Marta Ortiz: sus respuestas y poemas
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Marta Ortiz
nació el 30 de marzo de
1948 en Rosario, ciudad en la que reside, provincia de Santa Fe,
la Argentina. Es Profesora y Licenciada en Letras por la
Universidad Nacional de Rosario. Obtuvo primeros premios y otras
distinciones en cuento y poesía, géneros en los que ha sido
difundida tanto en medios gráficos (“Feminaria”, “La Gaceta
Literaria de Santa Fe”, “La Buhardilla de Papel”; “Confluencia”
de Estados Unidos; “Palabras Escritas” de Paraguay; “Casa de las
Américas” de Cuba; suplementos culturales de los periódicos “La
Capital” y “El Litoral” de su provincia, etc.) como digitales, y
ha sido incluida en, por ejemplo, las siguientes antologías:
“Poetas rosarinos”, “La
noche de los leones”,
“Cuentistas rosarinos”,
“Los poemas”,
“El río en catorce
cuentos”, “Poetas del
tercer mundo”, “Los
cuentos”, “Cuando el
río suena”. Participó como panelista en encuentros de
escritores, así como también leyendo textos de su autoría. Fue
jurado en concursos de narrativa y de poesía. Entre 2000 y 2015
publicó los libros de cuentos
“El vuelo de la noche”
y “Colección de arena”
y los poemarios “Diario
de la plaza y otros desvíos” y
“Casa de viento”.
1 — Nacida —como yo— en otoño,
¿será tu estación favorita?...
MO —
Absolutamente. Es
“mi” estación, acaso porque nací en marzo y siento que es el
tiempo más productivo, cuando parece que todo re-comienza, late,
vive, se potencia. Además por la luz, mucho más suave que en el
verano, todo se ve más nítido porque no enceguece por exceso; es
una luz que atenúa. Nací en marzo y me crié en un barrio de la
zona sur de Rosario, Saladillo. Pasé mi infancia y adolescencia
entre adultos, soy la cuarta hija de padres grandes (mi madre
fue ama de casa, y mi padre empleado de Ferrocarriles
Argentinos). La diferencia de edad con mi hermana mayor era de
veinte años. Siempre pensé que en vez de tres hermanas tuve tres
madres vicarias, además de mi madre real. En aquel tiempo se
jugaba en la calle, sobre todo en verano: tiempo de rondas, de
canciones infantiles cantadas en la ronda. Las puertas
permanecían abiertas durante el día, poco tránsito, un contexto
desaparecido.
Me hablás de mi nacimiento en
otoño y las imágenes se acumulan: hubo una infancia asmática,
inviernos de reclusión involuntaria; me veo devorando la pila
de historietas mexicanas, las jugosas revistas “Intervalo” y
“D’Artagnan” y una biblioteca familiar —mi lugar en el mundo—,
medianamente surtida
(repertorio clásico, digo hoy, en hogares de clase media), que
yo frecuentaba mucho y tal vez por eso sigue vigente en mi
memoria: la poesía obligada: Gustavo Adolfo Bécquer, Gabriela
Mistral, Alfonsina Storni; el infaltable “Martín
Fierro” (José Hernández);
“Mis montañas” (Joaquín V. González),
“Los miserables”(Víctor
Hugo), “Amalia”
(José Mármol), “Las mil y
una noches” —se leía a dos columnas, volumen grande y gordo,
de Editorial Tor, un sello por entonces de gran circulación, de
tiradas rústicas y económicas—. Una novela que nunca leí, tapa
blanda, blanca: “El abad
de Monte Zoraya” (busqué la fecha de edición en Internet:
1946), de Arnaldo de Ruiseñada; también
“Rebecca” (Daphne du
Maurier), que sí leí, y varias veces, una historia inquietante
publicada en 1938, llevada magistralmente al cine en 1940 por
Alfred Hitchcock;
“Cumbres borrascosas” (Emily Brönte), leído y releído en
diversas etapas de mi vida. El resto eran unos libritos de mi
padre (llevaban su firma), una serie de Editorial Lautaro
publicada en los años 40, que reflejaba, en la selección y
prólogo de sus compiladores, el pensamiento de Juan Bautista
Alberdi, Bernardo de Monteagudo, Domingo F. Sarmiento, entre
otros. No me olvido de los diccionarios, alguna biografía,
manuales de secundario, un compendio de Filosofía;
“La razón de mi vida”,
de Eva Perón, material obligatorio en el secundario de una
de mis hermanas: tal el faro letrado que por entonces me atraía.
A la sombra de un ciruelo en
el fondo selvático de la casa paterna, me interné en las
maravillosas recopilaciones de Andersen y Perrault. Recuerdo una
mítica docena de libros de cuentos que un 6 de enero encargué
por carta manuscrita y decorada con flores pequeñas, a los no
tan ricos Magos de Oriente, quienes junto a mis guillerminas
blancas dejaron sólo tres cuentos de tapa dura y un juego de té
de plástico que nunca pedí.
Mis lecturas tempranas, las de
casi todos los que fuimos adolescentes a fines de los 50 y
comienzos de los 60:
“Historia en dos ciudades” (Charles Dickens),
“Príncipe y mendigo”
(Mark Twain), “Ivanhoe”
(Walter Scott), la saga de Sandokán y sus piratas por Emilio
Salgari, pequeña colección que habían formado mis hermanas. Sumé
“Jane Eyre”, de
Charlotte, la otra hermana Brontë;
“Mujercitas” y otras novelas juveniles de Louisa May Alcott,
“Papaíto piernas largas” (Jean Webster),
“Corazón” de Edmundo
de Amicis (leído y vuelto a leer, la historia que allí se cuenta
me producía una melancolía y tristeza extremas; “El pequeño
escribiente florentino”, por ejemplo, su vida sacrificada, cada
línea rezuma nostagia; tal vez por eso dejó marca y hoy lo
incluyo en esta lista). La colección amarilla Robin Hood sumaba
ejemplares al ritmo que crecían mis ahorros. La
primaria en escuela pública y la secundaria en colegio de
monjas.
Marta Ortiz en su infancia
2 — Y de las
monjas a la universidad.
MO —
Con el título de
Maestra Normal Nacional bajo el brazo, a estudiar Letras en la
Facultad que por entonces se llamaba de Filosofía (hoy, de
Humanidades y Artes). Significó un salto cualitativo, una
inmersión en el abismo del conocimiento. Toda la cursada, además
de la fascinación derivada del cruce de mi subjetividad con la
Literatura y materias afines, estuvo signada por las revueltas
en el país (y el telón internacional: la guerra de Vietnam),
empezando por el golpe de Estado de Onganía en 1966 y secuelas
posteriores: manifestaciones, tomas de facultades por los
alumnos, interrupción de clases, evacuaciones y todo el folklore
relacionado en tiempos de ideologías contrastadas, tiempo
intenso en el que, como se sabe, se restringieron al límite las
libertades individuales. Más de una vez, al bajar del colectivo
—yo vivía, como te dije, en un barrio de la zona sur de Rosario,
tenía unos veinte minutos para llegar al centro y dos cuadras
para la facultad— me vi envuelta en corridas de la policía a
estudiantes, había que correr y rogar que te abrieran una puerta
salvadora de los gases lacrimógenos, porque en esos casos llevar
libros te hacía inmediatamente sospechoso/a. Yo no pertenecía a
ninguna agrupación estudiantil, pero el riesgo era para todos.
Tiempos de sucesos convulsos que abrieron el camino a la letal
dictadura a partir del 76. Durante ese período trabajé como
maestra en una escuela precaria, por entonces ubicada en una
villa de emergencia, Bajo Saladillo (fundada por un cura
obrero). Con cinco años de antigüedad y el aval del mejor
promedio como docente, fui nombrada directora, cargo al que
renuncié en 1975. En 1972 me recibí, obtuve el título de
Profesora y Licenciada en Letras por la UNR. Me casé en 1973 (un
matrimonio que duró casi cuarenta años, hasta que la muerte de
mi esposo, literalmente, nos separó). Tengo tres hijos, un Norte
por partida triple: Evangelina, Agustín y Candela. Mucho podría
decir del capítulo maternidad, de lo importante que fue para mí.
Mucho que decir también del mundo especialísimo que se abrió con
el nacimiento de Agustín, marcado por el Síndrome de Down, de
los aprendizajes que no cesan, pero esa es otra historia, de las
muchas que componen una vida.
Hice algunos reemplazos en
secundaria, pero no me atrajo lo suficiente la docencia
institucional. Integré grupos de estudio con diferentes colegas
y temáticas. Siempre escribí, desde chica, era y es mi cable a
tierra, escribir, o leer, así como para otros lo es dibujar o
pintar o cantar o componer música. Mi vinculación con la
escritura es estructural, necesaria, obsesiva, un aspecto muy
marcado de mi identidad. Elegir y estudiar Letras condicionó ese
vínculo a partir de la lectura de algunas cumbres literarias
—particularmente de Borges, Cortázar, Juan Carlos Onetti—. Sentí
que no tenía objeto querer escribir a la sombra de tales padres
literarios, me parecía que todo estaba dicho y muy bien dicho,
que lo mío era superfluo, innecesario. El bloqueo duró un buen
período, me incliné a la crítica, de hecho la Facultad
estimulaba más la crítica que la escritura creativa. Al mismo
tiempo la carrera aportó la temprana incorporación de autores
que daban cuerpo, sentido y contenido a la literatura. El tejido
que describe Roland Barthes se estaba construyendo. Siendo muy
joven leí la llamada nueva novela con identidad latinoamericana
(José María Arguedas, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, García
Márquez, Alejo Carpentier, el Vargas Llosa de
“La ciudad y los perros”
y de “La casa verde”,
Miguel Ángel Asturias, en fin, los del boom), y poesía española
y sud y centroamericana, y la suma de referentes clásicos:
William Faulkner, Proust, Kafka, Joyce, Virginia Woolf,
Cervantes, y más. Agregar nombres es seguir creando exclusiones
involuntarias.
Marta Ortiz en su infancia
3 — Mencionaste
grupos de estudio.
MO —
En distintos
momentos de mi vida integré grupos de estudio, de trabajo, de
producción cultural. El primero, recuerdo, éramos tres colegas,
nos reuníamos semanalmente con el objetivo único de profundizar
la obra de Borges. Después hice un par de experiencias de
taller. La primera, con Imelda Ferrero, colega: fue un pasaje
óptimo que me ayudó a des-contracturar mis textos. Luego
vinieron los grupos de reflexión sobre género y literatura con
la escritora Angélica Gorodischer. De otra manera, se abrió una
etapa riquísima en mi formación; incorporé especialmente la
literatura escrita por mujeres, cuando muchas autoras notables
empezaban a ser recuperadas del olvido al que las había sometido
el mercado, que privilegiaba nombres masculinos. Influyó en mi
narrativa la lectura de Katherine Mansfield, de Clarice
Lispector, de Cristina Peri Rossi, Silvina Ocampo, Virginia
Woolf. También Italo Calvino, leído por entonces. Y si pienso en
la línea de la poesía, durante algunos meses asistí, con un
libro inédito bajo el brazo, al taller de la poeta Concepción
Bertone, otra experiencia válida.
Pienso en las marcas, las que
dejó Alejandra Pizarnik, por ejemplo; leía poemas suyos
fotocopiados, alguien que tenía contacto con ella me los acercó
(así conocí su escritura, a fines de los sesenta); me impresionó
tanto esa letra lúcida que reflejaba dolor, desolación, soledad
y ese asirse a la palabra, ancla. A la lectura de los poetas
españoles y latinoamericanos sumé la poesía de Sylvia Plath, W.
Stevens, Bukowski, Raymond Carver, Emily Dickinson (poeta esta
última que representó otra con-moción, alguien que vivió como un
símbolo de su época, recluida y sin embargo la extraordinaria
dimensión vanguardista de su arte…), el Neruda de “Alturas de
Machu Picchu”, Olga Orozco, Juanele Ortiz, Beatriz Vallejos,
Aldo Oliva, Juan Gelman. Joseph Brodsky, entre los maravillosos
poetas rusos. Recuerdo su bellísimo libro
“Marca de agua”.
Llevo esa marca como tatuada. Y la suma de poetas actuales,
interminable lista. Dicen que somos lo que hemos leído; yo creo
que es tan importante la lectura en mi vida, que en los textos
leídos puedo reconstruir etapas.
Coordino desde hace trece años
un taller de Lectura y Escritura con énfasis en la narrativa,
particularmente en el cuento, y otro de Lectura.
Marta Ortiz con Susana Szwarc, Inés Legarreta, Irma Verolín,
Rita Kratsman, Daniel Calmels, etc.
4 — Trece años.
MO —
Trece años
intensos, otro capítulo aparte. La vida como suma de capítulos,
es decir, la novela de la vida.
Abrir un espacio de taller ya existía
entre mis proyectos cuando recibí (2003) la invitación de la
escritora Marcela Atienza —a cargo entonces del Café de la Ópera
(café centenario anexo al también centenario teatro “El Círculo”
de Rosario) —, con la propuesta de coordinar grupos en ese
ámbito, lo que explica el nombre: “Ópera Prima”, elegido por los
talleristas. Empezamos en abril y se ofrecieron dos instancias:
el taller de Lectura y Escritura y el de Lectura. Se fundó en un
bar y se hizo itinerante. El 2004, sellado por la expectativa en
Rosario del II Congreso Internacional de la Lengua Española,
reportó la primera mudanza. Los tres grupos (dos de lectura y
escritura y uno de lectura), para llegar a la mesa de trabajo,
sorteábamos boquetes, escombros, zanjas; aferrados a pasamanos,
sobre tablones, seguíamos los carteles indicadores que
diariamente modificaban el acceso al Café. Imposible olvidar el
polvillo que respirábamos, pisábamos y tocábamos. La calle
asfaltada volvió a ser de tierra y se colocó el “nuevo”
adoquinado; como en un sueño, la calzada retrocedía cien años
para renovarse… Y la mutación urbana nos empujó a un nuevo
hogar, a solo media cuadra del Café de la Ópera, donde por un
misterio atribuido a préstamos temporarios, usamos las mismas
sillas que los miembros de la RAE, José Saramago y Sábato y
Jorge Edwards y Ernesto Cardenal y tantos otros escritores
durante las sesiones del Congreso habidas en el teatro “El
Círculo”.
En una década de actividad
hubo otros puntos de reunión, siempre bares. Alguna vez la
errancia nos desbordó: en 2007, por ejemplo, cambiamos tres
veces de domicilio. Desde 2011 y hasta 2014 disfrutamos de
cierta estabilidad, el taller funcionó en la que fue la librería
“Ross”, una de las más importantes de Rosario (hoy “Cúspide”), y
desde mayo de 2015 nos reunimos en mi casa. Posiblemente el
taller encontró, luego de largo peregrinaje, su Ítaca.
Los talleres son espacios de
pertenencia y de resistencia. Así los pienso; una reunión con
pares para compartir prácticas afines. No creo en recetas ni en
moldes; la creación literaria y sus secretos son poco
transmisibles, más allá de algunas consideraciones formales y
consejos expertos. No creo tampoco en espacios muy estructurados
ni demasiado
light. Sí, se
puede transmitir y compartir una pasión creando el clima
favorable a la reflexión en torno al objeto, o al deseo común
que engloba por igual el trato con la literatura y la idea de
asumir un destino (el del escritor/a), y para este objetivo sí
es útil, o propicio, un taller de escritura. Hay una mística y
un vínculo fuerte que crece al calor de la palabra, cada año
siento que aprendo en el intercambio tanto como compruebo la
evolución de los talleristas.
Todo
esto se parece a una danza
en torno al fuego sagrado, fuego que la diversidad de escrituras
encendió con la primera chispa leída —inextinguible—, y diseñó
la coreografía deseada: la Licenciatura en Letras, los libros
publicados a los que sumo los inéditos: una colección de cuentos
y una novela, un poemario en preparación, las antologías en las
que participé, los ensayos y reseñas, mis colaboraciones en
diarios y revistas culturales del país y del extranjero, los
talleres, la dirección compartida de una colección de narrativa;
la edición en la web del blog
Vuelo de Noche:
http://www.marta-ortiz.blogspot.com/.
Vida y Literatura coexisten en la materia de una de las
pocas certezas que hoy me animo a suscribir: respiro porque
escribo, escribo porque respiro.
5 — Ampliemos, Marta, lo
relativo a la colección de narrativa.
MO —
Asumirme “coleccionista”, en el sentido de sumar textos para
armar una colección, fue
otra gran instancia que me hizo descubrir cuánto me atrae la
edición de libros.
En 2010, con la escritora Gloria Lenardón, aceptamos la
dirección de Narrativas Contemporáneas, una colección de
narrativa, como su nombre lo indica, para la rosarina Editorial
Fundación Ross.
Queríamos que, básicamente, nuestra serie reuniera las
condiciones que le pedimos a un libro a la hora de elegir qué
leer. Hicimos una selección de voces diversas,
desde las más instaladas a las menos visibles y las emergentes,
dentro de la región y fuera de ella. La idea era relevar las
tendencias en permanente evolución. No sólo nos preocupó y ocupó
la excelencia del contenido, sino también la estética, el libro
como objeto. Prestigiamos por igual (y fue uno de los aspectos
distintivos de la colección), la tapa y la contratapa,
utilizando dos fotografías originales de valor equivalente. Para
todos los libros que editamos contamos con el apoyo
incondicional de la fotógrafa Cecilia Lenardón.
Entre
los años 2010 y 2013 editamos siete volúmenes. Co-compilamos dos
antologías temáticas:
“Mi
madre sobre todo” y
“El
río en catorce cuentos”;
en la primera el eje fue la relación madre-hijo,
privilegiando una mirada apartada del estereotipo dominante; en
la segunda se eligió el río como paisaje y también como símbolo.
Para “Mi madre sobre
todo” convocamos autores de la región (Osvaldo Aguirre,
Angélica Gorodischer, Jorge Barquero, Patricio Pron), y de otras
provincias (Guillermo Saccomanno, María Teresa Andruetto,
Liliana Heer, Susana Szwarc, Irma Verolín, Mempo Giardinelli,
Luisa Valenzuela, Oliverio Coelho). Para
“El río…” contamos
con los trabajos de catorce autores en su mayoría rosarinos y
santafesinos de diversas localidades (Beatriz Vignoli, Jorge
Riestra, Sonia Catela, Beatriz Actis, Carlos Roberto Morán,
Alicia Kozameh, Alberto Lagunas, entre otros) y la excepción:
Horacio Convertini (Buenos Aires).
En diciembre de 2011 vieron la luz “Tirabuzón”,
novela de
Angélica Gorodischer, y “Santos
y desacrosantos”,
cuentos de Enrique Butti, y en 2013 y con el
apoyo del Programa Espacio Santafesino del Ministerio de
Innovación y Cultura de la provincia (en este caso estímulo a la
producción editorial local), editamos dos novelas:
“La
prueba viviente”,
de Patricia Suárez y
“Shopping”, de Gloria Lenardón, y mi libro de cuentos,
“Colección de arena”.
El trabajo de edición es cien por ciento creativo, tiende
puentes, moviliza, crea paisajes nuevos, ofrece nuevas
posibilidades de lectura. No lo doy por cerrado.
Marta Ortiz junto a otros escritores
6 — ¿Qué es
posible que nos anticipes respecto de los inéditos: un volumen
de cuentos, tu primera novela, poemario en etapa de elaboración?
MO —
No demasiado, son libros a la espera
de un editor. La novela tiene que ver con las migrancias. Desde
los ancestros de muchos en Argentina, que vinieron a estas
tierras de allende el mar a hacerse la América, a los nietos que
repitieron el circuito pero al revés, lo cerraron, cuando las
papas quemaron aquí. Si a esta realidad tangible le sumo que mi
hija mayor en 2009 decidió probar la vida en otros países, otras
realidades, y que hoy vive en Melbourne, Australia, cierro yo
misma ese círculo que me incluye a mí como punto de partida o de
llegada, siempre sesgada, dado que mis raíces son hondas,
adheridas a mi espacio, carente de cualquier clase de nomadismo.
Todos estos elementos son parte de un texto que gira en torno a
personajes mujeres, en su mayoría. Es raro que yo haya escrito
una novela, no sé si habrá otras. Me muevo más cómoda en la
poesía y el relato o cualquier formato de narrativa breve. Los
cuentos no son recientes, salvo dos, abordan temáticas ligadas
en su mayoría a mundos cotidianos. Y la poesía…
work in progress.
Yo escribo poemas, nunca pienso en un libro de poesía. Con el
devenir esos poemas se arraciman, un hilo común aparece y
entonces es posible inferir que pueden reunirse en un Libro de
Poesía. En esa etapa estoy, reuniendo y retrabajando esos
materiales.
Marta Ortiz con Norma Padra
7 — ¿Retomamos el
capítulo maternidad y esos aprendizajes que no cesan?...
MO
— Retomamos, hasta donde puedo. No hay secreto alguno, es como
decir que la vida es un aprendizaje que no cesa; obviamente la
maternidad es uno de esos aprendizajes, no nacemos sabiendo cómo
es ser padre o madre. Y para mí fue fuerte por dos razones. La
primera porque me tomó seis años, pongamos que cinco años
literales de búsqueda, llegar al punto deseado de acunar en mis
brazos a Evangelina, y otros cinco después del nacimiento de
Agustín, conocer a Cande, mi hija menor. La otra razón —o
sin-razón, según cómo se la mire—: Agustín nació con el síndrome
de Down, instancia difícil a primera vista, que jaqueó todos mis
conocimientos previos sobre el tema. Volví a ser primeriza, en
este caso de un niño especial. El paso del tiempo (y no sé por
qué pero siempre que digo “el paso del tiempo”, asocio con el
maravilloso título del libro de Marguerite Yourcenar
“El tiempo, gran
escultor”),
conocer a mi hijo y a mis dos hijas, cuidar y acompañar la
relación entre ellos, de nosotros padres con ellos, con cada uno
individualmente y con el conjunto, y el trabajo constante con
profesionales fue allanando, facilitando. Aprendimos y
sutilmente fuimos modificando una realidad que parecía, también
a primera vista, adversa. Fue difícil porque el camino estaba
sembrado de prejuicios sociales que enfrentamos con mi marido y
nos ocupamos, además, de desmontar paso a paso, con palabras,
gestos, acciones. Difícil por las manifestaciones desagradables
de ese prejuicio, por la increíble connotación que acompaña a la
palabra “mogólico”, entre otras variantes, que me ocupé de
reflejar, con todos los efectos que causó en mí, en una nota que
titulé “Nombrar” y que publiqué en mi blog, donde se puede leer
bajo la etiqueta DÍA MUNDIAL DE LAS PERSONAS CON SÍNDROME DE
DOWN.
Y digo aprendizaje en todos
los sentidos, porque conocer el mundo de las personas con otras
capacidades y llegar a sentir con naturalidad que formamos parte
de ese mundo, fue otra vivencia de esas que hacen crecer de
golpe y que no tienen precio. Desde mi lugar de escritora tuve
la oportunidad de escribir dos cuentos para jóvenes que se
incluyeron en un libro de lecturas ideado y escrito por la
psicóloga Adriana Wilson (hoy directora del Programa para
Jóvenes en la institución que frecuenta mi hijo), que se llama
“Un libro para mí” y
que editó Homo Sapiens en 1999. Cuando ella trabajaba los
contenidos, me preguntó si me animaba a escribir un cuento para
Agustín, a incluir en un apartado literario. Fue un desafío, no
había incursionado en la escritura para niños y/o jóvenes y
menos para un público lector tan especial con el que yo estaba
tan involucrada. Pensé entonces qué le interesaba más a mi hijo,
cómo atraerlo, y así surgió mi “Cuento con superhéroes para
Agustín”, apelando a una de sus más grandes pasiones. Se
publicaron dos relatos míos en la sección mencionada. Y si uno
de los muchos miedos que enfrenté (apoyada en el prejuicio del
que por supuesto nadie está exento antes de la experiencia), fue
que Agustín no pudiera aprender a leer y escribir, él mismo y el
trabajo conjunto familia-profesional me demostraron que sí, que
podía aprender a leer, a escribir y a hablar muy bien, entre
otras capacidades desarrolladas.
En resumen, la maternidad (y
aquí traigo a mis tres hijos sabiendo que somos una familia
especial), fue y es un aspecto importante y riquísimo en mi
vida. Pero excede ampliamente los límites de esta entrevista,
queda para un libro de memorias, si llego a escribirlo un día.
Marta Ortiz con Marta Aponte Alsina
8 — Contemos sobre esos dos CD
en los que participás con textos.
MO —
El CD
“Pérdida de tiempo” (2009) fue un proyecto de la actriz
rosarina Mónica Alfonso, con auspicio de la Secretaría de
Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario,
con la idea de llevar y difundir la escritura de narradoras
también rosarinas al registro oral. Ella seleccionó cuentos de
Angélica Gorodischer, María Laura Frucella, Alma Maritano, Marta
Ortiz, Delia Crochet y Clara Rozin. El conjunto refleja
personajes ciudadanos fácilmente reconocibles. Los efectos
sonoros creados especialmente pertenecen al músico Germán Rofler
y hubo una serie fotográfica alusiva a los textos, original de
Federico Tinivella. Dentro de mis escritos, Mónica Alfonso
eligió el que abre “El
vuelo de la noche”: “Vida regalada”.
La idea era
también favorecer que personas no videntes pudieran escuchar
relatos que no están traducidos al braille. Este último concepto
anima también al Servicio de Lectura Accesible para personas con
discapacidad de la Biblioteca Argentina de Rosario. Dicho
servicio cumplió veinte años de trabajo en 2014 y lo festejó
grabando el CD “Palabras al oído”, coordinado también por Mónica
Alfonso y Humberto Lobbosco y Teresa Montero. Aquí intervinieron
varios lectores y los autores leídos, también rosarinos,
corresponden a una selección que abarcó a Emilia Bertolé, Delia
Crochet, Roberto Fontanarrosa, Marta Ortiz, Ebel Barat, Clara
Rozin.
Marta Ortiz con Lilian Stratta y Norma Padra
9 — Traducido al alemán, tu
cuento “Sicómoro” integra la antología
“Argentinische
Erzählerinnen des 20. Jahrhunderts”.
MO —
“Sicómoro” es un cuento entrañable para mí, un buceo
arqueológico en la que fue mi infancia. Con selección y prólogo
de María Teresa Andruetto integró la antología
“Narradoras argentinas
del siglo XX”, editada en Berlín, en 2014, a través de
Editorial Trafo. Los textos fueron traducidos por un equipo que
dirigió el Dr.
Marcel Vejmelka, profesor del doctorado de traducción de la
Universidad Johannes Gutenberg (Mainz, Alemania).
El corpus previsto incluyó narradoras reconocidas (algunas ya
desaparecidas y otras en actividad):
Tununa Mercado, Lilia Lardone, Luisa Axpe, Delia Crochet, Andrea
Rabih, Estela Smania, Irma Verolín, Amalia Jamilis, Patricia
Suárez, Paula Wajsman, Liliana Heker, Angélica Gorodischer,
Liliana Heer, Esther Cross, Libertad Demitrópulos y Elvira
Orphée.
Fue una experiencia hermosa que agradezco a la selección de
María Teresa y al excelente trabajo del profesor Vejmelka y su
gente.
Marta Ortiz con Javier Saleh, Alejandra Méndez Bujonok,
Concepción Bertone y Grupo La Hernia de Sísifo
10 — ¿El único
guión que has escrito es el de un espectáculo titulado
“Zoo…nando”?
MO —
Sí, fue el único, a pedido del prestigioso conjunto Pro Música
para Niños de Rosario, que me divirtió mucho hacer. En realidad
mi trabajo consistió en hilvanar la selección musical del
espectáculo en los tramos de un cuento que titulé “El casamiento
de la pulga Diamela con el señor Ciempiés”; los personajes son
animales de toda laya que recorren variadas distancias para
llegar al casamiento, cada párrafo corresponde a un tema musical
que incluye ritmos diversos (rock, chacarera, jazz,
bagualas, metros medievales y renacentistas)
y al final se arma el gran baile,
bailan los animalitos y los pequeños espectadores. “Zoo… nando”
fue el nombre que el conjunto le dio a su espectáculo didáctico
musical que se presentó en 2008 en Rosario y recorrió el país,
incluso el extranjero: una gira por ciudades de Colombia.
Marta Ortiz con Fernando Bellotini, Victoria Lovell y Piero de
Vicari
11 — ¿Te cuento cuál es el poema que más me conmovió de
tu “Casa de viento”?:
“Caña de bambú”, dedicado “a la memoria de Mosameet Hena,
ejecutada en Naria, Bangladesh, el 2/2/2011”.
MO —
No es para menos, la historia de la
absurda muerte de Mosameet Hena me conmovió a mí al punto de
necesitar escribirla, tenía que revertir, de algún modo, tanto
dolor. Fue una notica periodística, naturalmente, vivimos en la
antípoda de Bangladesh, no es que lo presencié, quiero decir,
nada de eso; pero comprobar que en alguna parte del mundo
existen tales aberraciones (que acá también existen, son otras
variantes no menos dolorosas, no en vano se acuñó en 2015 el
lema Ni Una Menos) fue demasiado para mi capacidad de asombro.
Esta menor de catorce años, acusada de “relación ilícita” con un
primo de cuarenta años (en realidad, su violador, un hombre con
antecedentes incluso de violaciones), fue condenada a cien
azotes de caña de bambú. Con ochenta azotes ella se desvaneció,
fue internada y murió una semana después. Fue víctima de un
tribunal islámico clandestino. Hay mucha tela para cortar detrás
de estas historias, pero en realidad yo quise rendirle un
homenaje, convertir en belleza eso que era cruel e irracional,
darle un lugar en lo que acabó siendo un poema con una cierta
estructura dramática, fragmentado en escenas y desenlace. Algo
semejante me sucedió cuando leí una noticia similar, en el año
2012, relato que intenté reflejar en el poema “Flores ácidas”,
también con el objetivo, además de difundir, de agregar belleza
a lo oscuro y monstruoso. Otra niña musulmana, Anusha, también
de catorce años, murió en Saidpur Bela, aldea pakistaní, tras
ser atacada con ácido por sus propios padres por el único crimen
de haber mirado a un joven del lugar con quien ellos sospechaban
que su hija sostenía una relación. Un “crimen de honor” habitual
en la zona, orientado a evitar una supuesta “deshonra”.
Marta Ortiz con Esther Andradi
12 — Dedicado a Antón Chéjov
tu cuento “El cofre verde” (de
“Colección de arena”,
2013) es, seguramente, otro homenaje.
MO —
Sí Rolando, lo es, a un autor que admiro sobre todo por lo que
significó para la evolución del cuento como género, porque se
apartó de la clásica circularidad con final cerrado y sorpresa y
fue el gran precursor de los finales abiertos, esos que permiten
respirar, imaginar, reponer, sugerir, al texto y al lector.
Finales que son mis finales, porque no me gustan los cierres con
moño, esos que obturan otras posibilidades, del mismo modo que
no me gustan los cierres en la vida, donde poca cosa se ata con
moño, poca cosa es clausura. La muerte, sí, tal vez la única
clausura, pero también allí el final luce abierto, no sabemos en
qué consiste, nadie volvió para contarlo, entonces se abre un
terreno fértil, infinito, a la imaginación. Desde esta mirada,
la lectura de “Vania” o “Vanka”, según la traducción, me voló la
cabeza, me con-movió, me movilizó al punto de lo expresado por
la narradora de “El cofre verde”:
“…lo
que quiero contar no es para nada fácil de contar: el relato de
los niños tristes, el cuento de los niños viejos. […] Escribir:
había una vez un cuento de Antón Chéjov, Vania… leerlo fue
detenerme para siempre en el umbral de la tristeza. ¿Cómo
sacudirse la telaraña de congoja tejida en ese relato?” En
la narración de Chéjov, Vania le escribe una carta a su abuelo
Constantin, le pide que lo venga a buscar, que lo libere de los
malos tratos que le da el zapatero Aliajin, quien remunera su
trabajo con mala comida, alojamiento precario y castigos.
Fatalmente la carta se perderá, el niño la tira al buzón sin
dirección y sin remitente. Sólo se lee en el sobre:
“A mi abuelo, en la
aldea.” Y ese final permite medir la dimensión de la
tragedia que ha caído sobre la indefensa vida de Vania. Quise,
en la reescritura que intenté, darle un destino simbólico a la
carta, y lo encontré en el salvataje que a través de Internet,
llevó adelante una organización australiana de ayuda a chicos en
situaciones extremas, tras recibir un pedido de auxilio por
abuso sexual de una niña canadiense a quien le bastó tipear
Kids help en el
Google para encontrar ese sitio
ad hoc con una
dirección de correo electrónico, y entonces pidió ayuda y con
solo presionar
enter, el mensaje
llegó a destino. Funcionó. Yo sentí que, tecnología mediante, la
carta de Vania —que de algún modo simboliza la carta que todos
los chicos en situación de riesgo escribirían—, llegó a destino.
Así lo interpreté en la nota que leí en el diario “La
Nación” el 7 de enero de 2007, que daba cuenta del caso,
y fue el puntapié inicial de “El cofre verde”.
Marta Ortiz con el poeta Alejandro Drewes
13 — Reanudando
un punto al que ya te has referido, les informo a nuestros
lectores que en la prestigiosa “Feminaria” se difundió un ensayo
que titulaste “El hilo se corta por lo más delgado o la
invisibilidad del tejido literario de las mujeres”.
MO —
Me estás llevando al 2002 y aún más
atrás, ¡mucha agua corrió bajo el puente! En diversos aspectos
las cosas cambiaron y mucho para las escritoras, al menos en
este costado del mapa mundial. “Feminaria” fue una revista
imprescindible, medulosa,
dedicada a la teoría y crítica especialmente sobre literatura
escrita por mujeres, fundada y dirigida por Lea Fletcher
(doctora en Letras y militante feminista norteamericana), quien
vivió casi treinta años en Buenos Aires y en ese tiempo
desarrolló el doble proyecto de la revista (1988-2008) y la
Editorial Feminaria.
El ensayo que mencionás corresponde a mi período de trabajo con
los grupos de reflexión sobre género y escritura que coordinaba
Angélica Gorodischer, y fue leído en el “Congreso
de Escritoras de América Latina” (Museo de Arte Latinoamericano
de Buenos Aires), en 2002, y publicado en “Feminaria” n° 26/27
en 2001. Nos cuestionábamos, las escritoras, nuestras raíces
literarias. Aquí transcribo un párrafo que puede aclarar el
espíritu de la letra: “Si
en términos generales nuestra práctica literaria ha sido
moldeada sobre la escritura de múltiples padres literarios, cabe
preguntarnos qué ocurre cuando se quiere encontrar un lenguaje
capaz de articular la mirada de la mujer, de nombrar aquello que
aún no ha sido nombrado (tal como lo sugiere el vacío
cuantitativo de escritoras en la historia oficial de la
literatura), y que pertenece a la experiencia intransferible de
una mujer; qué sucede cuando miramos atrás en busca de esas
madres literarias que en algún momento habrán intentado poner en
palabras esas mismas experiencias y ver de qué manera la
diferencia sexual ha quedado inscripta en su lenguaje y así, ir
incorporando la historia que nos antecede. La constante que
encontramos nos remite a una figura de ausencia, invisibilidad,
olvido. Un vacío apenas disimulado por algunos nombres
consagrados”. El objetivo que nos animaba era reconstruir
una genealogía, reponerla y atar con nudos fuertes el hilo que
se cortaba en lo más delgado, como lo demostraba ese olvido o no
reconocimiento. Estos modelos a reponer fueron la base para
crear lugares de visibilidad. La tarea fue conjunta, en
distintos puntos del planeta muchas escritoras encarábamos esta
tarea. La consigna fue “levantar del olvido”. Me dediqué
entonces, en ese marco, y entre otras autoras, al estudio y
difusión de la poesía de Irma Peirano, aunque nacida
circunstancialmente en Chiávari, Italia, en 1917, rosarina por
adopción, cuya actividad se dio aproximadamente entre los años
30 y comienzos de los 60 del siglo XX. Cuando escribí mi texto,
si bien ella vivía en la memoria de quienes la conocieron o
contaban en su biblioteca con alguno de sus libros, se hacía
difícil su rastreo, leerla, no estaba al alcance del público en
general, y es claro que existir sólo en la memoria de unos pocos
no alcanza para que el hilo literario no se resienta.
Afortunadamente, en el año 2003, la Editorial Municipal de
Rosario rescató su obra en el volumen
“Poesía reunida” (con
selección y prólogo de Martín Prieto).
Marta Ortiz con Cristina Piña, Alejo Carbonell, Susy Shock,
Basilia Papastamatíu, Sergio Kisielewsky, Susana Szwarc
14 —
¿“…el
odio es una enfermedad imparable”, como se responde un
personaje de la novela
“El hombre que amaba a los perros”, del cubano Leonardo
Padura? ¿El odio es indestructible?
MO —
Compleja
pregunta; lo que afirma el personaje de Padura parece muy cierto
si se mira el mapa mundial de las guerras en el mundo, la
tragedia de los refugiados, las hambrunas, los atentados, los
dramas de toda laya que sembraron el siglo pasado y que florecen
en el actual debidos a la corrupción, a la insaciable codicia de
unos pocos, a la devaluación de los Derechos Humanos…
El odio es un sentimiento oscuro que yo no experimento
por nadie; es decir, lo mío no pasa de la bronca, la ira, la
impotencia a veces; decir por ejemplo ese cliché que mucho
esconde tras la literalidad y que está profundamente inscripto
en el lenguaje: “lo/la mataría”…
Y las broncas pasan, la ira se atenúa y nunca maté ni
mataría a nadie. Pero que las hay, las hay, y no son brujas y sí
asesinos, pirómanos que se ejercitan en especial con mujeres,
entre muchas otras variedades del horror. El infierno dantesco
se recicla diariamente. De manera que sí —teniendo en cuenta y
visto el registro del dolor y el sufrimiento que arrasan a la
humanidad, aceptando con enorme desazón que el ser humano es el
peor predador que existe, y a pesar del denodado trabajo por la
paz que muchos/as llevan adelante—, el personaje de
“El hombre que amaba a
los perros” dice la verdad.
Marta Ortiz con Celia Fontán ( de pie)
15 — ¿Qué le hubieses dicho a Marguerite Yourcenar si la
hubieras conocido?... Y a Joseph Brodsky, ¿qué le hubieras
preguntado?...
MO —
¡Qué
fiesta!! Habría que pensarse como el personaje escritor de Woody
Allen en “Medianoche en París”… Esa película nos acercó el
modelo, Rolando, imagino que los encontraría compartiendo una
mesa de bar de esos que hoy son célebres porque lo frecuentaron
escritores, pintores, músicos, con mucho ambiente.
No les
hubiera preguntada nada, sólo compartir con ellos un café o una
copa de vino y dejarlos hablar y aguzar el oído. Tal vez
me hubiera animado a decirles que soy fan de los dos y a
pedirles una dedicatoria en los libros de ambos que casualmente
extraería de mi bolso así como un mago saca palomas de la
galera, y no los interrumpiría.
Marta Ortiz con Basilia Papastamatíu
16 — ¿Te ha sucedido que corrijas poemas o textos
narrativos después de haberlos leído delante de un público?
MO —
Sí,
muchas veces, la lectura en voz alta es alcahueta: saltan las
cacofonías, las redundancias, las erratas, lo sobrante. De
hecho, cuando se lee un poema o texto narrativo en público, se
supone que el trabajo alcanzó un estado lo bastante aceptable
como para ser expuesto. Pero sucede, y no pocas veces, que una
palabra, un giro, el orden del verso o de la frase hace un
repentino “ruido” y esa es la luz roja que pide una revisión.
Corregir, acto que yo llamaría mejor “re-trabajar”, un texto que
pretende ser literario, es el trabajo mismo del escritor. La
primera versión es siempre imperfecta; tras ella viene el
pulido, el reordenamiento, y ese proceso puede durar horas, días
o meses. Coincido con Abelardo Castillo: él ha expuesto una
suerte de ética de la forma, la corrección de un texto no
como una tarea retórica o estilística, sino como una empresa
espiritual de rectificación de uno mismo.
Soy obsesiva, mi texto para mí es un ser vivo, algo semejante a
la planta de Felisberto Hernández. Crecerá si las condiciones
son favorables o se secará si no valía la pena. Cualquier
ocasión es buena para perfeccionarlo.
17 — ¿En qué poéticas de pintores, escultores,
dramaturgos, cineastas… percibís mayor afinidad con tu obra?
MO — Creo que puedo relacionar mi escritura más con
la pintura y el cine que con la escultura o la dramaturgia.
Traigo a cuento a los pintores impresionistas por el manejo de
la luz y del instante, por ejemplo. Esa formulación móvil y
cambiante de la realidad en contraposición a lo estático de una
fotografía. A Magritte y Dalí, porque naturalizaron en la imagen
el mundo surreal, onírico, es decir, mis propios sueños
disparatados. Puedo mencionar en la misma línea a Remedios Varo
y Leonora Carrington. A Mark Rothko, a Kandinsky, a Miró, porque
ilustran mis abstracciones. Creo que el arte pop de Andy Wharhol
se ha metido también en los intersticios de mi escritura. Si
pienso en la dramaturgia se apelotonan imágenes, Shakespeare y
buena parte de autores actuales. Cineastas, ¡muchos! Por
afinidad, nombro a Fellini y Almodóvar, Woody Allen, sigo con
Visconti (el detalle, la atmósfera), Bergman, Kurosawa y Win
Wenders. Menciono al mexicano Alejandro González Iñárritu, su
modo de contar me fascina. Y hay más, pero los nombrados son los
que primero aparecen.
18 —
¿Has ido perfeccionando (o alterando) el ordenamiento de tu
biblioteca a través de las épocas? ¿Por géneros? ¿Por autores
argentinos o extranjeros? ¿Por orden alfabético? ¿Tenés libros
que has leído una sola vez, medio a disgusto, sólo por
“disciplina lectora”? ¿Tenés algunos que no has logrado leerlos
por completo y sin embargo no te has deshecho de ellos,
obsequiándolos, donándolos a bibliotecas, canjeándolos,
vendiéndolos?
MO —
Eso es lo que me pregunto, ¿cómo se ordena una biblioteca? Lejos
de perfeccionarlo, el orden que alguna vez me propuse se fue
alterando y a la larga perdiendo. Hay un intento de reunir por
géneros, o por nacionalidad, grandes grupos donde siempre están
los rebeldes que se resisten a la mutua compañía. Propósitos
vanos que se quiebran violentados por intromisiones azarosas.
Definitivamente, esa clase de método que refieren tus preguntas
no me pertenece, no es parte de mi naturaleza.
Entiendo por biblioteca un pequeño cosmos: la totalidad
de los libros que entraron y entrarán en mi vida, esa masa que
tratamos de hacer visible, en mi caso, en cuatro espacios
destinados a libros. De lo expuesto se deduce que mi biblioteca
es caótica, como la de Babel,
al mejor estilo borgeano. Soñaba
con otorgarle cierto orden, pero los años me demostraron que es
un esfuerzo inútil, haría falta un bibliotecario,
clasificaciones, todo eso que no está a mi alcance temporal.
Algunos ejemplares aparecen enseguida porque existe una suerte
de mapa mental que me ayuda a ubicarlos. En otros casos puedo
pasar semanas buscándolos y a veces creer que lo presté y al
cabo de un tiempo constato que están allí, emitiendo guiños
desde el estante donde alguna vez los ubiqué; todo un misterio.
Hay libros que leí una sola vez por disciplina lectora, otros
que empecé y no terminé porque son insufribles, libros que aún
no leí y que esperan su turno en diversas pilas, y libros que sé
que nunca leeré y en algunos casos esto representa un alivio y
en otros una cierta angustia porque sé que una vida no alcanzará
para absorber ni siquiera aquello muy elegido, las gemas que
deseamos leer, los tiempos de lectura siempre son los mismos y
la oferta es inabarcable. No regalaría un libro que no me gusta.
19 —
Ernesto
Sábato adujo una vez que a él “el instinto” lo movía a elegir un
tema. Stevenson admitió que concebía los temas en sueños. El
alemán Ernst Jünger también, respecto de sus cuentos. Evelyn
Waugh y Lawrence Durrel, categóricamente desestimaban las
imágenes: concebían a partir de palabras. ¿Cómo suele ser en tu
caso?
MO —
Más que
“elegir” un tema, intuyo que un tema nos elige. No desestimo
nada, ni la imagen, ni los sueños. Pero, más que por las vías
que mencionaste, yo entraría por otra puerta, Brodsky, de quien
citaría de su “Marca de
agua”: “Uno
nunca sabe qué engendra qué: una experiencia un lenguaje, o un
lenguaje una experiencia”.
Y esa es para mí la doble cara que marca el inicio del acto de
creación.
Lo que
Sábato llama instinto yo lo llamo necesidad profunda.
Me pasa esto: la resonancia o el simple sonido de una palabra,
una imagen, una historia contada, una música, un sueño,
una visión fugaz, una tragedia, una catástrofe, un chispazo
cualquiera enciende la necesidad de moldear eso que advierto
como a una forma nueva, y sobre todo, necesaria, cuando se
transforma en obsesión. Si no la canalizo, es decir, si no la
convierto en lenguaje, algo de mí queda sin desarrollar, como
mochado o mutilado. Entonces procedo: busco la página: papel o
pantalla, y empiezo a dejar que las palabras se organicen y
caigan allí dibujando sus grafías, combinándose como ellas, en
realidad, quieren, porque aunque responden a mi deseo, acaban
diciendo a su antojo. Es una sociedad, a veces bastante pareja y
otras, asimétrica: algo de mí y mucho de ellas. Por eso comparto
la duda que expresa Brodsky, difícil saber qué engendra qué, si
el lenguaje una experiencia o al revés. Ambas posibilidades
coexisten, para mí la escritura es una vía de conocimiento, se
me aclara lo que quise decir en la medida que puedo darle forma.
Y —lo sabemos—, no es camino sencillo, las palabras nos
preexisten y son indómitas, hay que doblegarlas, sacarlas del
mutismo que implica el idioma o pozo de silencio donde se
revuelve un caos que es un cosmos. Siguiendo este hilito de
pensamiento, una cosa es lo que se quiere decir y otra lo que
podemos decir: hay un abismo entre ambas instancias, y aquí cabe
una cita de Virginia Woolf —anillo al dedo porque es muy
gráfica—; escribe en una carta a su amiga, la organista Ethel
Smith en el libro “Cartas
a mujeres”, recopiladas por Nora Catelli:
“…las frases que una
escribe son sólo una aproximación, una red que se arroja sobre
una perla marina que puede desaparecer; y si una logra
capturarla, no se parecerá en nada a lo que vio bajo el mar.”
*
Marta Ortíz selecciona poemas de su autoría para acompañar esta
entrevista:
Cuento de invierno I
a las Madres de los Jueves
(Plaza 25 de Mayo)
El hombre de overol azul
rastrilla hojas caídas,
picotearon de ocres
veredas y macizos. Algunas
resisten el viento
solapadas en los plátanos.
El grupo de madres
aísla su dolor en los pañales
que cubren sus cabezas
resisten
la ronda recortada en el papel de la
tarde;
descose palomas,
su flaco envoltorio de cenizas.
El hombre de overol azul
recoge la última hojarasca.
Estancada, la fuente gotea pátinas
y yo leo esmeraldas
al pie de la ninfa.
Los focos de alumbrado bajan estrellas,
entibian.
(de “Diario de la
plaza y otros desvíos”)
*
No porque no pueda salir de mi casa
hundirme
dócil en la vida diaria
al fin y
al cabo es vida conocida.
No
porque más allá del umbral
no
encuentre el mar azul
sino
mareas de herrumbre
o porque
no quiera abandonar mi depósito de libros
este
mundo de objetos entrañables
crecidos
entre mis papeles y yo:
fotografías, cajitas de hojalata:
esa de
pastillas
Violet
de
Flavigny
o la de
té:
Alice’s
adventures in wonderland,
según
Tenniel
en las caras
laterales;
o la
caja de cartón acanalado donde guardo pétalos
y hojas
de roble y otros árboles
que
enrojecen los otoños.
Por
ninguno de esos motivos
es que
no me ausento de mi casa
ni
siquiera
por las
páginas que leo:
Celan y
Chéjov
poemas y
cuentos:
“Vania”,
por ejemplo.
No por
tan antiguo vasallaje
sostengo
mi domesticidad,
no salgo
por otra razón:
afuera
está oscuro
garúa,
hace frío.
(de
“Diario de la plaza y
otros desvíos”)
*
No se vuelve
“nunca nos recobramos de nuestro lugar de origen”
William Goyen
No se vuelve
—delta azul que resguardó la infancia—
de un antiguo patio en sombras
de la dama de noche y su corola china
—ruta de la seda en ese mismo patio
rojo—
del lila fragante en el aura del
paraíso.
No regresa
la que contaba lunas en noches de ronda
y relatos a la luna biselada:
vertiginosa telaraña
increpaba al espejo un gran poeta
nacional.
No se vuelve
de la lámpara quemada colgando del techo
que nadie cambiará
de la bisagra desaceitada y la
respiración arrítmica
no del tejido esponjoso de aquella mujer
sus puntos de misterio
escritura de lana
diario de decepciones.
(de
“Casa de viento”)
*
Dimensiones
Incluso comenté un tópico que afinaba la
Física:
las dimensiones
no las cuatro conocidas
otras, por lo menos hay diez,
lo dijo un físico en televisión
invocaba la no menos lúcida teoría de
las cuerdas
aunque quizá fueran once dimensiones
no retuve el dato preciso.
Quién sabe
—arriesgué—
ahora mismo una mujer agoniza
en un cuarto idéntico a éste
a escasos centímetros de tu cama
tu misma cama pero otra,
—aventuremos—
otra dimensión podría caber en el
espesor de un papel
de gramaje suficiente, quizá granulado
o en el espacio que ocupa el volumen de
un corcho
y cabría allí, comprimido
—tal vez—
el prodigio del universo paralelo
donde una mujer agoniza
y otra a su lado le habla incansable de
la física:
existen diez dimensiones,
quién sabe si no once…
(de
“Casa de viento”)
*
Frases desiertas
Dije,
entre otras frases desiertas:
no permitas que tu jardín se seque.
(Recuperar las rositas rococó
la mata de lavandas
los agapantos
el malvón)
Una picardía el abandono:
pasto crecido
hormigas al rayo de sol.
Abrí la canilla
conectada a la manguera
en realidad
yo quería reverdecer tu historia
regar tus manías
tu inapetencia
tu desgano.
Que se escurrieran con el agua.
(de
“Casa de viento”)
*
Río era mi padre y la pala en el
puño
:cavar la tierra,
atrapar el revoltijo y lombrices al
frasco
:ensartar la carnada
medir la distancia / el punto exacto
tendida la línea al brinco
incauto coleteo acróbata
:nácar / escama / reverbero
—tramposa la muerte entraba por la
boca—.
Río
:dilatar el pique
el ojo urbano al paisaje agreste
la arruga del viento erizando el agua
barro en la orilla descalza.
Río
:aprender que el tiempo es agua
soñar la boga y aceptar la mojarra
su magra resistencia.
Río
:la fuente de pescaditos marinados
crocante arte materno sobre mantel a
cuadros
:la cena familiar
fiesta suburbana.
(de
“Casa de viento”)
*
Entrevista realizada a través
del correo electrónico: en las ciudades de Rosario y Buenos
Aires, distantes entre sí unos 300 kilómetros, Marta Ortiz y
Rolando Revagliatti, 2016.
|