba volviendo —literalmente— loca. Era
exactamente lo que sentía: que algo parecido a la locura me
venía ganando las horas, no tenía paz ni tranquilidad, no había
cosa o lugar en donde estuviera completa, no sabía por qué
estaba donde estaba a pesar de que mi entorno y vida familiar
eran “normales”; vivía atravesada por un inmenso desorden. La
imagen que tengo es la de un collar de perlas rompiéndose en el
aire, las perlas cayendo y dispersándose por el piso,
perdiéndose debajo de los muebles, entre las pelusas y la mugre,
en la oscuridad y yo mirando.
Hasta que una tarde, sentada a la sombra de un árbol, en
la hora de la siesta (estábamos en el campo de un amigo), tomé
birome y papel y me puse a escribir. A la noche leí a mis amigos
un cuento con vampiros. Ese fue el principio de la sanidad, o al
menos, el escape de la locura. Volver a escribir. Escribir.
Escribir. Respirar. El desierto quedó atrás.
Inés Legarreta con Adela Gago Valersi, Ana María Torres,
Francoise Toledano Cohen y Adela Sorrentino
Inés Legarreta con Rubén Reches, María Chapp y Raquel
Jaduszliwer
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7 — Retomaste, obviamente, el camino.
IL — E inicié la rutina
de los viajes semanales desde Chivilcoy a Buenos Aires,
costumbre que nunca más abandoné; de hecho, puedo decir que vivo
mitad y mitad, y a la manera de Sarmiento soy provinciana en
Buenos Aires y porteña en Chivilcoy. No puedo prescindir de
ninguno de los dos lugares: mi vida es un eterno ida y vuelta.
Como había empezado a
escribir cuentos busqué maestros por el lado de ese género
riguroso, difícil, exacto: el primero fue Isidoro Blaisten; el
segundo Juan José Hernández y el tercero Santiago Kovadloff.
Asistí, a lo largo de los años, a sus talleres y cada uno de
ellos jugó un rol decisivo en mi desarrollo (aparte de lo formal
que ya traía por el profesorado): les estoy profundamente
agradecida porque se brindaron con generosidad y sin
complacencias, me acompañaron en las publicaciones de mis
primeros libros y, con el paso del tiempo, se convirtieron en
muy buenos amigos. Isidoro y Juan José ya no están pero siguen
presentes, sigo respetando muchos de sus consejos y
recomendaciones literarias. Grandes Maestros que tuve el
privilegio y el honor de disfrutar, además de conocer en sus
clases a varios de los amigos escritores con quienes en el
presente intercambiamos experiencias, lecturas, charlas,
encuentros, congresos. Sólo por nombrar algunos: Ana María
Torres, Adela Sorrentino, Mabel Pagano, Beatriz Isoldi, Laura
Nicastro, Rebeca Fraga, Ana Caballero, Lía Rosa Gálvez, Lucía
Gálvez, Françoise Toledano… y si mal no recuerdo, con vos,
Rolando, nos cruzamos en un taller del queridísimo Juan José
Hernández. ¿Estoy equivocada?
Inés Legarreta con Adriana Fernández, Mercedes Güiraldes,
Raúl Barbalace y Bonifacio del Carril (h)
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Inés Legarreta con Raúl Barbalace,
Santiago Kovadloff y Mercedes Güiraldes
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8 — Compartimos, Inés, exactamente un encuentro de taller
grupal coordinado por Juan José. Seguí con él pero en clases
individuales. Y vos fundarías poco después tu propio taller
literario en Chivilcoy.
IL — En 1983. Con un
grupo de alumnos que, años más tarde, tendrían sus propios
talleres. Lo mantuve durante doce años, al cabo de los cuales,
di por terminada esa tarea. Después organicé cafés literarios,
lecturas y otras actividades en Chivilcoy, al tiempo que hacía
más o menos lo mismo en Buenos Aires; en 1990 había publicado mi
primer libro de cuentos y eso trajo lo que todos conocemos:
nuevas relaciones y la entrada a un medio escurridizo y difícil
al que uno se va acostumbrando. Luego vinieron los demás libros
y, con ellos, la continuidad de una vida laboral intensa que
sigue hasta ahora. Por suerte. No sabría hacer otra cosa.
En 2005 creamos la revista literaria “Fledermaus”
(digital e impresa) junto a Hernán Ronsino, Zulma Zubillaga,
Griselda Marenda (en el primer número estuvo también Raúl
Barbalace): lo resalto porque fue una muy buena experiencia que
duró siete años, casi un récord para una revista pensada,
diseñada y editada en Chivilcoy, aunque con colaboraciones de
escritores contemporáneos argentinos y textos de autores
universales.
Chivilcoy tiene una larga tradición en revistas y diarios
literarios, casi desde su fundación: el hecho de que muchos de
sus primeros habitantes fueran chacareros extranjeros venidos a
estas tierras gracias al impulso inmigratorio de Sarmiento,
marca una línea que sigue hasta nuestros días. Leían y
escribían, gustaban de la música y de las expresiones
artísticas. (Nota familiar: en “El Recreo” mi bisabuelo pasaba
óperas en su gramófono una vez por semana: sentados en el gran
patio los vecinos de las quintas y los gauchos escuchaban a los
grandes tenores de la época.) Se destacan momentos como las
intervenciones del poeta Carlos Ortiz, muy vinculado al
modernismo, y claro está, la época de Cortázar en Chivilcoy
(revista “Oeste”), pero hubo diversas publicaciones, algunas de
las cuales, salieron durante varios años, como las de Miguel
Torres, Diego Rositto, Raúl Barbalece, Carlos Costanzo, etc.
“Fledermaus” se destacó por la cuidadísima edición, la
selección de material literario y gráfico, la calidad del papel
y una línea editorial que mantuvo determinados valores ligados a
la seriedad conceptual en el tratamiento de lo que sabemos es la
materia básica del escritor: la lengua. Nosotros la pensábamos,
buscábamos el material, nos conectábamos con importantes autores
para pedirles textos que —debo decirlo— siempre se brindaron,
sin pedir un peso y con la mayor disponibilidad. Estoy hablando,
por ejemplo, de María Granata, Jorge Ariel Madrazo, Ángela
Pradelli, Leonardo Martínez, Jorge Paolantonio, Luisa Peluffo,
Laura Fava, Luis Tedesco, Ricardo Mariño, Hebe Uhart, Juan José
Delaney, Juan Carlos Bustriazo Ortiz (a través de Cristian
Aliaga), Javier Villafañe, etc. La lista es larga y prestigiosa
porque, como ya dije, “Fledermaus” salió al ritmo de tres
números (marzo-julio-noviembre) por año durante siete años.
Algunas tapas fueron obras cedidas de la misma generosa manera
por artistas contemporáneos argentinos como Miguel Ronsino, Inés
Vega, Marcelo Mosqueira y el fotógrafo Daniel Muchiut; otras
veces elegíamos obras clásicas universales. Hicimos también
entrevistas a Andrés Rivera, Marcelo Cohen, Luis Pescetti, María
Granata y otros. En algunos números adjuntábamos un dossier
específico, tal el caso del dedicado a la literatura infantil o
al teatro argentino contemporáneo. Creo que fue un buen intento,
del que estábamos —todos los integrantes del staff permanente— y
estamos hasta el día de la fecha muy orgullosos. Nos ganó, al
final, el desaliento por la poca repercusión de lectores y la
merma acentuada de ventas aún en ambientes que se suponían
“propicios”…; en fin, ahí está en la Biblioteca Popular “Antonio
Novaro” la colección completa de la revista.
Inés Legarreta con Juan Carlos Maldonado, Liliana Allami y
Beatríz Isoldi
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Inés Legarreta con Raúl Barbalace y Juan José Hernández
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9 — ¿Y ahora?
IL — Sigo casada con
Enrique. Mis tres hijos se casaron y tengo cuatro nietos, pronto
llegará el quinto. Mantengo los amigos de siempre, he hecho
otros, nuevos y valiosos, que me ayudan a vivir mejor. La
familia y los amigos han ocupado y ocupan un lugar muy
importante en mi vida. Sigo escribiendo, leyendo, pensando. La
poesía me ha ganado por completo. Leo y mezclo autores con la
misma ferocidad de aquella
adolescente que fui; esto me gusta, sentir que un género
tan “serio”, tan “sagrado” y respetado me haya metido de nuevo y
de lleno en una especie de revuelta juvenil. Inmensidad de la
belleza. Borges tenía razón: hay que leer por placer, el mundo
está lleno de libros y autores que nos esperan. Los poetas son
infinitos y yo voy detrás de ellos… Salto de un autor a otro, de
una escuela a otra, de sensibilidad en sensibilidad. Baldomero
Fernández Moreno, Aldo Oliva, Susana Thénon, Constantino
Cavafis, Salvatore Quasimodo, Wislawa Szymborska, Joaquín
Giannuzzi, Luis Tedesco, Olga Orozco, Jorge Leonidas Escudero,
Hugo Padeletti, Idea Vilariño, Juanele Ortiz, Ezra Pound, Emily
Dickinson, Paul Eluard, Alejandro Schmidt, Pier Paolo Pasolini,
Wallace Stevens, Marosa di Giorgio, Vicente Huidobro, César
Vallejo, Nazim Hikmet, Eugenio Montale…
Siempre he tratado de mantener cierto equilibrio entre la
vida social que se impone en este medio y la necesaria
soledad del escritor: hay épocas de mayor exposición y
otras, de recogimiento. Me sirve mucho el hecho de vivir —o de
intercambiar— en dos lugares: si estoy en Chivilcoy, en general,
hago una vida más metida para adentro. Tengo mi taller-estudio
en el fondo de la casa, está separado de la edificación central
por un patio y un pequeño muro, de manera que me voy a “atrás” y
ahí me aíslo. (Claro que con las “nets”, uno puede escribir en
cualquier lugar, si es necesario).
Aunque no lo parezca soy una persona solitaria. Me gusta
el silencio. De ahí, del aire, de la ausencia de palabra, viene
la poesía. Hay que estar atento porque enseguida se va. No es
como la narrativa que se queda. La poesía se va rápido, los
distraídos no son poetas.
Inés Legarreta con Enrique, su marido
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Inés Legarreta con Enrique, su marido;
Josefina, Nicolás, Juan, sus hijos; Catalina, su nieta;
Josefina, Mariana, sus nueras
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10 — Victoria Ocampo (1890-1979). Te habrás imbuido de su
prosa con toda esa…
densidad familiar. ¿Y de Silvina Ocampo (1903-1993)?...
IL —
Con Victoria Ocampo tuve una relación de amor-odio: estaba tan
presente en la vida familiar, era casi como una comensal más a
la mesa (quizás exagero un poco) que, pasada la infancia, empecé
a distanciarme deliberadamente de todo lo que era y
representaba: un Tótem, algo intocable, una especie de señora
inmarcesible a la que había que rendirse…; ahí la descubrí a
Silvina, con su desparpajo e irreverencia y me vino genial.
Además el tándem Bioy Casares – Silvina – Borges, ¡era
imbatible! En principio, me intrigó el por qué de la tirria
entre las hermanas (en casa sólo se conocía y repetía la versión
Victoria), y después, realmente, me di cuenta de la enorme
escritora que era Silvina, siempre entre colosos, como si no
brillara con luz propia. Y su literatura tan fuera del canon,
inusual, algo perversa, con una lucidez… Me encantan también
muchos de sus poemas.
Pero, para poner las cosas en su lugar, no dejo de
reconocer —ahora que ya he crecido (sic)— la prosa clara y
elegante de Victoria en sus
“Testimonios”. Y
claro está, la extraordinaria labor de difusión, a través de
Sur, de autores norteamericanos, ingleses, franceses, filósofos
y pensadores modernos, autores noveles argentinos como Cortázar,
a quien le publicaron el famoso cuento “Casa tomada”; es decir,
una trayectoria que grandes de la literatura latinoamericana
como los mexicanos Carlos Fuentes y Octavio Paz han reconocido
sin empacho.
Así, creo, cada hermana ocupa el lugar que merece en mi
biblioteca.
Inés Legarreta con María Isabel Legarreta
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Inés Legarreta con Estela Legarreta, Clelia Bercovich y
Gloria Arcuschin
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11 — Has escrito cuentos japoneses.
IL —
Siempre me sentí atraída por el arte oriental, especialmente, el
japonés. Las geishas, su vestimenta y peinados, la manera de
caminar deslizándose, la finura en la ceremonia del té, la
destreza en el uso del abanico, los bailes, el canto y la música
en esos ambientes austeros de puertas corredizas y lámparas de
papel, con muy pocos —aunque exquisitos— elementos de
decoración, me generaron desde chica el deseo de acercarme a ese
mundo extraordinario, lejano y tan diferente al nuestro en todo.
Luego, se acrecentó aquel deseo ingenuo, con la admiración de
los grandes maestros del dibujo, la pintura y el grabado, sobre
todo, a los del famoso período conocido como del “Ukiyo- e” o
“Del mundo flotante”, es decir, la vida de las cortesanas y su
entorno en el momento de mayor esplendor de la ciudad de Edo:
color, sutileza de la línea, costumbrismo en las estampas y
dibujos de Hokusai, Utamaro, Hiroshige, Kunishoshi, Eishi, Hasui
y tantos otros, quienes componen un conjunto artístico que no
deja de maravillar a artistas occidentales, como le sucedió a
Claude Monet y a Paul Cézanne. A esto, obviamente, hay que
agregar las lecturas de
“El libro de la almohada” de la cortesana imperial Sei
Shonagon, y los “Cuentos
de Ise” de Ariwara No Nahiro (dos libros que corresponden a
la Edad Media), además de las novelas y cuentos de los grandes
maestros de la literatura japonesa contemporánea: Yasunari
Kawabata, Kazuhiko Mishima, Kenzaburo Oe, Harubi Murakami,
Akutagawa Ryunosuke…;
tampoco puedo dejar de mencionar la cinematografía del genial
Akira Kurosawa. Casi todos los autores que mencioné trabajaron
la gran tradición japonesa junto con las formas que propuso la
literatura occidental, fundamentalmente a través de William
Faulkner, James Joyce, Virginia Woolf (por nombrar algunos), de
manera que incorporaron y mezclaron lo nuevo con lo viejo: el
resultado fue un impulso que cambió la literatura japonesa y la
llevó a ser lo que es.
¡Y me olvidaba de los haikus! ¡Ese género poético de la
sutileza del instante! Con el gran maestro Matsuo Bascho. En
fin, a vuelo de pájaro, he tratado de mostrar que, a pesar de no
saber japonés y de no haber hecho estudios sistemáticos, algo
del clima inherente a su cultura, los elementos y
posicionamientos básicos de esa sociedad —hoy súper
industrializada y a la cabeza de la modernización capitalista—
me llegaron a través de lo que en forma escueta he mencionado.
Ahora voy al grano. Escribí el primer cuento de
“La turbulencia del aire”
a partir de una estampa de Hasui: una mujer, solitaria,
luchando por caminar bajo una tormenta de nieve. El viento le da
vuelta la sombrilla, está sola en la calle. Es la imagen misma
de la desolación. Imaginé que era una geisha vieja, que había
perdido todo su prestigio y posición social, que el camino hacia
el barrio alejado donde vivía era como caminar hacia la muerte…
Después vino otra imagen y otra y otra: me di cuenta de que
tenía que seguir escribiendo y así llegué a formar un libro en
donde también aparecen las contradicciones del Japón actual. Se
lo di a leer a unos amigos argentinos de ascendencia japonesa
por parte de padre y madre, que hablan japonés fluidamente y
mantienen los vínculos con los familiares de “allá”. Me hicieron
una devolución con la cortesía que los caracteriza: estaban muy
agradecidos porque yo, una “gaijin” (extranjera), me hubiera
interesado en su cultura, escribía como “gaijin”; es cierto,
pero había llegado a captar lo japonés en la no linealidad, la
forma indirecta y leve en la expresión, decir algo de manera que
el interlocutor lo interprete; el discurso directo en Japón es
sinónimo de mala educación y hasta de brutalidad, puntualizaron.
También lo había logrado en la marcación del cambio de las
estaciones, el lugar de los ancianos en la sociedad, la
importancia de los detalles. Y veían en el libro respeto sin
snobismo. Me quedé tranquila porque mientras lo escribía —muchas
veces— había pensado que estaba cometiendo un sacrilegio. Para
muchos fue un libro raro. No para mí. En todo caso, tan raro
como todo lo que escribo, todo lo que me aparece como deseo y
sigo.
Inés Legarreta con P. Gómez, M. L. Canoso, David A.
Sorbille, R. Varela, A. Tassano, M. Bendersky, A. Torres, L.
Allami, A. Sorrentino, B. Isoldi, H. Uhart, L. Peluffo, etc.
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Inés Legarreta con Federico Capobianco y Jorge Consiglio
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12 — Los títulos de tus dos novelas breves remiten al
alejarse, a la distancia. Comentarios bibliográficos me enteran
de que el tango las une.
IL —“El
abrazo que se va”
y “Tristeza de verse
lejos” son nouvelles independientes, pero, claro, las une el
tango y los protagonistas. Y pueden ser leídas como un díptico.
Hay como una contradicción o un juego de opuestos entre lejanía
y tango bailado porque si algo determina al baile de tango es el
cuerpo, la proximidad y sintonía de dos cuerpos que en el abrazo
funcionan como uno. Así que hablar de distancia, de alejarse en
el brazo, es tratar de crear otro espacio, quizás, en el plano
de la espiritualidad. O como alguien dijo:
“En el abrazo hay lugar
para un tercero, en el medio está el otro”. Los
protagonistas, en las dos nouvelles, son una mujer que ha dejado
atrás la juventud, una escritora que está atravesando un período
de sequía literaria y un joven bailarín de tango, sin demasiada
formación cultural: entre ellos pasarán y no pasarán cosas (el
deseo en sus distintas formas), mientras que aparecen los temas
fundamentales: escribir-bailar/ cuerpo-espíritu/
movimiento-quietud/ juventud-vejez/ comunicación-incomunicación.
La estructura de “El
abrazo que se va” se basa en capítulos breves con títulos
que anuncian lo que vendrá: por ejemplo “El abrazo”,
“Elegancia”, “Las manos”, “El salto”; algunos brevísimos pueden
ser leídos como microficciones. En cambio,
“Tristeza de verse lejos”
está dividida en cuatro capítulos más extensos que los de
“El abrazo…”; no
forcé en nada estas estructuras, cada nouvelle vino con su
“forma” de entrada y lo remarco porque las escribí con enorme
placer (aún con la tristeza y angustia existencial de la
segunda): fue como bailar mientras escribía. Porque para
escribirlo aprendí —o traté de aprender— a bailar tango. El
tango me puso en un lugar desconocido de la argentinidad, me
transportó a las milongas con sus códigos y particularidades, a
la noche y al día de los milongueros, a las historias de mujeres
solas, a una poesía diferente: un mundo fascinante que parece
detenido en un tiempo sin tiempo.
Inés Legarreta con la periodista Florencia Vaccari
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Inés Legarreta con Graciela Cros y Norma Osnajanski
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13 — Te visibilizás plenamente como poeta con
“La puntada invisible”.
IL — Sí.
Tengo una sensación de primeriza, de principiante, que me gusta.
Se acomoda muy bien con el apetito de lectora desordenada y
voraz que me ha devuelto la poesía. Algunos de los poemas del
libro fueron seleccionados por la Fundación Victoria Ocampo para
integrar la “Antología de
Poesía 2016” (correspondiente a los Segundos Premios); al
verlos en las pruebas de galera tuve la sensación agradable de
que, desgajados del todo, estaban en el aire, pero se sostenían
y pensé que eso es la poesía: algo que se sostiene en el aire no
se sabe porqué.
Escribir poesía ocupa casi todo mi tiempo ahora, es la
forma en que me surge lo que
necesito decir; con la misma naturalidad con que estuvo
ausente durante muchos años, ahora aparece y se impone.
Misterios de la creación. Bienvenidos sean.
La base de mi poesía —creo— es la casa. La palabra casa
respondiendo a su origen latino: Domus/i: casa, familia, patria.
Sí, me parece que los poemas de
“La puntada invisible”
giran alrededor de ese núcleo fundante. Y no sé qué más decir
salvo que estoy a la expectativa.
Inés Legarreta con Juan María Decarre
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Inés Legarreta con Jorge Consiglio
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14 — El escritor Germán Cáceres asocia tu impronta en
“La imprecisa voz que me
sueña” con el film “Adiós al lenguaje” de Jean-Luc Godard
(uno editado y otro filmado, en 2014).
IL —
Cuando salió la crítica de Germán Cáceres sobre
“La imprecisa voz que me
sueña” se había estrenado hacía muy poco “Adiós al
lenguaje”: me pareció un gran halago, un regalo inesperado que
encontrara alguna conexión entre mi libro con la película del
¡Maestro Godard! No la vi (ni entonces ni ahora) pero leí
críticas y notas posteriores; con más de ochenta años, Godard
sigue experimentando y desestructurando lo que se supone es un
film: no hay secuencias continuas, se escuchan parlamentos
literarios, mezcla los géneros, los personajes hablan
inconexamente, la comunicación a través del lenguaje es nula…;
lo que se da en los sueños es muy parecido a esto, no descubro
nada, ya los surrealistas encontraban en lo onírico el material
básico de sus poemas, en las formas inconscientes, en lo que
aparecía sin la tutela de la razón residía algo de la verdad que
había que exponer o al menos vislumbrar. Yo, lo único que hice
fue seguir mis sueños y tratar de reproducirlos sin importarme
todo lo que quedaría sin explicación, escribirlos sin hacer
ninguna “clasificación” ni análisis psicológico, ni reflexivo:
cuando me despertaba, a la mañana, o en medio de la noche,
anotaba lo que recordaba del sueño. A veces eran aventuras casi
homéricas, otras veces, apenas leves trazos o colores era lo que
quedaba flotando del sueño: así se fue construyendo “la
imprecisa voz…” porque era mi voz, y sin embargo, imprecisa,
venida de otro espacio y tiempo, lo que registraba la escritura.
Ahí, claramente, apareció, sin haberla buscado, la poesía: sólo
los versos podían expresar determinadas sensaciones,
fugacidades. Fue apasionante. Puedo decir sin mentir que, en esa
época, vivía para soñar. La vida diaria, cotidiana, me parecía
aburridísima, plana, sin ningún estímulo; la vida nocturna, los
sueños, eran un dechado de imaginación. Me dormía como una
enamorada que espera al príncipe azul. El de los sueños. Acuñé
el nombre
Inesdurmiente.
Pero a la
Inesdurmiente la
escribiente le puso fecha de caducidad porque se dio cuenta de
que podía seguir así toda la vida. Me dije: escribo hasta tal
fecha y lo cumplí. En el último sueño aparecimos yo y yo: la
escribiente y la soñadora unidas. Los versos me volvieron una.
*
Inés Legarreta selecciona prosas de su autoría y poemas de “La
puntada invisible” para acompañar esta entrevista:
El pie
El Maestro no dijo no. Dijo que debía primero mirar largamente
el ciruelo. Cuánto tiempo, preguntó Fujio, y se dio cuenta de
que era una pregunta inoportuna. Desde la sala en donde el
Maestro los iniciaba en el arte del dibujo miró el ciruelo del
jardín. El árbol era pequeño, pero estaba en un promontorio
verde y a un costado había un banco que todos llamaban “de la
alegría”. Sentarse allí y empezar a sentir cierto bienestar, eso
es lo que debía ocurrir, y también recorrer lo demás con una
sonrisa. Pronto, muy pronto el ciruelo florecería. Mientras
tanto, Fujio dibujaría las ramas con los botones y las yemas a
punto de abrirse; el color marrón y el verde allí, en el brote,
y las tonalidades perdiéndose cuando las ramas ascendían hacia
el cielo. El Maestro lo estimuló en la observación de los
detalles. El ciruelo, a todo esto, se había adornado en su
totalidad y alegraba el jardín. Una flor, le dijo el Maestro,
dibuja una flor. Fujio se detuvo en la corola, en cada pétalo,
en los pistilos y en los estambres, en la coloración y la
suavidad del cáliz y luego, sí, en la flor completa, mirándola
cada día desde un ángulo diferente, rodeándola con amorosa
paciencia. Después se dedicó al árbol y siguió su forma y
movimiento, lo hizo como quien sigue un camino que no sabe
adónde lo lleva. Al cabo de un tiempo, parecía haber en las
láminas no uno sino varios ciruelos y el Maestro y los otros
discípulos le estaban agradecidos porque sentían su respetuosa
dedicación a la belleza. Para entonces Fujio se había olvidado
del impulso original: no dibujó el pie de una geisha, pero de
haberlo hecho, hubiera sido una obra maestra.
(de “La turbulencia del aire”, Grupo Editor
Latinoamericano Nuevo Hacer)
*
El abrazo
¿El abrazo o un abrazo?, lo interroga ella. Un abrazo, el
abrazo, los abrazos, recalca él. Entonces ella le pide que le
explique, que le diga por qué y el bailarín hace lo que es:
empieza a hablar con el cuerpo. Se incorpora apenas —estaba
sentado en una butaca contra la pared— y con los dos brazos
marca un círculo —tiene la cabeza levemente adelantada y le cae
un mechón de pelo sobre la frente— y, de pronto, allí, entre sus
brazos, en ese espacio íntimo hecho sólo de cercanía y
respiración, hay una forma de mujer que permanece en la
transparencia del aire hasta que él la deshace y se recuesta
otra vez con parsimonia contra la pared. Por un instante ella
tuvo la sensación de que el mundo se había detenido: la tarde,
el ruido de la tarde, la luz. De manera que se quedó callada
mirando el reflejo del sol a través de la vidriera. El bailarín
le preguntó si necesitaba alguna otra explicación. No, le
respondió. Ella había entendido. El tango es el abrazo. El
abrazo que en el aire había dibujado él.
(de “El abrazo que se va”, Grupo Editor Latinoamericano
Nuevo Hacer)
*
Nosotros
De tanto en tanto, aparecía la palabra nosotros. La pronunciaban
indistintamente y en diferentes momentos, pero ella no reparó en
ese uso particular de la primera persona del plural hasta una
tarde de lluvia cuando se estaban despidiendo; entonces pensó
—con razón—, que nosotros decía algo de ellos. ¿Adónde era el
nosotros?
En una frase de él, por ejemplo. Porque no había vez que no la
dijera, la repitió a lo largo de los años en el avance del amor,
en el después del amor, en la quietud: “Oh, tu cara, si vieras
tu cara ahora”, y no importó que pasaran décadas, lo siguió
diciendo con la misma voz entorpecida por la fatiga del deseo y
la misma sensación de descubrimiento. “Oh, tu cara, si la
vieras, si pudieras mirarte ahora” y ella pensaba qué espejo
mostraría, que se vería allí, en su cara, distinto de antes o
igual a lo de siempre, para hacerle repetir la frase —a pesar de
la crudeza de la luz, a pesar de la intemperancia del cuerpo—,
como un mantra. ¿Estaba encantado ese espejo?
En cuanto a ella, las manos. No acuñó una frase o leitmotiv como
él, pero las manos, sí. La manera en que se desprendían de lo
conocido —ya fuera en la tela o en la piel— y buscaban un ritmo,
el anhelo en la respiración para añadirse al continuo de lo que
en los ojos y en la boca aparecía; así, las manos, nunca
interrumpidas por la duda, aunque su deslizarse fuera, al
principio, ciertamente cauteloso, hablaban; de allí, del inicio
tímido a la suma desordenada del cuerpo y a la fusión del
después no terció nada —en todos los después que hubo— porque
era inevitable, un destino: las manos de ella, él; el pelo, el
bigote, el vello del pecho, las piernas, los brazos, el sexo de
él, todo, no sólo las manos, todo en ellos se solazaba. ¿Qué
otra cosa dijeron que no fuera nosotros?
Los besos, siempre. Desde el primero al último, un beso
inacabado que continúa hasta que uno traga otro y el otro se
vuelva en uno y son nosotros uno en uno nosotros uno nosotros en
uno nosotros uno.
Y nada más, confirmaron ella y él. Es todo. Y se despidieron con
el saludo breve del apuro por irse cada uno por su lado.
Cruzaron la calle, ella adelantándose para tomar un taxi que
venía haciendo luces. “Chau”. Seguiría lloviendo aunque en
calma.
(Inédito)
*
I
Abro la puerta de casa para que el aire de campo
se vaya
y quede la
sensación
de haber sido respirado
pasto/ tierra/ sol
un alambrado maltrecho
los cardos violetas/ qué luz contra los eucaliptos
esta mañana.
III
El olor triste de unos sillones
me deja pensando
en mamá/ y en mí/
como dos mundos que no tuvieran más que sol o niebla
y se entregaran al abandono/ o la quietud/
los colores perdidos
los escalones/ los vidrios limpios
de las ventanas y las puertas
igual que en los sueños
una y otra vez.
Había tantos cuartos y habitaciones/
y una escalera deslumbrante para las niñas de la casa/
allá arriba/ cerca del cielo/
entre nubes la
rueca y el telar
donde pincharse el dedo para dormir cien años
en el musgo mullido del bosque/ de un hombre/ de cuento/
parecido a la muerte.
Pero tropezamos con la alfombra mal puesta
del tiempo
y caímos/
analfabetas
en otra historia
de terror.
IV
no me visita la gracia
ni la belleza
quizás no sea posible
la súbita iluminación el grito o el aullido
porque los versos dependen más que de cualquier otra cosa
de mis manos
van por el papel dejando constancia de la carne
y el olor de todos los días
la cocina la ropa usada la tierra removida por la lluvia
cuántas sábanas
a veces se quedan con un perfume
y sonríen por el rastro de los cuerpos en la noche o en la
madrugada
o a la mañana al despertar
entra el sol
las manos escriben
y el anillo de piedra tiene
la marca del agua, la sal
que se deposita en silencio
como en los cuerpos las arrugas y los dobleces y el ruido del
tiempo
apaciguado por nosotros
con palabras
Inés Legarreta con Jotaele Andrade, J. E. Tallarico, Rubén
Reches, Gerardo D. Curiá, R. Jaduszliwer, María Lyda Canoso y
María Chapp
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Inés Legarreta con Hernán Ronsino
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*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las
ciudades de Chivilcoy y Buenos Aires, distantes entre sí unos
160 kilómetros, Inés Legarreta y Rolando Revagliatti, septiembre
2016.
www.revagliatti.com
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