Reynaldo
Jiménez: sus respuestas y poemas
Entrevista
realizada por Rolando Revagliatti
Reynaldo Jiménez
nació el 27 de marzo de 1959 en Limá, Perú, y reside en Buenos
Aires, capital de la República Argentina, desde 1963. Ha sido editor y
director de la revista-libro y editorial “tsé-tsé” entre 1995 y
2008. Participó en festivales y diversos eventos realizados en
Argentina, Perú, Chile, Paraguay, Brasil, Costa Rica, México,
Ecuador, Uruguay, Venezuela, Estados Unidos, España y Alemania.
Ha sido traductor de numerosos poetas brasileños y responsable
de una veintena de antologías y muestras poéticas. Fue incluido
en ediciones colectivas y antologías (“Medusario.
Muestra de poesía latinoamericana”,
“Antología crítica de la
poesía del lenguaje”,
“Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos”,
“Nosotros, los brujos. Apuntes sobre arte, poesía y brujería”,
“Jinetes del aire. Poesía
contemporánea de Latinoamérica y el Caribe”,
“Divina metalengua que
pronuncio. 16 poetas transbarrocos 16”,
“Déjalo beat. Insurgencia poética de los años 60”, etc.). Se
editaron dos antologías de su obra poética:
“Shakti” (selección de
Claudio Daniel, 2005) y
“Ganga” (selección de Andrés Kurfirst, 2006). Publicó
—además de libros ensayísticos (“Por
los pasillos” —incorporado en el volumen
“¡Kwatz!”, compartido
con Ricardo Gilabert—, 1989,
“Reflexión esponja”,
2001, “El cóncavo.
Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanos”,
2012, “Informe”, 2014, “Nuca”,
2015, “La inspiración es
una sustancia, etc.”, 2016,
“Intervenires”, 2016,
“Arzonar” (2018),
entre otros)— desde 1981 los siguientes poemarios:
“Tatuajes”,
“Eléctrico y despojo”,
“Las miniaturas”,
“Ruido incidental / El té”,
“600 puertas”, “La
curva del eco”, “La
indefensión”, “Musgo”, “Sangrado”,
“Plexo”,
“¿Cómo llamar a un tigre?”,
“Esteparia”, “Piezas
del tonto”,
“Funambular”, “Ello inseguro”, “Antemano”
y “Olla de grillos”.
Reynaldo Jiménez - a fines de la década del 80 - Foto de
Gabriela Giusti
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Reynaldo Jiménez- en 2016
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Reynaldo Jiménez -2012-Foto de Gabriela Giusti//en
Oaxaca, México,2010 -Foto de Gabriela Giusti
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Reynaldo Jiménez en 2018 - Foto de Daniela Fernández
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1 — Abramos la conversación desde el pibe que fuiste.
RJ — Nací en Lima, Perú,
de madre argentina y padre peruano. Hasta no mucho tiempo
después residimos en los alrededores de Lima, más precisamente
en Chaclacayo. Mi viejo, pintor entre o por sobre otras cosas,
es primo de Javier Sologuren [1921-2004] y en aquel breve
período fuimos sus vecinos. Fue por entonces que llegó Allen
Ginsberg a Lima (el 5 de mayo de 1960) y en un almuerzo, la
mitología familiar repasa que el buen Allen, ya célebre
visitante, ante mi insistente reclamo de atención, me dio de
comer.
La anécdota ha sido
verificada en coincidencia infrecuente por ambos padres, así que
podría decirse que ahí, entre Javier y Allen, se dio un cierto
inicio de inocencia poética. En un libro muy reciente,
“Ello inseguro”,
publicado por Juana Ramírez Editora, en Buenos Aires, aparece
como ilustración de portada una pintura que mi viejo realizó
conmemorando ese detalle-de-toque. En todo caso, el vínculo con
Javier signó, después, mi adolescencia, cuando pasaba los
veranos de variación y sin régimen colegial en Lima, visitando a
mi papá —después de unos años en Nueva York, mis padres se
separaron y con mi mamá vinimos a Buenos Aires, donde residían
mis abuelos maternos, húngaros, en 1963, y desde entonces resido
aquí. Los encuentros marcantes y la sostenida correspondencia
con Javier —incluso mientras residió durante un tiempo en Japón,
dedicado a la traducción de piezas esenciales— me fueron
aportando su ética de autor-traductor-editor (con La Rama
Florida). A través suyo me puse en contacto epistolar con José
Kozer, Octavio Armand y Armando Rojas (quien me enviaba su
revista “Altaforte” desde París y a quien, a diferencia de los
anteriores, nunca llegaría a conocer en persona, dado su
temprano fallecimiento).
Fue en esos veranos
que conocí y frecuenté a Blanca Varela, a quien visité por
primera vez en su oficina del Fondo de Cultura Económica en
Miraflores (en la calle Berlín, a cien metros de la casa de mi
abuela Sofía, donde mis padres se habían conocido y donde
todavía residían una de mis tías y primos), conducido por el
siempre generoso y tan recordado Leslie Lee, pintor (y buen
poeta, aunque de publicación tardía) cercanísimo a mi viejo.
Éste, por su parte, en una etapa brevemente anterior, me había
provisto de sensacionales tesoros en forma de libros, que sigo
teniendo a mano, de Julio Ramón Ribeyro, Leopoldo Chariarse y
Krishnamurti (este último, infiero que por influjo de otro gran
amigo suyo, el escritor Ricardo Martin, en cuya casa escuché por
primera vez el “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y quien
apenas supo de mi incipiente obsesión por la poesía, a mis trece
años, me regaló otro tesoro de efectos no sólo vitales sino
vitalicios: la recomendación, enfática, inapelable, de leer a
Miguel Ángel Bustos, que hasta ahora obedezco).
Si se piensa en las
fechas en que todo esto más o menos ocurría (la nebulosa
1974-1979), quizá no se comprenda del todo la sensación de aire
en relación al agobio argentino de entonces (aunque Perú tenía
lo suyo: me tocó estar en Lima durante el “Limazo” o
“Febrerazo”, revueltas populares pero también institucionales
—parte de la propia policía reclamó, vía la huelga, por el fin
de los maltratos, lo cual redundó en saqueos y caos vehicular,
llegando al toque de queda y la suspensión de las garantías
constitucionales— duramente reprimidas por Juan Velasco
Alvarado), sino por factores más bien ambientales y
particularmente familiares, junto a la posibilidad de entrar en
contacto con esos poetas en particular. Cuánto de lo más
sustancioso de mi desprolija biblioteca se debe a Javier, por un
lado, y a Blanca, por otro, una infinidad de lecturas que fueron
sendos despertamientos. Cada vez que iba a visitarla a Blanca a
su oficina, me obsequiaba libros y números de “La Gaceta” y de
“Plural”, antes de que esta revista se llamara “Vuelta”,
dirigida por Octavio Paz pero con un consejo editorial que
incluía a Salvador Elizondo y a Kazuya Sakai, cuyos ejemplares,
devorados por la relectura insaciable, ya casi hechos polvo,
todavía me rondan y a los que regreso en tren de consultas
específicas.
Gracias a la
intercesión de Blanca también pude visitar un par de veces a su
vecino, el predilecto y silencioso Emilio Adolfo Westphalen,
quien me dedicó un recorrido veloz por buena parte de sus libros
de pintura surrealista; especialmente recuerdo reproducciones de
Max Ernst y René Magritte, sin mayores comentarios de su parte.
Sólo el gesto. Nada menos.
Sumado a ello, breves
pero inolvidables conversaciones, otra vez gracias a Leslie, con
sus
patas Alejandro
Romualdo, alejado de Javier por las propias
internas de su generación,
y Francisco Bendezú, poeta sobre el que escribiría alrededor de
cuatro décadas después un ensayo celebratorio, bastante deforme
por cierto, y que está en
“El cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos
sudamericanos” (Descierto Ediciones, 2012).
Todo eso fue abonando
esta pasión hacia la poesía escrita (o no) por varios poetas
peruanos (me resisto a usar la muletilla de siniestro tinte
nacionalista de “poesía peruana”). En la modesta pero intensa
biblioteca de mi casa estaban César Vallejo con
“Trilce” en la edición
no tan respetuosa de Losada —deslumbramiento total y definitivo,
un desafío estético pero también neurológico, diría, en cuanto
al deslizamiento sensoperceptual que esa lectura por estratos
sucesivamente me iría proporcionando, a nivel de influjo: algo
que me ocurriría, después, con las lecturas-transvisiones
semánticas de José Lezama Lima y de Martín Adán—; la edición
homenaje de La Rama Florida al reciente fallecido Javier Heraud
—ejemplar ya ajado que todavía atesoro—; una antología en
edición popular de José María Eguren —que fui apreciando también
de a poco, luego de vencer mis resistencias estéticas a la rima
consonante y la música del supuesto “arte menor”, con la
intermitente relectura, guiado por las respectivas apreciaciones
de su obrar por parte del propio Westphalen, César Moro y otros
tremendos autores para quienes Eguren funge de referencia axial
en cuanto el inventor, el que encarna la transición, ergo el que
habita el entre—; también estaban
esas primeras ediciones de William Carlos Williams, Gregory
Corso, Ginsberg, Jack Kerouac (“México
City Blues”) y los Beats en general, que mi viejo, que ya lo
había digerido todo a su particular manera, me obsequió.
Por parte de mi mamá,
las obras de Franz Kafka, en primer plano de mi atención, más
una borrosa noción de los rusos, que me parecían cordilleras
inexpugnables de detalles a seguir (la novela, en general,
per se, no me
engancha, sino ciertas y determinadas escrituras, más acá de las
narrativas que se les pueda o no montar; sé que esto es
arbitrario, discutible) y las de Herman Hesse:
“El lobo estepario”,
dos o tres veces releído a lo largo del tiempo, me sigue
pareciendo inquietante.
Reynaldo Jiménez frente al
Planetario de Buenos Aires, aproximadamente en 1969
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Reynaldo Jiménez aproximadamente en 1969
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Reynaldo Jiménez con Mirta Rosenberg y Eduardo Mileo en 1982
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Reynaldo Jiménez con Carlos Riccardo y León Félix Batista en
1999 - Foto de Gabriela Giusti
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Reynaldo Jiménez con José Kozer en Maldonado, Uruguay, 2006
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2 — Residiste, decías, en Nueva York.
RJ — Del
tiempo que vivimos los tres en Nueva York conservo imágenes o
más bien sensaciones lumínicas, ambientales, que se corroboraron
cuando pude regresar, por única vez hasta ahora, cuando ya
promediaba mis cuarenta y tantos de edad, invitado por Lila
Zemborain y su programa de escritura creativa en la NYU
(Universidad de Nueva York), oportunidad en que también, gracias
a José-Ignacio Padilla y Arcadio Quiñones, se me invitó a una
lectura en Princeton. Conservo somáticamente la sensación
lumínica de la nieve, de los parques en otoño, la galería de
rostros que desde entonces significaron las calles de cualquier
“centro” (cómo no evocar acá y de pronto a los rostros como
pétalos en la entrepenumbra del metro neoyorquino, en Pound),
ciertos olores sin explicación. Un restaurant en Chinatown al
que había que descender por una escalerita de un par de
escalones. La escalera y el frente típicos de Brooklyn de
nuestra casa. Cuando volví a visitarla, gracias a la increíble
memoria de mi viejo, capaz de recordar hasta el número en la
puerta, se me brindó un ratito de sincronización de tiempos. Y
hasta de temporalidades.
Al vuelo sin retorno
de Nueva York a Buenos Aires en 1963 lo recuerdo bien, esa
angustia indecible de los cuatro años, por enterarme recién en
el aeropuerto, a minutos de salida, que mi papá no vendría con
nosotros; la llegada al conurbano barrio de Florida, mayormente
de inmigrantes de clase media; la casa, estilo inglés, de mis
abuelos; la recepción un tanto fría de mi bisabuela, rumana,
quien viviría muchos años más y con el tiempo llegaría a ser mi
principal defensora o aliada en ciertas futuras pugnas
domésticas en la que me vería envuelto promediando,
precisamente, la adolescencia. No fui, como casi todos, digno de
mayores ritos de pasaje que los provistos por la socialización
forzosa bajo el régimen escolar y la economía de mercado. O sea:
mi vieja laburaba largas jornadas, razón por la cual no nos
veíamos en todo el día durante la semana, pero me enviaba,
pagando una famosa “media beca” —eufemismo, como todos, bastante
infame—, a colegios de pretensión inglesa de la Zona Norte,
lugares y grupos de personas (me relacionaba relativamente mejor
con dos o tres colegas, siempre de a uno) que ya, durante el
tránsito por la secundaria, raramente llegaría a sentir de
pertenencia.
Me acuerdo
especialmente de un retorno de ésos, estaría en segundo año,
venía en mi segundo colectivo de todas las tardes, es decir mi
cuarto de cada día (empecé a usar el transporte público y a
manejarme solo en tercer o cuarto grado), apretado, al fondo del
pesado vehículo, de los que ya tenían puerta trasera de descenso
y algún timbre levemente electrocutante (lo pulsaba siempre con
alguna carpeta, para evitar el contacto del dedo con la descarga
inevitable) y subió mi abuelo, Geza. Estaba tan lleno que se
quedó adelante. De inmediato me vio. No bajaríamos en la misma
parada, pero todo lo que conversamos con los ojos aquella tarde,
diría que todavía me influye. Algo de la poesía en paralelo a
las construcciones con palabras. Una articulación ahí, en el
rayo protector de esa conversación, ella sí iniciática, y
justamente por ausencia de rito, de premeditación, de
intenciones incluso. Justamente por magia del afecto, la única
que realmente influye, así sea no siempre de forma “positiva”
(queda para seguirla en otra ocasión).
Debo decir, como
denuncia de una injusticia que padecí temprano, que mis abuelos
nunca me enseñaron el húngaro, aunque sí a sus hijos, mi madre y
mi tío, que si bien nunca lo escribieron llegaban a ciertos
acuerdos semánticos hablando en esa lengua, que me parecía medio
marciana (provengo de la generación en que las figuritas de
“Marte Ataca”, encausantes metafóricos de ciertos terrores más o
menos declarables, ya eran
retro; también,
con eso entre manos, durante la pubertad encaré todo el feroz
amateurismo de la ovnilogía; fui, a mi modo, ovnílogo, luego
ascendido de propia mano y voluntad a tránsfuga interfronteras).
Entre ellos aquellas cuestiones. Se suponía, así lo afirmaba
Rosalía, mi abuela, a quien llamábamos Mami Dody, que cosas
había que un niñito
no debía entender.
Se me propició así tempranamente la lección del no. Con la del
sí tuve que arreglármelas, como casi todos, en los mil y un
rebusques extra-anécdota, que a nadie, creo, se le escaparían,
en cuanto a la gradual conciencia, inventarse un repertorio de
posibilidades, una apertura a la autoconfianza como probable
acceso a la confianza en los demás. Algo así como la colocación
responsable de crearse cada día un alma, entendiendo por ésta la
zona liberada por excelencia. Liberada, digo, de lo ego-social,
según acepción encontrada en recovecos ensayísticos de Juan
Larrea.
Sin embargo, la
esdrujulidad de esos intercambios me quedó rondando para
siempre, fantasmática, con el humor desconcertante por
impersonal (naturaleza de las cosas) de las vivencias puramente
transparentes. La esdrújula de un acento foráneo entre las
captaciones del oído. Nacer en un lugar, mudarse a otro, recaer
en un tercero, entre extranjeros, que no hablan “bien” el
castellano, que no participan de los rituales de una
colectividad más allá de las asociaciones escuetas y cada vez
más murientes, entre compatriotas probablemente mejor adaptados
al nuevo medio, quizá inventándolo así junto a tantos otros.
De alguna manera se me
inculcó, o, a falta quizá de elementos suficientes, así lo
interpreté, que el hecho involuntario de ser “hijo de padres
separados” constituía una especie de variante del Déficit. Hoy
cosa tan frecuente, por entonces fenómeno de incipiente
expansión dentro de un cambio generacional: el juicio de
divorcio de mis padres, que por falta de una ley correspondiente
en Argentina debió consumarse triangulando con Paraguay, fue un
trámite con ribetes que duró varios años y signó, entre otras
cosas, una rabia insobornable que con el tiempo devino en un
pensamiento continuo, de un modo u otro, en torno al
quid de la inocencia. Vista prismáticamente, es de alguna manera
el tema intermitente en distintos emprendimientos de escritura,
llegando, hace poco, al propio título de un libro de ensayos
todavía inédito: “Cine e
inocencia” (parte de una serie de libros bastante
cinéfilos).
Con José
Ignacio Padilla y Arcado Quiñones en Princeton, Nueva Jersey,
Estados Unidos, 2005
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Reynaldo Jiménez con Daniel Freidemberg, Marcelo Di Marco, Jorge
Fondebrider, Jorge Aulicino, Eduardo Mileo, Víctor Redondo,
Alberto Muñoz, Jorge Zunino, etc., en 1990
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Reynaldo Jiménez con Guadalupe y José Kozer en Chinatown, New
York, Estados Unidos, 2005
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Reynaldo Jiménez con Rodolfo Hinostroza, Carlos Germán Belli y
su esposa, Eduardo Espina, Andrés Ajens, Gabriela Giusti y
Damaris Calderón en 2006 - Foto de Silvia Guerra -
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Reynaldo Jiménez con Federico De la Vega en 2017
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3 — ¿Por dónde, cómo circulaste, en tanto estudiante?
RJ — Durante
el primario fui buen alumno, querido por los compañeros y las
maestras —Lía, del turno inglés, de quien estaba perdidamente
enamorado; Susana, la maestra más exigente y formativa, que me
transmitió nociones éticas con enorme ternura (nunca olvidé ese
cartelito, leído todos los días del año lectivo sobre la mano
que lava a la otra y el que las dos laven la cara); Marta, que
nos contaba historias de aparecidos así como relatos de
unitarios y federales o nos leía cuentos de Horacio Quiroga en
una época en que los cortes de luz y las tormentas, no menos
eléctricas, fueron frecuentes—, mientras que el secundario, ya
en trance de amenazas diarias de bomba y entre situaciones de un
alto nivel de policiación represiva, entre los propios
adolescentes, que hoy se llamarían
bullying, más los
obvios niveles de incomprensión familiar, dentro de un marco
social muy restringido —“contactos
con el mundo exterior”, pocos—, incomprensión resentida,
claro está, por un adolescente hipersensible y hasta cierto
punto exasperado, hicieron aflorar todo ese enojo
contracomportamental. Y ahí estaba el rock, inmediatamente
asociado a la poesía. Una poesía que involucraba maneras de
vivir y de expresarse.
Desde chico dibujaba y
apenas escuché rock, por entonces principalmente psicodélico,
con absoluta conciencia a eso de los ocho años —mi tío, recién
adolescente, que fue mi guía musical en esa temporada de
sorpresas, llevaba discos a su casa, con
música beat nacional
de la época, más los primeros Beatles (que escuché después del
“Sgt. Pepper’s”:
“Revolver”, sobre
todo), Rolling Stones, Hollies, Bee Gees, Paul Rivere & The
Raiders, los discos de Buddah Records de
bubblegum music,
The Byrds, Kinks, los Gatos y el primer ejemplar de la revista
“Pelo”, con fotos a color de los músicos; escuchaba la radio en
la Spika hiperportátil de mi abuelo o en el combinado
estereofónico Columbia, verdadero mueble de diseño con el que,
aparte de descubrir “Modart en la noche”, a filo del sueño,
llevándome esas reminiscencias de otras vidas e intensidades a
la duermevela (recuerdo cuando me regalaron el disco triple de
“Woodstock”, sin haber podido ver ni la versión local de la
película en el cine, y cómo, durante varias noches, me quedaba
dormido imaginando las imágenes que despertaban esas músicas así
como las voces de los presentadores y del público, parte
inseparable del registro de esa banda de sonido; ensoñaba, a los
diez, que era parte de un Festival donde nadie más se sentía
solo) y como para no pensar, un rato más, estirando los minutos
antes de que todo se repita con la regularidad horaria
acostumbrada, en la secuencia de la escuela a la madrugada
siguiente.
Algunas veces me
sumergía en el combinado, que poseía capacidad de “onda corta”,
con lo cual, girando una perilla y luego otra, captaba emisiones
de otros lugares que, por el ruido blanco, las interferencias,
los “alejamientos” estaban realmente lejos, venían una vez más
desde otros mundos (otros “húngaros” a seguir descifrando,
elongando el oído al interior de la escucha). Enloquecí una vez
muy precisa con músicos cuyos nombres recién conocería años más
tarde: Caetano Veloso, Chico Buarque, Os Mutantes. Otra vez, con
la Spika en el muelle (mis abuelos tenían una isla en el delta
del Tigre, en el Canal Arias, llamada “La mimosa”, y ése fue el
otro ámbito fermental de mi exploración, mis otros veranos o
largos fines de semana; mi abuelo se fue a vivir ahí una vez
jubilado, “bajando” poco a la ciudad, a cobrar, tal vez, su
jubilación, por eso aquel día que lo vi subir al colectivo
cobró, también, tanto relieve, pues lo veía más en la isla, él
era la isla) deliré con un largo programa que nunca más pude
volver a encontrar, dedicado a pasar lo primero de La Pesada del
Rock and Roll y de Pappo’s Blues (claramente 1970). Meses antes,
el primer disco que pedí de regalo para mi cumpleaños diez fue
“Almendra”, que había salido a la venta hacía apenas unas
semanas (en enero, chequeo). Debo haberlo escuchado centenares
de veces. Después, todo lo que siguió.
Cambié seis veces de “institución” a lo largo de toda la
escolaridad. Bastante integrado de chico, en la secundaria me
empezó a costar de golpe hacer amigos. Una timidez repentina e
irrevocable arreció y mi posición de romántico enamoradizo
devino más platónica aun. Cierto que me enamoraba perdidamente
por un tiempo de distintas compañeras de clase, aunque con
algunas admitía un honesto fervor erótico, pero nunca, si no
malamente, se enteraban ni se daban por enteradas. También de
algunas profesoras jóvenes —lo cual me convirtió en excelente
alumno en historia y literatura, sobre todo porque esas
profesoras, que me parecían hermosas, además se me hacían
presencias curativas, porque me proveían de una información
vital, mientras permanecí mediocre, dado el legítimo desinterés,
ahora establecida ignorancia, en las demás materias, incluyendo
la por entonces no menos militarizada “educación física”—
provocaron una tensión que sólo la poesía, la música y el cine
—fui un verdadero cinéfilo durante años, capaz de ir hasta cinco
veces al cine en una semana, y todavía llegué a vivir las
funciones de cine continuado de hasta tres películas por tarde
en los muchos cines de barrio que conocía (entre otros, el
“Electra” de Vicente López y el “York” de Olivos, que todavía
funciona), absorbiendo absolutamente todo tipo de filmes—
aliviaban, si bien parcialmente.
Incapaz de una vida
social, sin conectar con el sexo femenino, sin un grupo de
pertenencia aparte de aquellos amigos aislados y más bien
transitorios, está claro que “me refugié” en la escritura. Ante
eso, mi vieja me regaló una máquina de escribir y desde entonces
no paré más. Rompí, de tanto teclear, tres máquinas de escribir
en mi vida. Recuerdo la fuerte exigencia de
“decir algo” (y cómo decirlo) me llevaba a corregir y corregir, sin
solución de continuidad, empezando de nuevo cada versión desde
cero, de manera que bajaba una resma de papel en pocos días,
casi nunca algún resultado.
En cuarto año tuve un
compañero, Abel Lubarsky, que era un tremendo dibujante y hoy es
arquitecto, quien me habló de su hermana mayor, Violeta, que
asistía a un taller literario con Santiago Kovadloff —estamos
hablando de 1974— y a quienes conocía de nombre por sus
colaboraciones en la revista “Crisis”, que yo conseguía, no sé
cómo. Porque también era asiduo de todo tipo de revistas,
empezando por las de historietas (desde muy chico, era capaz de
viajar bastante lejos de mi casa con tal de conseguir alguna de
Marvel Comics). En esa época la presencia de las ediciones del
Centro Editor de América Latina en los kioskos fue más que
decisiva: cada semana corría temprano al kiosko a buscar el
nuevo libro a precio irrisorio; no los leí a todos, pero varios
permanecieron en mi biblioteca (las traducciones de poesía
inglesa de Jaime Rest, Rabelais, las memorias de Casanova, son
algunos títulos que me vienen a la mente). Y a través de Violeta
y Santiago, entonces un tipo muy joven, entré en los universos
Alejandra Pizarnik, Fernando Pessoa, Carlos Drummond de Andrade,
Manuel Bandeira y la poesía brasilera en general, y Cesare
Pavese, Eugenio Montale, mientras por mi parte seguía explorando
el surrealismo y alrededores —desde Bustos y, cómo no, la
antología de Aldo Pellegrini; ya había salido —innegable
influencia— “Artaud”
de Pescado Rabioso; así como René Daumal y toda la colección de
Fabril dirigida por Aldo Pellegrini, y por supuesto la línea
Baudelaire-Nerval-Rimbaud-Lautréamont; las ediciones de Fausto:
Mallarmé, poesía inglesa traducida por Enrique Luis Revol, los
tres tomos de Raúl Gustavo Aguirre de poesía argentina, Pierre
Jean Jouve, Aimé Cesaire, Blaise Cendrars; Enrique Molina,
Francisco Madariaga, Juan Antonio Vasco, Edgar Bayley, varias
antologías de la poesía del 60, Juan Gelman, Susana Thénon…
Largo, largo etcétera para una mezcla en la que todo de un modo
u otro culminó siendo influencia, a veces a nivel de
estilo, otras menos,
mixtura, al fin y al cabo, que obviamente no ha cesado de
expandirse y elongarse. Otra lectura fundamental de entonces, de
las que aportan cierto coraje, a la que vuelvo cada tanto, es el
libro de “Conversaciones con Enrique Pichon-Riviere sobre el arte y la locura”,
realizado por Vicente Zito Lema (la edición de ¡1976! siempre a
mano).
Con Kovadloff asistí más bien a grupos de estudio
centrados en la estética. Leímos un poco a Georg Lukács y
bastante a Arnold Hauser. Me costaba tremendamente concentrarme
en la lectura, tanta era mi perturbación interna, afectiva, por
situaciones familiares y, ahora me doy cuenta, por la
circunstancia sociopolítica que atravesábamos. No pasaba día que
no nos parara la policía o los agentes paramilitares, en
cualquier bar, en la facultad —llegué a cursar el primer año de
Letras en una universidad privada (mi mamá tenía miedo de la
nacional por mi situación de “peruano”) durante 1977, pero lo
cierto es que me ausentaba de las clases, que me resultaban
soporíferas y distantes de lo artístico en sí, que era lo que yo
precisaba, aprovechando mi estada en el centro, clandestina a
los ojos de mi madre, refugiándome en los cines Arte, Losuar, la
sala del San Martín, volviendo “experto” en cinematografías
ignotas, y por supuesto peinaba todas las galerías de arte del
centro —hasta hoy soy devoto de la pintura— y las librerías de
Corrientes y Avenida de Mayo, recabando materiales poéticos que
iría leyendo, y muchas veces perdiendo, con los años. Hauser,
cuya lectura nunca profundicé realmente por más que me
esforzara, sí me hizo pensar en el manierismo como un repertorio
abierto de posibilidades. Entre los diecisiete y los diecinueve
años, más o menos, escribí varias series de poemas; algunos
salieron publicados, gracias a Javier Sologuren, en la revista
“escandalar”, que dirigía Octavio Armand en Nueva York. Creo que
esa publicación es el inicio de una situación que persiste hasta
hoy: la mayoría de mis libros han salido y salen lejos del lugar
adonde vivo. Recuerdo la felicidad de estar mirando mi ejemplar
en un bar, recién llegado por correo, adonde también había,
entre muchos tesoros, poemas de Alberto Girri, cuya obra también
leía, y verlo pasar al mismo Girri, con quien nunca hablé, en
ese momento, por la ventana del bar.
Reynaldo Jiménez con Pietro Cugnasco y Carlé Costa en 1993
- Foto de Silvia Búcari
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Con Pedro Rocha, Manuel Barrios y Roberto
Echavarren en Santiago de Chile, Chile, 2008
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Reynaldo Jiménez con Silvia Guerra Díaz en 2014 - Foto de
Gabriela Giusti
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Con Carlos Dante Capella y Léonce W.
Lupette en Berlín, Alemania, 2016 - Foto de Gabriela Giusti
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Reynaldo Jiménez con Sergio Uzal, Carlos Riccardo y Carlos
Elliff en 2004 - Foto de Manuel Losada
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4 — Por allí sigamos, por tus poemas. Y recorridos.
RJ — Fue por
entonces que busqué a Edgar Bayley, cuya obra reunida, como la
de Girri —su antípoda estilístico— había sacado Corregidor. En
mi casa no tuve teléfono hasta que me mudé con mi novia, no otra
que la misma Violeta, a los 22 años; de ahí creo mi fobia a los
teléfonos, nunca logré acostumbrarme al aparatito, su increíble
capacidad de interrupción: menciono esto porque un conocido me
pasó el teléfono de Bayley y después de mucho pensarlo caminé
las varias cuadras a la única galería comercial que había en
Florida, adonde había un caseta telefónica con monedas y lo
llamé; no sé cómo logré tomar coraje, balbuciendo, y me citó en
un bar a la salida de la Biblioteca de la Caja de Ahorro, frente
al Congreso, donde trabajaba. Le pasé una copia de mis poemas
—algunos serían parte de
“Tatuajes”, publicado un par de años después, en 1981,
cuando ya estaba escribiendo de otra forma, de otras cosas— y
Bayley me dijo: “Va a
tener que cambiarse el nombre, ya hay otro poeta Reynaldo
Jiménez, creo que ecuatoriano, que acaba de publicar en la
revista “escandalar” de Nueva York.” Le dije que era yo,
pero Bayley no me creyó. Un par de semanas después nos
reencontramos y de un bolsillo de su saco tomó unos papeles
arrugados: mis poemas, poniéndolos sobre la mesa del bar, y
diciéndome: “Esto es
poesía automática. Todo lo contrario a lo que hago yo. Le
recomiendo trabajar más los poemas.” Y yo no supe cómo
decirle que ésas eran las versiones treinta o cuarenta, que no
había nada de “automático” ahí. Fue un desencuentro personal que
si bien por un tiempo me resintió bastante, al punto de
suspender mi lectura de la poesía de Bayley, con quien me
seguiría cruzando durante los próximos años muchas veces —sin
saber si me reconocía como aquel adolescente titubeante e
idealizador, hasta que una noche, en una larga mesa de bar,
después de alguna lectura de poesía a la que habíamos
concurrido, desde la otra punta, en un silencio general, el
maestro Bayley me dijo “¿Y, Jiménez, para cuándo va a escribir algo bueno? Estamos esperando…”
Fue un clic. Yo volví a enmudecer.
No puedo sino añadir a
la anécdota que el célebre pero inagotable verso de Bayley
“nunca terminará es
infinita esta riqueza abandonada”,
es uno de mis lemas. Incluso toda una lección en sí misma
acerca del valor del adjetivo: ese
abandonada que
exime de mayores comentarios y que contradice algunos de los
postulados que se jugaban en la época: la sarta de restricciones
(adjetivos no, por ejemplo del “buen escribir”). Y la salvedad,
hasta hoy elaborada, de que todo depende.
Muchas eran las restricciones que se jugaban entre los
que concurríamos a los talleres y grupos de Santiago Kovadloff,
al punto de que la mayoría no continuó escribiendo. Nunca me
convenció la restricción
per se, ni mucho menos la
idea de
obra sólida a ser alcanza, junto a la insistencia profesoral de
que la escritura es
trabajo, a mí que nunca entendí la noción excluyente de trabajo,
cuestión que me terminaría distanciando, pienso ahora, de aquel
núcleo, más allá de todo lo que efectivamente me aportó a nivel
de información, de libros, de lecturas hacia adelante, pero para
realizar mi propio mix. Fue cuando conocí, poco después, a
Néstor Perlongher, que un día, con una sola frase suya
conversando —cuándo no— en otro bar, y yo le decía
“Néstor, no sé cómo se
llega a ser un poeta sólido”, él me respondiera:
“Pero yo no quiero ser
sólido, quiero ser fluido…” Otro clic.
Durante la dictadura empezamos, Violeta y yo, por ese
entonces inseparables, a reunirnos —los viernes por la mañana—
con Diana Bellessi, que venía del Tigre un par de días a la
semana a dar clases de inglés, si recuerdo bien, y a través suyo
se fue armando un grupo dispar con encuentros continuos y
rotativos —nos juntábamos simplemente a leernos lo que estábamos
escribiendo— con Alberto Muñoz, quien a su vez trajo a Eduardo
Mileo, y Jonio González, que integraba la redacción de la
revista “La Danza del Ratón” y que yo ya conocía de su libro
colectivo con el Grupo Onofrio. Por otro lado, como gracias a
Santiago logré hacer varias colaboraciones con el Suplemento
Cultural de “La Opinión”, en jaque por esos años de dictadura, a
través de Raúl Vera Ocampo, que dirigió la última época del
suplemento, conocí a Jorge Santiago Perednik, quien me invitó a
participar del Consejo de Redacción de una revista que estaba
por lanzar: “Xul”, en cuyos dos primeros números participé (en
el primero, con poemas, que incluyen una desagradable errata; en
el segundo, sin firma, con una muestra de poetas peruanos, que
incluye la primera publicación en Argentina de poemas de un
entonces desconocido Mario Montalbetti, cosa que no sé si éste
supo alguna vez). Luego Perednik, sin mayores explicaciones, me
expulsaría del proyecto, algo que me afectó enormemente, sobre
todo por lo que sentí como una arbitrariedad y porque era mucho
mi deseo de hacer una revista; muchos años después pudimos
reencontrarnos una mañana —en otro bar, claro, enfrente de la
estación de Belgrano R— y si bien no repasamos aquel suceso,
conversamos con mutuo respeto, ya sin resentimientos de mi
parte. Todo se hacía entonces sin permiso, sin derechos, sin
noción de propiedad intelectual: el gesto poético era
desinteresado y apuntaba a minar, desde un lado o el otro, la
institución asociada a lo represivo, por mínimo que fuera el
gesto, considerábamos su valor en varios niveles. Para mí,
insisto, era descubrir los mundos.
A través de Diana
conocimos a Mirtha Defilpo, a quien admiraba muchísimo por sus
letras para ese tremendo disco “Melopea” de Litto Nebbia, de
quien fuera compañera, y con la cual se dio de inmediato una
extraordinaria empatía; también a Víctor Redondo, que ya editaba
“Último Reino”, y con él a Jorge Zunino —a quien había visto un
par de veces en la redacción de “La Opinión”, donde él
trabajaba, sin saber que era él—, a Susana Villalba, Mónica
Tracey, Horacio Zabaljáuregui, quienes de inmediato me hicieron
sentir su apertura y don de amistad. Menciono todo esto porque
nunca me atrajeron las “pugnas interestéticas” y fue así que
colaboré libremente con las tres revistas de entonces (“Último
Reino”, “Xul” y “La Danza del Ratón”) así como participé en
diversos proyectos, como ciclos de recitales, junto a una
diversidad de autores de distintas estéticas, generaciones y
procedencias: todo ello sería formativo para la posterior
gestación del proyecto
tsé-tsé,
revista-libro y editorial.
Con ese grupo autogestionario, como le gustaba decir a
Diana Bellessi, empezamos a expandir el espacio de las lecturas.
Primero hicimos un ciclo de dos sábados a la tarde en Los Altos
de San Telmo, donde presenté
“Tatuajes”, con buena afluencia de público, para nuestra sorpresa, y
ese mismo día conocí a Néstor y a Víctor. Recuerdo que estaba
también Daniel Mourelle. Luego, ya invitando a otros autores,
gestionamos el ciclo Arte Plural, que funcionó durante un par de
años en la sala que tenía el grupo M.I.A. (los Vitale) en el
barrio de Once, en una calle llena de reminiscencias, sábado a
sábado. Insisto en que esto fue durante la dictadura y que
entonces no había tantos ciclos (¿quizá fuimos el único durante
mucho tiempo?). En ese transcurrir conocí a Liliana Ponce, por
ejemplo, cuya amistad me honra hasta hoy.
Paralelamente, y luego
de un corto período en que trabajé como corrector de pruebas en
la imprenta Esquiú, donde en turnos de corrección de galeras
conocí a José Luis Mangieri (a quien pondría en contacto con los
amigos de “Último Reino”), entre otros, ya que fungía, además de
las publicaciones de la curia, como imprenta
free lance, y de
la que fui echado sin explicación alguna al momento en que,
después de trabajar un par de meses haciendo reemplazos, me vio
el coordinador. Me ocurrió lo mismo en una pequeña revista que
se llamaba “Quién es quién en Argentina” (que me hayan echado de
ahí, sin la menor explicación ni consideración y pese a que
trabajara con relativos buenos resultados durante un par de
meses haciendo entrevistas e informes, no podría haber sido
menos significativo), trabajo que había encontrado por un aviso
en el diario (llegué a presentarme, por este método, en decenas
de “entrevistas de trabajo”): mi aspecto evidentemente
desentonaba con la marca de la época, porque las reacciones de
los pequeños capos eran inequívocamente de irritación inmediata.
En el caso de “Esquiú” hay que concederles que eran la curia, y
que en la publicación oficial sobresalía el crítico de cine
Miguel Paulino Tato, nada menos que “El Censor” de la dictadura,
a quien veía siempre por ahí y que paradójicamente no era el más
odioso, comparado con aquellos otros personajes más subalternos
que por supuesto y sin metáfora estaban entrenados para actuar
desde las sombras.
Al poco tiempo de
vivir con Violeta, mientras todavía no había tenido la fortuna
de ser expulsado de “Esquiú”, por mediación de la gran Mirtha
Defilpo empecé a trabajar con Víctor Redondo y Gustavo Margulies
en “Último Reino”, como tipeador de la editorial, donde estuve
diez años. La paciencia que me tuvieron —se tipeaba con máquinas
eléctricas que cambiaban la “bochita” tipográfica y una memoria
limitada a una página y media que había que borrar luego de
“imprimirla” y esa “impresión” se armaba a mano, con una lámpara
debajo de un vidrio, por lo cual mis constantes erratas de tipeo
fueron, durante bastante tiempo, la pesadilla de los armadores—
es algo que sigo agradeciéndoles. El oficio que aprendí allí es
la maquetación de libros, que adoro realizar y que hasta ahora
ha sido uno de mis variados medios de subsistencia. A través de
la editorial tuve oportunidad de conocer a centenares de
personas del circuito poético local e internacional, algunos
entrañables poetas y amigos como Roberto Cignoni y María Rosa
Maldonado. Me tocó tipear o presenciar la aparición de los
libros de Arturo Carrera, Emeterio Cerro, Eduardo Espina, por
supuesto Perlongher, Enrique Blanchard, Zunino, entre tantos
más. Todo eso, el hecho de recorrerlos a veces sílaba a sílaba,
fue asimismo infiltrando
a piacere, modificándolo
siempre, mi repertorio de recursos y referencias.
En los ciclos de recitales de poesía y sus cenas o
tertulias satélites no era infrecuente coincidir con Bayley o
Francisco Madariaga. Un día fui a una librería de Belgrano, que
ya no existe, a la presentación de un libro de Raúl Gustavo
Aguirre, pude estrecharle la mano y pasarle
“Tatuajes” (el cual él
respondería por correo con una tarjeta de agradecimiento que
llevaba impreso “Belleza
obliga”) y ese mismo día conseguí, encontronazo decisivo,
pidiendo prestado unos mangos para redondear el precio a un
amigo ahí presente, “La tortuga ecuestre” de César Moro, edición de Julio Ortega para
Monte Ávila. Quién sabe cómo habría llegado ese ejemplar de la
editorial venezolana a la vidriera de esa buena librería de
barrio (años después volvería allí a pedir trabajo, sin
resultados). A Moro lo conocía de aquella señera antología
“Vuelta a la otra margen”,
de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, publicada en Lima en los 70;
y desde entonces no he dejado de trabajar, sea ensayando sea
traduciendo, en la obra moreana.
Con Paúl Puma, Edison Navarro, Andrea
Crespo y Ernesto Carrión en Riobamba, Ecuador, 2017
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Reynaldo Jiménez - Autorretrato en Santiago de Chile, Chile,
2017
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Con Roberto Echavarren, Gabriela
Giusti, Nákar (Carlos Elliff), Adrián Cangi, Tamara Kamenszain,
Osvaldo Baigorria y Wilson Bueno
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Con Ignacio Betancourt, Felipe
Cussen y José Vicente Anaya en Xilitla, México, 2010
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Con Rodolfo Hinostroza, José Kozer y
Damaris Calderón en Maldonado, Uruguay, 2006
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Reynaldo Jiménez con Gabriela Giusti en 2016
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5 — Lo anticipaste: proyecto
tsé-tsé, revista-libro
y editorial.
RJ — Hablé ya en otros
lugares de este entrañable proyecto que encaramos con Gabriela
Giusti desde 1995 a 2008, diecinueve números de la revista y
cien publicaciones en total. Ahí nos detuvimos. Sin embargo, los
ecos de ese trabajo siguen llegando con frecuencia no menos
irregular. Una parte de mi vida. En ese período nació Clara,
nuestra hija, y en algún momento intentamos que publicar poesía
fuera nuestro modo de supervivencia, no sé ingenuos o
francamente delirantes. Ahora, gracias a Matías Raia y Evelin
Heidel, se está digitalizando toda la colección en sus tres
diferentes formatos o etapas, con idea de colgar todo en la web
para que pueda ser consultado, bajado en pdf y, quién te dice,
leído por nuevos lectores. Todo
tsé-tsé fue un
esfuerzo de pensamiento crítico (no en forma de reseñas sino de
ensayos, entrevistas y muestras) en torno a la diversidad
americana a partir de las poéticas.
Reynaldo Jiménez con Carlos Elliff en 2016
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Reynaldo Jiménez con Andrés Ajens y Silvia Guerra en Barranco,
Lima, Perú, 2016
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Reynaldo Jiménez con Guillermo Daghero, Gabriela Giusti, Clara
Jímenez,
Fernando García Delgado, Brás Antunes, Ivana Martínez Vollaro,
Arnaldo Antunes y Marianoen 2002
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Con Gerardo Villanueva, Eduardo
Milán, Gabriela Botti y Maurizio Medo en ciudad de México, 2016
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Reynaldo Jiménez coordinando Taller de Escritura en el marco del
IV Festival de Literatura y Artes Plásticas, Riobamba, Ecuador,
2017
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6 — Entre 2002 y
2016 participaste en cuatro CD. Sos guitarrista. Realizaste
videopoemas y entrevistas sobre poética. No sólo has formado
parte de mesas de debate sobre poesía experimental, también de
muestras colectivas con objetos y dibujos y de perfomances.
RJ — Participé en
incontables encuentros de improvisación musical, con
instrumentistas muy entrenados, otros más amateurs y también con
no-músicos (pintores o diseñadores o poetas que tocan
intuitivamente algún instrumento o varios). Es algo que vengo
haciendo, cada vez que se presenta la ocasión, desde principios
de los ochenta. Desde antes de la época en que comenzó “El
Invitado Sorpresa”. No soy guitarrista pero toco, algo bestia,
la guitarra. Digamos que casi todos los días un poco, como para
afinarme. Tengo grabaciones que podrían calificarse de
bootlegs,
pero los editores se asustan, seguramente con razón, de
sacar esas curiomonstruosidades. Me gusta tocar “encima de”
alguna música que escucho. Y escucho mucha. Hace ya un tiempito
que no he vuelto a los videopoemas (algunos sin texto), pero
espero retomarlos más adelante, me gustaría conseguirme una
mejor cámara, etc. Lo mismo con las entrevistas a poetas. En
algún momento pensé que sería lindo reunir todas las realizadas
con algunas más a realizar en un dvd. Pero carezco de
habilidades técnicas para ello.
No tanto mesas sobre
poesía experimental (término en el que francamente no creo
designando algo así “la especialidad experimental”) ni tantas
mesas de debate, en realidad (más bien le huyo), pero sí
ponencias, conferencias, conversaciones de poética simplemente,
eso sí, me agrada, me lleva a seguir estudiando. Participé en un
par de muestras colectivas, sí; especialmente recuerdo “La caja”
(con Violeta Lubarsky, Carlé Costa y Gabriela Giusti) justo
cuando ya cerraba The Age of Communication, un sitio-nave de
Buenos Aires que mucho se extraña (igual que a Juan Calcarami,
su timonel de alta navegación).
Tengo bastantes cosas pintadas (hace tiempo que perdí la
continuidad, pero produje mucho durante años, así como eliminé
mucho, pero creo que guardo algunos laburos dignos de ser
expuestos alguna vez) pero me especializo en dibujar en papeles
viejos, en ángulos, hablando por teléfono, pensando en otra
cosa. También armé un libro de artista con poemas y dibujos a
color que a veces utilizo en lecturas. Con Gabriela tenemos una
serie de miniaturas al alimón que hicimos cuando empezamos a
vivir juntos y se mantienen a la espera de ser exhibidas de
alguna manera.
Con Carlé Costa y Anne-Bluette Wollmann
en Berlín, Alemania, 2016 - Foto de Gabriela Giusti
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Reynaldo Jiménez con Dr. Faustroll (Ignatz Bee, Diego Pérez
Arango, Nákar y Juan Salzano) en Centro Cultural Matta, Embajada
de Chile en Buenos Aires, en 2017
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Reynaldo Jiménez con Fernando Aldao probablemente en 2012
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Reynaldo Jiménez con Lola Arias, Ignacio Vázquez, Rafael
Cippolini, Patricia Jawerbaum, M. D. Lozupone, María Inés
Aldaburu, Carlos Riccardo, Daniel Suárez, etc., en 2001
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Reynaldo Jiménez con Enrique Flores en la Universidad Nacional
Autónoma de México, en 2016
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Reynaldo Jiménez con Jairo Rojas Rojas en Montevideo, Uruguay,
2017
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7 — Elijamos uno de tus últimos libros publicados, ese
que se aparta, me parece (no lo he visto), bastante, por su
conformación, de lo que uno designaría como un libro
convencional: “Filia
índica”.
RJ — Es un libro de
viaje, una miscelánea sobre algunos sitios por los que anduvimos
en el verano de 1997-8 por el norte de India, nuestro viaje de
bodas con Gabriela (nos casamos a los seis de años de vivir
juntos y en este viaje nos enteramos de que estábamos esperando
a Clara) donde estuvimos creo que dos meses (además de una
semana en Londres), ya no recuerdo con exactitud. En el libro,
que fue rechazado o más bien diría ni siquiera mirado por tres o
cuatro editores, y que está compuesto por textos que se
divulgaron en la revista y en otro libro (hay un poema que está
en “Musgo”), más
diapositivas a color que tomamos los dos allá (en un par de
casos no sabemos quién las tomó), finalmente salió en Querétaro,
de la mano del editor Federico de la Vega, en una edición
preciosa, cuidadísima. Son pequeñas cosas que pude reunir en
torno a ese viaje, que había sido muy deseado, por ambos por
separado, durante décadas; espero volver pronto por allá. Me
gustaría quedarme un rato en un par de sitios que no llegamos a
visitar aquella vez. De
“Filia índica” puedo decir, a grandes rasgos, que es un
libro resueltamente devocional (elemento que no falta en otros
míos, pero que acá sería un poco el eje, junto al viaje
específico).
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Reynaldo Jiménez con Mario Arteca, Francisco Magallanes, Celeste
Diéguez, Carlos Battilana, Liliana Ponce, Anahí Mallol y María
Eugenia López en 2016
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Con Léonce W. Lupette y Gabriela Giusti
en Berlín, Alemania, 2016 - Foto de Daniel Graf
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Reynaldo Jiménez con Blanca Varela en su oficina del Fondo de
Cultura Económica, Miraflores, Lima, Perú, 1979 - Foto de
Violeta Lubarsky
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Reynaldo Jiménez con Carolina García Vautier y Romina Freschi en
2017
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8 — Y ahora lancémonos a los libros recientemente
editados y a los que tenés en maquetación, así como a los
inéditos o que estés preparando.
RJ — “Arzonar”, tres
ensayos sobre sendos poetas peruanos (Vallejo, Xavier Abril,
César Moro) acaba de socializarse también por la Universidad
Autónoma de Querétaro.
“Olla de grillos”, nuevo de “poemas” (cada vez más valgan
las comillas) está saliendo de la mano del joven editor Frey
Chinelli y su sello A Pasitos del Fin de este Mundo. Acaba
también de publicarse, por fin,
“Antemano”, por
Amargord de Madrid, en la colección Portbou, dirigida por
Edmundo Garrido (otro tremendo editor en pleno despliegue),
libro escrito en 2010 y que tenía fecha de publicación en 2012.
Inéditos, tengo dos libros con diversos ensayos relacionados al
cine, comienzo de una serie que continuará:
“Enteoramas paradisíacos” y
“Cine e inocencia”; así como el primero de dos sobre
psicodelia, “El oyente
psicodeslizado” (el que estoy preparando y voy publicando en
mi blog
psicodeslizado se
va a llamar “Tercer oído”).
Otro inédito es “El
amasijo primordial”, ensayo-poema o texto agenérico
(extremando la onda de
“Informe” y “Nuca”)
para nada extenso. También espero terminar en algún momento un
ensayo-patchwork que se llama
“La difícil procura.
Obrares, expedientes y américas del superreal” (que con
“El cóncavo” y
“Arzonar” van tramando
su propia serie). Además garabateo los pinitos de un libro de
¿poemas? ¿texto performático? ¿balbuceo? que podría llegar a
titularse “Locuelas hechizas”, por ahora en plena catástrofe expansiva…
Reynaldo Jiménez- en Peñalolén, Chile, 2018
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Reynaldo Jiménez con Emanuel Frey Chinelli, Pablo Arraigada,
Adrián Yanzón y Dante Sardi
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Con Osvaldo Aguirre y Beatriz
Vignoli (de espaldas) en 2015.Entre el público, el poeta Alfredo
Luna
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Reynaldo Jiménez con Emanuel Frey Chinelli - Foto de Daniela
Fernández
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Reynaldo Jiménez con Celeste Diéguez
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Reynaldo Jiménez con Carolina García Vautier y Romina Freschi
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9 — Para vos, como sostenía Jorge Guillén: ¿sufrir es un
escándalo?...
RJ — Si el sufrimiento es
mera neurosis, más que escándalo es un plomazo. Y si bien está
claro que el sufrir es parte de la experiencia. Ahora, de ahí a
sufrir en el poema, los grandes sentimientos redentores, el
aplastamiento del emblema por sobre la inscripción… no creo en
eso.
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Reynaldo Jiménez con Patricia Jawerbaum, Carlos Elliff, Léon
Félix Batista, Lorenzo García Vega, Rafael Cippolini y Carlos
Riccardo en 1999
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Reynaldo Jiménez con Lorenzo García Vega y su esposa Marta, y
con Clara Jiménez, su hija, en 2000
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Reynaldo Jiménez con Carlos Elliff y Celeste Diéguez
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10 — ¿A qué escritor que hayas tratado —o, acaso, otro
tipo de artista— te agradaría resaltar en esta conversación?
RJ — Al entrañable y
único Lorenzo García
Vega [1926-2012], indudablemente.
Con Liliana
Ponce en Mar Azul, provincia de Buenos Aires, en 2010 - Detrás
del vidrio, Clara Jiménez
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Reynaldo Jiménez con Juan Salzano, Roberto Echavarren y Carlos
Elliff
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Reynaldo Jiménez con Jussara Salazar, en Curitiba, Brasil, 2002
- Foto de Joao Urban
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Reynaldo Jiménez con Sebastián Goyeneche en 2017
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11 — No sólo tradujiste a poetas brasileños.
RJ — También parte de la
obra en francés de César Moro. Fueron varios libros de este
poeta el año pasado, dos en México y otro en Bolivia, como
eslabones de un proyecto que espero continuar más adelante.
Reynaldo Jiménez - Foto de Clara Jiménez
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Reynaldo Jiménez con Ana Claudia Díaz
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Con Jussara Salazar, Perla Rotzait,
Carlos M. Luis, etc., en 2004 - Foto de Manuel Losada
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Reynaldo Jiménez con Lucio Greco en 2016
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12 —
“Traducir es un poco como echar carbón. Se recoge con la pala y se lanza
al horno. Cada pedazo es una palabra, y cada palabra es otra
frase, y si se tiene una espalda recia y suficiente energía para
seguir con la tarea ocho o diez horas seguidas, se podrá
mantener un buen fuego.”: esto es lo que afirma el narrador
de la novela “El libro de
las ilusiones” de Paul Auster. ¿Coincidís?...
RJ — Sí. En mi caso, las
traducciones que considero haber hecho, fuera de ciertos
encargos laborales, fueron abordajes, estudios de textiles que
admiro, deseo. Distintos modos del “trance leve” en que las
horas pesan menos.
Reynaldo Jiménez con Roberto Piva en Sao Paulo, Brasil,
2000 - Foto de Patricia Jawerbaum
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Reynaldo Jiménez con Leslie Lee y con Clara Jiménez, su hija, en
El Olivar, Lima, Perú, 2010
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Reynaldo Jiménez con Carlos Elliff en 2014
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Reynaldo Jiménez con Gabriela Giusti
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13 — Como vos, Jiménez, renombrado poeta español que
obtuviera el Premio Nobel en 1956: Juan Ramón. Con él y con su
poética: ¿sintonizás, sintonizaste…?
RJ — Bueno, es un
referente para José Lezama Lima, ¿no? No lo tengo súper
frecuentado, pero sí he leído
“Espacio” por ejemplo
(gracias a Ricardo Gilabert, que me lo regaló), que me he
prometido releer. Soy de decantación muy lenta.
“Platero y yo”, leído
de muy chico, me produjo una tristeza enorme por entonces, y te
confieso que me generó cierto prejuicio hacia el venerable
tocayo, hasta que dí de bruces con Lezama, en 1978, para ser más
que anexacto.
Reynaldo Jiménez con Juan Salzano y Carlos Elliff en Montevideo,
Uruguay, 2010
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Reynaldo Jiménez con Carmen Berenguer en 2017
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Reynaldo Jiménez con Daniel Samoilovich y Romina Freschi
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14 — ¿Toro de
Creta o Pegaso? ¿Olga Orozco o Alejandra Pizarnik? Y, por
último: ¿Ladrido, relincho, graznido, arrullo o gruñido?...
RJ — Toro y Pegaso.
Orozco en “Museo salvaje”
y Pizarnik en “Textos de
sombra”. Y por último, respuesta de omnívoro, a tratar de
escribirlos todos: ladrido, relincho, graznido, arrullo y
gruñido.
Reynaldo Jiménez - aproximadamente en
1964 - Foto de Manuel Jiménez
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Reynaldo Jiménez en 2018
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Reynaldo Jiménez con Mauro Césari en 2015
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*
Reynaldo Jiménez
selecciona poemas de su “Olla de grillos” para acompañar esta
entrevista:
Los magmas
Llenos de secretos
los magmas avanzan
(acaba uno por salirse
del infrángel)
Brisas nos deparen
nos despiensen
(roce de las almas
entrelanzadas)
*
Lima la herible
Que veas el viento
ovular tras la muralla
que amamantan tus
fianzas en el miraje
que suculento curten
los semilleros trizados
que la mano del viento
hace virar, hace
temblor de tus harapos
mediando el rapto
de los deslices huríes
de la ventanatrampa
al asomar tapadas
daguerrotípicas y no verlas,
y ya lo ves, oh bestia
en un lobato santiamén
al mero ver sin otro
arrebato que el oscuro
témpano de oro a la
deriva del sentimiento
que tiempo hace hace
tiempo, rengo del goce,
correcorre que te
agarra el tímpano si acaso.
*
La cruda
Disipa la nebulosa
madrugando una sarta de pincelajes
y erosiona la capital
de Bruma, brama la pútrida
petrificando la
sangre, por donde ocurre una cosa
que no la pantomima
sacude sino el desvelo, unísona
desnudez que se
acicala ante la parca restauradora
de su apetito.
La fibra óptica del
sucedáneo despierta con la mordaza
puesta. Son primaveras
acumulándose en la bolsa,
durante la frágil
danza crecen impalpables fortalezas
hasta apasionarse con
la escultura de carne que se anima
a la apariencia y sale
entre los vivos a trasuntar
esas veredas del
cortejo de janos con ganas.
No sin embargo escucho
la razón de ser de estos potreros,
estos descabezados
tales a la palestra ilustre de los plintos,
sacabocados que quitan
del medio la sabiola, la cual rueda
escala a escala hasta
la casita de muñecas de la paraca,
pulpa de inquina
cambiante como en el pálpito
de alguna fiebre entre
el tramonto.
Sale entonces quien
mezclara distancias a un pasaje
de rápidos y tecnos,
como en la melodía de arrastre
con la que pastan las
cosas, sacos, aspas, napa de ascos
y la náusea
sorprendentemente dulce allá en el fondo.
De haber abismo cierto
en esta hoja cunde
o hace cundir la
nervadura duración.
Los causales bichos se
harían las preguntas
residuales, mientras
la fuga de la sed encendería
la inminencia ciega
sorda nunca muda del monito
jugado monitor o
biombesco de lo más feraz,
de lo más veloz, hay
que insistir, de lo más
neutroglodita. Que
bosteza, por supuesto, y hace un daño
liminar de lumínica
apretura, disimula hueso
lo que pellejo
cooculta, para volver a la pálida
escultura, cultivo del
daimón con su chaleco
de portátil, su misa
en escena parva de lirios y
espinares muy bien
guardados en la impalma
de lámina de oro de
supuesta paciencia.
Luego se arrancan las
cosas a su espectro.
Se mastica lo
mordisqueado a rastras del eco
continuo a la zaga del
rito que desmembra.
Junto a la
membranofilia total asoma el cricher,
su desmelenar la luz
difusa estruja
el ánima, que se echa
a rodar con la perrada.
¿Pero no es figura
esquiva
asunto de mordaz
eterna, de una
acaso rabia,
simultánea, que echa espuma
entre las patas
odoríferamente fáunicas de la tarde
moderna evaporando?
Signo de sí, gnosis del sino,
chi lo sà!
Rasco la penetrante fábula gomosa,
inmaculada rocío de
los piensos, pero quién
me creo me creara,
estará en la cara de piedra
de las raras
mandíbulas que sin hesitar estiran,
burlescas, casi
escapadas del siempre y del aún.
*
Profusos y
distraídos
a
Nos veremos en Carbono
Catorce del Real
Con enterito de mónada
nos vestiremos
Diremos el plural fue
corte y confección
El panorama
anormaromáticamente
El Sin Peso ajeno este
bigote atusará
Nos oleremos de tan
cerco que ni estrechos
Ni cuaderno de
florales rigores
Ni entrepierna
sempiterna
Del crujir internando
al insecto aquí presente
b
Nos sabremos la
deshuesada memoria melodía
Con la contención de
ultrazules ecos dentro del negro
A través de la muralla
joyesca de ojos orejas agujeros
Por donde secuestrarse
a la razón de melodía
En laberinto pulsátil
daría igual la tal
Diferencia semejante
hacia las partes paranatales
Encuentro al ras de
usura con las auras
Difusas hojas de
amorfo nombre distraídas
*
No sé tu sino
No sé tu sexo sino el
desliz
Sino perdidizo no sé
tu eco
Si no es tu eco será
el rocío
El ocio minucioso del
minúsculo
trastorno intercambiar
en carne
propia la pulpa recién
despierta
Postrimerías de la
jugosa noche
Pronto albor no
abolirás la máquina
de filtrar este
parloteo de gotas
Ser el gotero el
recipiente pendiente
de tu lóbulo ola del
ardor la bocamaga
No sé mirarte ni
confiarte estas secretas
Adonde cicatrizan
dibujos más que ajustar
Dama de lotos del
códice pasajero me inclino
en la veranda del
vermut donde se junan lobos
Sin espaldas en lodo
cada recodo de bobera triza
el ocular globo oculta
ahúma suma confitura al recoveco
Cada eco que inclínase
hace nacer al abismo
Transparencia don de
la estrella
Al remontar a Venus
por el lomo
Pendiente de tu hombro
de cruda
*
Traductor
a
La transparencia del
estrato.
Deja que suceda. Deja
que duela.
Oh inflorescencia del
junar,
la perpetua cacatúa te
apronta
y de punta los velos
dispone,
a punto de lugar
fugaz.
Los guijarros lunares.
Maquinar,
máscara de
atormentarse maravilla.
La luciérnaga áurea,
prismática,
traslúcida minera de
esa gotícula
en su prisión primera
de palabras,
párpado gótico de
diosajes
que jamás escuchan o
no atienden
todavía. Y cuando
llamas mucho más.
b
La cuarta persona ni
plural ni singular
se atenía a las
consecuencias de una putrescencia
u omniforma: astro en
amnios y sin centro,
con la misma comisura
de pregunta hacia la boca
presunta del desmadre
en desarmaderos del
silencio. Llevaba
por destino cierta
cola y en cuatro
en su pura ley de
disolvencia, se le mezclaron
las edades con las
metas y a punto del desafuero
se encontraron consigo
las demás personas. “Me
volvería margen a
imagen de su neta
energía si emergiera,
mera, todavía…”
c
La espesura natal se
desbroza
en una algarazara de
alborotos
que rasgan el vestido
de luces
bajo el apronte del
Ápeiron,
con los hormigueantes
montículos del minuto.
Plus ultra de los
bichos
que supimos hacernos
consagrar, tatuajes
del filo
reúnen tal deseo con
su muesca,
a medida que desmadran
impelidos
de furor los
sanguíneos velocísimos,
infusos en supina
podre,
los élitros en modo
fasma,
a través del aún
caliente movimiento
que nos junta de cuajo
en el diamante
recién escapado larva
de su abertura. Y
acuso recibo todavía
del escarpe despiadado.
*
Reynaldo Jiménez con José Kozer y Roberto Echavarren
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Reynaldo Jiménez con Paul Guillén en Santiago de Chile, Chile,
2008
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Reynaldo Jiménez con I. García, P. Gola, E. Flores, T. Favela,
L. Verdejo, E. Saavedra, M. Dreyfus, J. Alcántara, G. Terrazas,
F. Barahona, M. Rivas, G. Giusti, etc., en 2017
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Reynaldo Jiménez con Carlos Barbarito en 2018
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Reynaldo Jiménez con Jorge Cid, David Villagrán y Paula
Ilabaca en Santiago de Chile, 2017
Entrevista realizada a
través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, Reynaldo Jiménez y Rolando Revagliatti, mayo 2018.
www.revagliatti.com
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