Jorge Goyeneche: sus respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Jorge Goyeneche
nació el 11 de
octubre de 1952 en La Plata, ciudad donde reside, República
Argentina. Es Profesor en Letras (1977) por la Universidad
Nacional de La Plata. A partir de 1978 ejerció durante cuatro
décadas la docencia secundaria en colegios rurales, urbanos,
públicos y privados, y en los niveles terciarios y
universitarios en Instituto del Profesorado de San Miguel del
Monte, Facultad de Humanidades de la UNLP, Universidad
Tecnológica de La Plata y Universidad Católica de La Plata.
Entre 1980 y 1983 dirigió el Grupo de Teatro Gestual, con
guiones y puesta en escena propios en, por ejemplo, el Teatro
Municipal Coliseo Podestá de su ciudad.
En 1983 se puso en escena la comedia “De dulce de leche y
de chocolate” (en cartel durante once años, Primer Premio de
Guión en el Festival de Teatro Independiente, 1988), escrita en
colaboración con Genoveva Arcaute. En 2003 fundó y codirigió la
revista literaria “Oliverio”. Durante 2010 y 2011 efectuó
crítica literaria en el periódico “El Día” de La Plata. Condujo
los programas radiales “Toda la delantera
en orsái”,
“La furia del libro” y “Lejos del centro”, fue
coconductor del programa “Letra y música” y columnista del
programa “Rap / colectivo de colectivos”. Colaboró con los
programas televisivos “Juana y sus hermanas” y “De la cabeza”, y
con Genoveva Arcaute escribió el guión de la serie “Hermanos”.
Entre otros, obtuvo en 2010 el Primer Premio del Instituto
Cultural de Puerto Rico por su novela
“Que algo quedará”,
el Premio Provincial “Almafuerte” (2015) y el otorgado por la
Secretaría de Cultura de La Plata (2016) por su trayectoria como
escritor. Es coautor de
“Agenda de los escritores en el tiempo” (Editorial De los
Cuatro Vientos). En 2018 el sello La Comuna edita el volumen
“La cosa se complica”
(artículos divulgados en la revista “Humor”). Publicó las
novelas “Toda la
delantera en orsái” (2001),
“Semblantes de bestias”
(2003, y reeditada en 2016),
“Serial writer. Argentino
serial” (2008), “Que
algo quedará” (2011, en España; 2012, en Chile; 2014, en
Argentina), “Almirante de
sal” (Mención de Honor en el 9º Concurso “Aurora Venturini”,
2011) y “Mala praxis”
(2015). Su único poemario,
“Final de obra”,
aparece por Editorial Huesos de Jibia, en 2016.
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Jorge Goyeneche en Londres, Inglaterra, 2008
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1 — Naciste dos meses y pico después del fallecimiento de
Eva Perón.
JG — Es así,
tan poco después. En ese clima de época. Viví hasta pasados los
tres años en una casa de chapa, sobre pilotes, en Ensenada,
ciudad que como sabés integra el Gran La Plata, a la vera de un
canal empetrolado que pasa aún por el costado de YPF
[Yacimientos Petrolíferos Fiscales]. Recuerdo algunas escenas
traumáticas para alguien de esa edad: quemarse con un mate y
caerse del triciclo en la zanja. Los fines de semana los pasé
desde entonces hasta la adolescencia en el paraíso, la casa de
mis abuelos maternos en Berisso, que por aquellos años se
llamaba ciudad Eva Perón. Veo a mi abuelo Francesco Saverio
Spadafora insultando al cielo por el paso de aviones rasantes
(fue durante el 55, cuando Isaac Rojas amenazó con bombardear la
región si Perón no dimitía), mientras mis padres huían conmigo
en un camión que pasaba juntando gente hacia una casa en el
campo por Los Talas, de alguna familia generosa que asiló a
muchos —eran paisanos, como llamaban a sus compatriotas venidos
también del sur de Italia. Mis padres decían que yo no podía
recordar esta escena: me llevan a upa tapado con un viejo piloto
mientras llueve torrencialmente, doblamos —lo estoy viendo
ahora— la esquina de Callao hacia la calle Montevideo, donde
espera el camión casi repleto, en medio de gente que grita y
corre, aturdidos por el estrépito de los aviones.
Luego nos mudamos a las inmediaciones de La Plata, a El
Dique, en el partido de Ensenada, a un chalecito de plan, en un
barrio de clase media baja. Tenía mi propia habitación, de dos
por tres, con una ventana que daba al fondo, donde estaban el
limonero de las cuatro estaciones, la parra, naranjos, un olivo
y un duraznero; y más allá todavía, el gallinero y dos plantas
de higo (“porque todas
sus ramas son grises…”). Unos años después, a los siete u
ocho, empecé a saltar la medianera hacia el potrero que se
extendía maravillosamente detrás de toda la línea de casas, y
terminaba en el monte misterioso (una plantación de eucaliptos
que aún se conserva aunque atravesada por una avenida y sin
encantos fantásticos). Afortunadamente se perdieron mis primeros
esbozos de poesías escritos en un cuaderno Rivadavia, con la
espalda apoyada contra el olivo.
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Jorge Goyeneche con Nicolás Appolloni, María Urrutia y
Jorge Papadopoulos.
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Jorge Goyeneche en 2012
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2 —
Ya habrías empezado la
escuela.
JG —
Lamentablemente empecé la escuela. Mis padres, trabajadores de
jornada completa (él en los Astilleros, ella cosiendo para
afuera y dando clases de costura a un grupo de chicas grandes,
una de las cuales se escapaba para jugar a la bolita conmigo),
creían en la educación y con un enorme (y equivocado) esfuerzo
económico, me mandaron al colegio más caro de la ciudad. Una
escuela de curas preconciliares, de sotana y tonsura, que veían
pecado en cada rincón. Doble escolaridad. En toda esa etapa fui
sumiso, estudioso, abanderado todos los años menos el último en
el que me relegaron a escolta. Mi madre fue a saludar a la
maestra y la señorita le dijo que la bandera me correspondía a
mí, pero que el padre del otro niño era muy poderoso y… Mi pobre
vieja, Ofelia, decidió cambiarme de colegio pese a la oferta de
becarme. Me afectó mucho el sufrimiento de mis padres, después
de tantos sacrificios, pero estaba feliz por irme de esa cárcel.
(Muchos años después ejercí mi venganza con un artículo sobre el
caso en la revista “Sexhumor”.) No me dejaron elegir y fui a
otro colegio de curas, esta vez mucho más modernos y amables,
los salesianos, donde transcurrió mi adolescencia. Allí sí hice
amigos duraderos, entre compañeros y docentes.
Regreso a la época de la primaria. Era maravilloso volver
a casa, después de las cuatro, en el tranvía, tomar la leche,
hacer los deberes y saltar el muro del fondo para mezclarme en
los partidos de fútbol, donde no había hijos de profesionales,
de comerciantes ricos ni de algún representante diplomático,
sino pobretones cuyos padres eran un zapatero ruso, empleados
del ferrocarril, policías de barrio, canillitas.
Cuando llovía, el único fútbol de cuero estaba pinchado o
no me daban permiso, me salvaba la lectura. Mis padres me
compraban libros. Buena parte de las colecciones Billiken y
Robin Hood. Dicen que uno queda marcado por el primer libro que
leyó. No sé si será cierto en todos los casos, pero sí lo es en
el mío. “Cristóbal Colón”,
de Lauro Palma (Biblioteca Billiken, 1942), un librito verde
donde se novelaba la historia del Almirante. Escribí dos novelas
con Colón como personaje:
“Semblantes de bestias”, que me llevó diez años de trabajo
intermitente, y
“Almirante de sal”.
Jorge Goyeneche - Colegio Estrada de la ciudad de City Bell,
provincia de Buenos Aires, 1979, con sus primeros alumnos
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Con Eliana Martínez Pass, Soledad
Franco, Juan Gianella, Facundo Báñez, Genoveva Arcaute y Ramón
Tarruella
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Jorge Goyeneche en Tigre, provincia de
Buenos Aires, 2016
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3 — Lecturas y potrero.
JG — Si el
potrero era un escape de las tardes, el fin de semana era el
insuperable paraíso. Los viernes, mamá me acompañaba hasta la
parada del tranvía 25 y después de ese viaje interplanetario me
bajaba a unas cuadras de la casa de mis abuelos. El nono había
trabajado en el frigorífico, una vida durísima que recreo en
parte en mi novela “Que
algo quedará”, pero ya estaba jubilado, así que a menudo me
llevaba hasta el puerto a ver los gigantescos barcos que venían
desde muy lejos a buscar carne, recuerdo especialmente un barco
ruso. La nona Josefa era un cascabel, se vestía de colores y
estaba siempre sonriente, nunca levantó la voz. El abuelo en
cambio era cabrón, aprendí todas las malas palabras (parolaccie)
calabresas. El barrio era amistoso, no había potrero cercano,
pero sí pasadizos entre las casas de terrenos mal medidos,
patios de conventillos y baldíos, lo que permitía recorrer las
manzanas por el interior y salir a cualquier parte. A pocas
cuadras vivían mis tíos; recién tuve un hermano cuando cumplí
catorce, así que mi primo varón era amigo y hermano a la vez. La
abuela murió joven; yo estaba en primer año de la secundaria, y
dejé de ir a esa casa pero empecé a pasar los veranos completos
en lo de mi tío, con mi primo y sus hermanas que me enseñaron a
bailar. Allí pasaba los carnavales, empecé a ir a las matinés
del club Villa San Carlos, y ponerme colorado ante las chicas.
La falta de hermanas y el colegio mixto, no me ayudaron mucho
para relacionarme fácilmente con el otro género. Me resultó
difícil superar la vergüenza ante cualquier conversación con una
chica. La libertad estaba en recorrer esos minilaberintos del
barrio y en la lectura de cuanto papel se me cruzara. Por ese
entonces seguí escribiendo algunas pavadas pero luego pensaba
que jamás llegaría a animarme a mostrar o publicar lo que
hiciera porque temía que estuviera lleno de errores. Al
principio la escritura y las mujeres me despertaron la misma
inseguridad.
A mis parientes
paternos no los veía tan seguido. Tenía a mi abuela portuguesa,
María, una mujer bellísima, vestida siempre de negro y con
rodete desde los cuarenta años hasta los ochenta y cinco. Su
esposo, el abuelo Antonio, murió a los cuarenta y nueve. Él me
conoció de bebé. Heredé, no sé cómo, su gusto por la matemática
y la facilidad para los cálculos. (Otra de mis luchas internas:
me dediqué a la literatura y las lenguas, y tengo por otro lado
una especial inclinación por las ciencias en general, la
astronomía, la tecnología, la física. Me atraen más los
suplementos y revistas científicas que las literarias.) La
abuela vivía con su hija, mi tía Porota (personaje importante de
mi vida y de mi novela
“Que algo quedará”). Una gorda graciosísima, chistosa,
dejaba todo por hacer en la casa para tirarse al piso a jugar
con sus hijos y conmigo a cualquier cosa. Ante la mirada de
reprobación de su cuñada, mi madre, que no podía concebir ese
desperdicio de tiempo y que una señora saliera a correr a los
chicos por la vereda jugando a la mancha venenosa.
Mis tíos, en general, merecen un párrafo aparte. Juan,
Carlitos y Raúl, Nilda, Lidia y Porota, eran el Barcelona de los
tíos, la selección campeona. Mis padres, en cambio, siempre
estuvieron distantes, severos, casi ausentes. Recién en sus
últimos años logré reconciliarme con ellos y descubrí que habían
sufrido muchas penurias y realizado innumerables esfuerzos para
que yo tuviera un “futuro”. Esa concepción de algunos hijos de
inmigrantes que temían al hambre y se ponían como objetivos
tener una casa, tener un ahorro aunque mínimo. Mi padre, que
sobrevivió por seis meses a mamá, me dijo meses antes de morir,
el año pasado, a los 92, que se arrepentía de no haber
disfrutado más, y me aconsejó que no repitiera su error, que
viajara, que viviera.
A lo largo de toda esa
etapa escolar, estudié inglés con una profesora particular, fui
rindiendo los exámenes anuales en el Instituto Británico. A
partir de segundo año ingresé directamente a ese instituto y
empecé a leer mucho en inglés por mi cuenta. Aparte de cuentos y
poesías de todas las épocas, las obras completas de Edgar Allan
Poe y todo Shakespeare. También aproveché mucho del francés
aprendido en la secundaria y gracias a eso y a mi testarudez leí
mucha poesía y narrativa en francés. Ya en la universidad, los
cuatro niveles de griego y de latín me sirvieron para leer
pasajes de los trágicos, episodios homéricos, los presocráticos;
Virgilio, especialmente las Églogas, y Horacio. También estudié
alemán. Como resultado de todo esto disfruté traducir las
poesías completas de Poe, los
“Sonetos a Orfeo” de
Rainer Maria Rilke, “La
metamorfosis” y “El
proceso” de Franz Kafka,
“El golem” de Gustav
Meyrink y cuentos de E.T.A. Hoffmann; la mayor parte de estas
versiones fueron publicadas por la Editorial Gárgola. Desde hace
dos años estudio italiano de manera intensiva, mi gusto por las
lenguas se combina felizmente con los recuerdos de mis abuelos
maternos, y afloran desde el fondo del inconsciente los diálogos
de Josefa y Francesco.
Jorge Goyeneche en 1961
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Jorge Goyeneche en Florencia, Italia, 2017
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Jorge Goyeneche en Roma, Italia, 2017
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Jorge Goyeneche en Montevideo, Uruguay, 2013
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4 — Cómo te llevarás —ojalá que no como yo— con los
trabajos manuales.
JG — No soy el
estereotipo del intelectual, me gustan los trabajos manuales: he
levantado paredes, revocado, techado, sé soldar, he trabajado de
carpintero, de pintor de
altura, en mi
casa hice la instalación eléctrica y la del agua, puse cerámicos
y azulejos. Bastante de eso me llevó a la escritura de
“Final de obra”, un
libro de casi poesía que “describe” la construcción de una casa.
Los desafíos técnicos y los oficios manuales me atraen tanto
como las obras de Francisco de Quevedo, Salvador Dalí, Miguel
Ángel, Jean-Michel Basquiat, Jean Sibelius o la nueva trova. Soy
una especie de todoterreno que hace todo bastante bien, pero
nada completamente bien. Un renacentista de la b.
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Jorge Goyeneche con Genoveva Arcaute en 2014
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Jorge Goyeneche en Bilbao, España, 2008
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5 —
Vayamos a que estás
casado con una escritora: Genoveva Arcaute.
JG — En
primer año de la carrera de Letras conocí a mi esposa, con quien
estudiamos juntos todos los días, al año siguiente nos pusimos
de novios en Mar del Plata. Genoveva me había dicho que se iba
como todos los años a pasar enero en la casa de sus tíos, cerca
del faro, me hizo un planito por si quería ir. O sea, ¿entendés
que hay onda, Jorgito? (recordá que ya te mencioné mi lentitud
para vincularme con las mujeres). Fui. Era 1972, nos casamos en
el 75 y acá estamos, juntos. Pasamos períodos muy duros de
nuestro país. La dictadura del 76 nos dejó sin trabajo, bajo
amenazas de muerte, y viviendo “provisoriamente” por once años,
en una casa prestada (parte de eso se describe en la novela
“Mandorla” de
Genoveva). Tuvimos la oportunidad de irnos a España pero
quisimos primero recibirnos, después vinieron los hijos y ya se
hacía muy difícil. Afortunadamente hubo un oasis en ese páramo
ultraviolento, la revista “Humor”, a la que llegamos un día de
desolación. Vivíamos en un departamentucho horrible y húmedo los
tres (había nacido nuestro primer hijo). Era feriado, el día de
la bandera, cumpleaños de mi mamá y aniversario de la Masacre de
Ezeiza, llovía; se nos acabó la garrafa, no teníamos ni para
comer y en lo de mis padres seguramente habría abundancia de
pizzas, empanadas y sanguchitos. Teníamos un viejo Citroën 2cv
que cuando nos casamos nos había llevado sin problemas hasta
Monte Hermoso, pero ahora estaba arruinado allá afuera, a
cincuenta metros de pasillo hasta la calle, sin nafta. Podía
llamar por teléfono a casa y nos vendrían a buscar. Fui hasta el
teléfono público más cercano, a tres o cuatro cuadras, bajo la
lluvia intensa, y me tragó la única moneda. Un drama ruso en
blanco y negro en medio de Siberia. Entonces, nos pusimos a
escribir notas humorísticas. Era el invierno del 77. Un año
después apareció el primer número de la revista “Humor”, con
César Luis Menotti en la tapa. Enviamos aquel material y un par
de meses más tarde nos respondieron. Así empezamos a publicar
para Editorial La Urraca (revistas “Humi”, “Superhumor”,
“Sexhumor”) y seguimos durante una década. Este año, la
editorial La Comuna, editó aquellas notas, se cumplen cuarenta
años de la aparición de la revista y treinta de nuestro último
artículo.
Jorge Goyeneche con Genoveva Arcaute
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Jorge Goyeneche con Genoveva Arcaute
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Jorge Goyeneche con el músico Francesco Garito en
Florencia, Italia
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6 — Un párrafo al menos sobre la radio, tu atracción por
ella, tu condición de conductor de programas.
JG — Fui
invitado como profesor universitario o como escritor a distintos
programas radiales, y me gustó mucho el medio, desde hace más de
quince años conduzco distintos ciclos siempre vinculados a la
literatura, el humor, los reportajes a artistas. Quizás, ahí por
el fondo, también acompañan esa atracción, el recuerdo de mis
abuelos y luego de mi madre mientras hacía las tareas
domésticas, todo el día junto a la radio, emisora de
radioteatros, partidos de fútbol gritados y vertiginosos, música
de otra manera inaccesible para
esa época.
Además, para mí, cada experiencia vital se convierte en
literatura, estoy en estado de escritura casi permanente. Por
eso, mi paso por las radios siempre se ha transformado en
episodios novelescos, tal el caso de los largos pasajes con el
fútbol que aparecen en
“Serial writer…”, donde hay una casta gobernante grotesca
compuesta por los
“metafísicos fulbólicos o pensadores balónicos”; la mayor
parte de ese material surgió de mis parodias en el programa
“Toda la delantera en orsái”, que consistía en hablar de libros
como si se trasmitiera un partido, con cantitos de hinchadas,
análisis sesudos de pavadas, estadísticas llevadas al absurdo. A
su vez, ese programa surgió como desarrollo de mi primera
novela, así llamada. También sirvieron de fuentes los otros
programas para algunas partes de mis relatos.
Jorge Goyeneche con Laura Lago
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Jorge Goyeneche con Nicolás Appolloni y Jorge Papadopolous en
2013
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Jorge Goyeneche con Jerôme Mathe en 2016
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7 — Grupo de
Teatro Gestual. Y allí vos con dramaturgia y puesta en escena.
JG
— Surgió de una imposibilidad. Creamos un grupo de investigación
teatral con actores poco y nada experimentados. La mayor
dificultad era para ellos hablar, modular, no sobreactuar la
voz. Decidí entonces incursionar en obras (escritas por mí para
ese fin), que fueran mudas. Pero no era propiamente mímica, sino
desplazamiento silencioso. Una parodia a la burocracia, por
ejemplo, consistía en que los sucesivos actores (empleados,
jefes, grandes capos y público) iban formando una especie de
pirámide por la acumulación de recorridos inútiles a los que se
sometía a un pobre hombre que necesitaba un sellado. Finalmente,
la construcción humana se derrumbaba ante la rebelión del
ciudadano. También usamos la cámara oscura, como el Teatro Negro
de Praga. Había mucho trabajo previo de puesta en escena y de
construcción de objetos: una cara que se iba armando requirió
que diseñáramos las partes, las pintáramos con productos
especiales para esa luz. Y todo se movía, articulaba y
desencajaba, por actores/titiriteros que vestidos absolutamente
de negro para no ser vistos, se desplazaban con gran precisión.
Reunía las dos facetas que me forman, lo creativo artístico y el
trabajo de oficios combinados. Hice versiones mudas de poemas:
“El albatros” de Charles Baudelaire, por ejemplo, se convirtió
en una escena en la que un grupo de seres ciegos y encorvados
iba asediando con sonidos guturales y finalmente golpeando al
único hombre erguido. Otras se basaban en los cuentos “El tío
Facundo” de Isidoro Blaisten, “La gallina degollada” y “Los
destiladores de naranjas” de Horacio Quiroga, “Casa tomada” de
Julio Cortázar. La gran boca del escenario del Coliseo Podestá
me permitió trabajar con decenas de actores a la vez, que
conformaban diversos grupos de acciones simultáneas: una crítica
a la guerra y la opresión a partir de una versión de las novelas
“1984” de George
Orwell, “Fahrenheit 451”
de Ray Bradbury y “Un
mundo feliz” de Aldous Huxley, reunidas como visión del
mundo.
Teatro Gestual con Diego Aroza, Rubén
Rivelli y Laura Lago, en Plaza Italia, La Plata, provincia de
Buenos Aires, 1981
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8 — Veinte años
tenías cuando obtuviste el Primer Premio en el Concurso
Internacional “La influencia hispánica en el Martín Fierro”.
JG
— Fue una especie de tesis que escribimos con Genoveva para ese
concurso. Rastreamos las lecturas de José Hernández, los dichos
y refranes de larga tradición española que llegaron hasta los
gauchos desde la época de la conquista, de boca en boca; como
también características de los personajes. Todo esto mientras
cursábamos las materias de la Facultad. Salíamos a tomar un
café, para despejarnos un poco de lo mucho que leíamos, y nos
poníamos a anotar ideas para ese trabajo en papelitos que luego
se volcarían en la Olivetti. Lo hicimos como un desafío
intelectual. No esperábamos casi nada pero un día nos llamaron
por teléfono para avisarnos que habíamos ganado el premio, que
consistió en la publicación en el Cuaderno n° 4 del Instituto de
Cultura Hispánica y una suma importante de dinero que sirvió
para que compráramos muchos libros caros y pagáramos ambos
cursos intensivos de alemán (dos horas por día de lunes a
viernes). Fue una época maravillosa. Después empezaron los
miedos y la violencia; los años del encierro.
Jorge Goyeneche en 1972
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Jorge Goyeneche con sus hijos Luis y Tomás
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9 —
“Toda la delantera en
orsái”: retornemos a tu primera novela, y así, a tu primer
programa radial.
JG
— En realidad, se trató de una nouvelle, en la que el
protagonista treintañero habitante de mi ciudad, tiene extrañas
visiones que retomé en la larga novela recién terminada,
“Mapa físico”. Cuando
empecé en radio Futura, adopté ese título porque quería moverme
en un territorio en el que los de avanzada, por así decir,
estaban siempre descolocados. Luego, ganó el formato del que te
hablé antes, y giró todo bajo el aspecto de un partido de
fútbol. En uno de ellos, juegan mis escritores favoritos, con
sus modalidades políticas y literarias transformadas para la
cancha. Fue muy placentero ese ciclo; para mejor, mi hijo mayor
me ayudó con la operación técnica.
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Jorge Goyeneche con un funcionario municipal, en Tucumán,
Argentina, 2012
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10 — Durante dos
años estudiaste producción audiovisual con un destacado director
de cine: Eduardo Mignogna (1940-2006).
JG
— Sí, realicé cursos de posgrado con Eduardo, luego en
Guionarte, y casi a la vez con Fernando Solanas, entre 1991 y
1993. Fue muy sacrificado —aunque obviamente enriquecedor—
porque tenía que viajar una o dos veces por semana a tu ciudad,
después de dar clases, y volver tarde para acostarme a la una,
una y media, y levantarme a las siete para seguir dando clases.
Aprendí mucho de ellos dos, no sólo de los aspectos técnicos
concretos sino de la modalidad de trabajo y la cultura visual.
El otro curso, el de Guionarte, fue exclusivamente de manejo de
cámaras y luces. Por ese entonces, me compré una filmadora de
última generación para hacer documentales ligados a la
literatura (ahora es una antigüedad con cassette vhs).
Jorge Goyeneche con Jerôme Mathe, Darío Zilbersztein y Pedro
Cuevas en 2016
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Jorge Goyeneche en Colonia, Uruguay, 2006
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Jorge Goyeneche en Capri, Italia, 2015
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11 — ¿Cómo fue, qué te produjo, “qué te
dejó” la experiencia de haber efectuado numerosos reportajes en
tu programa radial “Lejos del centro”?
JG
— Nada más democrático que la lectura. En una novela, en un
libro de poemas, hay siempre otra óptica distinta de la propia.
El artista filtra la realidad por su colador y luego la vuelca
con una mirada personal. De todos, grandes o pequeños, geniales
o mediocres, se aprende, se tiene otro ángulo, sea contemporáneo
o antiquísimo, vecino o antípoda. Y tanto las lecturas como los
reportajes de mis programas me pusieron en contacto con seres
vivos, con sus pasiones, con maneras a veces inesperadas de
resolver los eternos problemas del ser humano: la muerte, el
amor, la relación con los demás, el vínculo con la tierra, los
deseos, la niñez… Escritores octogenarios inmersos en una
producción febril digna de jóvenes, tal el caso de Aurora
Venturini o de Horacio Preler; por otro lado, artistas
veinteañeros en los que deposito una fe enorme, como Juan Otero.
Y no solo escritores, también músicos, escultores, pintores,
actores. Además, la presencia maravillosa del azar (que para
algunos científicos condiciona el desarrollo del universo y la
evolución). Esos vínculos que surgen donde y cuando nadie lo
podría prever. Una mañana llevé a hacer un cambio de aceite al
auto, el mecánico septuagenario estaba metido en la fosa,
aburrido me puse a caminar en torno; sobre la mesa donde
cobraba, además del teléfono y una calculadora, había tres o
cuatro libros, algunos abiertos, con un lápiz que evidentemente
usaba para subrayar: Jacques Lacan, Cortázar, creo que Patrick
Modiano o Emmanuel Carrère. Cuando terminó la tarea, nos pusimos
a charlar. Hasta ese momento había sido muy parco, pero cuando
vio que yo llevaba un par de libros en uso sobre el asiento del
acompañante derivó hacia la escritura. Me contó algo de su vida,
me dijo que había escrito una novela. Finalmente, leí buena
parte de ella en el programa de radio. Luego, perdí contacto con
él. El local cerró. Se llama Cayetano Carrara. Una pregunta
obvia: ¿cuántos buenos artistas habrá por ahí que no acceden al
mainstream, a ese
horrible fluir
marketinero solamente interesado en la venta? Por eso trato
siempre de circular lejos del centro (de allí el nombre de mi
último ciclo). Además, en el universo no existe centro, todo
está en movimiento constante, la tierra, el sistema solar,
nuestra galaxia. Y nada es recto ni cuadriculado. La lógica
convencional no resiste ante la visión de estrellas que están
ahí y han muerto hace millones de años. Si hoy explotaran las
que forman la Cruz del Sur o El cinturón de Orión nos
enteraríamos dentro de cientos o miles de años. En cambio, el
barrio tiene otra inmediatez, también se mueve y muere pero lo
podemos percibir, son cambios en nuestra medida temporal humana.
Por eso, creo, no existe ningún centro. Y esto tiene una clara
connotación religiosa. Tampoco la verdad es absoluta, salvo para
los fanáticos. Las palabras “mentira” y “mente” están vinculadas
etimológicamente. Lo que produce la mente es mentira, no es
fáctico ni natural ni tangible sino relato, construcción que
supera la caducidad de las cosas concretas. Por eso cada
reportaje, cada charla que he tenido con un artista ha ido
conformando, aunque en manera modesta, un discurso, una
elaboración de palabras que superan en el tiempo lo perecedero
de su soporte físico (es decir, del mismísimo hombre que las
pronunció).
Jorge Goyeneche en el Museo de Cera de Londres, Inglaterra
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Jorge Goyeneche en 2015
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Jorge Goyeneche en Punta Indio, provincia de Buenos Aires, 2005
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12 — Tu padre te
aconsejó que, a diferencia de él, por ejemplo, viajaras. Y
habrás (habrías ya cuando te lo dijo) viajado.
JG
— Viajamos varias veces a Europa, también por el país y por
Uruguay. No solemos hacer recorridos vertiginosos de un día por
lugar, nos quedamos más tiempo, diez días o quince en cada
ciudad. En vez de cambiar el auto, comprar un terreno o tener
ropa cara, ahorramos para los pasajes y luego sobrevivimos en
hostales, pequeñísimos departamentos de 14 m2 o habitaciones en
casas de familias. Vamos al mercado, hablamos con la gente,
cocinamos, caminamos como maratonistas. En Roma hicimos un
promedio de doce kilómetros diarios. En Venecia estuvimos en un
camping. Nos la rebuscamos para ir a los museos los días
gratuitos o con ofertas. Alquilar auto también significa un
ahorro y un contacto real con la vida de los pequeños pueblos;
recorrimos Italia de norte a sur dos veces; Francia, de París a
Toulón en un viaje, todo el sur en otro, y cruzamos desde
Barcelona hasta Narbonne y de ahí hasta Burdeos, luego a
Bilbao. También
estuvimos en Londres. En Sicilia. Uruguay es sorprendente, desde
Colonia hasta Montevideo y de allí, de regreso, por pueblitos
del interior hasta Colón, en nuestra provincia de Entre Ríos. Y
en todos lados, las librerías que no son grandes cadenas.
Dialogar con otros artistas es revivificante. En Ostia estuvimos
parando en la casa del escultor Francesco Zero; en Florencia
descubrimos en la calle a un gran músico, Francesco Garito. Hay
bares o pequeños restaurantes donde hacen encuentros de
escritores, especialmente en París. Estoy esperando poder volver
a Londres para encontrarme con un grupo de artistas argentinos
que viven allá desde hace más de cuarenta años, como Mario
Flecha, por ejemplo. Pero en síntesis, no es necesario ir
demasiado lejos, también disfruto enormemente pasar unos días en
Necochea, Mar del Plata o Tandil, donde hay mucha actividad
cultural. O aún más cerca, en el gran Buenos Aires. Hemos
descubierto pueblitos hermosos, algunos tristemente abandonados
al costado de vías muertas, paisajes sorprendentes en largos
recorridos por viejas rutas de tierra o conchilla que unen
caseríos rurales en los alrededores del partido de La Plata,
desde Chascomús hasta el Parque Pereyra Iraola, desde la costa
del Río de la Plata hasta Brandsen y Ranchos, sin necesidad de
meterse en las grandes rutas. Almacenes, casi pulperías, donde
se venden productos locales y marcas que han desaparecido en los
grandes centros urbanos. Aquí también veo otra lectura de la
realidad. Otros ritmos.
Jorge Goyeneche en Aviñón, Francia, 2017
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Jorge Goyeneche en Manarola, La Spezia, Italia, 2015
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Jorge Goyeneche con Genoveva Arcaute en Colonia, Uruguay
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13 —
¿Cuáles son, dirías vos,
tus condiciones ideales para escribir una novela? Y, además:
¿escribiste cuentos, relatos, microficciones?
JG
— Desde los 19 años, cuando escribí mi primera novela, es el
formato en el que me muevo con más comodidad. Si bien escribo
poesía (muy de vez en cuando), la novela es mi puesto en la
cancha. Creo que es mi modo de comprender. También es lo que más
me gusta leer. David Foster Wallace, Roberto Bolaño, Modiano,
Miguel de Cervantes, “La
divina comedia”, son mis favoritos. Sí, escribí unos pocos
cuentos, que me parecieron horribles y alimentaron la
salamandra. Cuando tengo una idea, todo lo que anduvo suelto en
papeles casi perdidos, notas, recortes, investigaciones, se
vuelca en ese molde
deforme. La novela es un gran animal en movimiento, omnívoro y
que requiere toda clase de momentos, intensos algunos,
reposados, divertidos, trágicos los demás. El mundo que nos
rodea está repleto de novela. Podemos mirar y escuchar hacia
cualquier lado y nos toparemos con una pequeña tragedia, un
personaje sorprendente, diálogos increíbles, que luego habrá que
procesar y ensamblar.
Jorge Goyeneche en Centro Cultural Borges, presentando
'Mala Praxis', 2016
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Jorge Goyeneche en 2017
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Jorge Goyeneche en Manarola, La Spezia, Italia, 2015
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14 — Uno de tus
hijos también es escritor, ¿no?
JG
— Sí, mis cuatro hijos son muy creativos, cada uno a su manera.
Martín tiene una novela publicada, varios libritos artesanales
de cuentos y poesías, creó un programa de radio que es muy
difundido por redes alternativas. Luis escribe muy bien, tuvo
buen pulso para el dibujo y es un gran imaginativo en su oficio
de productor de juguetes. José es músico, compositor, letrista,
y tiene una banda muy conocida, “Valentín y los Volcanes”. Tomás
es el que puede arreglar cualquier cosa casi de la nada;
“llega el enanito con sus
herramientas…”, como canta Silvio Rodríguez. Todos han
heredado, creo, nuestra valoración de lo artístico. Entre sus
recuerdos, además de los previsibles, siempre hablan de aquella
vez que vimos la muestra de Dalí cuando eran muy chicos o cómo
se turnaban para acompañarnos a la redacción de “Humor”.
Deambularon como público y críticos de las obras teatrales que
escribimos (a pedido de los actores y directores, que llegaron a
corregir algún matiz si ellos se aburrían en alguna parte).
Recuerdo que hicieron una versión de
“La Odisea”, el
episodio de las sirenas, cuando tenían de ocho a cuatro años. Se
peleaban por ser Ulises.
Jorge Goyeneche con tres de sus hijos (1982)
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Jorge Goyeneche - Sus cuatro hijos en la década del '80
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Jorge Goyeneche - Sus cuatro hijos en la actualidad
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Jorge Goyeneche con su padre y con su hijo Tomás
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Jorge Goyeneche con su hijo Martín en 2009
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Jorge Goyeneche con su hijo Luis en 2010
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Jorge Goyeneche con su hijo Martín en 2006
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15 —
Has dedicado cuarenta
años de tu vida a la docencia. ¿Qué aprendizaje te aportó la
experiencia de enseñar?
JG —
Como ya he
dicho, de todo saco material para la escritura. Y la docencia es
un territorio inmenso de diversidades. Di clases en la cárcel
durante dos años y me sorprendí de mis prejuicios: esperaba
malandras de televisión y encontré a pibes que eran muy
parecidos a mis hijos pero con menos suerte. Ningún asesino,
violador o estafador de alta gama, “simples” ladronzuelos de
gallinas que no lograrían salir del circuito (más del 80% son
reincidentes), y que luego, en los últimos tiempos, se fue
agravando por el consumo del
paco que los fue
convirtiendo en fieras descontroladas, y en la mayoría de los
casos llenos de odio a cualquier uniformado. La cárcel es una
demostración de la decadencia humana, a ambos lados de las
rejas.
También estuve en la Disneylandia de colegios carísimos,
con alumnos a los que acompañé en la preparación de exámenes
internacionales con éxito. A la vez en colegios rurales, en
escuelas suburbanas donde se desmayaban de hambre en medio de la
clase o había que procurar que no tocaran la pared
electrificada. Aprendí que el primer paso en la educación de un
adolescente es el vínculo afectivo, porque ante el temor el
alumno se retrae y solo empieza a funcionar el viejo cerebro
reptílico, el sistema límbico, que impide toda comprensión y
busca fugarse de la situación de peligro. Y para todos, un solo
programa de estudios, que dio notables resultados: la lectura.
Leerles en voz alta (de allí también mi gusto por la radio), y
luego hacerlos leer. Leer y leer. En cualquier ámbito usé un
plan metódico de lecturas que consistía en que cada uno tuviera
un libro (comprado, de la biblioteca, fotocopiado, pdf o
provisto por mí), lo leyera en dos semanas y lo fuera pasando
con un sistema de rotación. Todo lo demás, es secundario. Allí
están la comprensión, la sintaxis, el vocabulario, la
ortografía, en fin, la cultura democrática. Logré hacer aplicar
este mecanismo en varias secundarias y después de cuatro o cinco
años de lecturas, nadie tenía problemas de comprensión ni de
ingreso a la universidad o de salir bien parado en una
entrevista laboral. Pero claro, hay algo previo a todo esto, y
es que ese chico haya estado, y siga, bien alimentado. Si no es
así, el esfuerzo es remar en la catarata. La docencia me puso en
medio de la problemática humana, en carne viva, en la trinchera
día tras día. Tanto en la secundaria como en las distintas
universidades por donde anduve trabajando. El hombre ahí, cara a
cara, con sus virtudes, sus necesidades, sus impulsos. Todo eso
pasa mágica y directamente a mi literatura.
Jorge Goyeneche con Claudia Baldoni y Roberto Maccio
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Jorge Goyeneche con Sandra Cornejo, Norma Etcheverry, Carlos
Aprea, Susana Siveau, Genoveva Arcaute y César Cantoni
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Jorge Goyeneche con María L. Fernández Berro
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Jorge Goyeneche en Florencia, Italia, 2017
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16 —
“…traducir a un autor
consiste en reescribir su obra”, leo en la novela
“El marido americano”
de Paula Winkler (Ediciones Simurg, 2012). ¿Dirías que es tanto
así?
JG —
En buena
medida. Un buen traductor tiene que ser también escritor.
Perdón, traductores, pero no es lo mismo el código de tránsito
que los cuentos de Poe. Los franceses deben estar muy
agradecidos a Baudelaire, por ejemplo. Jorge Luis Borges tradujo
a Kafka y modificó “La
metamorfosis” a su estilo, ya desde el título. En alemán,
Die Verwandlung,
quiere decir, “La transformación”, palabra menos prestigiosa,
digamos. Y corrigió bastante del estilo repetitivo de Kafka. No
creo que el traductor sea un traidor. La obra, en otro idioma,
por otra pluma, es otra obra. Ni mejor ni peor. Otra. Por eso es
tan importante asomarse aunque más no sea a esa lengua. En el
caso de las novelas es casi imposible, pero para las poesías hay
que fomentar la edición bilingüe. Uno pispea con un ojo acá y el
otro allá, y de ese modo se mete en el original. Por ejemplo,
Shakespeare traducido a nuestro idioma es siempre versionado,
porque en la mayoría de los casos se actualizan los arcaísmos,
como “thou art”.
To be or not to be,
es solamente “ser o no
ser”, pierde la polisemia de
“estar o no estar”.
Un ejemplo más cotidiano: ver las películas subtituladas o
dobladas, no es lo mismo. Aunque sea un idioma muy extraño para
nosotros, prefiero oír de fondo el mandarín y leer debajo el
español.
Jorge Goyeneche con Rafael Felipe Oteriño, Sandra Cornejo,
Silvia Montenegro, Osvaldo Ballina, Nelly Buscaglia, Néstor Mux,
Víctor Hugo Valledor, etc.
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Jorge Goyeneche en Barcelona, España
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Jorge Goyeneche con Mariano R. Andrade
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Jorge Goyeneche en Londres, Inglaterra, 2008 - en casa de
William Shakespeare
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17 —
¿“Morir
en el intento”,
“Dispensar confianza”,
“Poner lo que hay que
poner” o “Mirar de
soslayo”?
JG —
“Morir en el
intento”,
indudablemente. Una afirmación que detesto, visceralmente, reza:
“es lo que hay”. Me
parece la más penosa negación de toda lucha. No puedo
desprenderme, al menos en eso, de mi condición de setentista. No
proclamo que sea una virtud y reconozco que en algunos casos
debería mirar para el costado, pero no puedo.
Jorge Goyeneche con Ricardo Romero y Omar Genovese
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Jorge Goyeneche en 2008 (Arles, Chambre de Van Gogh)
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18 — Con tu
primer poemario publicado a los sesenta y tres años y una última
novela recién concluida,
¿en qué proyectos de escritura estás trabajando?
JG
— Estoy tomando notas. Trabajo en varios canales a la vez.
Dedico mucho tiempo al estudio intensivo de italiano y a la
lectura de autores contemporáneos como Alessandro Baricco, Erri
De Luca, pero ese circuito en lugar de abrumarme es también
proveedor de ideas. Me gusta investigar para escribir. Ahora
estoy en proceso de armar algo que esté ligado a las últimas
teorías sobre el cerebro, la memoria, la física cuántica en sus
connotaciones filosóficas (¿cómo algo puede ser dos cosas a la
vez? ¿cuánto modifica la mirada a lo mirado?) y a la idea de que
no hay un centro, que todo está en movimiento y desplazamiento.
Ahora, mientras te respondo acá, sentado, con un mate y tan
quietito, la tierra rota a unos mil doscientos km por hora, gira
alrededor del sol a cien mil km por hora, todo el sistema en
torno a la galaxia a más de doscientos mil. Y tanto la Vía
Láctea como el universo también se desplazan y expanden. De esas
nociones, surge una especie de monotema que me acompaña todo el
día, me condiciona mi vida cotidiana, mi visión de la realidad.
Inundado por la sorpresa de nuestra pequeñez y caducidad frente
a lo inconmensurable del espacio y el tiempo. Para decirlo con
palabras de Leopoldo Marechal, ahora estoy en el proceso
ad intra.
Expectante.
Con Pedro Cuevas, Daniel Papaleo,
Héctor Tassino, Darío Zilbersztein, Jerôme Mathe, etc., en 2016
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Jorge Goyeneche con Jerôme Mathe, Darío Silbersztein, etc., en
2016
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Jorge Goyeneche en Burdeos, Francia, 2008
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19 — ¿Cuál o
cuáles de las siguientes citas más hondamente compartís?:
Francis Ponge (1899-1998):
“En cada instante del trabajo de expresión, a medida que avanza
la escritura, el lenguaje reacciona, propone sus propias
soluciones, incita, suscita ideas, contribuye a la formación del
poema.” Raúl Gustavo Aguirre (1927-1983):
“Aquello de que huyes es el poema. Aquello que te detiene y te
espanta, es el poema. Él quiere pasar por aquí, eso es todo.”
Jean Cocteau (1889-1963):
“La Poesía
es imprescindible, / aunque no sé para qué.” Johann Wolfgang
von Goethe (1749-1832):
“El hombre sordo a la voz de la poesía es un bárbaro.”
JG
—
Coincido, en general, con todas las citas que me proponés. Sí,
el lenguaje tiene vida, aunque intentemos huir nos atrapará; de
todos modos, tenemos que entregarnos, caso contrario no
alcanzamos la verdadera condición de seres humanos. La muy
citada carta de Kafka a Oscar Pollak es una de mis banderas:
“Pienso que sólo debemos
leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que
estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en
la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga
felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos igualmente
felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hagan
felices podríamos escribirlos nosotros mismos, si no nos quedara
otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como
una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien
queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan
sentirnos desterrados en los bosques más remotos, lejos de toda
presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro puede ser
el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo
que creo.” Es muy similar lo que dijo Roberto Arlt años
después en el prólogo a
“Los lanzallamas”:
“Hay que escribir páginas que tengan la fuerza de un cross a la
mandíbula.” Y
Foster Wallace: “Lo
esencial es la emoción. La escritura tiene que estar viva, y
aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy sencillo:
desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un nudo en
la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada.”
Jorge Goyeneche con Genoveva Arcaute, Susana Rozas y Gustavo
Tisocco
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Jorge Goyeneche con el escultor Héctor Tassino y público, en
Centro Cultural Borges, en 2016
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*
Jorge Goyeneche selecciona poemas de su “Final de obra” para
acompañar esta entrevista:
DEMOLICIÓN
La furia deja su
reguero
de uvas pisoteadas,
cáscaras duras muellen el piso
y lo nievan azules
para que nadie pueda detener su marcha
encima de ella.
El novelista solo tiene enfrente enemigos de mezcla y ladrillos
huecos, inevitablemente contra ellos la emprende con sus puños,
a patadas, con las uñas, también la cabeza que arde por dentro
se estampa y estampa hasta el inicio del mareo que sin embargo
no es eficaz para detener todas las espinas y todos los clavos
gigantes que saltan bajo la piel, tras de los ojos y desde los
orificios de las narices, las orejas, innumerables los poros,
queriendo ser erizo contra el aire. Otras personas serían
necesarias para asedar la ira, que la materia con su estupidez
solo consigue multiplicar el estallido.
Ay si pudiera romper cada milímetro de arena,
piensa como ebrio el novelista,
demoler cada nanogota de agua turbia
y fundir las chapas del techo
y los metales de los cables
y los caños. Pero está solo y tiene un mandato
que incluso sobrevive lúcido a la furia de aniquilación.
Allá estarán ellos esperándolo, con curiosidad por conocer las
novedades, los progresos de la obra. ¿Cuánto falta para la casa
necesaria, están puestas las ventanas,
andan las luces acaso?
Ninguna de las causas que lo han herido son suficientes para
demoler la construcción,
sí para arrasar la ciudad y el pasado,
sí para hacer cenizas finales de quienes lo abandonaron,
sí, seguramente sí, para decapitar todas las asperezas
e injusticias,
todos los miedos de esa época,
a cada agente de la muerte y la tortura.
Más esa marca de infortunio que se le cruza en cada bocacalle.
Pero la casa que vendrá no se merece una venganza
sino memoria.
Y así cada rincón de la obra, cada caño, cerámico,
bombita de luz habrá de ejercer
su finalidad sin odio, pero sin olvido.
La casa será el libro a pesar de las tachaduras
y enmiendas, de tantas erratas y hojas pegadas.
La furia insiste con su espuma de aerosol,
de glifosato, fumiga todo el piso
y el campo que lo rodea.
La cabeza del fémur cepilla piedras
y cada tendón se empasta de cemento agrumado,
el universo entero entra en ebullición
big bang improductivo desolador
y las galaxias giran a contramano a sus ojos
que solamente ven lo que le han hecho,
en qué lo han convertido,
y a pesar del esfuerzo por salirse de ese pozo negro
y de la toda voluntad por construirse distinto,
el suelo donde pisa de vez en cuando lo envuelve
en el terremoto de su pasado,
de las frustraciones que no logra domesticar.
Sabe que uno es lo que hace
con lo que han hecho con uno (gracias, Sartre),
pero lo que han hecho sigue de hielo
a pesar de los paños calientes.
Y cuando salen, cuando vuelven con la hipotermia de la niñez,
se alza la furia,
una cuestión fisicoquímica de compensación de temperaturas
que en lugar de equilibrar,
simplemente
destruye el todo.
Aunque sea por un instante. Y sin embargo,
las paredes sobreviven.
*
EL LOTE
Ningún lugar es nada.
Toda esa tierra suya, seca y calcárea,
apisonada quizás por antiguas tropillas como una rastrillada
que no conduce a ningún destino,
esos metros cuadrados donde construir la casa que se resisten a
la fuerza de sus brazos al filo de la pala y repican ante cada
intento de penetración como un campanazo irritante,
toda esa tierra polvorienta donde el agua se estanca y no
penetra con su oxigenación, donde no habitan lombrices que
remuevan sino solamente hormigas egoístas que cavan su caverna y
guardan el botín de hojas robadas, toda esa poca tierra suya
muerta como un patio es algo.
Porque ningún lugar es la nada.
Allí debajo ciertamente, lo ven sus ojos rayos equis de
novelista,
hay algún infierno,
algún pequeño submundo de ánimas viejas,
tal vez lejanos aborígenes que perdieran
de manera insólita su rumbo
vivifican desde abajo,
o la energía que volara de algunas vidas
como petróleo de dinosaurios.
La materia más cruda tiene también, piensa el novelista, algún
brillo interior, llámese espíritu energía resto por siempre, y
nada podrá interponerse entre las vidas que se acomoden en la
casa allí arriba y esos númenes que emitan sub sole.
Aunque más no sea (y es mucho) estará toda la literatura
y toda la psicología. Habrá una puerta
que aborte la esperanza de los que la atraviesen
y luego todos sus círculos hasta los largos pelos
escalones que llevarán al purgatorio (entonces hay esperanza).
Habitará el ello, indominable bestia (de cada uno de los que por
arriba circularán), al acecho primitivo irracional
absolutamente frontal nunca mentiroso por eso mismo.
Y el superyó también habrá de pavonearse
con su cetro y su corona,
en el otro rincón del cuadrilátero inferior.
Sí, se dice (y le sirve de acicate para seguir con su obra
bruta),
aquí se construye también desde el abajo,
y toda la materia no es solo cosa,
no hay tal,
no existe la nada, la nada no es,
la materia polvorienta,
la materia roca que le opone su muralla tiene vida
y alimentará y desnutrirá las otras, vigilará,
intentará mandar dominar, les gritará esto no
esto sí,
también les pinchará las plantas de los pies para que salten
sangren puteen agredan.
Aunque sin lombrices, aunque puro mineral, ninguna casa es nada.
*
ESCALERA
La cara contra el piso es una crema de sangre.
Pero ninguna guerra, independencia, liberación.
Solamente una caída.
Antes hubo una mesa y sobre la mesa una escalera.
Mesa y escalera son mal maridaje,
y madera y caños soldados parecen incompatibles
salvo cuando se transforman en subibaja. Te veo y no te veo
fue el tris hasta el cerámico brillante
ahora pegajoso de sangre como crema. La cabeza
rozaba el cielorraso en su afán de conectar cables
(ay la casa con su eterna demanda de acciones)
y luego la nariz, los labios con sus dientes
en impresionante espectáculo unipersonal.
Levántate cien veces almafuerte, se dijo,
se autoconvenció voluntarista
aunque no se creía a sí mismo. Se levantó
como pudo, en minoría.
La omnipotencia tiene las patas cortas. Qué lejos
estaban todos,
y el novelista solo con toda su sangre afuera. En su estupidez
pesó más la palabra que el dolor —por unos instantes,
ciertamente— y se imaginó a sí mismo como media dada vuelta,
como planeta con el magma afuera,
barco de agua en mar de tecas
(esta última metáfora le gustó mas, o sólo le gustó esa, la
desarrollaría).
El dolor intenso es buen mensajero
y lo devolvió a su cara con el tortazo poco gag
de merengue rojo,
al brazo con todas sus partes en estallido
(uñas, dedos, muñeca y más el codo y más el hombro todavía).
Vino Pasado con modulación paterna y le dijo
“ya lo sabía te lo advertí”
vino Futuro y no habló pero en el aire quedaron las imágenes de
oráculo fácil con radiografías, yesos, férulas, infiltraciones
dolorosas, resonancias repletas de claustrofobia, hematomas,
todo perenne. Esta vez no eran raspaduras del revoque ni
moretones por martillazos ni pellizcos del alicate, pequeños
poemas pizarnik.
Ahora se venía un 2666, un crimen y castigo con toda su culpa de
novelista terco y omnipotente y pobre
que no puede
no quiere pagar
por lo que puede hacer él mismo,
él que todo lo aprende a los empujones con su furia
pura voluntad de burro,
que eso es sinónimo de artista creando objetos inútiles
y más aún si es novelista.
Todas esas páginas todos esos días con sus golpes pesadillas
sangres que no impiden pedalear y pedalear, con sus felicidades
breves más breves aún por tipear y tipear con desesperación de
hombre libre.
La sangre seguía allí saliendo de sus narices
mala coagulación buena circulación
y en la casa en obra no hay botiquín solo un poco
de papel
y milagroso pervinox
que encorchan las fosas.
Limpia el novelista la cara con más miedo que al corregir
escritos viejos y encuentra su cara de siempre, algo hinchada la
nariz y los pómulos. Tal vez, piensa, le sirva para describir
algún personaje secundario tras una pelea callejera. Alguien que
vuelve del trabajo agotado y lleno de resentimiento contra su
suerte miserable y se choca, pensará los detalles y las causas,
con otro miserable maltratado por su familia (más arlt que
cualquier otro). Sucede el cruce de golpes. Al fin y al cabo con
menos se escribió el mito de Edipo.
El dolor insiste, anciano recurrente,
desmemoriado idiota
que vuelve y vuelve a decir lo mismo,
a golpear de nuevo
en el mismo hueso.
Reaparece la sangre
y gotea el piso tan trabajosamente colocado.
Una via crucis hasta el baño. Tanto dolor de afuera,
se dice, me hace olvidar mis culpas y mis cargas,
las pesadillas y malas memorias son tapadas
por la tierra densa de tanto líquido sinovial desparramado
ardiendo los músculos, tanta pared
y tanto piso contra los huesos.
Su cuerpo es un libro húmedo del que por ahora
intenta salvar el papel,
un libro quemado que apaga con las manos
y los pies descalzos.
No importa si quijote o novelita.
En la emergencia nadie pregunta por el carácter del moribundo.
Maldita la velocidad de la sinapsis superior a la de músculos y
tendones; el dolor llega un minisegundo después del pensamiento,
o mejor decir, es tan inquieta y como de corriente alterna la
idea que salta entre ay y ay permitiendo que el novelista en
sangre elabore aunque de manera entrecortada unas imágenes,
pequeñas ratoneras donde esconderse
y espiar el mundo. Un titilar
de arbolito navideño, episodio mínimo,
pinchazo en el omóplato, diálogo
fugaz entre dos personajes
secundarios, ardor en el labio
cortado, sístole erótica, diástole tanática.
Nota el novelista que siempre ha sido igual entre su creación y
su construcción cotidiana, una conciliación de remos que no
siempre, que casi nunca, bogan simbióticos, que él gira y gira
loco
sin salir de la nada
y el río lo mueve envejeciendo. Y hay que terminar la casa, hay
que refugiarse de las lluvias y los fríos,
a golpes,
cómo sea,
vendrá luego de a poco la obra.
Por ahora el dolor insiste con su tenacidad de perro
enceguecido.
*
SILENCIO
Aquí no hay ecos. La zanja,
los pozos con sus fierros trenzados se tragan como oxígeno los
gritos.
Nadie verá el orín de esos metales mezclados
con tres de arena una de piedra y una de cemento.
El pasto no habrá de tiritar con la melodía del llanto
ni los acordes de la queja. Los animales
pastan lejanos y apenas si una vaca mueve su cabeza
hacia la fuente del lamento. Más tarde
irán trepando las paredes y entre sus huecos
se volarán ayes y puteadas. Y cuando la construcción
sea casi una casa,
todas las voces del novelista se colarán
entre la cal del revoque fino.
Allí estarán, a la espera.
*
Jorge Goyeneche con Genoveva Arcaute y Norma Etcheverry en 2007
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Jorge Goyeneche con Jerôme Mathe en 2016
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Jorge Goyeneche con Nicolás Appolloni
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Jorge Goyeneche con Liliana Pérez, Martha Darhanpé, Aurora
Venturini y Cecilia Font en 2010
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Jorge Goyeneche con su hijo José, un día en que nevó en la
ciudad de La Plata
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Jorge Goyeneche en Narbonne, Francia, 2008
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Jorge Goyeneche con Jerôme Mathe en 2016
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las
ciudades de La Plata y Buenos Aires, distantes entre sí unos
sesenta kilómetros, Jorge Goyeneche y Rolando Revagliatti, mayo
2018.
www.revagliatti.com
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