Raúl O. Artola: sus respuestas y
poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
Raúl Artola
nació el 5 de diciembre de
1947 en la ciudad de Las Flores, provincia de Buenos Aires, la
Argentina, y reside desde 1975 en Viedma, capital de la
provincia de Río Negro. Es Licenciado en Ciencias de la
Información, por la Universidad Nacional de La Plata. Obtuvo
diversas distinciones en narrativa breve y poesía: destacamos el
Primer Premio del Concurso Internacional de Poesía “25 Años de
Lucha”, convocado por la Asociación Madres de Plaza de Mayo, en
2002, por su libro entonces inédito
“Croquis de un tatami”.
Relatos, artículos y poemas suyos fueron difundidos en numerosas
publicaciones periódicas, de las que citamos una de su país,
“Diario de Poesía”, y dos de Latinoamérica: “Arquitrave” de
Colombia y “Fórnix” de Perú. Fue director del Fondo Editorial
Rionegrino (1988-1990) y del Centro Municipal de Cultura de
Viedma (1992-1993). Entre 1995 y 2010 coordinó talleres de
escritura creativa en su ciudad y en Carmen de Patagones,
provincia de Buenos Aires. Dirigió la revista-libro “El Camarote
– Arte y Cultura desde la Patagonia” (2004-2010). Durante cinco
ediciones sucesivas (2009-2013), fue jurado del Concurso
Nacional “Adolfo Bioy Casares” de cuento y poesía, organizado
por el municipio de Las Flores.
Administra
www.mojarradesnuda.com.ar.
Ha sido incluido en las antologías
“Poesía y cuento
patagónicos” (1993),
“Abrazo austral. Poesía del sur de la Argentina y Chile”
(2000), “Nueve monedas
para el barquero” (Verulamium Press, St. Albans, Inglaterra,
2005), “La frontera
móvil” (con selección de Concha García, en España, 2015).
Fue el compilador del manual
“Normas de estilo y
Técnicas de redacción” (1998) y de los volúmenes
“Poesía / Río Negro,
Antología consultada y comentada” (Fondo Editorial
Rionegrino, 2007) y “Las
nuevas generaciones” (Universidad Nacional de Río Negro y
Fondo Editorial Rionegrino, 2015).
En 2006, la Secretaría de Cultura del Chubut dio a
conocer su libro de narrativa breve
“El candidato y otros
cuentos” (premiado por el XXIII Encuentro de Escritores
Patagónicos de Puerto Madryn, Chubut). Publicó los poemarios
“Antes que nada”
(1987; Segundo Premio Literario Regional de la Secretaría de
Cultura de la Nación (1985-1988),
“Aguas de socorro”
(1993; Segundo Premio del Concurso Patagónico de Poesía 1992,
organizado por la Fundación Banco Provincia de Neuquén y la
Secretaría de Cultura de Neuquén),
“Croquis de un tatami”
(Asociación Madres de Plaza de Mayo, 2002; con segunda
edición en 2005 a través de El Camarote Ediciones),
“[teclados]” (2010),
“Registros de hora prima”
(2014).
1 — ¿Cómo, por
dónde fuiste circulando, tanteando, hasta que de un modo pleno
te advirtieras involucrándote, ya no sólo como lector, con la
poesía?
ROA —
Suelo decir que las dos cosas más importantes las aprendí entre
los cinco y los seis años: leer y escribir, por lo menos sus
rudimentos. Y son las más importantes porque nunca he dejado de
practicarlas. (De paso, recuerdo que Petrarca le decía a
Bocaccio:
“Ya que debo
morir, espero que la muerte me encuentre ocupado: leyendo o
escribiendo.”)
A partir de entonces la
palabra aburrimiento desapareció para siempre de mi lenguaje
coloquial. Mi padre y mi abuela materna, polos del poder
familiar entre los que debíamos oscilar para no ser aplastados
en el medio, tenían sendas bibliotecas, bien diferenciadas, que
fueron mis fuentes de placer y aprendizaje, refugios ante el
oleaje interior y las mareas exteriores. Salgari, Verne, Arthur
Conan Doyle, Mark Twain, Emile Zola, Espronceda, Bécquer, Amado
Nervo, Almafuerte, Carlos Guido y Spano, Alfonsina Storni,
enciclopedias, diccionarios, manuales de anatomía, botánica y
zoología, la historia antigua y sus mitos, fábulas de Esopo y
Samaniego, “Las mil
y una noches”,
“Corazón”
de De Amicis, integraron el primer arcón de lecturas, que con
pocas variantes me nutrió hasta la adolescencia.
Mis primeros textos fueron intentos de salir de los moldes
escolares, a pura intuición, precisamente dentro de la educación
formal, en clases de lengua e iniciación literaria. Allí fue
decisiva la sutil inteligencia y el entusiasmo de una profesora,
Nieves Alonso, que me enseñó a los grandes españoles y
latinoamericanos: García Lorca, Antonio Machado, Miguel
Hernández, Vallejo, Nicolás Guillén, Roberto Arlt, Cortázar,
Horacio Quiroga, Borges, Sábato, Juan Rulfo, Onetti…
Casi enseguida descubrí a Hermann Hesse y Walt Whitman, Poe y
Kafka, pero también a Susana Esther Soba [1922-2011], la poeta
de la ciudad de Saladillo, cuyos libros circulaban de mano en
mano (el inolvidable “Militancia
del corazón”
fundía, para mi asombro y gusto, dos movimientos del alma que
parecían contradictorios en aquella época). Y le siguieron
Montale, Pessoa, Cesare Pavese, Raúl Gustavo Aguirre, Vicente
Huidobro, Rilke, César Fernández Moreno, Artaud, Baudelaire,
Georg Trakl, Pizarnik, Conrado Nalé Roxlo, Olga Orozco,
Elizabeth Azcona Cranwell, Jaime Sabines, Rafael Cadenas.
En cuanto a escribir con la conciencia de estar usando un
instrumento, el lenguaje, con la definida intención de buscar
una expresión que conjugara verdad y belleza, creo que fue por
los 21 años, en algunas crónicas de sucesos de mi pueblo, Las
Flores. Por eso digo que para mí la primera estructura textual
fue la del periodismo,
un género en sí mismo —si
es que todavía
podemos hablar de géneros—
que además puede ser un banco de pruebas para forjar una
escritura literaria, artística. Después vinieron algunos relatos
y un premio con jurado de lujo: Adolfo Bioy Casares, Silvina
Ocampo y María Elena Walsh, que tuvo sabor agridulce porque
entendí que habían distinguido al menos malo de los textos, no
al mejor. Eso era en 1972.
Recién en la primavera de 1974 se hizo presente la poesía, en
una irrupción tan violenta que me sorprendió y conmovió para
siempre. Fue como una revelación; en el momento en que sucedió
yo no sabía lo que estaba pasando. Estábamos en la quinta de mi
tío Juan, en la bonaerense ciudad de General Belgrano. Recuerdo
que disfrutaba viendo a mi hijo mayor, Ignacio, de tres años,
correr sin alcanzar a don Miguel, un hombrón que surcaba la
tierra con arado a mancera en la huerta familiar. A contraluz,
recortadas las figuras en el horizonte cercano, me atravesó un
rayo de ternura que se transformó en palabras en el papel donde
pensaba hacer la lista de las compras. Supuse que mi mano
escribía por un extraño conjuro, como si no la condujera yo,
ajeno a las emociones conocidas, transido de un espíritu nuevo y
oficiante de un rito que creía prestado. Lo cuento ahora y me
conmuevo como entonces. Hoy sé que cuanto más somos nosotros
mismos, menos creemos ser. Estar totalmente afuera, en esa
“intemperie sin fin” que es la poesía, según Juanele Ortiz,
es habitar nuestra esencia más íntima e impostergable.
Debe de ser por eso que hoy tengo la confianza de que las voces
que suelen visitarme y que se abren paso en forma de poema o de
relato ya no habrán de abandonarme. Aprendí a escucharlas y a
obedecerlas.
No puedo decir si hay un
asunto o varios que me ocupen con preferencia, pero en todo caso
confluyen en un punto: el amor. Cuando algo se mueve en el
mundo, es el amor (o su contracara, el odio) quien lo impulsa; y
vale especialmente para todas las manifestaciones del arte. Juan
Carlos Onetti dijo:
“Escribir es
para mí un acto de amor; y no me pregunte en qué sentido. Tómelo
como quiera”.
Y Onetti era uno de los tipos más ásperos de la historia de la
literatura, pero también uno de los más inteligentes, lúcidos y
sensibles, por lo que podemos suponer que sabía de lo que
hablaba.
En cuanto a contenido y forma, estoy convencido de que una idea,
una obsesión, adquiere cuerpo, se materializa con felicidad si
el ejecutante opera según las reglas del arte, de
su arte. Y
encuentra la matriz textual propia de las imágenes que lo
acosaban al punto de vencer su natural desconfianza y la escasa
paciencia de los novatos. De manera que si hay una primera frase
que dice, por ejemplo, “Me viene, hay días, una gana
ubérrima, política”, el resultado será seguramente un poema,
y si surge algo como “El tape Burgos era un troperito que se
había conchabado en Tapalqué”, lo más probable es que sea el
comienzo de un cuento o de una novela. (Sé que estoy
parafraseando a un gran escritor, que lo ha dicho antes y
mejor.)
Reconozco influencias y hasta
filiaciones bastante transparentes en lo que escribo, sobre todo
en poesía, con relación a los autores que fui leyendo y me
provocaron asombro, admiración y estímulo.
En los últimos años hay poetas argentinos que uno necesita leer
siempre, como Hugo Diz, Joaquín Giannuzzi, María Teresa
Andruetto, Juan Gelman, Irene Gruss, Liliana Lukin, Jorge
Aulicino, Daniel Freidemberg, Alberto Szpunberg, Alejandro
Schmidt, Graciela Cros, entre muchos otros, y en particular
Jorge García Sabal, muerto muy joven, y Juan Carlos Moisés, de
Sarmiento, Chubut. Para mí ellos dos han plasmado una obra de
gran rigor, precisión formal y capacidad de conmoción, voces
claras sin pretensiones ni altisonancias.
Raúl Artola con César Cantoni, Diego Roel, etc.
2 — Mencionaste a Chubut, provincia que limita con Río Negro.
ROA —
Llevo viviendo en la Patagonia más de 40 años, lo que equivale a
más de la mitad de mi vida. Durante este tiempo he viajado
bastante por pueblos y ciudades de varias provincias de la
región, casi siempre para encontrarme con escritores, poetas y
otros artistas, en reuniones, ferias, certámenes, ocasiones de
celebrar la palabra. En un par de lugares me quedé hasta un año
e hice amigos entrañables. En todos lados aprendí de las más
variadas clases de gente, anduve alerta, con los sentidos
abiertos, igual que el corazón. Me enriquecí con la única
riqueza que no se esfuma con un golpe de mala suerte, de
adversidad climática o de gobiernos incompetentes o perversos:
adquirí conocimientos de vida, lenguajes nuevos, compartí
alegrías y tristezas, tuve compañeros de camino y amigas de
entrecasa. Hasta donde me dio el cuero, no me privé de
experiencias.
Salvo los paréntesis aludidos, he vivido estos años en Viedma,
capital de Río Negro, casi en el límite norte de la región.
Llegué mayor, no digo hombre hecho sino más bien deshecho, pero
ya de 27 años, con mi primer hijo y pronto a nacer el segundo.
El destino fue azaroso y necesario, casi como cerrar los ojos y
tantear el mapa en un terreno menos perforado por las balas y
sembrado de muertos que la ciudad de La Plata,
donde empezaba su corto reinado de terror la Triple A de
José
López Rega,
y hacían su bautismo criminal los comandos paramilitares,
precursores de la dictadura instaurada poco después.
Desde que me establecí en Viedma ejercí el periodismo en varios
medios gráficos, en radios y agencias de noticias. La literatura
era un berretín de lector empedernido, habiéndome atrevido a
probar el cuento con rápida y engañosa fortuna un par de años
antes. Y la poesía, un sobresalto tan gozoso como liberador en
medio de trabajos y familia.
Todo lo que he publicado fue escrito mientras vivía en la
Patagonia. Sin embargo, nunca pude entender ni vencer la
sensación de ser un extraño en tierras extrañas. Aunque jamás
añoré los pagos al punto de hacer planes concretos de regreso.
Es más: si he fantaseado con algún nuevo domicilio lo imaginé
dentro de la Patagonia.
Esa sensación encierra la paradoja de extrañamiento y
pertenencia a la vez, como la ha definido Diana Bellesi, en su
caso para referirse a lo experimentado en sus viajes por América
Latina.
Tal ambigüedad, por muchos años, no se reflejó en mi escritura o
al menos yo no la podía ni puedo detectar. Por más que relea
textos de mis primeros quince años en la Patagonia no encuentro
motivos, palabras, giros lingüísticos que hagan suponer al
eventual lector un lugar de residencia determinado de su autor.
A lo sumo, podrá inferirse que se trata de un argentino, acá sí
por múltiples marcas.
Con el tiempo, antes en la narrativa que en la poesía,
aparecieron situaciones y personajes ambientados en Río Negro,
sobre todo entre Carmen de Patagones y Viedma, siempre en el
siglo XIX. Para urdir esas ficciones me había apoderado de
retazos de historia, o mejor dicho de grietas en la historia de
la vida comarcana en las primeras décadas desde su fundación. Me
sorprendí mucho al haber encontrado este camino narrativo, pues
no lo planeé ni preví que eso sucedería alguna vez. Quizá porque
creía no haber acogido con suficiente fuerza, afecto ni
autoridad el paisaje del lugar donde vivo, lo mismo que su
pasado y rasgos culturales.
Estos materiales, ingresados naturalmente entre mis recursos a
mano para la escritura, me resultaron gratos en su recreación y
sirvieron para desmentirme un desarraigo que consideraba fatal,
irreversible.
Para la misma época mudé de casa, me afinqué en la zona sur de
Viedma, a muchas cuadras del centro, en un barrio popular recién
inaugurado. Fue el cambio de ambiente y vecindario más abrupto
que afronté, simultáneo con una ruptura amorosa que se llevaba
toda mi energía. Supuse que la mudanza no hacía demasiada huella
en mi ánimo comparada con el desbarajuste emocional. Sin
embargo, un año después me encontré recopilando textos que
aludían inequívocamente a mi nuevo entorno, poemas del barrio de
variados tonos y colores, muchas veces irónicos y hasta
divertidos, con descripciones un tanto bucólicas. Esta vez la
satisfacción fue mucho mayor ante el hallazgo: el lugar donde
vivía había logrado conmoverme más allá de toda esperanza y
previsión.
Bien adaptado, entonces, para la escasa tolerancia que para lo
social tiene un solitario, poco asimilado a usos y costumbres,
con un distante respeto por las tradiciones y veneración de
próceres locales y sus gestas, había al menos aprovechado
algunas historias para reescribirlas a mi modo y pude reflejar
en varios textos el heterogéneo barrio que me tocó en suerte.
En todo lo demás, seguía siendo el chico y el muchacho de la
pampa bonaerense que crió sus ojos en el campo verde y llano con
molinos y aguadas constantes, poblados próximos signados por
ríos, arroyos y lagunas silvestres, patos silbones y teros
escandalosos, atardeceres mansos y rojos, arcoíris después de
cada lluvia, los olores del jardín familiar que perfuma todo el
aire e inspira el croar de las ranas y el canto de los grillos,
con casas altas y antiguas como sólo tiene Carmen
de Patagones, ciudad
hermana de El
Carmen de Las Flores
(que así se llamaba mi ciudad natal cuando todavía era un
pueblo),
para reconfortar mis recuerdos. Aún hoy, cruzar en lancha de
Viedma a Carmen
de
Patagones, subir la cuesta de sus primeras calles hasta el
centro, pisar la Plaza 7 de Marzo y llenar mis pulmones con los
aires bonaerenses, es un placer tan hondo cual entrar en un
oasis privado que no ha sufrido mella con el paso del tiempo.
Estas reflexiones las hice a partir de una confesión inesperada
y pública, ocurrida en el mes de mayo de 2008.
Me tocaba coordinar una mesa sobre “Narración y Patagonia” en la
Feria del Libro en Buenos Aires, organizada por el suplemento
cultural del diario “Jornada” de Trelew. Mis compañeros de panel
eran todos chubutenses nativos, aunque dos de las escritoras
viven desde hace años en Buenos Aires. Sobre el final de una
larga conversación, y animado por la inteligente pregunta de un
joven estudiante de Letras nacido en
Puerto
Madryn, me escuché decir: “Tengo una fuerte ambigüedad de
sentimientos: amo a la Patagonia pero me cuesta mucho decir que
me sienta un patagónico. Vivo en Viedma, donde asiento un pie
firme, para nada vacilante, pero el otro planea entre Las Flores
y La Plata, donde nací y me crié, estudié, tuve militancia
política y gremial y fundé familia. Con esa dualidad convivo sin
angustias pero con cierta perplejidad y no puedo dirimirla ni
resolverla en otro lugar, en otro plano, que no sea en el de mi
escritura. Y allí ya no puedo opinar; tendrán que hacerlo los
lectores de mis textos”.
Por todas estas cosas, y por muchas más seguramente, de las que
a veces tomamos apuntes para intentar borradores de futuros
textos, ha de ser que el tema de la identidad regional es motivo
de conversaciones, coincidencias y disensos, lo mismo que
origina facturas de distinto sabor a la hora de tejer un poema o
esculpir un relato o novelar personajes o investigar sucedidos.
El profesor
Virgilio Zampini, en “Construcción
literaria del espacio patagónico”
(Trelew, 1996, agotado), dijo: “Habitar es dar sentido a un
espacio. Es construir, por la palabra, un ámbito de
significados. Vivimos en los espacios que, de un modo peculiar,
han creado los textos literarios”, para concluir más
adelante que “el espacio que hoy llamamos Patagonia es
también la resultante de una construcción literaria”.
Dicho con otras palabras, tal vez valdría la pena preguntarse si
antes que esperar o aspirar a que una región produzca una
prefigurada literatura, de colores, contornos y perfumes más o
menos previsibles, no sería saludable suponer que la literatura
es la que va generando la fisonomía, los rasgos y el carácter de
la región desde la que se escribe. Como todos los aportes que
hace el arte para perfilar una cultura.
Si bien la patria es la infancia por imperio natural, en tanto
sustrato sensorial, emocional y afectivo, para los que
construimos nuestro mundo interior, intelectual pero también
afectivo, mediante la palabra escrita, como lectores primero y
luego como escritores y siempre lectores, la patria elegida es
el lenguaje, la lengua madre, la combinación permanente de unos
sonidos y sus significados, que dan sentido a nuestra vida.
De allí puede proceder ese raro extrañamiento respecto de la
tierra, del lugar que habitamos, que no nos colma, no termina de
enamorarnos, nunca termina de ser “nuestro” lugar. Creo que para
el artista el sentido de pertenencia a la materialidad de un
espacio físico es ilusorio cuando no voluntarista, y hasta
político en su sentido más amplio, que es cuando adquiere
entidad y potencia, en el mejor de los casos. Porque, con más
fuerza, quien trabaja con los lenguajes simbólicos del arte se
remite constantemente a ellos, sus herramientas son el único
sitio seguro de referencia y cobijo, de arduo placer, de trabajo
en la vigilia y durante el sueño, de desvelo constante y rumbo
cierto.
Jorge Luis
Borges y Abelardo Castillo, por citar a los que tengo más a
mano, identifican a la literatura con la palabra destino. No
destino con el sentido griego de fatalidad y arbitrio de los
dioses; destino como rapto de la imaginación cazada al vuelo en
alguna siesta de niñez o adolescencia; destino como
determinación y voluntad, como trabajo y reparación en un solo
acto; destino como sendero apenas entrevisto que intuimos es
camino central; destino como el derrotero marcado en un boleto
de ida; destino como pasaje, rito y juego.
3 — Del título completo, desplegado, de la revista-libro que
dirigiste, la palabra que más me atrae es “desde”.
ROA —
En 2004 pasé a dirigir la revista-libro “El Camarote”, una
creación de mi hijo Ignacio, propietario de la marca y editor
responsable, de la que salieron 15 números (los dos primeros,
artesanales) y publicó textos de más de cien narradores, poetas
y ensayistas patagónicos, además de reseñar casi noventa libros
en su sección “Biblioteca”.
El lema fue “Arte y Cultura
desde la
Patagonia”, cuya intención podría justificarse con la consigna
de Tolstoi (“pinta tu
aldea y serás universal”). Pero es más complejo el asunto,
porque en los ‘70 y hasta bien entrados los ‘80 predominaba una
regla implícita entre la gente de letras (“ley del Coirón” la
llamó astuta e irónicamente la poeta Graciela Cros, de la ciudad
de Bariloche) que imponía un costumbrismo, poner “color local”
en toda composición textual. Y crecieron los jóvenes rebeldes,
nos sumamos los migrantes internos, y en veinte años cambiaron
tanto las cosas que ya no nos repugnaba que se motejara de
“patagónicas” nuestras todavía incipientes obras. Aunque no lo
fueran, porque es algo en construcción permanente una cultura
tan nueva, con perfiles difuminados, no tributarios de nadie y
de todos.
Estoy convencido de que dialogamos con todos y abrevamos en
cualquier fuente interesante para construir un
nosotros, sin
voluntarismos ni apriorismos, y desde un lugar propio, nuevo.
Con antecedentes numerosísimos y difusos, intercambios
constantes y radiales pero sin centros obligados donde
referenciarnos, salvo las preferencias, tendencias, vocaciones
de cada autor, que edifica heterogéneamente sus cánones
personales en el devenir del crecimiento en su oficio y de su
obra. Ese lugar propio nos ubica en un sitio relevante dentro de
la literatura nacional, con una pujanza diferente a regiones más
antiguas y tradiciones arraigadas, donde seguramente se están
dando luchas generacionales y de corrientes estéticas más arduas
que aquí.
Por tanto,
diría que ese lugar o posición que ocupamos en el nivel nacional
es muy distinto al que teníamos hace treinta o más años, cuando
había un puñado de creadores de escasa resonancia en el resto
del país y poco reconocimiento por la calidad relativa de sus
obras, juzgadas por las autoridades porteñas, la Academia, la
Crítica y el mundo editorial, los negocios. Pero ya hace más de
veinte años tuvimos un indicio fuerte de la consideración que
merecía la producción literaria de la región, a la que me quiero
referir documentadamente.
Con motivo de la edición 1992 del Concurso Anual Patagónico
organizado por la Secretaría de Cultura de Neuquén y la
Fundación del Banco Provincia de Neuquén, el director de ese
concurso, Raúl Mansilla, publicó en el diario “Río Negro” el
sábado 12 de diciembre de aquel año, una crónica y análisis del
acontecimiento. El jurado (compuesto por Susana Silvestre, Jorge
Aulicino y Carlos Levy) tuvo
“importantes
apreciaciones sobre la literatura de la región”. Los tres
dijeron, deja constancia Mansilla,
“estar sorprendidos por
el muy buen nivel literario que existe en la Patagonia”.
Aulicino dijo no saber las causas de este grato fenómeno y dio
algunas cifras para explicar su punto de vista, ya que él
acababa de ser jurado en el Concejo Deliberante de Buenos Aires.
Dijo que de seiscientos trabajos de poesía enviados a dicho
certamen capitalino, sólo treinta pudieron ser recuperados como
muy buenos; “en cambio,
en este concurso patagónico, con cerca de ochenta trabajos
enviados, había veinte realmente muy buenos, de primer nivel, lo
que demuestra claramente la diferencia”.
Susana Silvestre, por su parte,
“opinó del mismo modo,
dijo que hasta el cuento más elemental de los enviados tenía
cierto nivel, y destacó fundamentalmente a los jóvenes (menores
de 20 años)”. Levy, mendocino,
“opinó que lo que ocurría
en la Patagonia era superior en calidad a lo que se hacía en la
región cuyana”.
La “comarca” poética que
sentimos propia abarca el norte y centro de la Patagonia
(Neuquén, Río Negro y Chubut), con ramificación de hermosas
amistades en La Pampa, algunos pueblos de Santa Cruz y creadores
individuales de Tierra del Fuego. Con un agregado fundamental:
el sur chileno, la Patagonia trasandina, donde se producen
integraciones asombrosas y mutuas influencias, progresivas con
el paso del tiempo. Es admirable apreciar —sobre todo escuchar—
la musicalidad y el lenguaje con que se fueron impregnando en
los últimos años las obras de Jorge Spíndola y Raúl Mansilla,
por ejemplo, que además de tener ancestros chilenos han viajado
asiduamente, fortaleciendo lazos fraternales y estéticos con
poetas y otros creadores del sur de Chile.
También despunta una vertiente
de “oralitura”, como da en llamarse a una poesía de genuina
raigambre mapuche, en castellano y mapuzungun (o mapudungun),
cuya creadora y promotora más conocida de este lado de la
cordillera es la comodorense Liliana Ancalao, una gran poeta.
Me fui por las ramas pero me
pareció pertinente dar todas estas explicaciones. Volviendo a
“El Camarote”, puedo decir que fue la aventura más apasionante
que emprendí en estos años. Tuvimos efímero equipo colaborador
integrado por una profesora de Letras del Comahue y un puñado de
alumnos que hicieron una pasantía como reseñistas
bibliográficos, pero no duró porque era un compromiso escaso y
poco vocacional el que establecieron con la revista. Volvimos a
ser dos para todo: mi hijo y yo.
Alrededor del número 11
perdimos como auspiciante al gobierno de Río Negro, único sostén
de cierto peso, por el capricho burocrático y el desinterés por
las manifestaciones culturales ya proverbiales en el Estado, al
menos en estas latitudes. Fue el turno del Fondo Nacional de las
Artes, que nos dio una beca que hicimos estirar para solventar
los números 12, 13 y 14, para recurrir
finalmente a
la Agencia Española de Cooperación Internacional, que
financió la salida del 15, ejemplar de despedida. Aclaración
necesaria, pero común a las publicaciones literarias: jamás
ganamos un solo peso, salvo para algún pasaje destinado a llevar
la revista para presentarla en ciudades patagónicas, Buenos
Aires y La Plata.
Tengo el orgullo de decir que
el periodista y escritor Salvador Biedma, cuando era estudiante
de Letras en la Universidad de Buenos Aires, realizó un trabajo
monográfico parangonando a “El Camarote” con la mítica “Tarja”
de la provincia de Jujuy. Es el elogio más grande que hemos
recibido.
Raúl Artola con Diego Reis y Carolyn Riquelme
----------------------------------------------------------------------------------
4 — Y después fundaste
www.mojarradesnuda.com.ar.
ROA —
Frustrado por el cierre de “El Camarote”, imaginé enseguida una
nueva publicación. Tenía el nombre
in pectore de
“La mojarra desnuda” porque designa a un pececito único en Río
Negro, ya que no existe en ningún otro lugar del planeta y tiene
la característica de ser un pez prehistórico descubierto a
principios del siglo XX, que nace de 2 cm. con escamas. A medida
que crece y llegando hasta 8 cm. va perdiendo sus escamas y
queda traslúcido, impresionando su desnudez y una fragilidad
ostensible. Hay unos 2.000 ejemplares en el arroyo Valcheta, en
las estribaciones de la Meseta de Somuncura en el centro de la
provincia, lugar desértico y poco habitado. Está en una reserva
custodiada, vigilada y cuidada, según dice el Gobierno, por
guardafaunas especiales sin que se pueda establecer si el número
es decreciente y por lo tanto próximo a la extinción de la
especie.
Ese pececito, tan genuinamente
rionegrino, me daba el nombre para proseguir con una tradición
de revistas literarias, como las de Abelardo Castillo en nuestro
país, con apelativos de animales. Ese momento coincidía con la
fundación de la Universidad Nacional de Río Negro y se me
ocurrió ofrecerles la idea para que la asumieran como un
proyecto de revista oficial, por lo que pensé en el lema
“Estación de Artes y Ciencias”. No prosperó la iniciativa porque
no tenían una editorial todavía ni tampoco un departamento de
publicaciones. Les gustó, pero dadas las condiciones quedó como
un apunte perdido en un cajón.
Con mi natural impaciencia, en
2012 decidí emprender la aventura usando el nombre para una
revista digital que hicimos con mi hijo Ignacio. Nos largamos
así nomás con muy pocas publicidades de organismos públicos, uno
de los cuales estaba dirigido por un amigo ingeniero y escritor
que quiso contribuir a la salida. Eran dos o tres publicidades
que alcanzaron para sostener al principio los costos más
elementales, pese a su presentación gráfica muy vistosa, casi
lujosa, que no requiere más que el manejo de una persona tan
capacitada como Ignacio. Los dos primeros años se mantuvo
bastante ágil, con mucha actividad de secciones y subidas casi
mensuales de material nuevo, pero al llegar a 2015 el trabajo
mermó por distintos motivos y sólo pudimos publicar las “Cinco
tesis sobre poesía” de Raúl Gustavo Aguirre, un ensayo publicado
originalmente en la revista “el lagrimal trifurca” de Rosario,
dirigida por Francisco Gandolfo.
Esa publicación fue en agosto
de 1976, el peor momento de la dictadura militar, en el que
resultó el último número en aparecer. Nuestro rescate fue un
importante aporte a la difusión del pensamiento de Aguirre, pues
ese trabajo no había visto la luz en ningún otro formato desde
aquella época y fue muy bien recibido especialmente por los
lectores de poesía. Tuvimos la suerte para hacerlo de contar con
la aprobación de la señora Marta de Aguirre (su viuda), la
colaboración de Juan Carlos Moisés que nos hizo llegar el
material fotocopiado, las imágenes de la revista original
conseguidas por la poeta Laura Klein y otros aportes, como la
ayuda de mi nieta Inticha Artola en el tipeo del texto.
En este momento, hemos perdido
todo apoyo material porque la provincia no otorga publicidades a
través de ningún organismo, y esto es unánime porque no he visto
campañas en ningún medio. Por eso podemos decir que “La mojarra
desnuda” se encuentra en suspenso hasta nuevo aviso, a la espera
de que lleguen tiempos mejores, estando al día nosotros con los
derechos que corresponden al espacio web.
Raúl Artola con Laura Klein, Silvia Castro, etc.
-------------------------------------------------------------------
5 — En
los noventa, entre otras responsabilidades e iniciativas,
dictaste un seminario sobre algunos aspectos de la obra de
Rodolfo Walsh (1927-1977).
ROA —
Así es, para el Encuentro de Escritores Patagónicos de Puerto
Madryn de 1995 se me encargó que organizara un seminario sobre
Rodolfo Walsh por reunir las condiciones de periodista y
rionegrino y la suposición de que tendría una versación mayor
que otros participantes, cosa harto dudosa por otra parte. Lo
que más me interesaba era investigar las relaciones muy diversas
que podían encontrarse entre el trabajo periodístico y la obra
literaria de Walsh. Para eso, me comuniqué con su última
compañera, Lilia Ferreyra, quien me dio cita en enero de 1995 en
el bar de la
esquina de avenida Belgrano, en tu ciudad, a media cuadra de la
redacción de “Página/12”, donde ella trabajaba. Allí conversamos
durante más de una hora, que grabé íntegramente. Lilia Ferreyra
me contó que Walsh concedía la misma importancia a una y otra
veta de su producción, en el sentido que le demandaban el mismo
tiempo y un rigor de investigación y de elaboración, a pesar de
las diferencias de objetivos y de estilos de ambos trabajos.
También destacó que la pasión era idéntica, no hacía distinción
en ese sentido al punto de que la escritura era tan minuciosa
como para afirmar que los textos se iban armando palabra por
palabra. Otra de las cosas que remarcó es que las notas de
investigación que hacía para la revista “Panorama” (que era
semanal) le llevaban mucho tiempo y entonces no podía cumplir
con una por número. Era muy riguroso en todo, tanto en las
fuentes que consultaba, en la información que allí recogía, como
detallista, casi obsesivo, era para urdir las tramas de su
trabajo literario.
Después nos dedicamos a hablar
bastante sobre la famosísima “Carta Abierta a la Junta Militar”,
escrita al cumplirse el primer año del golpe de Estado y cuya
distribución le costó la vida, porque lo emboscaron precisamente
cuando iba al correo para despacharla con destinos varios. Allí
lo hirieron, lo capturaron y nunca más apareció. Lilia Ferreyra
me dijo que esa Carta había sido escrita con una arquitectura de
redacción estricta: el modelo fue las catilinarias de Cicerón,
dirigidas precisamente contra el dictador Catilina, que son
cuatro textos con forma de invectiva y que eso se puede
distinguir haciendo un escrupuloso estudio del latín original y
el lenguaje usado por Walsh. La cadencia y el estilo son
pertinentes y precisos como en otros trabajos, pero con una
finalidad muy específica y una eficacia demoledora, ya que la
información que lo nutría siguió sirviendo de base para toda
investigación posterior acerca de la dictadura, al punto tal que
siguen consultándola como fuente primaria para saber lo que
sucedía en nuestro país desde los puntos más distantes del
planeta. Es por eso que aún hoy se estudia en muchas
universidades del mundo como modelo de denuncia a toda forma de
opresión y considerándosela, como sentenció Gabriel García
Márquez, “la pieza
magistral del periodismo de investigación”. Esos fueron los
temas que tratamos en el seminario que duró dos jornadas y que
pude ilustrar con pasajes de la conversación con Lilia Ferreyra.
Raúl Artola con la profesora Nieves Alonso, en 2011
6 — En 2010 participaste en un taller de dramaturgia, y con un
puntual propósito.
ROA —
Ese taller de dramaturgia se originó de esta forma: un actor que
decidió dirigir acá en Viedma su primera obra, me pidió que le
ayudara a elegir algunos textos, algunas obras ya conocidas o no
muy conocidas para armar su elenco y ponerla. Le ofrecí varias,
no eran muchas las que tenía, y algunas me gustaban para
mostrárselas. Pero no afinábamos ahí, no llegábamos al punto
sobre lo que él quería y al final se explicó mejor y le dije:
“Ah bueno, vos estás buscando otra cosa. Yo acabo de leer unos
cuentos inéditos de Juan Carlos Moisés que se llaman
“Dueño
de circo”, son unos cuentos brevísimos, la mayoría de
media carilla, y algunos —muy pocos— llegan a una página. Son
121, te los recomiendo.” Y se los di, le di mi copia para que él
leyera y opinara.
Quedó fascinado, el clima
poético que tiene toda la prosa de Moisés —una prosa narrativa
que está contaminada de poesía—, creaba unos personajes de
caracteres psicológicos y vetas espirituales más que
interesantes, formidables para adaptarlos. Ahí coincidimos que
tanto él como yo no teníamos recursos o intuición para armar una
obra con eso, era un arduo trabajo. Entonces, luego de hacer
varias consultas, al propio Moisés le pregunté y él me dijo:
“Pero si lo tenés a Gustavo Rodríguez en Puerto Madryn, qué
mejor que él que está bastante cerca de ustedes para dirigirles
un taller y armar la obra.”
Y así fue que Gustavo Miguel
Rodríguez, un narrador, un fotógrafo, un dramaturgo y un
director de teatro a la vez, todas esas cosas reunidas hacían de
él la persona más indicada. Daba el perfil perfecto, además de
ser un gran amigo, y accedió a venir el último fin de semana de
cada mes para llegar a trabajar todo el día sábado (mañana y
tarde) en los avances que pudieran hacerse con un método que
nosotros
desconocíamos
y que él nos traería.
Éramos seis o siete personas y
durante ocho meses nos reunimos puntualmente a fin de mes para
ir aproximando los elementos, crear los personajes —porque había
que fusionar muchos de estos personajes que tenían los cuentos
de Moisés— y llegamos a concebir once versiones de la obra. La
leíamos varias veces durante el mes, porque Rodríguez quedaba
con la misión de pasar en limpio los apuntes que se habían hecho
durante las reuniones de trabajo, las enviaba por mail y
nosotros las teníamos bien leídas para la fecha en que viniera.
Luego, lo hacíamos en vivo, con los apuntes ahí y las
correcciones posibles, las iniciativas y las sugerencias. Y
bueno, fue muy largo, en esos ocho meses logramos parar una obra
que nos satisfizo, que nos gustó y hasta ahora está sin ponerse
porque no se han logrado formar elencos que tengan seis
personajes; lo intentó el actor que me pidió la colaboración,
pero no logró culminar con éxito la formación del elenco y de la
puesta en escena.
Raúl Artola con la poeta Silvia Castro
---------------------------------------------------
7 — En dos concursos
nacionales, el de la Fundación Victoria Ocampo, en 2012, y en el
“Eugenio Cambaceres”, un año después, organizado por la
Biblioteca Nacional, resultaste finalista por tu libro de
cuentos aún inédito “La mujer ágrafa y otros infundios”.
ROA —
Sí, yo publiqué
“El
candidato y otros cuentos” en 2006, con dos años de
atraso, porque recibí un segundo premio con recomendación de
publicación en el 23º Encuentro de Escritores Patagónicos. Ese
libro fue seleccionado por un jurado muy importante: Abelardo
Castillo y dos patagónicos: Gustavo Miguel Rodríguez de Puerto
Madryn y Blas Cáceres de Comodoro Rivadavia.
Pasó un tiempo y sin que yo me
lo propusiera demasiado seguía apareciendo el impulso de narrar.
Volvían a aparecer escenas que me motivaban a escribir prosa.
(No se olviden que yo soy de cuño periodístico, periodista nato,
pero la poesía es lo que más quiero, es lo que más me llama, es
lo que me lleva más hondo, más íntimo; pero las ganas de narrar
están también presentes.) Entonces, fueron acumulándose —en años
posteriores— unos nuevos textos que iban apareciendo, un poco
más audaces formalmente, un poco fuera de la convención en
algunos casos. Yo tengo mucho del corte tradicional, bastante
clásico en la manera de narrar pero a veces me salgo de las
normas y adquieren formas novedosas fingiendo crónicas,
publicaciones periodísticas, adopto el nombre de ficción de
personajes que son autores famosos; en un cuento invento textos
del Vizconde de Chateaubriand, por
ejemplo. Habiendo leído “Memorias
de ultratumba”, hago aparecer unos papeles perdidos
que pertenecerían a sus diarios y la verdad es que me convence
ese juego, esa ficción tan audaz, con mucha imaginación pero con
mucha información también. Me obliga a trabajar aparte con
variada documentación porque para ser verosímil una ficción así
tiene que estar ambientada en los lugares en los que el
personaje de origen frecuentaba, los quehaceres que lo ocupaban
y fingir, remedar, también un estilo parecido. Tiene sus
dificultades, pero también satisfacciones muy grandes. En otro
de mis cuentos el personaje es Angelina Jolie, en un año difícil
para ella en el que se había separado de su marido, tenía el
bebé camboyano que habían adoptado muy chiquito y aparece una
periodista, una mujer un poco mayor que ella y viéndola tan
complicada, tan conflictuada con tantas cosas sin resolver, se
pega a ella e inician una relación que bueno, hay que leer el
cuento...
Y así, muchos.
“La
mujer ágrafa” es ciencia ficción, y el “y otros
infundios” es un agregado en el título que da pie a pensar
que todos son infundios, y es que lo son: la ficción es mentira,
es una mentira que parece verdad, esa es la virtud que tiene. Si
bien hasta ahora se mantiene inédito, cada tanto concurso para
tener alguna chance. Allí me fue muy bien en esos dos concursos
que mencionás y estuve entre los mejores. Ser finalista de diez
o ser finalista de veinte para los cientos de escritores que
participaron es un excelente resultado.
Raúl Artola con Juan Carlos Moisés en 2007
-----------------------------------------------------------------
8 — Por teléfono me anticipaste que estás organizando un volumen
que se titulará “La mirada corta”.
ROA —
Sí, a
principios de año retomé el proyecto de hacer una especie de
antología personal de la totalidad de mi obra poética, que ahora
alcanza los cuarenta años desde mis primeros textos legibles.
Cinco libros nada más, soy muy riguroso, tengo mucha paciencia
para dejar decantar los materiales antes de decidirme a publicar
uno. Había encontrado un título,
“La
mirada corta”, que creo representa bien el enfoque
central de mi poética. Había empezado una selección pero
al llegar al último libro,
“Registros
de hora prima”, me encontraba en una encrucijada
rara: me iba a resultar muy difícil elegir los textos de ese
libro porque escapan bastante a las formalidades de la poesía
—es poesía en prosa, diría yo—. En algunos de estos textos la
tentación de la narración es muy grande, pero pienso que el
perfume, el aroma de la poesía no deja de estar nunca. Por lo
tanto, no me sentía en condiciones, además no tenía tiempo ni
ganas de hacer esa selección y le pedí a Silvia Castro que
leyera, ella conocía muy bien mi obra. Silvia es una excelente
poeta y fotógrafa, y severa crítica, no iba a hacer concesiones
e iba a elegir lo que realmente le parecía lo mejor. Bajo ese
concepto de “la mirada corta”, hay un estilo, se puede decir que
más que estilo es un concepto en mi poesía, que toma una
distancia intermedia entre el yo y el exterior más lejano y
abstracto, la sociedad, la historia; elijo la distancia entre
las personas, la distancia entre el entorno más inmediato de
uno, el barrio, las fronteras cercanas del yo poético. Y creo
que eso está en todos los libros en forma preponderante. Y
bueno, así se armó, porque Silvia ya terminó su trabajo y
“La
mirada corta” espera ocasión propicia —o sea tener
unos pesos— para poder editarlo y no sé si saldrá este año o el
año que viene, pero cuando se pueda lo voy a sacar y
posiblemente con la editorial La Carta de Oliver. El último
libro, “Registros
de hora prima”, lo hice allí porque Santiago Espel es
un buen poeta y también un excelente editor, un solidario y
riguroso editor, eso es lo que uno pide y lo que más desea: que
no impriman a libro cerrado, y Santiago Espel es de los que
hacen su trabajo muy bien.
Raúl Artola con el poeta Miguel Osorio y el narrador Pablo
Tolosa
---------------------------------------------------------------------------------
9 — ¿Cómo te llevaste, y cómo
te llevás con algunas aspiraciones que pudiéramos denominar
utópicas?
RA —
No sé si tuve alguna vez aspiraciones
determinadas, de las que luego podría llamar utópicas. Creo que
fui eligiendo según la marcha del camino, a medida que se daban
los acontecimientos, cuando se frustraba un camino tomaba otro,
pero no quería lo que se establece como “el rumbo del éxito en
la sociedad”: el dinero, una posición, un determinado status,
nada de eso. Cuando era chico siempre me decía que si eso era lo
que regía, que si eso era lo que se podía obtener con facilidad
en este mundo, eso no me interesaba.
Yo quería otro tipo de cosas,
conocer, saber de todo, tenía una mente enciclopedista y de tipo
espiritual pongámosle. Hasta que me di cuenta años después que
me fascinaba la frecuentación del arte, como espectador o lector
en principio, y si pudiera hacerlo mejor. Entonces no tengo
frustraciones, porque nunca me conduje hacia algo prefijado, fui
encontrándome conmigo mismo, siempre tomé lo que venía e hice
con lo que venía lo mejor que pude, por lo tanto no conservo en
mí una cosa como frustración o decepción.
Siempre uno tiene una cosa
pendiente en la vida, y tiene un matiz utópico que es el amor,
¿no? El amor va y viene, pero cada vez está cumplido, no valen
las lamentaciones o balances postreros, sobre si lo que se
vivió, valió. Entonces, yo creo que el amor es renovable y por
lo tanto la utopía es en sí mismo el amor (el amor físico, el
amor de hombre-mujer), que siempre se renueva, hay otro delante.
En lo que podría decirse que
sí tuve una decepción fue con las aspiraciones de cambios
grandes en la sociedad en la década del setenta, un cambio
rotundo de paradigma social y económico que trajera más justicia
y equidad para todos los hombres. Esa sí que es una utopía
también, pero uno se acostumbra cuando va creciendo, se da
cuenta que esa utopía es tan grande que si bien vale la pena
seguir luchando por ella, es fácil que se frustre. En ese
sentido tampoco soy un desencantado que me haya abrumado la
situación. Estuve cerca, estuve peleando en aquellas trincheras
de entonces pero después, sin bajar las banderas, las he
adaptado a mi manera.
Yo vivo en el borde de la
sociedad, me refiero a que vivo en el borde de lo económico y de
lo social. Es un lugar que me queda bien, me siento cómodo, no
paso estrecheces pero nunca me sobra nada. Tengo el dinero que
necesito para las cosas que me procuro: el confort, la necesidad
de alimento material, intelectual y espiritual, y por lo tanto,
eso hago: estar en los márgenes.
Raúl Artola con el poeta Cristian Aliaga, en 1982
10 — Jorge
Leonidas Escudero (1920-2016) pretendía
“Mirar el objeto y al
mismo tiempo mi centro para ver si veo más allá de las
distorsiones.” ¿Expresarías de modo similar lo que
pretendés?
RA —
Es buena y profunda la frase de
Escudero, coincido en parte porque tiene muchos filos, se la
podría “diseccionar” en retazos. Pero a mí me gusta la de Juan
José Saer que dice “un
miope debe ser modesto: la mancha móvil ocupa todo su reducido
campo visual y aniquila, sin malignidad, lo demás” —es de
una partecita de “Argumentos” (una serie de relatos breves).
Yo a mis alumnos de taller
solía decirles que asomarse a lo poético es crear la dimensión
de un objeto nuevo. A partir de nosotros, de nuestra mirada,
dirigirnos hacia cualquier cosa: una persona, un lugar, un
paisaje y verlo profundamente con esos ojos nuestros. Y en el
medio de esa mirada, en el ir y venir, en la frecuentación honda
y profunda, generar un objeto o ente distinto. Ese objeto, ese
ente distinto es el poema. Cuando lo hemos logrado después de
varios intentos, ese puñado de versos expresan una nueva
realidad, esa es la relación que, con suerte, podemos lograr.
Haber podido hacer con lo otro, con lo que no es de uno, lo que
uno desea, lo que desea expresar, y ése me parece que es un
pequeño o gran hallazgo. Pero es un secreto que pocas veces se
habla de él, lo reconocemos muy de tarde en tarde.
Raúl Artola con Diego Reis y Carolyn Riquelme
-------------------------------------------------------------
11 — Para el autor de
“Las nuevas generaciones”:
¿Qué poetas jóvenes —o no jóvenes, pero que hayan comenzado a
publicar en los últimos años— más te interesan?
RA —
Esa es una pregunta comprometida y
difícil para responder sin consultar las lecturas de los últimos
tiempos. Siempre se es injusto, por ahí alguien que uno no
querría omitir queda afuera, pero voy a arriesgar. A mí me gusta
mucho la poesía de Carina Sedevich, la cordobesa; de Jotaele
Andrade, el poeta de Azul, provincia de Buenos Aires; la poesía
de Carina Nosenzo, de Río Negro, Eliana Navarro, Cecilia Fresco
—que vive en Villa La Angostura ahora, como Diego Reis—, Paz
Levinson, Carolyn Riquelme, de Bariloche, María Inés Cantera —de
acá, de la Comarca Viedma-Patagones... Sería innumerable la
lista, me quedo ahí con esos nombres. Esos poetas más o menos
expresan, dentro de lo que he leído, lo que me ha gustado más,
pero siempre el motivo está relacionado con la entrega. Hay
gente que escribe entregándose, escribe con todo el cuerpo,
escriben con sus sensaciones y con sus sentimientos, escriben
para pensar, no piensan para escribir; y eso se nota mucho,
suele notarse cuando un escritor o un poeta ha planeado lo que
escribe y no está mal, pero yo aprecio el trabajo de esperar a
que el inconsciente nos dicte las palabras, eso es lo que
prefiero, eso es lo que intento yo y a veces lo logro y eso es
lo que más me satisface.
Raúl Artola con Daniel Etcheverry, Andrés Vera, Natalia
Barrio, Hugo Aristimuño, etc.
----------------------------------------------------------------------------------------------
12 —
¿Comidas que preferís y comidas para vos incomibles? ¿Bebidas
que te entusiasman y bebidas desagradables?
RA —
Bueno, el gusto es de las cosas que cambian según las edades,
según los lugares, según las personas con las que compartimos la
mesa. Nunca he sido refractario a un tipo de comidas, no lo
recuerdo... Ah, sí, la sopa de tapioca que hacía mi madre
cuando éramos chicos. Era insoportable, la rechazaba.
Después, los platos que al
chico le gustan son milanesas con puré, por ejemplo. El puchero
viene después, el puchero es el que come el padre, y que uno
después cuando se hace más grande lo puede apreciar. En una
época, con una pareja que tuve en Comodoro Rivadavia —porque
residí también un año en Comodoro Rivadavia—, habíamos
conseguido no me acuerdo por qué medios, si lícitos o más o
menos, un curry de la primera calidad, importado —vaya a saber
de qué origen—. Y solíamos hacer un pollo al curry con arroz
(cuando había plata para pollo, si no arroz con curry
solamente), que nos tuvo muy entretenidos por una razón muy
sencilla: descubrimos que ese curry es afrodisíaco. Entonces se
puede decir que pasamos una temporada de luna de miel con un
curry tan bueno.
En cuanto a bebidas he tomado
preferentemente vino, hasta hace tiempo, que dejé de beber
alcohol, hará quince años. Era hombre de vino tinto y de
damajuanas, el vino en damajuanas y el mejor que se pudiera
conseguir, ¿no? A veces no se podía y a veces nos parecía
buenísimo el Parrales de Chilecito, y si no, excepcionalmente,
una botella de vino de reserva, un Cabernet Sauvignon, un
Malbec. Pero la bebida que siempre ha perdurado una vez que la
conocí —más o menos lo que se puede decir bien— fue el
champagne. Ahora el único alcohol que tomo es champagne, un
poquito siempre para las fiestas. Y yo que creo que el champagne
va bien con todo, si te cae bien va bien con todo. El champagne
demi sec es perfecto, o el brut. Hasta el brut me he animado, es
un poco astringente pero se saborea bien.
Respecto de las desagradables:
la leche, y las tóxicas, para mí intomables, bebidas cola de
diverso origen y composición.
Raúl Artola con Alfredo Giménez, Tomás Watkins, Carlos Juárez
Aldazábal, Martín Ragi, Aldo L. Novelli, Majó Abeijón, etc.
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Raúl Artola con María Virginia Fuente, José María Pallaoro,
etc., en 2007
--------------------------------------------------------------------------------------------
13 — ¿Qué opinión te merecen las poéticas del norteamericano
Gregory Corso (1930-2001), del español Blas de Otero (1916-1979)
y del persa Omar Khayyam (1048-1131)?
RA —
A la generación beat norteamericana llegué tarde, como llegué
tarde a los Beatles, a muchas cosas de esas décadas. Llegué
tarde y me lo lamenté, porque cuando descubrí el
Aullido de
Ginsberg, ¿cómo no respingar, no? Es bravo enfrentarse con el
Aullido.
Leí un poco de Ginsberg, después de Ferlinghetti, de Kerouac, de
Burroughs. Burroughs me interesó muchísimo, pero a Corso no
llegué, o si llegué lo leí en alguna antología y entonces no se
puede apreciar si es una muestra de tres o cuatro poemas, y
nunca lo busqué especialmente, por ejemplo en algún blog que se
dedica a la poesía universal tiene que haber muy buenas muestras
de Gregory Corso, pero no lo disfruté.
En cuanto a Blas de Otero,
cuando estaba preparando la edición de mi primer libro,
“Antes
que nada”, uno de mis poetas más frecuentados era él.
Me daba en la tecla de lo que necesitaba en ese momento, al
punto que uno de los poemas que más quise de ese libro tiene
epígrafe de Blas de Otero. Dice:
“y un golpe, no de mar,
sino de guerra, que destierra los ángeles mejores”. Eso es
de Blas de Otero, y me marcó, esa lectura me marcó para siempre,
inclusive para dejarlo estampado en un libro mío.
Y de Omar Khayyam,
“Las Rubaiyatas”, que
leí en edición de Losada por supuesto, la más difundida entre
nosotros. Me impresionó mucho la cultura que expresaba y cómo la
expresaba, con qué brevedad y en pocas palabras hacía un
hedonismo militante: cantarle al vino, cantarle a la naturaleza,
cantarle al amor, a las mujeres. Me parecía maravilloso, era
como transportarme a otra cultura, realmente, nunca había leído
cosas así. Nunca había leído en castellano a un poeta así, y
además la forma me caló hondo, y ahí empecé a fijarme en el
poema brevísimo, los aforismos, los epigramas; que cuando
descubrí a otros como Antonio Porchia y a Raúl Gustavo Aguirre,
me hice muy afecto a esa forma.
Esa era una ambición, ¿ves? Es
una ambición que tenía: poder captar algo de ese aroma de
poesía, de ese perfume de poesía condensadísimo y que después lo
encontré en otros autores, en Juan José Arreola por ejemplo, el
mexicano, o Marcel Schwob, el autor de
“El
libro de Monelle” y
“La
cruzada de los niños”. Mirá, justamente a estos dos
últimos admiraba Borges, pero no los honraba mucho. Es para
admirarlos pero no se los puede imitar, de ninguna manera se los
puede imitar. Pero se te puede colar la forma adentro tuyo, y a
veces salir algo que tenga que ver, un parentesco más o menos
cercano pero es muy ocasional; yo lo he hecho en
“Croquis
de un tatami”, en
“Aguas
de socorro” también. En
“Croquis
de un tatami” he hecho toda una sección con esos
“textos anómalos” como dijo una profesora, donde uno no
distingue demasiado bien entre el aforismo, el epigrama, el
poema breve y el brevísimo. Y me sigue tentando mucho, y cada
tanto soy rozado por el ala de esa mariposa extraña de la
brevedad, por ejemplo, cuando digo
“con la poesía nunca se
sabe”.
Raúl O. Artola selecciona poemas
de su autoría para acompañar esta entrevista:
del barro a la madera
Estamos tocando la vida
con la punta de los dedos
como aquella vez que un hombre
encendió la primera palabra
y fundó el fuego,
ese hombre de barro original
reseco después de tantos siglos.
Con temor por la cornisa,
buscamos la madera perfecta
que soporte el paso de todas las aguas
y el calor de cada sol del universo.
Dioses pequeños, conmovedores gepettos
del asfalto y los relojes,
taumaturgos frustrados pero tercos,
bailarines del alma,
criaturas a cuerda con la boca cosida
y amores dispersos,
renovadas legañas del Ojo que duerme,
manos del hastío aburrido de sí mismo,
cañas que pujan por despertar los colores
de la paleta del último pintor
hecho con el barro viejo,
ése al que empiezan a crecerle
los pies y las piernas
de una extraña madera,
indestructible.
(de “Antes que nada”)
*
hombre frente a una ventana
La luz tiene cadalsos oscuros
que reciben su matriz desde la noche.
Mira el hombre los destellos intermitentes
detrás de la ventana
y completa los espacios con figuras astrales,
los caballos de las medias horas,
los gatos de quince
minutos,
los lobos que vienen cada sesenta segundos
a bloquear los valles claros
en la pantalla de cine.
Y dos viejas encorvadas de luto
llevan flores a los muertos
para que con el perfume gocen.
La serenidad de la luz permite
estas agonías intrépidas
en su moviola segura y lenta.
El hombre sigue frente a la ventana
cuando escucha a sus espaldas
una rapsodia electrónica que le refuerza el alma
para sufrir todos los cadalsos,
una por una las tropillas,
la llegada felina de los cuartos.
Sin sobresalto, el hombre
mata puntualmente los lobos del minuto
y las viejas huyen con sus ramos inútiles.
(de “Antes que nada”)
*
El aire no es gratis
Tengo por especialidad el cero,
la nada, el escardillo,
la nata de la leche,
los palenques de almacén
de copas y ramos generales,
la sinrazón del miedo,
la espuma de los días,
el coraje de los chicos
en la escuela,
las escobillas de una batería,
el barro de los nidos,
la fisiología del pájaro,
que con poco se conforma.
Todo eso que no es mío
me viste el corazón y lo amuralla
de los vientos de la mala conciencia,
del pecado de no ser,
del ojo que no ve lo que gritan
las calles,
de la negrura que baja
de palcos y de púlpitos.
Y sólo a veces
alcanzan los andrajos
para abrigar esa lumbre indecisa,
un fueguito
al pie de mis desvelos,
luz que viene desde lejos
y nunca me abandona.
(Miro a mi compadre,
pita fuerte antes del trago
de ginebra y asiente
con un gesto de cabeza.
Me quedo más tranquilo).
(de
“[teclados]”)
*
El eco del espejo
Como el preso que barrena
el fondo de su celda
y no halla nada
no hace el túnel no ve luz
se cansa solamente
y ni una mano vieja
encuentra en la tarea.
Como el minero con su pico
que abre paso en roca viva
por metal o piedras o carbones
sin descanso ni agua ni alimento
hasta que baja el sol
y se fatiga.
Como el hombre vencido
por algunas cuestiones con la vida
que rema una chalupa
en el desierto
y no hay brazos que alcancen
para mover esa madera
seca y clavada
en el sueño del agua.
Como el niño que besa el vidrio
del espejo y cree que besa
a un niño que se le parece
demasiado para ser real
y siente que el frío
de tan pulida superficie
es peligroso como el hielo.
Cae y golpea la nuca
en una silla y no hay nadie
y el grito que sale de su boca
no se oye no es un grito
es el espejo que repite
el beso como un eco
de los remos en la arena
como el pico del minero o del preso
que retumba en la nada
de la inmensa soledad.
(de
“[teclados]”)
*
Landscape
En la pintura
se ve una gris
casa de leños,
antigua y sólida,
en medio del bosque.
Parece confortable,
un edén posible
para hacer la vida
libre y volátil
de la imaginación,
siembras y cosechas,
amores y comidas.
De pronto, el cuadro
se abre ante nosotros,
nos devora
y dentro encontramos
moho, alimañas,
tabiques vencidos
y un acre olor
a leños húmedos.
Vive gente allí
que se recela
y duermen
con un ojo abierto
y la mano
en el hacha.
(de “[teclados]”)
*
El cuerpo y el alma andan juntos.
Hay pruebas de ello. A la mañana, cuando despertamos con el
cuerpo dolorido, hemos tenido pesadillas, casi siempre, aunque
no las recordemos. Otras veces, me dijo una mujer, nos sentimos
angustiados, tristes, y los huesos se quejan amargamente. ¿Hace
falta un manual médico o psicológico, que clasifique y mensure
estas comprobaciones? ¿O una nueva Biblia que las parafrasee?
Así habló mi amigo, el guardagujas de Zapotlán, con una
cataplasma en la espalda y una pierna enyesada, mientras velaba
un duelo extraño, la muerte de la calandria vespertina que vivía
en un ciprés de su otro amigo, el publicista de Lisboa,
que
fuma, fuma y fuma sentado en el umbral.
(de “Registros de hora prima”)
*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las
ciudades de Viedma y Buenos Aires, distantes entre sí unos 900
kilómetros, Raúl Orlando Artola y Rolando Revagliatti, 2016.
www.revagliatti.com.ar
|