Marcelo Leites: sus respuestas y
poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
Marcelo Leites
nació el 2 de marzo de 1963 en
la ciudad de Concordia, donde reside, provincia de Entre
Ríos, Argentina. Participó en diversos Encuentros y Jornadas de
Escritores en su país y en Paraguay. Ha dictado conferencias e
impartido talleres de lectoescritura
en ámbitos públicos y privados. Publicó entre 1992 y 2009 los
libros de poemas “El
margen de la aldea”,
“Ruido de fondo”,
“Tanque australiano” y
“Resonancia de las cosas”.
Administra
http://ustedleepoesia2.blogspot.com.ar,
más conocida como LA BIBLIOTECA DE MARCELO LEITES. Algunos de
sus ensayos han sido incluidos en los volúmenes
“Primer Encuentro
Provincial El Escritor Entrerriano” (Editorial de la
Universidad de Entre Ríos, 2004),
“Los caminos de la
utopía” (compilado por Jorge Montesino y editado en Paraguay
por FONDEC, 2005) y
“La música de
la poesía”
(colección “Época”, dirigida por Javier Adúriz, Rafael Felipe
Oteriño y Santiago Sylvester, Ediciones del Dock, 2012),
mientras que poemas de su autoría han sido antologados en
“Poesía de pensamiento.
Una antología de poesía argentina” (Endymion, Madrid,
España, 2015) y en
“Rutas. Un recorrido por los diversos senderos del país”
(selección y prólogo de Gito Minore, Editorial Punto de
Encuentro, Buenos Aires, 2015).
1 — ¿Por dónde
comenzaríamos a delinear “La novela de un niño concordiense”?
ML —
Por mi primer encuentro con la
literatura, cuando aprendí a leer, a los seis años más o menos;
en la primera infancia (ahora estoy en la última). En realidad
fue un pasaje —natural— de la oralidad a la lectura, porque mi
padre nos leía mucho a mis hermanos y a mí, especialmente,
porque era al que más le interesaba. Este hábito de leer en voz
alta en las familias se ha ido perdiendo; había algo mágico en
esas historias que después
fueron
cambiando, claro, porque mi viejo me siguió leyendo hasta
más allá de la adolescencia. Mi padre es de ascendencia
portuguesa y mi mamá, italiana de origen, llegó a la Argentina
siendo muy pequeña. Nunca se nacionalizó y maneja el italiano
con igual solvencia que nuestro idioma. Quiero decir que he
tenido la dicha de nacer en un ambiente culto, donde los libros
y la música (la otra gran herencia de mi padre)
eran moneda corriente: la música clásica de Ludwig van
Beethoven, César Franck, Robert Schumann, Chopin, Maurice Ravel,
Wagner, Ígor Stravinski, incluso la música contemporánea; y
tantas canciones populares de alto vuelo; la poesía de Cesare
Pavese, de Giuseppe Ungaretti o de Eugenio Montale, leídas en el
idioma original por mi madre, también. El italiano y el friulano
—hablado por mi bisabuela, que vivía con nosotros— también
formaban parte de la comunicación cotidiana, y de ahí me
quedaron algunos rudimentos de esa lengua. Aparte de eso, la
mamma era nuestra
traductora permanente del pop italiano que se escuchaba en casa;
como así también del cine arte italiano: Fellini, Luchino
Visconti, Antonioni, Marco Ferreri, Dino Risi, etc.
Las cosas que nos leía mi
padre eran, básicamente, cuentos: fantásticos, de humor negro,
cómicos, de ciencia ficción o realistas: Ambrose Bierce, Guy de
Maupassant, Alfred Jarry, Ray Bradbury, Mark Twain,
Antón Chéjov, Saki [Hector Hugh Munro], Julio Cortázar,
Marco Denevi, Haroldo Conti, Daniel Moyano, etc., más poetas que
le gustaban especialmente, como el Guillermo Martínez Yantorno
de “Trenes a lo lejos”,
los sonetos de Enrique Banchs, el Pablo Neruda de
“Residencia en la tierra”
y algunos españoles como León Felipe,
Federico García Lorca o Vicente Aleixandre. Pero también eran
frecuentes sus lecturas de los cuentos sufíes o de tradición
oriental, esos cuentos-enseñanza que más que una moraleja, te
dejaban regulando por mucho tiempo.
Pero volviendo a mi historia personal, digamos que cuando
aprendí a leer, descubrí por primera vez qué era la poesía;
porque cada vez que emprendía la lectura de esas novelas de
aventuras tipo: “La
cabaña del tío Tom”,
“Las aventuras de Tom
Sawyer”,
“La isla del tesoro”,
“Robinson Crusoe”,
“Moby Dick” o
“Alicia en el país de las
maravillas”, empezaba el viaje
(¿y qué otra cosa es la poesía sino un viaje, verdad?), que
consistía en reducir mi cuerpo hasta llegar al tamaño de una
hoja del libro, tan
plana como una hoja, pero en blanco y, luego meterme adentro del
libro, cosa que nadie me viera, ni yo tampoco pudiera ver el
mundo exterior, que me parecía mucho menos vivo y real que el
universo de esos personajes. Creo que ese es uno de los sentidos
más profundos de la poesía: la suspensión de la realidad
cotidiana, en virtud de la ficción que no tiene por qué ser
menos real que lo que llamamos vulgarmente realidad. La cosa es
que como yo estaba adentro de alguno de esos viejos tomos de
tapas
duras (generalmente los de color verde: “Colección Ilustrada de
Obras Inmortales”, Editorial Cumbre, México, 1956), nadie me
encontraba por ningún lado; mi viejo me llamaba; mi vieja,
también, pero a los gritos, como buena tana, sin obtener
respuesta. Y hasta mi hermana lo intentaba infructuosamente. Y
no es que no les hiciera caso: directamente no los escuchaba,
estaba en trance, había entrado en una realidad paralela, me
había “viajado” (como dicen los chicos ahora). Sólo cuando
terminaba de leer todos los capítulos posibles (o la novela
entera), salía de mi guarida, primero como una hoja escrita y
luego volvía a alcanzar mi forma, tamaño y cuerpo normales; pero
salía con un ímpetu y una fuerza extraordinarios, como si a
partir de entonces pudiera vencer todos los obstáculos y
sinsabores que se me presentaran en el futuro. Y ese estado de
falsa omnipotencia duró hasta
la adolescencia tardía. Otra etapa signada por la influencia de
mi papá fue la lectura, cuando cursaba el último año de la
secundaria, de varios de los textos cortos de Franz Kafka
(muchos años después, cuando ya mis hijos eran grandes, en uno
de mis cumpleaños, me regaló la obra completa, dos tomos en
papel biblia, de tapas verdes también, maravillosamente
traducidos
por J. R.
Wilcock —entre otros traductores; Emecé, 1960—, y con una
dedicatoria entrañable. Por supuesto que los
conservo como si fueran oro en polvo,
en uno de los estantes destacados de mi biblioteca; mientras mis
compañeros de curso salían a dar serenatas a los profesores, o
se dedicaban a las carrozas, a elegir las reinas y a todo
lo relacionado con la primavera del estudiante. Pero era una
elección personal, a mi todo eso me aburría,
exactamente lo
contrario de lo que les pasaba a ellos con la lectura,
justamente, me reprochaban que fuera un pelmazo, me machacaban
diciéndome que la diversión estaba afuera y no adentro del
hogar; y mucho menos, adentro de los libros. Y ahí llegamos a
una de las lecturas fundantes en mi formación, que fue la
de “Esperando a Godot”
(en la colección de Aguilar de Teatro Contemporáneo: “Teatro
francés de vanguardia”, 1961, con una gran traducción de Pedro
Barceló). No recuerdo las veces que la leyó mi
padre, pero
fueron muchas, y, a veces, se sumaban otros amigos suyos. Porque
él tenía —tiene aún— un
don especial para la lectura en voz
alta, atendía a los matices y modulaciones de la voz, a las
pausas, a los cambios de ritmos y tonos; y todo eso volvía el
texto aún más cautivante, generando un suspenso que mantenía en
vilo a los oyentes.
Marcelo Leites con sus padres, Carlos e Ivana,
aproximadamente en 1975
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2 — En ese padre
hay un actor.
ML
—
Indudablemente, sus lecturas eran teatro leído. De hecho, en su
juventud, había sido actor de una compañía de teatro muy
prestigiosa de Concordia, que se llamaba “La Carreta”.
Todo
eso contribuyó a que mi paso por el teatro fuera bastante
prolongado y anterior a la escritura
creativa. Aunque también fue en ese 4º año de la escuela, cuando
empecé a garabatear esas especies de versitos edulcorados para
“levantar” alguna chica del curso, casi siempre, sin ningún
resultado positivo, salvo una sonrisa de compromiso, seguramente
porque eran muy malos (cuando afiné la puntería fue distinto,
aunque ya no fuera ese el sentido de la escritura). Eran
cartitas de ocasión sin ninguna impronta artística. En cambio,
en el teatro, que, valga la aclaración, fue primero estudiantil,
y luego vocacional, pude desarrollarme como actor y
posteriormente como director, de una manera mucho más creativa.
La actuación me enseñó a “poner el cuerpo” y a “soltar la voz”,
aparte de proporcionarme una serie de herramientas, que luego me
servirían, me sirven todavía, para leer mis poemas en público.
No para teatralizarlos (cosa que a mí no me interesó) y, mucho
menos, para
declamarlos o recitarlos, sino, para interpretarlos. Con
el grupo de teatro estudiantil, el dramaturgo que más
representamos fue el inglés J. B. Priestley, que cultiva el
género realista-dramático, con obras inolvidables, como
“El tiempo y los Conway”
o “Yo
estuve aquí una vez”.
Y, en el teatro vocacional, el más revisitado fue Shakespeare,
donde lo tuve como director a mi Profesor de Literatura, Jorge
Ríos, otro de mis benefactores e influencias. Con él hicimos
“Otelo”, en una
versión bastante vanguardista para la época y con un erotismo de
alto vuelo, porque yo me había enamorado de Desdémona,
y ella, de Otelo. Los
ensayos e incluso las presentaciones en público de la obra, no
ocultaban la evidencia, que el director subrayaba y aprovechaba
para la puesta en escena. Para nosotros, en cambio, lo más
intenso ocurría en los camarines, aunque lo que pasaba en el
escenario, lo potenciaba. Y la última obra que realicé, fue
“Hamlet”; pero ya no
como actor, sino como director en un colegio secundario marginal
de mi ciudad; claro que hice una adaptación de la pieza, que
consistió en reescribir el texto (surgido de la comparación con
varias de las traducciones a nuestra lengua de la obra original)
de acuerdo al registro actual rioplatense, a la eliminación de
ripios, de personajes y, sobre todo, a una síntesis que llevó la
pieza a la duración de hora y media aproximadamente. Nos fue muy
bien y el actor que representaba al protagonista obtuvo el
Premio Revelación en el Festival Provincial de Teatro.
Marcelo Leites con su madre y con Nuti, su bisabuela italiana,
en 1964
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Marcelo Leites con sus padres, Carlos e Ivana y sus hermanos
Nicolás y Pablo, en 2009
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3
— Teatro y Letras.
ML —
Es así. En la década del ‘80 también hice la carrera de Letras
en el Instituto del Profesorado: Castellano, Literatura y Latín;
cursé los cuatro años, pero no me
recibí. Me pareció, cuando empecé a escribir poemas “en serio”,
que esa actividad era incompatible con la enseñanza de la
literatura. También porque había empezado a
trabajar y, como mi trabajo iba de 7
a 13, tenía toda la tarde para dedicarme al ocio creativo, o,
simplemente al ocio (que nunca debería faltarnos), cosas que
hubieran sido imposibles para mí siendo docente. Por otro lado,
la enseñanza sistemática o programática, nunca me interesó. Una
cosa es dar clase, y otra impartir talleres de lectura o
escritura, donde me sentía más cómodo, porque los contenidos los
decide uno, de acuerdo a
las necesidades e inquietudes del grupo, o, de cada alumno en
particular. Sin embargo, mi paso por el profesorado de Letras
fue beneficioso porque me ayudó a leer y entender a los clásicos
y además fue allí donde conocí a mi mejor amigo; que luego se
convertiría en un helenista y en un gran filólogo de la lengua
griega y con quien cultivé una amistad que ya lleva más de
treinta años.
Demás está decir que
“Hamlet” y
“Otelo” son obras
eminentemente poéticas e influyeron en mi decisión de tomar la
escritura como una práctica artística, lo que creo se evidenció
en mi primer libro (“El
margen de la aldea”, 1992), publicado
en la editorial local del poeta Juan
Meneguín, que me instó a publicarlo, porque yo no estaba seguro
de si era un poeta, ni del valor de los poemas; él me decía que
la única forma de validar esas cuestiones era con la difusión de
la obra y que el libro era un paso imprescindible para cualquier
escritor. Además, Juan, me transmitió la gran tradición de
poesía entrerriana, de la que aún conocía muy poco; no lo
conocía a Juan L. Ortiz, por ejemplo, y él me lo leyó por
primera vez; también con Meneguín leí las primeras cosas de la
poesía china y japonesa. Justamente a raíz de un viejo proyecto
suyo, el de hacer una Enciclopedia de varios tomos con todos los
autores entrerrianos, se me ocurrió la Sección “Rescates”, donde
aparecen los poetas y escritores entrerrianos insoslayables, aun
los marginados, con una biocrítica y una antología basada en la
totalidad de la obra de cada uno; dirigí esa Sección dentro de
la Página Autores de Concordia, que hacíamos con el narrador
Fernando Belottini, y que actualmente sigue on line.
“El margen de
la aldea”
fue muy bien
recibido por escritores como Carlos Sforza, Marta Zamarripa,
Luis Thonis, Juan Carlos Moisés, y otros; incluso, por poetas
como Leónidas Lamborghini (que me envió una cartita, comparando
mi trabajo, generosa y desmesuradamente, con el de Ungaretti),
con quien luego cultivaría un vínculo que duraría el resto de su
vida. Pero en el ‘94 me despedí del teatro con mi versión de
“Hamlet”. Sentí la
necesidad de optar entre esas dos artes, el teatro o la poesía.
Me di cuenta que no podía con las dos, y que la energía apenas
me daba para desarrollarme medianamente a través de una sola
disciplina artística. Y elegí la poesía, porque, a diferencia
del teatro, depende exclusivamente de uno mismo; sólo se
necesita lápiz y papel, y ciertas condiciones, desde luego.
Y, volviendo a Leónidas
Lamborghini, no puedo
dejar de pensar en un paralelismo
fortuito: Juan L. Ortiz lo “saludó” en su primer libro,
“Al público”, de
1957, y lo reconoció de inmediato como un poeta talentoso y con
un futuro prominente. Una coincidencia asombrosa porque
—salvando las distancias, claro—, Ortiz es entrerriano;
Lamborghini, porteño; y yo también soy entrerriano; Ortiz lo
felicita a Lamborghini; Lamborghini me felicita a mí; en los dos
casos, por un primer libro; y los dos son mis maestros.
Con Ortiz aprendí a “mirar”:
no sólo la naturaleza, sino cualquier objeto; la mirada
contemplativa, que promueve el desarrollo de una percepción
amorosa y de
comunión con los seres que nos
rodean, sean animales, plantas o personas. También me marcó su
estética simbolista y, ciertamente, la recreación de los ríos y
flora entrerrianos. No se entra dos veces al mismo río; no se
mira el mismo río, después de leerlo a
Juanele (apodo
que era para la gilada: los discípulos como Hugo Gola o Juan
José Saer, y los amigos, le decían Juan o Don Juan). No pude
conocerlo porque murió en 1979, cuando yo tenía quince años (y
además, en esa época, ni sabía que existía; tampoco era conocido
en la “poesía oficial”; era un poeta secreto, marginal, sólo
admirado, leído y seguido por un grupo de poetas e
intelectuales).
Claro que las influencias no
son sólo de los maestros, sino de unos cuantos escritores y
poetas que conforman ese núcleo incandescente que te permite
generar tu propia escritura, un tono propio, una voz, por mínima
que sea. Desde el punto de vista de las estéticas, te podría
decir que mi poesía es tributaria del objetivismo norteamericano
en confluencia con la poesía del argentino Joaquín Giannuzzi;
mixturado con la línea orticiana, que estéticamente sería lo
opuesto: impresionista (aunque, como sabemos, Ortiz es
incasillable). Una suerte de lirismo objetivo y contemplativo, o
algo así.
No es uno precisamente el más indicado para definir el tipo de
poesía que escribe.
Fue en 1992, el mismo año de
la publicación de ese primer libro, cuando empecé
a coordinar Talleres de
Lectoescritura; y aquí no debo dejar de mencionar a mi mentor en
estas lides, que es el querido amigo y poeta Patricio Torne, con
quien hice un par de talleres, uno de ellos para público en
general y otro específico, para Coordinadores de
Talleres Literarios. Con él aprendí
la cosa lúdica de la literatura, y el acento puesto en lo
emotivo, en la transmisión de conocimientos, más que en lo
intelectual. Mis talleres continuaron en forma aleatoria hasta
hoy, en sus diferentes modalidades: grupales, individuales u on
line, que en este momento son la mayoría. Mi trabajo supone un
contrapunto entre la lectura y la escritura. Pongo énfasis en
que los
alumnos
aprendan a leer, y a leer el mayor número de poetas de todo el
mundo (los que resultan casi siempre desconocidos por los
talleristas), como también
fragmentos en prosa de escritos de diversa naturaleza, o textos
íntegros. En los presenciales, suelo ser yo mismo quien les lee
los poemas a los talleristas, durante un lapso de la clase;
después ellos continuarán solos la lectura de esos libros u
otros relacionados. La escritura se deriva de la impregnación de
esas lecturas; o de otras motivaciones: música, pintura,
ejercicios. Y, finalmente, el análisis en común y mis
correcciones.
Marcelo Leites con los poetas Juan Meneguín, Alejandro
Bekes y Daniel Durand en 1992
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Marcelo Leites con José Villa, Melissa Bendersky, Roberta
Iannamico, Francisco Garamona, etc., en 1995
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4 — Ya
participarías en Festivales.
ML
— Sí,
empecé con las lecturas en los
Festivales o Encuentros de poesía antes de publicar; entre
ellos, el primero que se organizó en Rosario, en 1993 y, antes,
en 1989, el Festival de Poesía Internacional de Buenos Aires,
donde leí algunos de los poemas que integrarían mi primer libro.
Fue clave para mí, puesto que allí conocí a la mayoría de los
poetas de los llamados primeros ’90. Y una de las figuras que
sobresalen es la de Daniel Durand, personaje y poeta, con
quien cultivé una amistad de muchos años. Fue otro de mis
grandes benefactores. Las reuniones casuales de poetas en su
casa, eran una usina creativa, festiva y lujuriosa. Las poetas
eran constantemente homenajeadas, no sólo con poemas. Con Durand
amplié el espectro de lecturas y, sobre todo, descubrí la poesía
en lengua inglesa, que para mí es la corriente poética más
importante de todo el siglo XX, por la calidad, variedad,
diversidad y profundidad de estilos y autores. También con
Durand hicimos algo que ahora resulta poco frecuente entre
poetas: nos corregimos nuestros textos; él me corrigió una
sección entera de “Ruido
de fondo” y yo le corregí un poema que se llamaba “Fontenay”
y que también integraba una serie (de
la que ahora no recuerdo el nombre), y que luego publicaría. Las
correcciones tenían que estar fundamentadas y
justificadas con argumentos convincentes; los textos iban y
venían por mail y muchos versos o palabras eran defendidos a
muerte, y por eso los dejábamos como estaban; pero otros los
cambiábamos
porque considerábamos que la corrección había sido acertada.
Había que aprender a leer cualquier poema, había que aprender a
leerse y había que aceptar de una vez por todas que un poema sin
corrección, salvo genialidades, no existe. El análisis
exhaustivo de un poema para determinar por qué no funciona o qué
cosas hacen que no funcione, o que no funcione del todo, es otra
de las cosas que me dejó “el Dani”.
Tardé nueve años en publicar
el segundo libro (“Ruido
de fondo”, 2001), en gran medida porque pretendía algo
distinto al primero, que era de una escritura cuidadosamente
condensada, pero contracturada. Y, justamente, lo que yo buscaba
era expandir la voz, escribir versos
más largos, poemas más largos. Creo que lo logré. Es el
libro más
referenciado que he escrito: hay intertextualidad de poetas como
John Ashbery (traducido, claro), plásticos como Jackson Pollock,
y también poemas que tienen su origen en alguna obra musical de
compositores como Claude Debussy, Aram Jachaturián y Gustav
Mahler (si no me olvido de alguno); todas músicas conocidas
—otra vez— a través de mi padre. La música fue un leit
motiv de la casa paterna; no sólo nos conmovía escucharla en
familia, sino con amigos de mi papá que venían a la piecita
donde él tenía su estudio y se armaban grandes discadas a veces
hasta la madrugada (otra costumbre que se ha perdido, la de
escuchar música en silencio frente a un buen equipo de audio,
con una luz tenue y con los ojos cerrados, dejando que los
sonidos vayan llenando todo tu cuerpo).
La música fue el modo de comunicación habitual entre nosotros,
acaso más que la literatura o el cine, que luego sería un
poderoso
aliado en la unión familiar.
Marcelo Leites - Foto de Caro Turletti
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Con el poeta Daniel Durand en los noventa//Con Ana Herrera //
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5 — Es
Lamborghini quien prologa tu segundo poemario.
ML
—
Sí.
Era un
genio Leónidas. Las
conversaciones que mantuve con él en su casa, cada vez que
viajaba a tu ciudad, son de las cosas que me pasaron con la
poesía que más atesoro, eran como clases magistrales; en
realidad, yo lo que hacía sobre todo era escuchar, como
corresponde a un discípulo que sigue a su maestro. Con él
aprendí que aún en la lírica, el poeta no tiene que llorar
(alejarse de la “poesía
de la lagrimita” —decía Lamborghini) y debe moderar sus
sentimientos para que, paradójicamente, lleguen con mayor fuerza
al lector. Esto vale tanto para la lírica contemplativa o
reflexiva como la que suelo escribir yo, como para cualquier
tipo de poesía lírica. También aprendí que la parodia, la ironía
o el humor podían ser recursos poéticos. Y
que
el rigor
compositivo en el manejo del lenguaje es imprescindible. De
hecho, la precisión y la nitidez de la imagen, están entre los
atributos que más valoro en un poeta. También
la eliminación de elementos
superfluos y de lugares comunes. Otra de las cosas que me enseñó
Lamborghini es que no hay ninguna obra dentro de toda la
historia de la literatura que sea original en el sentido
absoluto de la palabra. Que la literatura es un sistema de
correspondencias por distintas ramas desde Homero en adelante.
En ese prólogo
de “Ruido de fondo”,
compara el final de uno de mis poemas más celebrados (conocido
como el del Renault), con el poema más famoso de W. C. Williams
(“La carretilla roja”), que fue otra de mis grandes influencias,
junto con las de Wallace Stevens, T. S. Eliot y Ezra Pound,
porque también yo fui un poeta de los ‘90.
Marcelo Leites con Leónidas Lamborghini, en casa de este
último, en 2007
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6 — Sigamos con
tus libros.
ML —
Pasaron seis
años y publiqué “Tanque
australiano” (2007). El título deriva de esa pileta circular
de chapa que en el campo sirve para darles de beber a los
animales, pero que también se usa
para bañarse. Y eso hacía cuando terminaba mi larga
caminata que desembocaba en el “jardín botánico” de Concordia
—bastante más modesto que el de tu ciudad, por cierto—, pero que
tenía en una loma (las lomadas entrerrianas son tan célebres
como “la luz”), uno de esos tanques al que llegaba para
refrescarme y meterme adentro durante un rato largo. Pero fue
ahí, en contacto con el agua y la naturaleza, donde ese espacio
se convirtió en algo así como el ombligo del mundo y eso es lo
que traduce el libro.
Y mi cuarto y último libro se
llama “Resonancia de las
cosas” (2009). Un par de años después de escribirlo se me
ocurrió esta definición:
“La poesía es la resonancia de algo que está más allá de las
palabras del poema.” Y me parece que ese puede ser uno de
los sentidos de este libro. La escritura a partir de algo que
está sonando en la memoria y que las palabras evocan desde un
presente atemporal (no desde el pretérito), como si esas cosas
todavía existieran; y, por otro lado, el tema de los afectos:
cómo es que para hablar de los distintos tipos de amor las
palabras no alcanzan; entonces hay una zona donde el poema entra
en el silencio, silencio que, contradictoriamente, es inducido
por las mismas palabras.
En la actualidad estoy
trabajando en dos libros: Uno de ensayos individual (porque
hasta ahora lo que escribí en ese género sólo ha sido difundido
en volúmenes colectivos), que probablemente publique en el
exterior, y donde habrá ensayos, notas, críticas, reseñas, sobre
César Vallejo, T. S. Eliot, Eugenio Montale, Fernando Pessoa,
José Lezama Lima, Enrique Lihn, Ortiz, Lamborghini, Marosa di
Giorgio, y muchos más, además de teorías poéticas y reflexiones
sobre distintos asuntos. También vengo escribiendo el quinto
poemario, del cual ya tengo un poquito más de la mitad; te puedo
adelantar el título, que es
“Adentro y afuera”;
la idea es publicar ambos el año que viene. Veremos si se dan
las condiciones. El lapso prolongado que media entre la edición
de cada uno de mis libros se debe a que estimo que es mejor no
apurarse en publicar; que es preferible demorarse, antes que
publicar un texto del cual en el futuro puedas arrepentirte; aun
así, igual puede pasar, pero dentro de los límites de la
imperfección que ronda en mayor o menor medida toda obra
artística. De cualquier modo, me considero un poeta menor. Y
siempre he considerado la lectura tan trascendente o más
trascendente que la escritura. También es cierto que se publica
demasiado. Como sabemos ya hace bastante que en la Argentina hay
más poetas que lectores. Hay muchísimos más poetas que publican
que poetas que leen a otros poetas. Hay poetas que creen que la
única poesía valiosa es la que ellos escriben, o la que escriben
los de su círculo y que pertenecen a una misma corriente
estética.
Marcelo Leites
////Su padre en 1994
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7 — En dos
ocasiones participaste en Encuentros realizados en Paraguay.
ML
— En 2000
en “Poetas en la Bahía”, Primer Encuentro Internacional de
Escritores de Uruguay, Paraguay, Brasil y Argentina. Fue en
Asunción, organizado por ese delirante visionario que es el
poeta Jorge Montesino, que hasta perdió su casa y su
mujer en el
camino; pero tuvo la generosidad de regalarnos dos encuentros
extraordinarios. Allí estuvimos leyendo nuestros poemas y
alternando con poetas muy queridos, como Marco Lucchessi,
Patricio Torne, Víctor Redondo, Sonia Tiranti,
Douglas Diegues, Dora Ribeiro, Elder
Silva, Hermes Millán, Luis Bravo, Cristino Bogado y Montserrat
Álvarez, entre otros, en un intercambio fraternal y fructífero.
Y en la ciudad de Caazapá
presenté el ensayo “Percepción de la música”, en 2001, dentro de
las Jornadas Internacionales de Arte, Literatura y Pensamiento,
en el Segundo (y último) Encuentro de “Poetas en la Bahía”. El
ensayo gira en torno a la música contemporánea, género muy poco
frecuentado por los poetas, más proclives a los géneros llamados
“populares” o a la música clásica, que es su antecedente. El
énfasis está puesto en la dificultad de la escucha de esta
música que es, a la postre, aún más marginal que la poesía y en
cómo se podría “limpiar” el oído, para poder valorarla y
disfrutarla. También presenté
“Ruido de fondo”,
editado por Montesino, en su Editorial Trópico Sur.
Marcelo Leites con Marosa di Giorgio en la ciudad de Salto,
Uruguay, en la década de los noventa
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Marcelo Leites con los poetas José Villa y Daniel Durand en
2007
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Marcelo Leites en Gualeguay, Entre Ríos, con Claudia Rosa,
Miguel Ángel Federik, Eise Osman, etc.
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8 — ¿Leites viaja
en barcos?...
ML
— Aludís a
un recital integrado de poesía y música, presentado hace
dieciséis años en el Consejo Profesional de Ciencias Económicas
de Concordia. El nombre del espectáculo es un chiste porque
juega con el apellido del músico que me acompañaba, Martín
Barcos; lo que viajaba era, una vez más, la poesía o la poesía y
yo. Consistió en la lectura informal de poemas inéditos que
luego formarían parte de
“Ruido de fondo”, que se iban intercalando con piezas cortas
interpretadas por mi amigo Martín, en saxo
tenor, saxo
alto y flauta traversa; compuestas en base a lo que le iban
sugiriendo los poemas, en los ensayos. Fue el recital donde tuve
más público que nunca, ya que
excedió la capacidad de la sala, que es de 200 personas (había
gente de pie en los pasillos y una fila que seguía hasta la
puerta de ingreso al local).
Marcelo Leites - En Buenos Aires, 2016 // Su abuelo materno,
Vicente Guadagni, en la década del 90
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9 — En un
cuestionario que respondiste hace unos años, dejaste picando
—propusiste— un par de preguntas como para responderlas alguna
vez. Esa vez llegó, Marcelo: ¿Cuál es la tradición que influyó
más en la poesía del siglo XX en nuestro país? ¿Cómo escribís tu
poema?...
ML
—
Desde mi punto de vista —y amplío lo
que afirmé en mi cuarta respuesta—, la mayor influencia fue sin
duda la tradición en lengua inglesa, cuyo origen hay que
buscarlo en las pioneras traducciones de Alberto Girri, de
poetas como W. C. Williams, Wallace Stevens, T. S. Eliot,
Marianne Moore, Ezra Pound, W. H. Auden, William Butler Yeats,
Silvia Plath, Anne Sexton, Denise Levertov, Elizabeth Bishop, y
muchos otros que llegan después por medio de otros traductores:
Philip Larkin, Raymond Carver, Charles Simic, Mark Strand,
Sharon Olds, etc. Eso por la vía de la poesía y, por la vía de
la prosa, las traducciones de Jorge Luis Borges de cuentistas y
novelistas ingleses. Y esa influencia no la veo sólo en la
Argentina, sino también, en países latinoamericanos que en
general tienen la mejor poesía del continente, como en Chile,
por ejemplo, o como en Nicaragua, sobre todo con el exteriorismo
de Ernesto Cardenal. La estética de la poesía en lengua inglesa
(sea en el original o traducida) arranca con el imaginismo o
imagismo, sigue con el objetivismo y concluye con el
minimalismo, que es —este último—, el modo frecuente de
escritura poética en la Argentina, incluso hoy en día. Con la
salvedad de que unos cuantos tomaron lo peor de los poetas de
los ‘90 y del “Diario de Poesía”, o, dicho de otro modo, no
asimilaron la estética del minimalismo; y su escritura es una
mera transcripción de la realidad o un hiperrealismo plano, sin
densidad, intrascendente. Además hay otras tradiciones en
nuestro país, como el neoclasicismo de los poetas agrupados en
torno a la Revista “Hablar de Poesía”, cuyo máximo objetivo ha
sido volver a la métrica (y rima si es posible) de los viejos
poetas españoles y escribir desde ese imaginario; también el
surrealismo, el neoromanticismo y el neobarroco; pero son todas
estéticas minoritarias y que, al menos desde los ‘90, han tenido
mucho menor continuidad.
El poema nace donde quiere y
como quiere. Soy sólo un medio entre un relámpago y la palabra
que lo reproduce, aun imperfectamente. Igual, tengo diferentes
procedimientos. El más constante es
la aparición de una imagen que se transforma en uno o dos versos
que luego serán claves en la estructura del poema. Esos versos
empiezan a circular por mi cabeza y probablemente por el resto
de mi cuerpo durante unos días. Pasado ese lapso escribo el
poema de un tirón y luego lo someto a un número
bastante considerable de
correcciones, hasta que creo que ya no se puede seguir
corrigiendo, sin perder esa frescura y naturalidad que busco
siempre. No es imprescindible un lenguaje sublime o elevado,
tampoco un lenguaje bizarro o bajo; bastaría escribir con un
lenguaje fluido y natural, que se parezca al sonido de una
conversación o al canto de los pájaros en el lugar de los
pájaros.
Marcelo Leites con sus hermanos, Nicolás y Pablo, en 2009
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Marcelo Leites con Daniel Durand y Miguel Chiovetta, en los
noventa
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Marcelo Leites con los poetas Daniel Durand y Vanina
Colagiovanni en 2007
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10 — Es a quien
tanto se ha consubstanciado con las obras literarias de
escritores comprovincianos consagrados o casi inéditos a quien
le pregunto por uno de ellos: Emilio Lascano Tegui (1887-1966) o
Vizconde de Lascano Tegui (¿habrás logrado leer todo lo que
publicó?).
ML —
Pero desde
luego. Justamente, al Vizconde lo leí íntegramente cuando hice
la selección que publicamos en la sección “Rescates” de la
página “Autores de Concordia”. Fue poeta, traductor, diplomático
y periodista. Lazcano se podría pensar como un antecedente de
Oliverio Girondo y, de hecho, está considerado como uno de
los precursores de la
vanguardia en la Argentina, porque su obra presenta un
desparpajo y una ironía corrosiva similares. Pero, además, tenía
una sutileza y una perversión sorprendentes. A pesar de sus
gestos aristocráticos y de haber frecuentado a la clase alta, en
gran medida gracias a sus dotes como cocinero, fue un escritor
marginal, redescubierto muchos años después de su muerte. Era un
personaje con un humor delirante, un bon vivant, un hombre de
mundo, que viajaba constantemente, que publicó su primer libro,
“Blanco”, como
respuesta al “Azul”
del modernista Rubén Darío, el poeta oficial del momento; lo
firmó como Rubén Darío (h.) y se lo mandó a su “padre”, quien no
sólo se divirtió sino que gustó de sus poemas. Pero además lo
hizo porque cuando procuraba publicar con su nombre, las
editoriales lo rechazaban. Lascano Tegui está lleno de ese tipo
de anécdotas jugosas; de hecho, no
era Vizconde.
El poeta Lysandro Z. D. Galtier, su amigo, cuenta en un discurso
de homenaje reproducido en el diario “Clarín” (27/4/1967), el
origen del seudónimo:
“Encontrándose con Fernán Félix de Amador en un gran hotel de
Egipto, en cuyo salón de estar la mujer de un embajador
extranjero era exageradamente agasajada por personas de alto
rango y abundantes títulos nobiliarios, se le ocurrió por broma
a Amador estampar con holgada y clara letra en la portada del
Baedeker que llevaba como guía de viaje, esta firma: Vizconde de
Amador, y dejarlo en una mesa próxima al lugar donde se
encontraba aquella dama, quien no pudo con su curiosidad y al
advertir en la guía olvidada la firma que dije, lo llamó:
‘Vizconde de Amador: esto es suyo’. Amador le besó
reverenciosamente la mano; le agradeció. Lascano Tegui, que se
encontraba al lado de Amador, adhería a aquella reverencia
cuando la dama de la anécdota le inquirió: ‘¿Es acaso usted
también vizconde?’ A lo que el poeta afirmó rotundamente: ‘Sí,
señora, soy el Vizconde de Lascanotegui’... De ahí el origen del
título nobiliario que el poeta habría de utilizar desde entonces
como seudónimo.” Otra de las cuestiones polémicas es que
según algunos documentos, no
sería entrerriano, ni argentino, sino uruguayo de nacimiento.
Sin embargo creo que todo eso importa menos que su obra; o,
mejor dicho, que si su
obra no tuviera el peso que tiene, se
lo habría olvidado. El peso está dado por el lenguaje,
revolucionario para la época (todavía parece actual) y por la
“originalidad” de los temas y los recursos formales, sobre todo
en los libros de prosa poética:
“De la elegancia en el
arte de dormir” (1925) y
“Mis queridas se murieron” (1931), calificados por un
crítico como una poética de la voluptuosidad; se trata de dos de
sus obras más significativas. Cómo sería de marginal el Vizconde
que esas primeras ediciones estaban olvidadas en las
bibliotecas, y no se habían reeditado; yo no lo conocía, y fue
gracias al amigo Gastón Gallo, que las reeditó en la editorial
Simurg, en 1997, cuando lo leí por primera vez. Los que quieran
adentrarse en su fascinante producción, pueden leer una amplia
selección en:
http://www.autoresdeconcordia.com.ar/bioautor.php?idAutor=85
Marcelo Leites con Valentina Tamaño, hija de Cecilia
Figueredo
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Marcelo Leites con su hija Valeria
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11 —
“…lo que buscamos
desesperadamente es la belleza, sea lo que fuere la belleza…”,
afirmás concluyendo tu análisis de
“El arte de mal-decir”
de Liliana Díaz Mindurry. Extrememos: ¿qué será la belleza?
ML —
Bueno, en
principio, creo que se trata de una pregunta retórica. Como
preguntar “¿qué será la
poesía?” o “¿qué será
la felicidad?”. Porque es más bien una sensación física,
¿verdad?; difícil de traducir a un lenguaje racional. Pero no
imposible, claro. Un gran narrador y poeta, Juan José Saer, en
su ensayo “El río sin
orillas” —así denominado por el Río de la Plata—, afirma
(cito de memoria) que cuando miramos un determinado paisaje y
nos deslumbramos por su belleza, nos quedamos sin palabras,
salvo por los adjetivos (que son lo más pobre que tiene una
lengua, ¿no?); sin embargo, —dice— hay una serie de elementos
que están dentro de nuestra percepción —cómo reverbera la luz
sobre el agua, las sombras, la intensidad del viento, el
movimiento ondulante del río, las formas del follaje, las
especies de árboles y el tono del verde de sus hojas, etc.—, que
hacen que impacten exactamente de esa manera en nuestros
sentidos. Eliot habla del correlato objetivo en un sentido
análogo, pero aplicado a la escritura. En fin, creo que no
importa demasiado cuál es el significado de la belleza; porque
sentimos la belleza o no la sentimos; y, si no la sentimos, el
mundo se vuelve infinitamente más pobre. Como dice el maestro
norteamericano: “Es
difícil obtener noticias de los poemas / aun cuando los hombres
mueren miserablemente todos los días / por carecer / de lo que
se encuentra allí.”
Marcelo Leites con Patricio
Torne y Víctor Redondo, en Paraguay, 2001
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12 — Desarrollaste en Facebook
desde 2009 —tengo entendido, nunca estuve en Redes— una labor
bastante impresionante (¿hasta hace poco?).
ML —
Sí,
Rolando, gracias. Me fui del
face hace no
mucho. Fueron varios años de aportes ininterrumpidos; la idea
era utilizar el
muro del face
como plataforma literaria; y así lo hice. Al principio posteando
sólo poemas, a la manera de la
biblio; pero a
diferencia de ésta, sólo uno o dos poemas de cada autor, y
cortos, o no muy largos. Después los acompañé con imágenes
ilustrativas, cuando lo consideraba oportuno; más adelante,
agregué pensamientos, refranes, cuentos cortos, fragmentos de
novelas, de ensayos, de filosofía, de psicología, de ciencia.
Cada día publicaba unas seis entradas promedio. Después se me
ocurrió despedirme de mis lectores (pocos, pero calificados
lectores, la mayoría poetas, claro), todas las noches, con
música. Entonces efectuaba una selección generosa de cada músico
o compositor. La idea era sintetizar las diferentes etapas de un
artista en algunas obras o canciones (de seis a veinte,
pongamos) y con estilos tan diversos como corresponde al
eclecticismo propio de mis gustos. Después se me ocurrió hacer
lo mismo con los artistas visuales; así fue como desfilaron
plásticos, escultores, fotógrafos, cineastas. Un artista por
día, de cada disciplina. También armé otra sección que se llamó
“Un poema y una crítica”; y otra que se llamó “Adagios”, que
consistía en conformar una antología de frases, dichos,
apotegmas, refranes, reflexiones de distintos artistas,
humoristas o pensadores. También
generé debates
que obtuvieron cierta repercusión porque participaban muchos
poetas en la devolución de un cuestionario que establecí en base
a distintos temas relacionados a la
creación poética. Todo eso fue en los
primeros años; después los visitantes de mi muro fueron
mermando, hasta quedar unos pocos fieles, que eran seguidores,
también, de la Biblio; y, en consecuencia, fui mermando las
publicaciones y desanimándome cada vez más. Pero en fin, fue un
lapso muy intenso, de búsquedas y lecturas de todo tipo, de las
cuales el principal beneficiado fui yo y unos pocos lectores.
Considero que la devolución que tuve fue incomparablemente menor
al tiempo, la dedicación y el esfuerzo que me demandaba mantener
el muro con la calidad y la cantidad de publicaciones que
pretendía; eso, más la censura, que sufrí en seis oportunidades;
y, sobre todo, el tiempo que le restaba a mi propia escritura y
a mis otras actividades fueron los principales motivos para
desactivar mi cuenta y
borrarme del
face. Por otra
parte, lo que ocurre adentro del
face no difiere
demasiado de lo que ocurre afuera: en el “ambiente” literario.
Cada día que pasa me convenzo más de que sólo dos cosas resultan
gratificantes, vitales e imprescindibles: el proceso y la
escritura del poema ANTES de que sea leído por nadie; y la
lectura generosa, desinteresada e infinita de poemas no escritos
por uno, que quizá siga siendo uno de los pocos motivos válidos
para dejar de escribir o para no escribir demasiado y, mucho
menos, publicar demasiado. TODO lo demás: la editorial, la
publicación del libro, la presentación, los recitales, los
festivales de poesía, las revistas de poesía, los blogs y
páginas virtuales, las críticas, los elogios, la inclusión o
exclusión de algún grupito, la difusión, e incluso todas las
redes sociales; son aleatorios y muchas veces dependen de
relaciones espurias, de vínculos oscuros, de intercambios
miserables, del posicionamiento que tenga el poeta en el
ambiente y de los que buscan desesperadamente figurar en el
podio o bronce, y hasta son capaces de vender su alma al diablo
con tal de lograrlo. No es precisamente por buena fortuna que en
nuestro país haya poetas totalmente sobredimensionados y otros,
totalmente olvidados o no reconocidos.
Es desalentador advertir a los
mediocres que odian o envidian a los que se ganaron el lugar que
ocupan merecidamente; lugar que ellos jamás podrían ocupar
porque no les da el cuero; ver a los que se destacan tratando
con cierto desprecio o indiferencia a los que recién empiezan a
escribir; notar que a veces se aplaude más el circo, el
autobombo, el sentimentalismo y la ignorancia que la calidad de
un poema; para no mencionar “la moral del codazo” de la que
hablaba Juan L. Ortiz, y que sigue tan vigente como entonces:
las trenzas, la devolución de favores, las arbitrariedades, la
corrupción de algunos de los Festivales de poesía más
importantes de la Argentina, etc. etc. etc. Aclaro, nobleza
obliga, que no pretendo con esto bajar línea o establecer un
juicio moral; cada uno sabe lo que hace. Tampoco yo soy
totalmente del color del trigo; pero lo que sí estoy poniendo en
tela de juicio son los sistemas de legitimización que posee la
literatura en nuestro medio, donde últimamente pareciera que la
estética o la calidad de una obra fueran elementos
insignificantes y anacrónicos. Todas esas cosas que suceden
hacen que uno se repliegue, no sólo del
face, sino
también, del mundo, en general.
Su hermana Ani y su madre
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Con el poeta Horacio Aige y un poeta cubano, en el Festival
Internacional de Poesía de Rosario 1993
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Marcelo Leites con Laura A. Ponce, Hugo Toscadaray, Lucio L.
Madariaga, etc.
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13 — Julio Anselmo (Diario “El
Litoral” de Santa Fe, 12.9.2009) destaca de
“Resonancia de las cosas”
dos versos: “secreta
complejidad / de lo simple”. ¿En qué narradores hallás que
se cumple esa secreta complejidad?
ML
—
Bueno, en principio no pensaba en
narradores, sino en poetas. Y la encuentro en varios que admiro:
Fabio Morábito, José Watanabe, Oscar Hahn, César Fernández
Moreno, Nicanor Parra... Pero ahora que vos lo planteás,
Rolando, es un estilo que se puede detectar también en
narradores, justamente, los que más se acercan a la poesía:
Marcel Proust, Franz Kafka, J. D. Salinger, Paul Auster, Haruki
Murakami, Alessandro Baricco, Juan José Saer y Marcelo Cohen,
entre otros. Considero que los principales recursos para llegar
a ese “estado de total
simplicidad / que cuesta simplemente todo” (según Eliot),
dentro de la escritura, son: la visualización, la precisión, la
transparencia, el relieve y la concentración.
Marcelo Leites con Pablo Dumit y Hugo Toscadaray//Con Marosa di
Giorgio en Salto, Uruguay,en los 90
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14 —
Cuando Santiago Espel presentó públicamente en octubre de 2009
el poemario del que me surgió la pregunta anterior, adujo que
ese libro fue a él con
“la resonancia de ese sonido que viene de muy lejos en forma
casi imperceptible y desaparece de la misma manera.”
¿Sonrisa del gato de
Cheshire, sapito sobre el agua o chapoteo de castor en el
barro?...
ML
—
Interesantes
esas imágenes vertidas por Espel en su presentación de
“Tanque australiano”,
están muy bien, estoy de acuerdo. También se puede comparar
con el famoso haiku de Basho,
¿no?: “Un viejo estanque;
/ al zambullirse una rana / ruido de agua”. El concepto de
“resonancia” es bastante polisémico. En primera instancia, pensé
en la manera en que las cosas “resuenan” en la memoria y qué
recorte hace la consciencia, al transformarlas en escritura. Se
trata, también, de lo que en teatro se denomina “memoria
emotiva”. El poema busca captar un instante tan fugaz como la
felicidad, pero que permanece en la memoria, como un ostinato en
la música.
Marcelo Leites con Jorge Aulicino
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Con E. Méndez, G. Perosio, M. Ortiz, C. Dariel, L. Rocha, C.
Figueredo, A. Pastore, V. Cervero, G. D. Curiá, etc.
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15 — Poemas tuyos fueron incluidos en
muestras antológicas de revistas.
ML
—
Sí; en algunas pocas. Destaco
especialmente “El Poeta y su
Trabajo” (Nº
29, de 2008), cuyo director era el poeta argentino Hugo Gola,
quien residió muchos años en México, el que con anterioridad
dirigió otra, que se llamaba “Poesía y Poética”; ambas cuentan
entre las mejores del género en Latinoamérica. El Consejo
Editorial estaba integrado por los poetas mexicanos
Juan Alcántara, José Luis Bobadilla, Iván García López, y la
querida Tania Favela Bustillo.
Recuerdo la calidez del maestro Gola cuando me hablaba por
teléfono desde México (habremos hablado una decena de veces, en
el transcurso de los años) y cómo había asimilado el legado de
Juan L. Ortiz; cada vez que nos comunicábamos alguna lección me
dejaba, ya sea en el modo de “pararme” en la literatura, como en
cuestiones de estética; pero también de ética, una palabrita que
parece no existir dentro de las nuevas generaciones de poetas
(y, a decir verdad, en
muchas de las viejas, tampoco).
Además estoy en “El Augur” Nº
8-9 (1993), que dirigía Jorge Montesino en Paraguay; no salieron
muchos números más. Los consultores eran: Montserrat Álvarez,
Hernán Jaeggi y Mara Vacchetta Bogino. Nucleaba básicamente a
poetas del Paraguay, Brasil, Uruguay y Argentina. En el número
referido también había poemas de Miguel Ángel Fernández y Ramón
Corvalán (Paraguay) y Manuel Bandeira (Brasil);
en “Borrón y
Cuenta Nueva. Revista de Cultura Entrerriana”, Nº 4 (1998), cuya
sección literaria estaba a cargo de
Luis Alberto Salvarezza, en Concepción del Uruguay; allí en
compañía de Héctor Izaguirre (crítico de la vieja guardia muy
reconocido en mi provincia), Graciela Paoli, Rubén Darío Roude y
Laura Erpen;
con mi poema inédito “Otoño”, en la revista mexicana “Blanco
Móvil”, cuyo Nº 124, de 2013, estuvo dedicado a “Poetas y
narradores del Interior de Argentina”
e incluye textos de treinta poetas (Leonardo Martínez,
Elena Anníbali, Santiago Sylvester, Juan Carlos Moisés,
Alejandro Schmidt, Jorge Spíndola, Eliana Drajer, Hernán Jaeggi,
Ricardo Costa, Mariana Vacs…) y doce narradores (Angélica
Gorodischer, Patricia Severín, Susana Romano Sued, José Gabriel
Cevallos, Lilia Lardone, Selva Almada, Gloria Lenardón…)
originarios de las provincias de Santa Fe, Entre Ríos,
Corrientes, Mendoza, Buenos Aires y de la Patagonia. Hay edición
digital completa de este número:
http://blancomovil.com.mx/pdf/BlancoMovil_124.pdf.
Marcelo Leites con sus hijos Joaquín y Valeria en 2015
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Con Lucio Madariaga, Valeria Cervero, Paulina Aliaga, Natalia
Litvinova, Javier Galarza y Maricel Santin
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Marcelo Leites con Valeria Cervero, Lucio L. Madariaga, Laura A.
Ponce, Hugo Toscadaray, etc.
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16 — Uno de los personajes de la
novela “El mundo
deslumbrante” de Siri Hustvedt, afirma:
“Todos somos culpables de
mantener los estereotipos.” ¿Con qué asociarías a partir de
esta frase?
ML —
No conocía la frase de Siri (que creo
es la mujer de Paul Auster), tampoco la novela donde está
incluida; pero entiendo que quiere decir que en el habla
cotidiana la sociedad se maneja con frases o lugares comunes,
sin cuestionarlos; lo que no
acuerdo con
ella, es que por eso, la gente deba sentirse culpable. La culpa
es una idea cristiana que rechazo enérgicamente. Uno comete
errores, pero no es culpable (salvo cuando se trata de un delito
penal). En todo caso son estereotipos que impiden que la gente
se comunique desde otro lugar; por ejemplo, ese lugar que buscan
los poetas, para evitarlos, justamente.
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17 — Animales legendarios:
¿Medusa, gorgona, cerbero, cancerbero o anfisbena?
ML
—
Ninguno de esos. Más bien con el
pescaidón.
18 — ¿Le damos
todo su lugar a la
Biblio.?
ML
—
Aquí no puedo dejar de mencionar a otro de mis benefactores, una
mujer en este caso: la entrañable poeta Selva Dipasquale. En
2007 compartimos un proyecto que consistía en una encuesta para
determinar estadísticamente si la gente leía poesía en nuestro
país; cualquiera que no fuera poeta podía contestar; la cuestión
es que el blog de Selva (que después eliminó) se llamaba "Ud.
lee poesía?". Otra de las intenciones fue que las personas
incorporen a otros poetas que no fueran Mario Benedetti o Pablo
Neruda, dentro de sus lecturas; y ahí es donde surge "Ud. lee
poesía2", que después fue rebautizada y adquiriendo,
progresivamente, la forma que ahora tiene. Me
gratifica por el bagaje de lecturas que he adquirido desde su
origen; porque la lectura en profundidad de los grandes poetas
te ayuda a ubicar en una dimensión más justa tu escritura.
Fijate que yo no me he incluido como poeta. Deliberadamente,
porque una de las razones de mi rechazo a los blogs que recién
empezaban, eran los blogs de escritores que se auto
promocionaban, se auto alababan todo el tiempo y contaban todo
lo que habían hecho desde que se levantaban hasta que se
acostaban; lo que pensaban, lo que miraban, las minas que se
habían garchado y publicaban lo que habían escrito, cada dos
minutos, aunque fuera una porquería, etc. Y yo quería hacer algo
completamente diferente. No hablar de mí ni de mis poemas; por
eso tampoco tengo un blog personal. Mi objetivo era difundir la
obra de los otros, en un arco que fuera lo más amplio posible;
algo así como una pequeña biblioteca de Alejandría de la poesía.
Y creo que tan mal no me ha ido. Se trata de un blog que ha sido
reconocido por distintos medios —nacionales e internacionales—
como insoslayable en el habla hispana. Tiene un promedio de 120
visitas diarias, e incluye poesía de todo el mundo, también
ensayos, algo de narrativa y música, con más de 4.000 entradas;
sólo en el último mes fueron visitadas 20.000 páginas. En la
mayoría de los casos, la fuente de la Biblio. proviene de libros
de mi biblioteca privada; pero en ocasiones, los poetas también
me mandan sus obras, por correo postal o en Word, o de las dos
formas. La Biblio. cuenta con colaboradores que han tenido la
gentileza de traducir poesía en lengua inglesa, italiana,
francesa, griega o rusa, especialmente para la biblioteca y que
publiqué en forma bilingüe; como hago cada vez que publico
poemas en otra lengua, por razones obvias. Además, hubo aportes
de poetas que yo no conocía, de una determinada zona del país,
como los cordobeses que me pasó María Teresa Andruetto o los de
la provincia de La Pampa, que me pasó Sergio De Matteo; también
los uruguayos que compiló Martín Palacio Gamboa, en su
antología; y poetas mexicanos de los que supe a través de Iván
García. Hay colaboradores que ya no están, otros que participan
en forma esporádica, como Abril Chamorro, Sandra Gudiño,
Catalina Boccardo y Marina Kohon; y otros, que lo hacen en forma
permanente, como Valeria Cervero, cuya contribución consiste
sobre todo en facilitarme libros de poetas argentinos editados
recientemente; o Cecilia Figueredo, poeta que ha ilustrado el
blog, con sus fotografías. Por lo demás, trabajo absolutamente
solo, con un criterio que estimo riguroso en cuanto a la
selección del material que voy a publicar o que voy a dejar
afuera. El criterio va de lo legible, a lo excelente; lo que
considero que está cortado en versos y publicado como poemario,
pero que contiene textos que no son poemas, no lo publico;
tampoco publico poemas regulares o mediocres; por supuesto que
esto depende de mis gustos personales; pero también de un
background muy grande de lecturas que me permiten determinar con
cierta objetividad, cuándo un poema es bueno y cuándo es malo; y
los matices que hay en esa especie de “jerarquía”, para darle a
cada uno el espacio que creo se merecen. Otra cuestión que tengo
en cuenta a la hora de elegir el material es respetar, en
principio, todas las estéticas e incluir poetas muy diferentes
entre sí, a veces con estilos confrontados, pero cuya calidad
considero por igual, incluso cuando ninguna de ellas sea la
estética a la que yo adscribo en mi escritura o en mis propias
lecturas. Lo que te quiero decir es, lisa y llanamente, que a
veces subo poemas que no están dentro de mis gustos personales.
Creo que ese eclecticismo es imprescindible en el arte. O, al
menos, lo es para mí. Porque amplifica la percepción y, en
definitiva, nos enriquece como lectores.
Respecto a la selección
antológica, si bien no hay nada mejor que leer el libro entero
de un autor (lo cual hago antes de quedarme con los poemas que
considero más logrados), hay en esta elección un recorte:
recorte que juzgo necesario en esta época. Vivimos atiborrados
de información, y la literatura no es la excepción. La semana
pasada estuve “limpiando” una biblioteca digital que tenía
grabada en un DVD: libros completos de narrativa, ensayos y
filosofía. Eliminé por lo menos el cuarenta por ciento, no sólo
porque algunos no me gustaban o me parecían malos, sino porque
se trataba de materiales que no voy a leer nunca, ni siquiera
por curiosidad. Porque aunque uno quiera, no puede leer TODO lo
que existe; para bien o para mal, estamos condenados a elegir;
así que el recorte, la selección o la antología, la hacemos
siempre, de una u otra manera.
Para terminar, sólo me resta
felicitarte cálidamente, Rolando, por este trabajo minucioso y
exhaustivo que te has tomado, para realizar esta entrevista,
cosa nada frecuente con el desarrollo que vos le das, por lo
menos acá en la Argentina. Nunca me hicieron tantas preguntas
sobre el oficio y nunca hablé tanto sobre mis actividades
artísticas. Así que mi agradecimiento y pudor, por partida
doble. Ojalá encuentre a sus lectores. A sus pacientes y nunca
tan bien ponderados lectores.
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*
Marcelo Leites selecciona poemas
de su autoría para acompañar esta entrevista:
MUERTE DEL PINO
III
Todo nuestro trabajo
no es sino subir y bajar
peldaños
de una escalera
interminable
(de “El margen de la aldea”)
*
DESDE LA COSTA
V
A veces llegamos al río sin habernos movido
del lugar que ocupamos en nuestra mesa
y las costas, la arena que contiene el agua,
algún pez muerto y todo el paisaje
parecen estar dentro de uno.
Salir se vuelve entrar a lugares habitados
tantas veces por todos
que hay pocos lugares deshabitados.
Uno de ellos es el alma
donde casi no llegamos
y cuando lo hacemos
entramos en puntas de pie.
(de “El margen de la
aldea”)
*
LA MÚSICA PERDIDA
I
Algo resuena en tu cabeza ahora, cuando ya la noche
ha dejado atrás las estrellas y los paraísos sombrillas
se cubren de una fina pátina blanca.
Algo resonaría sin duda, desde el fondo de un naufragio.
Viene en oleadeas un fox-trot envolvente desde un salón
iluminado por arañas fantásticas
y se deslizan como seda los pies de los bailarines
en cerámicas con dibujos orientales.
No se trata del vuelo que engendra la danza
o el cuerpo a cuerpo de una pareja abrazada
que inventa otro idioma en voz baja.
Ni exactamente de la música ni del olor
de perfumes franceses sabiamente combinados con la alta
cocina que impregna el ambiente. Ni de suntuosidad
a la manera de una
Serenata a la luz de la
luna.
Más bien es la resonancia de todos esos elementos
que ahora se mezclan en tu cabeza.
El recuerdo de algo ocurrido en otro espacio
y en otro tiempo y la certeza
de que en realidad nunca estuviste ahí.
Mientras tanto, el fox-trot continúa
habría continuado dejando escuchar el glamour
de vasos de champagne entrechocándose
y un poco más apagados risas
y rumores de conversaciones intrascendentes.
Tampoco se trata de pertenecer
a una clase de gente que siempre te ha dejado afuera.
Se trataría de un lugar de la memoria
en el que alguna vez estuvieras, al sesgo, como los chicos
detrás de la puerta de un mundo que no los contiene
o como una vez escucharas el blues por la ventanita
del sótano de un pub donde un negro tocaba el saxo
Cerca de la medianoche
y el sonido se llenó de un humo
que hubieras querido respirar.
Sí... entonces mirabas la escena, y la fiesta
comenzaba para vos cuando todos se habían ido.
Entonces ciertas mujeres se convertían en Afroditas
que te incitaban a una gesta alucinógena.
Pero nadie te invitó nunca a ninguna fiesta
aunque esa música todavía resuene
como la letanía de un canto gregoriano,
aunque el olor del coriandro y el
sabor de las uvas
y una negra al son de
La vie a rose
te digan que todavía estás ahí.
(de "Ruido
de fondo")
*
TANQUE AUSTRALIANO
I
Y una noche de luna llena
pegamos la cara en el espejo
entramos descalzos a la noche
y sin saber qué esperar
bajamos al tanque australiano
bajamos despacio
deslizamos por las paredes de chapa
los cuerpos desnudos.
Los pies agitan el agua,
un estanque en medio del desierto.
No hay desacuerdos,
un entendimiento tácito entre nosotros.
Nos basta con estar dentro del tanque
y mirar las estrellas.
La conciencia se aquieta y respiramos
el mismo aire que respiran los caballos
en el campus militar de enfrente.
Disparos de rifles sacuden el letargo,
enfrente.
—Son sólo tiros al blanco.
—Pero suficientes como signo de época.
Y bajamos todavía más, casi tocamos el fondo
y contuvimos la respiración bajo el agua
y vimos algas y hojas sumergidas
y sedimentos y escuchamos
el sonido atemperado del mundo
y más y más navegamos en nuestro tanque
y giramos una vez y otra vez
por las paredes de chapa y en cada giro
algo nuevo veíamos
y un nuevo canto oíamos.
—Ése que está adentro del sauce
es Juanele.
—Y al costado está el filodendro que plantó
Veiravé.
—Y el que parece un árbol de letras, ¿quién es?
—Ah... Leónidas viajando aún en su capuchón.
—¿Ves también los sembrados y los pescadores
mirando más allá del espinel?
—Sí, pero lejanos, casi inalcanzables.
Y había también sirenas, las mismas sirenas
de Ulises cantaban un canto de opio
y desaparecieron cuando quisimos tocarlas.
Flotando en el agua del tanque
vimos la ciudad inclinada entre la villa
y las luces de neón y las pantallas ciegas.
Y vimos los ejércitos de hormigas
que durante años llevan sobre sus hombros
los ladrillos para construir su casa
antes que el veneno las liquide
antes que el país las expulse
definitivamente.
Sentados en el borde del tanque
nuestra mirada horadó los pastos,
los árboles y el río lejano.
Y nuestra mirada seguirá horadando
escrutando entre la niebla
las partículas de polvo en el aire
y el sol que anuncia el fin del día.
(de “Tanque australiano”)
*
ECO
Para
Joaquín
Multiplicada rebota en el cemento.
Los aros no la contienen.
Pica, repica, pica pica repica.
El sonido de la pelota atraviesa
la cancha y se propaga
más allá del juego.
No estoy pendiente del todo
de los puntos ni del resultado.
Veo tus piernas llevando
ventaja en la carrera
hacia la meta esquiva:
La exacta combinación de velocidad
y detención, los cambios de ritmo,
los pases precisos.
Te veo defender el balón
con uñas y dientes,
encestar cada pelota
como si jugaras el último campeonato.
Puedo ver esos gestos
como la única manera
de pararte frente al mundo.
Y puedo verme con el mismo impulso
pero ya no sé dónde ni cuándo
perdí el último partido
ni cuándo ni dónde volví
a ponerme de pie
como ahora lo hacés vos
para recuperar el equilibrio.
Repica, repica pica pica.
(de
la serie “Constelaciones” de “Resonancia de las cosas”)
*
SI...
Si supieras hasta dónde llega la mirada,
y cómo se unen las raíces en el jardín,
cuánto necesita la tierra de la lluvia.
Si supieras que el aire para respirar es uno solo
y una el agua pura necesaria para vivir,
si supieras que los árboles crecen aún bajo la sombra
y que cada flor tiene un aroma único
pero sin embargo son todas necesarias.
Si supieras que la vida no es un film en tecnicolor,
pero tampoco en blanco y negro
y a pesar de eso la sangre sigue corriendo
en una sola dirección;
si pudieras olvidar esa musiquita minimalista
que suena cada tanto en una radio lejana
y que tan poco tiene que ver con la música
que suena en nuestra cama de cedro.
Si pudieras separar la paja del trigo
y el árbol del bosque
y beber de la sola fuente de luz,
esa que sale de las manos juntas.
Si dejaras que los pájaros levanten vuelo
sabiendo que igual todos los días
vuelven a trinar bajo la ventana;
entonces, podrías darte cuenta
de que el único nombre
que pronuncio
es el tuyo.
(Inédito)
*
Marcelo Leites con la abuela materna, Nelly Galván, en los
noventa
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Marcelo Leites con sus padres, en 1972
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Marcelo Leites - Caricatura del artista plástico Nicolás
Passarella
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Entrevista realizada a través
del correo electrónico: en las ciudades de Concordia y Buenos
Aires, distantes entre sí unos 420 kilómetros, Marcelo Leites y
Rolando Revagliatti, 2016.
www.revagliatti.com
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