Ricardo Rubio: sus respuestas y textos literarios
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Ricardo Rubio
nació el 11 de mayo de 1951 en el barrio de Mataderos, ciudad de
Buenos Aires, la Argentina, y tiene su
estudio a pocas cuadras de dicha ciudad, en Lomas del
Mirador, provincia de Buenos Aires. Adoptó la nacionalidad
española. Concluyó en 1967 el
profesorado de idioma inglés, así como en 1972 sus
estudios en filosofía oriental, en 1973 los de analista
programador, en 1974 los de sofrología y parapsicología. Realizó
cursos de idioma italiano, tecnicatura en electrónica, narrativa
fílmica, dirección teatral, etc. En innumerables medios gráficos
nacionales y del exterior se han publicado textos de su autoría,
algunos en italiano, alemán, francés, catalán, gallego, inglés y
ruso. De sus poemarios, mencionamos
“Clave de mí” (1980), “Pueblos
repentinos” (1986),
“Historias de la flor”
(1988), “Árbol con pájaros” (1996),
“Simulación de la rosa” (1998),
“El color
con que atardece”
(2002), “Entre líneas de
agua” (2007),
“Tercinas” (2011). En narrativa se editaron los volúmenes
“Calumex”, novela,
1984, “Crónicas de un
legado hermético”, novela, 2011,
“Minicuentos grises”
(2009), entre otros. En ensayo elegimos citar
“Elvio Romero, la fuerza de la
realidad” (Ediciones Servilibro, Asunción, Paraguay, 2003) y
“Elvio Romero – De la
tierra intensa” (2007). Y en dramaturgia
“Los remolinos”
(1997), “La trama del
silencio” (1998), “El
escriba nocturno” (2002). Integró, por ejemplo, las
siguientes antologías: “17 Poetas entre la utopía y el compromiso” (compiladores: Antonio
Aliberti y Amadeo Gravino, 1997),
“Esquina sin ochava”
(compilador: Omar Cao, 2000),
“El verbo de los tiempos” (antología de poesía universal, en ruso;
compilador: Andrei Rodossky, Universidad de San Petersburgo,
Rusia, 2004), “Dársena
sur” (Asunción, Paraguay, 2004),
“MeloPoeFant
Internacional” (bilingüe: castellano-alemán; compilador:
José Pablo Quevedo; edición conjunta de sellos de Berlín,
Alemania y Lima,
Perú), “Breve
polifonía hispanoamericana” (compilador: Alfonso Larrahona Kasten,
México, 2005), “Eufonía”
(2009). En carácter de antologador tuvo a su cargo los tomos I,
II y IV de “Poesía para el
nuevo milenio” (1999, 2000, 2001),
“Emilse Anzoátegui,
Antología poética
(1956-1999)” y otros volúmenes de poesía argentina
contemporánea. A través de Editorial Sagital se publicó en 2004:
“La palabra revelatoria:
el recorrido poético de
Ricardo Rubio” por
Graciela Maturo. Once piezas teatrales suyas fueron estrenadas,
una de ellas en Madrid, España, con la dirección de Juan Ruiz de
Torres. Desde 1980 dirige el Grupo Literario “La Luna Que”, que
integraba desde 1978, y también la editorial del mismo nombre.
Entre otros cargos, ha sido secretario general de la Asociación
Americana de Poesía, miembro del comité de organización de la
Fundación Argentina para la Poesía, secretario de cultura
primero, y luego presidente de la Sociedad Argentina de
Escritores (Oeste Bonaerense), co-director, con Carlos Kuraiem,
de la “Muestra Itinerante de Revistas Culturales y Literarias”.
Entre 1980 y 2005 dirigió la revista literaria “La Luna Que” (33
números) y entre 1997 a 2000 el boletín de literatura
contemporánea “Tuxmil” (21 números). Con Antonio Aliberti fundó
“Universo Sur”, revista bilingüe (castellano-italiano) que
difundió a poetas argentinos en Italia (4 números). Ha sido
integrante de jurados en más de veinte certámenes. Desde 1986 ha
obtenido diversos premios y reconocimientos por su quehacer.
En la Curtea de Arges (Rumania)
1 — “Adoptó la nacionalidad española.” Y tu apellido “viene de
España”. ¿Abuelos, padres...? Sé que conociste ese país hace
pocos años. Y que tu hija reside allí.
RR
— Soy hijo de campesinos gallegos, lucenses (Provincia de Lugo,
a terra dos nabos). Mi madre es de Alence, una aldea de nueve
casas (“Casa de Rubio”), y mi padre, de Forcas, de once casas
(“Casa de Valdolago”). Soy nieto, bisnieto y tataranieto de
gallegos, y no sé más allá, pero nací en Buenos Aires, dos años
después de que mis padres llegaran de España y se casaran aquí.
Hasta cuarto grado mi pronunciación fue española: el cantito, la
“c” sin sesear, la sibilancia de la “s” y las tablas de
multiplicar cantadas, por lo cual recibía correcciones de los
maestros y mofes de mis compañeros.
Al tiempo de estas palabras, mi madre tiene 92 años, toda su
rama ha sido longeva. Casi toda mi familia gallega —lo que queda
de ella— reside en España (Lugo, Madrid, Barcelona, Málaga) y
dos primas hermanas que están en La Habana, Cuba —donde
nacieron—; ellas tienen una numerosa descendencia, a diferencia
de los que quedaron en Galicia. Sé que uno de mis primos fue
escritor, casi con el mismo “éxito” que yo, y otro, cura.
Detento el apellido Rubio por parte de padre y madre —nacidos de
familias diferentes—, razón por la que mi nombre español es
Ricardo Alfonso Rubio Rubio. Este apellido proviene del
apelativo “rubeo”, que era la menta que los romanos hacían de
los pobladores cercanos a Finisterre, dados su color de piel y
de cabellos. La significación de “rubeo” es “rojo”, y, por ende,
el apellido que más atañe a Galicia. Mi madre, hasta encanecer,
fue “roja”. Valga aclarar que hay un distingo entre rojos y
pelirrojos, que también los hay, o los había; el “rubeo” se dio
por el color rubio tostado y no precisamente por el pelirrojo.
Me casé en 1984 con Graciela Ferrer, abogada y Licenciada en
Historia, quien es una eterna estudiante de las ciencias
sociales. Tenemos dos hijos, Lucas y Laura. Lucas es Técnico
Vial pero trabaja conmigo como imprentero (estudia la carrera de
Edición en la UBA) y empezó a escribir creativamente desde muy
chico, pero lo hace por épocas. Mi hija reside en Madrid desde
hace siete años, hacia donde partió por primera vez a los
diecinueve. Es Bachiller Pedagógico y estudia Ciencias Políticas
en la UNEAD de Madrid. Debo agradecer los progresos
técnico-cibernéticos que permiten, a mí y a mi esposa, hablar
casi todos los días con ella. Viene de visita dos veces por año;
y sí, en una oportunidad he sido yo quien fue a visitarla. Tiene
hoy veintisiete. No le gusta escribir creativamente, pero es una
buena lectora.
2 — Trasladémonos a tus sensaciones tras cada texto tuyo
difundido en medios gráficos bien al principio de que comenzara
a suceder; y a qué te pasaba antes, durante y después de tus
primeras lecturas públicas; y cómo fue cuando accediste al
objeto constituido por tu primera obra autónoma. Y si querés
ligar mi inquietud a otras primeras apariciones tuyas en el
ámbito literario o teatral —tu primera pieza estrenada, tu
primer reconocimiento—, dale, danos a conocer cómo creés que te
impregnaron, qué promovieron, qué deslizaron, qué descubrieron.
RR
— Por problemas, no sé si políticos o de aberraciones
castrenses, me volví taciturno y me acostumbré al bajo perfil;
publiqué un poco tarde, porque hacía más de una década que había
escrito los libros que vieron la luz en 1979 y en la década del
ochenta.
En 1978 aparece, de la mano de Omar Cao, un díptico con trece
poemas de trinchera, y en 1979 el primer libro de poemas que
recogía textos no comprometidos, escritos entre 1969 y 1978, que
eran los únicos que tenía fuera del tema social. No fue
emocionante, quizás porque soy de emociones moderadas o tal vez
porque el proceso militar había mellado mi alegría.
El golpe de estado de 1976 me declaró prescindible por el famoso
inciso 11 (Ley 21274) y me envió a la penumbra de los
escondrijos y a los trabajos eventuales, en los cuales no se
requería ni mi nombre ni mi documento. Me vi obligado a no
volver a la universidad (cursaba la carrera de Antropología) ni
a frecuentar los ambientes céntricos. Mi vida cambió por
completo y mi poesía empezó a escurrirse por los terrenos
antropológicos y metafísicos, previa quema de libros y papeles
supuestamente comprometedores.
Durante
el proceso militar elaboré los poemarios
“Pueblos repentinos” e
“Historias
de la flor”, que publiqué en 1986 y 1988, posteriores
a la novela “Calumex”,
en 1984. “Pueblos repentinos” refleja mi anterior forma de encarar el canto,
tiene aún vestigios sociales, por entonces creía que estaban
bien disimulados.
“Historias de la flor” es mi primer trabajo metafísico en
poesía, pese a que “Clave
de mí” (1980) lo anunciaba.
Durante la mala época es cuando me acerco a los ambientes
vernáculos. Mis sensaciones estaban trastocadas y me incomodaba
la presencia de personas desconocidas, me resultaban sospechosas
de ocultar uniformes, de modo que no tenía más que la permanente
atención por ver las probables salidas de escape. Siempre me
acompañaba la misma pregunta: “¿Qué hago acá?”
A redimirme, llega el grupo La Luna Que Se Cortó Con La Botella,
dirigida por Omar Cao y Hugo Enrique Salerno, dos años después
del
golpe de estado. Hacían recitales y me compelían a editar, a dar
conferencias (el lema de mis conferencias era “Magia Negra y
Magia Blanca”, un pastiche acerca de las prácticas de sectas y
religiones; también pude participar con mis libretos en las
obras que dirigía José Luis Lamela, y mi primera emoción fuerte
se dio precisamente con la obra para niños
“La reina dorada”, que
escribí en verso formal, y que fue representada en teatro de
títeres de la Biblioteca Popular José Enrique Rodó, un año antes
de que el “ejército argentino” —así se presentaron— la quemara.
Pocas veces la poesía me dio satisfacciones en vivo. Lo críptico
que me caracteriza y que ocupa gran parte de lo que he escrito,
no es apto para una fugaz oralidad; pero sí me la dio el teatro.
Venía yo de escribir y dirigir cortometrajes en Super-8 y el
paso al escenario me pareció natural. Mi mayor satisfacción eran
los ensayos, los pequeños logros que creía ver en los actores,
la formación de una obra, los retoques de texto, los gestos, las
locuras escenográficas... Solían decirme que tenía una estética
cinematográfica, cómo no tenerla si de allí había partido; pese
a la solapada crítica que encierra la frase “estética
cinematográfica” referida al teatro, agradecía que dijeran que
tenía una. Fueron veinte años de maravilla.
La única presentación de libro propio que me conmovió
profundamente fue la del poemario
“Simulación de la rosa” (1998), en la Librería Hernández, a la que
concurrieron resonantes nombres de las letras, la sala se
desbordó largamente y vendí una cincuentena de libros. Ese día
creo que sentí que estaba logrando alguna cosa, que nunca sabré
qué es.
El intercambio de cartas tuvo sus alegrías. Por entonces me
emocionaba recibir cartas de quienes consideraba (y considero en
muchos casos) maestros: Alberto Luis Ponzo, Ulises Petit de
Murat, Raúl Gustavo Aguirre, Marco Denevi, Juan-Jacobo Bajarlía,
el colombiano Rodolfo Jaramillo Ángel (1912-1980), Rodolfo
Alonso, Federico Peltzer, Ester de Izaguirre, Larrahona Kasten,
Susana Sumer (esposa de Romilio Ribero), Ana Emilia Lahitte y
muchos otros; y también me emocionaba recibir revistas de todas
partes, me publicasen o no, y que ocasionalmente lo hacían.
Nadie como vos, Rolando, conoce tanto estas circunstancias.
Te cuento una anécdota: en un número de la revista “Repertorio
Americano”, una de sus notas aludía al poeta sueco Harry
Martinson; como era un bardo de mi interés, la leí con cierta
fruición, pero al llegar a la última línea vi que estaba firmada
con mi nombre. Sorpresa, era una apostilla que había escrito y
publicado en la revista “La Luna Que” algunos años antes. El
caso es que pude leerme desde “otro”, advirtiendo tono,
vocabulario, estructura, opinión, sin que pesasen lo subjetivo y
el prejuicio de la autocorrección. Como pensaba, y pienso, que
soy mejor lector que escritor, desde ese momento comencé a tener
un poco de fe en lo que hago y a largarme con el ensayo.
Los premios y reconocimientos, que no son muchos, no mellaron mi
carácter, apenas lo acariciaron.
“El color con que
atardece”, que considero largamente mi mejor poemario, fue
reconocido en más de una oportunidad, por lo que infiero que el
camino previo mereció la pena; pero en la vorágine no he tenido
tiempo de sentarme a ser feliz.
Ricardo Rubio en 1999 con Rolando Revagliatti - Foto Daniel Grad
3 — Tantos libros y revistas y boletines y plaquetas —miles y
miles los cientos de cada edición— han pasado por tus manos —y
hasta podría aseverar que literalmente ha pasado por tus manos
cada ejemplar, ¿no?— en tu condición de diseñador, impresor,
editor. ¿Nos trasladarías algunas anécdotas o percances?
RR
— Infinitas anécdotas: como la de un libro que tuvo un título y
un nombre de autor en la portada y otro muy distinto en el lomo;
o el interior de un libro con la tapa de otro; o tapas a la
mitad del tamaño del interior; o que cuando la imprenta con la
que trabajaba suspendió las impresiones de un día para otro,
porque no daban abasto con sus propios trabajos, debí recurrir a
impresoras de chorro de tinta que fulminaba cada semana (a mi
pequeño taller vinieron a morir treinta y dos impresoras de
escritorio, hasta que pude acceder a una máquina de imprenta
propia).
El tenor de los percances no pasa de los dramáticos, ya que lo
editorial es en mi caso un trabajo solitario que no da para el
humor. Lo único gracioso es que soy Profesor de Inglés y
Analista Programador, materias que
dicté como docente por largos períodos, pero hoy uso la PC sólo
para diseño y edición de libros.
Y sí, es cierto, cada página de 476 títulos pasó por mis manos o
por las manos de mis compañeros de grupo, mis hijos o mi esposa,
sin contar miles de plaquetas, salvo aquellas que hiciera el
Gobierno de la Ciudad en los ‘90.
Ricardo Rubio en 2001 con Gastón Leonardo Herrmann,
Norberto Barleand, Ayelén Correa y Elvira Otero
4 — Has prologado y redactado comentarios críticos a modo de
epílogos a más de setenta volúmenes: tendrás, probablemente, más
de un modo de involucrarte en estas tareas. ¿A qué prologuistas
admirás (además de Borges, me imagino)? ¿Recordás prólogos o
epílogos que te hayan impactado? ¿Lo considerás un género, un
sub-género (interrogo olvidándome de los meros textos
laudatorios, machacones, remanidos, “cariñosos” con la persona
del autor)?
RR
— Prologar, comentar, hacer la crítica de una obra de amigos o
de un poeta o narrador lejano en tiempo y espacio no me resulta
sencillo hasta encontrar las primeras palabras que sean fieles a
lo que siento frente a los textos. De cualquiera de ellos, me
interesan, por sobre todo, el concepto y el hilo emocional que
lo provoca y justifica, luego me tomo la atribución de creer en
lo que percibo y paso al intento de objetividad. Una vez dado
ese paso, unas primeras palabras, y de atisbar la intención
creativa de la obra, el trámite se facilita. Es entonces cuando
rebusco entre las estéticas, estilos, concordancias —me gusta
nombrarlas—, sea por forma o semántica. Y siempre las hay.
Creo
que no tengo modos —al menos conscientemente— de encarar un
comentario, pero debo reconocer que no me provoca lo mismo
analizar textos de Reinaldo Arenas o Romilio Ribero que la obra
de un amigo, para la cual, infiero, tengo una “colocación”
distinta por cercanía o amistad y por ende un discurso
diferente, que creo más cálido y menos preceptivo.
Me agradan mucho los prólogos, pero mucho más los análisis
preliminares; extraño aquellas ediciones económicas de Kapelusz.
Me divierten los esfuerzos que se hacen para ensalzar la obra
que procede o precede al comentario y que muchas veces son
superiores a la obra en sí; también me divierten las
observaciones equívocas de algún prologuista o analista. Para el
caso cito el extenso análisis que hizo Rama Prasad del texto
anónimo “Zivagama” (“Las
fuerzas sutiles de la naturaleza”), en donde se desatina en
un vano esfuerzo por traducir una idea oriental milenaria al
mundo occidental actual.
No considero los prólogos como subgénero, me parecen simples
alusiones sobre la verdadera obra artística; creo que un prólogo
es a un libro como un sombrero a la cabeza, cuando es de noche y
no llueve (dejo abierta la posibilidad al frío). Claro que a
todos nos gusta elegir un nombre que nos haga quedar bien, que
nos ayude a ser mejor “mirados” a la hora de ser leídos. Yo he
recurrido a ese embeleco varias veces y no lo menosprecio. Desde
hace unos años, hago mis propios preliminares.
Son muchos los prólogos que me han impactado y enseñado, pero
los de Borges, sin duda, resultan insuperables por síntesis y
profundidad, y siento la rara felicidad de su relectura, sus
torsiones sintácticas, con muy pocas y precisas palabras, lo
dicen todo de un modo inesperado, tal como lo hizo en sus
conferencias de “Siete Noches”, que son prólogos para libros que
no existen. Quizás en el caso de Borges pueda hablarse de
subgénero literario, acaso del mismo orden que los ensayos de
Maeterlinck.
Un prólogo que me impactó fue el del libro
“Antes que anochezca”,
de Reinaldo Arenas, escrito por Mario Vargas Llosa —escritor con
el que nada comparto—. No puedo negar que la presentación es de
excelencia, aun considerando que esta obra de Arenas fue tomada,
en ese caso, como baluarte anticastrista.
Entre los nuestros, y desde el punto de vista analítico de fondo
y forma, no puedo soslayar a Enrique Anderson Imbert ni a Manuel
Gálvez, tampoco a Graciela Maturo, que “ve” las obras
filosóficamente, ni a Antonio Aliberti, que hizo tantos, y
“veía” las entrelíneas como si estuvieran escritas.
No me gustan los prologuistas que simplemente tienen facilidad
de palabra (más vanidad que carne, y son muchos nombres
resonantes que no citaré aquí), que suben las ramas de un árbol
ilusorio; quienes, subliminalmente, nos dicen “miren lo que soy
capaz de pensar y decir”; tampoco me agradan los academicistas
que dividen palabras (de-canta, re-clama, re-viste, etcétera) y
establecen paralelismos incomprensibles con asuntos de la mítica
profunda o que encuentran
torres de cristal donde
sólo hay un amor frustrado (siempre hay un amor frustrado, y
mencionar en algunos casos una
torre de cristal es como decir que es mejor pasarla bien que
pasarla mal). Creo que cuando aparece una verdadera cosmogonía,
recién entonces se puede hablar de una
torre de cristal.
5 — Te has referido aquí o allá, muchas veces, al grupo
literario “La Luna Que”. Te propongo que a nuestros lectores en
la Red les trasmitas qué ha sido el grupo en su instancia
fundacional, cómo se ha ido transformando, qué cosas te han ido
sucediendo a lo largo de esos lustros de pertenencia?
RR
— El Grupo Literario La Luna Que Se Cortó Con La Botella
(LLQSCCLB) fue creado por los poetas Omar Cao y Hugo Enrique
Salerno a la salida de la presentación del poemario
“Uno de dos”, que era
de ambos, en febrero de 1975. Al poco tiempo se le unió la que
era por entonces esposa de Salerno, Isabel Corina Ortiz. En 1976
editan el primer número de LLQSCCLB, una revista-libro de 72
páginas. Llegué al grupo en 1978, cuando se ideaban unos
dípticos de gran tamaño que podían contener varios poemas. El
número uno fue de Isabel Corina Ortiz y el segundo, el mío.
El revés que sufrió el grupo, por entonces numeroso, al ser
incendiada la Biblioteca Popular José Enrique Rodó, nos dispersó
a todos: tiempo de miedo, de preguntas sin respuestas, de
pequeñas reuniones celebradas aquí o allá y sin periodicidad. En
1980, Cao me dijo que dejaba el grupo, Salerno ya no nos
frecuentaba. Decidí seguir con aquellos compinches que quedaban
y, poco a poco, se fueron sumando otros. En esa década (‘80)
efectuamos varias presentaciones de libros y recitales en el
Centro Cultural General San Martín, en Oliverio Mate Bar, en La
Bodega del Café Tortoni, en Bibliotecas Populares, etcétera.
El grupo siguió creciendo y ampliándose más y más. Pero es a
mediados de los noventas cuando cobra el mayor espectro, la
continuidad se nos hizo costumbre: recitales, encuentros, cenas
literarias, el café literario “Tinta Buenos Aires”,
presentaciones y numerosas ediciones de libros, en las que
participaste. Según creo, el único libro de tu autoría que
presentaste alguna vez, tuvo lugar en una cena literaria del
grupo. En 1996 se redujo LLQSCCLB
a La Luna Que.
Salimos a la caza de otros horizontes por distintos barrios de
la ciudad y de las provincias; centros culturales, clubes,
salones para leer, exponer y difundir nuestras obras,
acompañados por libros, revistas y plaquetas hechas con nuestras
manos en ediciones económicas, que luego extendimos a Paraguay y
a Uruguay; logramos presencia de integrantes en congresos
internacionales, exposiciones de poesía ilustrada y revistas
literarias (la exposición itinerante de revistas que dirigí
luego con Carlos Kuraiem); apariciones de nuevas revistas que se
sumaban a la ya existente “La Luna Que”: “Universo Sur”,
bilingüe italiano-castellano, codirigida por Antonio Aliberti;
el cuaderno “Tuxmil”, el boletín informativo; “Pormenores”; los
cuadernos de poesía “Squeo - Sacronte cisandino”. La revista “La
Luna Que”, luego de sus 33 números, reapareció en tabloide como
suplemento del diario “Ego” en sólo dos números. Pasaron otros
intentos de continuidad: “Crisol”, “Considerando en Frío”, de
críticas; “Tinta Buenos Aires”; participaciones en “Emergiendo”,
“Cultura con Todos” y “El Mirador de la Cultura”.
Hubo, sí, en los actos del grupo, momentos de emotividad y
felicidad. En primer lugar, la concurrencia, que contó varias
veces con autores que no era común encontrar en otros actos,
tales como Nira Etchenique, Juan-Jacobo Bajarlía, Rodolfo
Modern, que apenas circulaban por los ambientes vernáculos; en
segundo lugar, las frases: un diálogo con Antonio Aliberti, en
una reunión en la que no podría estar presente por otra cita a
la que se debía y luego desestimó, dijo:
“Siempre voy a estar donde esté La Luna”; y tercero, las palabras de
Elvio Romero, cuando expresó desde el micrófono:
“La Luna Que es lo mejor que me ha pasado en los últimos años”.
De la camada que nos precedía, creo que son muy pocos los que no
han estado alguna vez entre nosotros. En cierta oportunidad,
pedí disculpas a Atilio Jorge Castelpoggi porque, mientras él
leía, desde el fondo se escuchaban los susurros de quienes nunca
faltan, y el poeta me dijo:
“No les des bola, son
parte de la fiesta”. También poetas de generaciones más
nuevas han concurrido, leído y presentado libros. Hasta 2012 nos
reunimos con cierta regularidad. Ya no organizamos ni encuentros
ni lecturas, salvo las presentaciones de libros, en las que cada
uno se ocupa del propio y los demás invitan, concurren y acaso
intervienen en la mesa de lectura.
Actualmente participo en un nuevo grupo, “Arte con todos”.
Trabajamos sobre todo en escuelas secundarias con charlas y
presentaciones de orden literario y de artes visuales.
Ricardo Rubio con el escritor noruego Erling Kittelsen en
Valaquia, Rumania
6 — En 2007
aparece tu “Aliteraciones,
sonsonetes y otros
juegos”. ¿Cómo percibiste que necesitabas probarte en el
minicuento?
RR
— Los minicuentos llegaron para darme solaz en una etapa en que
la novela que estaba escribiendo empezó a darme dudas. Escribir
novela produce un agotamiento que no conozco en los otros
géneros, más aún cuando no es lineal y su estructura se escalona
en varios estadios temporales. Los minicuentos, en cambio, son
rápidos, y en ellos no hay que cuidarse de caer en invasiones
poéticas; por lo general es de una sola dirección y permite
llegar a fin de un plumazo; se corrige un poco y ya. El primero
de los nuevos surgió de las nefastas noticias judeo-palestinas,
y traspuse el problema a dos tribus vecinas que jugaban con
misiles. Como la idea escritural se basó en el absurdo, comencé
a jugar también con aliteraciones, antítesis, paradojas,
sinestesias... Me gustó mucho cómo había quedado y decidí
escribir algunos más. Sucedió que, en poco tiempo, había logrado
un buen número de relatos que me agradaba leer a ocasionales
escuchas. Si bien algunos decían que se trataba de una
“literatura menor”, no era para mí nada desdeñable, ya que les
cobré enorme afecto, habida cuenta de que, además, mi gusto por
construirlos me había devuelto algunas sensaciones antiguas de
la escritura, es decir, volví a los primeros sentimientos de
placer al escribir; de pronto, empezaba de nuevo. Tu pregunta
lleva mi respuesta.
Mis primeros escritos no fueron de poesía sino de cuentos. Nunca
he dejado la narrativa a pesar de tantos poemarios editados.
“Minicuentos grises”
recoge uno solo de los viejos trabajos de microficción que
escribí (“La fiera y el cazador inexperto”), publicado en la
revista La Luna Que en los ochentas, los demás son todos de
2004/2005.
Si bien el formato ya me había impresionado en
“Los relámpagos lentos”
y “Chinchina busca el
tiempo”, de Manuel del Cabral;
“Falsificaciones”, de
Marco Denevi; en “La letra
e”, de Augusto Monterroso; y en sueltos de otros muchos
autores, ignoro cómo, repentinamente, escribí un seguidilla,
fascinado por el juego que me permitía decir cuanta cosa oscura
sucede en las personas, apuntando a lo individual, cuando en los
otros géneros mis objetivos siempre buscan el panorama
antropológico, salvo pocas excepciones, donde prima el
intimismo. No sentí estar probándome, sentí que jugaba con las
palabras y los sucesos del periódico, la síntesis y las figuras
del lenguaje, cada nueva línea me da satisfacción y me provoca
la sonrisa. Pese a los temas, claro.
El libro y el blog que lo repite me brindaron muchas sonrisas y
aprobaciones. Un grupo de México se impresionó con ellos y un
especialista guatemalteco me invitó a una antología que ignoro
si se editó alguna vez, además de una buena cantidad de sitios
de Internet que me pidieron participar.
El libro que publiqué en 2009 se iba a llamar “Minicuentos
grises – Aliteraciones, sonsonetes y otros juegos con la lengua”, pero me pareció
demasiado. Estoy preparando el que por ahora se llama
“Minicuentos cromáticos”, aunque la esdrújula no me agrada
demasiado.
Ricardo Rubio con Hugo Enrique Salerno y Omar Cao en 1982
Ricardo Rubio con Francisco Squeo Acuña y Elvio Romero en 2002
7 — Se me hace que
no abundan los testimonios de escritores que hayan tenido la
responsabilidad de ser jurados en certámenes literarios. Y acaso
no te hayas referido públicamente a esas experiencias. Dejo
picando la pelota…
RR
— Ser jurado no es agradable, salvo el aparente crédito
implícito en la solicitud y el eventual subsidio. Conozco muchos
entuertos, prebendas, “devoluciones”; inclusive los dictaminados
antes de que el jurado se reúna. Tenemos numerosos casos
non sanctos en nuestra
historia reciente. Razón por la que soy poco afecto a los
concursos. Envío mis libros editados al premio de la ciudad
por si se equivocan,
como solía decir Antonio Aliberti.
Como miembro de jurados he pasado algunas penurias. Creo que
para ser un buen juez no hace falta ser un buen escritor sino un
buen lector, aunque muy avisado de estéticas. Creo que un
miembro de selección no debe dejarse llevar por la comunión
particular con un estilo, porque desechará todo lo que no camine
por allí; debe tener un copioso bagaje de lectura, que no se
acote a una sola forma ni a un solo tema; un buen conocimiento
del idioma en tanto ortografía y sintaxis (suelo apartar
trabajos mal escritos ya que es imperdonable que se ignoren las
herramientas de un oficio, nadie iría a quitarse el apéndice con
un jardinero); estar al tanto de las distintas corrientes
poéticas o narrativas y abierto a novedades; y, lo más difícil,
debe sustraerse de los afectos. Para mi fortuna, pocas veces he
tenido que reñir con ese punto. En cierto concurso reconocí un
cuento de Daniel Battilana —era con seudónimo—, bien sabemos
cómo escribe y la novedad de su formato, y en mi nómina lo
ubiqué segundo o tercero o cuarto, no recuerdo, dado que el
primero estaba muy por encima del resto en todos los órdenes;
mis dos compañeros de mesa, que eran un matrimonio de docentes,
ni tomaron al primero ni a Battilana, sino un texto que tenía
errores sintácticos, de tema adocenado y remate impreciso;
ninguno de los que propuse figuró dentro de los seis primeros
puestos. No pude defender mi postura ante ellos porque había
dejado la resolución por escrito (debí viajar a la ciudad de
Azul), nunca los vi, e hicieron lo que quisieron. He lamentado
los odiosos desniveles de miembros en varias oportunidades; se
supone que deben tener experiencia literaria de todo orden y
advertir que no basta con ser profesores de lengua devenidos a
incipientes escritores o poetas.
La pelota está picando y sé muy bien que lo que estoy diciendo
pica de otra manera. Habrás notado que ningún jurado habla de su
mesa o, si lo hace, dice en voz baja: “No es así... Se lo
merecía.” Jamás dirá “se lo dimos a él, o ella, porque le
tocaba”, o “necesita la plata porque tiene que operarse”, y aun:
“y bueno, pero me voy al hotel con ella”, “a ésta/éste no se lo
vamos a dar porque es peronista/comunista/radical...”; o:
“repartió muchos subsidios, se lo merece”. Después nos
preguntamos porqué los niños pierden la inocencia.
La pelota duerme en el punto del penal: están los concursos
comerciales que obtienen un rédito en metálico, los concursos
editoriales usados para la publicidad de un libro ya designado a
primer premio, los certámenes mediocres que ignoran por completo
la calidad de un texto, y los inocentes: uno que otro que
reparten, equivocadamente o no, un poco de justicia. En su
mayoría, fuera del país.
Rubio con Graciela Maturo
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8 — Además de ser, entre 2004 y 2007, en la zona Oeste
Bonaerense, Secretario de Cultura de la Sociedad Argentina de
Escritores, fuiste
el Presidente en el lapso 2007-2010. ¿Te sentís conforme con tu
actuación, lograste consumar o impulsar iniciativas? ¿Qué S. A.
D. E. es posible, esperable?
RR
— Creo que hice lo que pude hacer. La cuota era muy baja para
grandes emprendimientos (la aumenté de 3 a 5 pesos) y es una
entidad a la que no se acercan los jóvenes; pese a ello, tuvimos
un alza de inscriptos, llegamos a los cien. Implementé una
revista, “Laberintos”, una colección de plaquetas, una serie de
actos con presencias de autores experimentados, dos antologías
de miembros, “Oeste” (como Secretario de Cultura) y “Eufonía”
(como Presidente) que incluye a quienes nos visitaron como
disertantes, una exposición de revistas, una obra de teatro en
“La Panadería” y lecturas varias. También planificamos pasar la
sede desde “El Club de la Raza” a las instalaciones de la
“Universidad de Morón”, pero nos agobiaron los trámites
burocráticos durante un año y medio. Se cumplió mi mandato y el
trámite no estaba terminado. No tuve voluntad para seguir en el
cargo por otro período; además el estatuto social indica que no
se pueden sobrepasar dos períodos correlativos como miembro de
la comisión.
De la experiencia, recogí una gran cantidad de amigos, el exiguo
conocimiento acerca del manejo de una entidad como tal, sus
obligaciones y derechos, las normas estatutarias y todas
aquellas cosas que como simple afiliado ignoraba. Al cese de mis
funciones, como todo presidente de SADE OB, fui nombrado Socio
Honorario.
Dos veces fui candidato al cargo de secretario de SADE central.
Fue en la peor de las épocas de la entidad: desapariciones de
cuadros, de libros, de picaportes de bronce; reuniones de
fiestas particulares; estafas editoriales, solicitud de
préstamos a Argentores (Sociedad General de Autores de la
Argentina) que no se devolvían y cuyo destino era incierto; el
teléfono había sido cortado y muchos empleados de la casa fueron
despedidos después de añares. (Ni siquiera Víctor Redondo pudo
con ellos; se fue de SADE y fundó la Sociedad de Escritoras y
Escritores de la Argentina.) Las elecciones que celebraron
provocarían la envidia de los caudillos de antaño, el propio
Guzmán (no recuerdo el nombre de pila, por entonces presidente
de la entidad) se hizo acompañar por un grupo de matones cuando
la Junta Electoral —presidida por un actor (¿?) al que le habían
prometido junto a su esposa un puesto de no sé qué— lo declaró
triunfante en los comicios, cuando en realidad ocupaba un cómodo
y último tercer puesto. La Inspección de Justicia... bien,
gracias.
Por todas estas cosas, precedidas por Carlos Paz —no el
escritor, sino el político ya fallecido—, la entidad tocó fondo
con una deuda que hizo peligrar las propiedades de la calle
Uruguay y la de calle México. No sé de qué modo se resolvió, ni
si se ha resuelto aún. Qué se puede esperar entonces de SADE es
un misterio; mientras no lleguen autoridades honorables,
fuertes, limpias, vocacionales, que no jueguen al señor
presidente o al señor secretario, o al “¿me nombran en la
Comisión a la Feria del Libro?”, creo que poco.
Ricardo Rubio en 2003 con Zoraida Laveglia, Leonardo Gastón
Herrmann, Elvira Otero, José Martínez-Bargiela, Vanina Guilledo
y Jorge Hirsch - Foto Daniel Grad
Ricardo Rubio con Antonio Aliberti
9 — Te has ocupado
de la obra de ese insoslayable poeta paraguayo, Elvio Romero
(1926-2004), y además lo trataste. ¿Cómo era, qué trasuntaba,
habrá quedado producción inédita?
RR
— Ha dejado, seguramente, muchos comentarios sobre poetas
españoles que lo conmovían, Antonio Machado, Miguel Hernández,
Federico García Lorca, Rafael Alberti y León Felipe. De sus
poemas, el libro inédito que me había dado a leer,
“Cantar de
caminante”, fue
editado en 2007 póstumamente. No le conocí otros trabajos.
Era un hombre de buen humor, cabal, honorable, respetuoso de
todas las ideas, comportamientos y tendencias de los demás, pero
estaba muy seguro de sus preferencias. También su esposa, Élida
Vallejo, irradia bonhomía y generosidad, proyectadas en sus
hijos Ariel y Zulma en gran espectro. La palabra de Elvio
siempre era de aliento e intentaba encontrar explicaciones para
justificar las cosas que no resultaban como era esperado. No era
vehemente ni con sus ideas políticas ni con la literatura,
aunque las tenía fuertemente arraigadas. Todo en él era
moderado, comprensivo pero firme. Era un hombre de
temperamento seguro, afable, y sólo se me ocurren
ponderaciones ya que, en los casi diez años en que fuimos
amigos, nunca fue necesaria una porfía. Que yo me manejase con
tacto ante una figura de las letras como él resulta casi lógico,
pero que él respondiera del mismo modo, no hace más que hablar
bien de su conducta. Lo preocupaba la situación del mundo y de
él tomé la frase “la dispersión de la coherencia”, que mencionó alguna vez para
calificar estos tiempos.
En 2000 empezó con las mayores molestias físicas y debía salir a
caminar por las inmediaciones de Once, donde vivía y aún vive su
familia; lo acompañé en varias de esas caminatas que recalaban
en uno de los bares de Yrigoyen y Urquiza, en la esquina de su
casa. En esas travesías conocí más profundamente a Elvio Romero,
al hombre cotidiano, no ya si este o aquel autor sino sus
pensamientos de vida, y me siento orgulloso de que compartiera
conmigo sus confidencias.
Ricardo Rubio con su esposa e hijos
10 — Sos un cinéfilo que inclusive mientras realizás
determinadas tareas de tu quehacer remunerado, ve, oye
largometrajes. ¿Quisieras referirte a esto, a tus preferencias?
¿Dirigirías alguna película?
RR
— Las películas que no me gustan es porque no me atrae nada de
ellas y las que me gustan derivan por todas las líneas, a casi
todas les encuentro algo ponderable. Como en cualquier orden de
la vida, el gusto es muy subjetivo, depende de intereses
particulares. Creo que sé reconocer una buena película aunque no
vaya conmigo, y también lo contrario. Los ingredientes del
cocido son muchos: libro, dirección, fotografía, narrativa
fílmica, elenco, actuación, producción, utilería y toda la larga
lista técnica que aparece en los créditos, pero como suma de
arte vario, hay productos realmente buenos. Me interesa la
ciencia ficción, la fantasía, el policial negro, las que llamo
obras de teatro filmadas —sobre todo las que suelen hacer los
ingleses—, las de historia y mitos clásicos; el realismo
español, el neorrealismo social italiano. No me gustan las
películas psicológicas de los franceses, ni las violentas por la
violencia misma, ni el terror, ni las comedias norteamericanas
—salvo excepciones—; tampoco me agradan la inocencia hindú ni
las imitaciones de Hollywood que suelen hacerse en Japón, ni las
románticas de cualquier parte del mundo, ni las de estudiantes,
ni las musicales, ni las deportivas, ni las absurdas, ni el poco
cuidado que tiene gran parte del cine argentino en la
conformación de elencos y en el descuidado tratamiento de los
diálogos, donde omite lo que debe decir y dice lo que no debe.
El elenco puede depender de las capacidades de producción, pero
el descuido del libro es imperdonable. Hoy, creo que tenemos
buenos directores jóvenes que cuidan un poco más la palabra y
manejan bien los tiempos; un par de décadas atrás se arruinaron
historias, que hubieran sido buenas películas, por el fluir
discontinuo de la narrativa; pese a ello obtuvimos algunos
premios, cosa que nunca entendí. Leonardo Favio también sufría
de este síntoma. “El secreto de tus ojos” me gustó sobremanera,
pero por fondo y por las amplias alternativas de la historia
hubiera dado para una superproducción. ¿Cómo hacerlo en
Argentina?
Soy simple público de cine y me apoyo mucho en los actores: Ugo
Tognazzi, Marcello Mastroianni, Giancarlo Giannini, Marlon
Brando, Natalie Portman, Dustin Hoffman, Al Pacino, Johnny Depp,
Peter O’Toole, Ralph Fiennes, Michel Serrault, Lambert Wilson,
Ben Kingsley, Madeleine Stowe, Robin Williams, Uma Thurman,
Christina Ricci, Dakota Fanning, José Sacristán, y muchos
etcéteras. De los nuestros, destaco a Julio Chávez, Germán
Palacios, Arturo Bonín, Darío Grandinetti, Leonardo Sbaraglia,
por no ir más atrás. También busco a ciertos directores, por
citar a algunos: Tim Burton, Ridley Scott, Sam Peckinpah, Peter
Jackson, Martín Scorsese, los hermanos Cohen, Luis Buñuel, Zack
Snyder, Alex de la Iglesia, los hermanos Bertolucci, Federico
Fellini, Francis Ford Coppola, Luchino Visconti, Jean-Pierre
Melville, Costa Gavras, Win Wenders... La lista, me doy cuenta
ahora, sería enorme.
Sí me gustaría dirigir una película de mi última novela,
“Crónicas de un legado
hermético”, donde
Collin Farrell fuera el protagonista, acompañado por Ray
Winstone,
Michael Nyqvist,
Brendan Gleeson, Stellan Skarsgard, Max von Sydow, John
Turturro, Paul Bettany, Jean Reno, Peter Stormare y los
argentinos Ricardo Darín y Héctor Alterio, este último para el
papel de Yabo Numac. Es un chiste, claro, pero si Mercedes Sosa
viviera, haría el papel de Carmen Tulián.
*
Ricardo Rubio con Nira Etchenique
Ricardo Rubio selecciona textos de sus libros publicados para
acompañar esta entrevista:
Poesía:
LA RUECA
Hay un reclamo de lógica perdida en la espalda del viento.
Un reclamo de espacios y de ciencias
en la infinita sabiduría de las rocas.
Como nave cristalina
el tiempo reviste la desnudez de la tierra
y los profanos hijos del ancestro se pintan de colores
y se visten de espejos nunca vistos.
Y hay otras tantas formas de huir
Hay un llanto esmeralda
acariciando la mansedad de la montaña
donde yace el mineral con su verdad dormida.
Alguien descompuso esas semillas
y creyéndose sabio les dio una cifra,
y cifra y letra formaron extraños parásitos de papel
que no sacian nuestra honda sed de invitados sin regalo.
La claridad brota de viejas filosofías no escritas aún,
los astros nada saben de palomas ni de credos,
pero el suelo ha dado flores e insectos
y sin contarnos nos envuelve en silencio y a él volvemos.
Hay otras tantas formas de huir.
Objeto de insignes pensadores
con grandes cerebros y fortunas
y profetas, magos, monjes e ingenieros;
objeto de inútiles pisadas, de invasiones, de colonización
de intrépidos periplos alrededor de qué o de quién,
de formas y dibujos, de forzados cambios
y de lluvias atómicas que nada saben de núcleo ni de átomo.
Por eso el suelo aguantando no es sed y es amparo,
sin embargo el gemido asoma en el desierto
y el grito en el volcán.
¿Quién me dará una almeja y un balde de arena?
¿Quién me enseñará a no saber nada?
Y otras tantas formas de huir.
de
“Pueblos repentinos”
(1986)
*
El color con que atardece
(frag.)
—Sobra tiempo para dejar de rechinar,
para olvidar los temores, para dejarse vivir.
—A pesar de las arenas que caen de las manos,
no hay entre los dedos más que fantasmas.
Si late el corazón
los días que restan se ahogan de alegría.
—Ignorar el proyecto
es formar parte del espanto,
es deseo de ausencia, rechazo de ya.
...
Cuando los bosques en tierras aún indecibles
no imaginaban su follaje,
cuando el sol era un punto
con todos los puntos encendidos,
cuando los astros eran fragmentos
de un único astro incomprensible y loco,
y la molécula vibraba en la insistencia,
el escriba ya era parte de un recuerdo
en la materia,
y aunque sus ojos no atinaban ni el espíritu
ni el hueso, ni el calor, ni la intemperie,
en su inercia la vida planeaba la risa de la pasión
y el cuarto oscuro de la ciencia.
Luego un hombre entrevió el roce, la fisura,
el músculo partido
por la simple disolución de la franqueza.
Y gimió.
de “El color con que
atardece” (2002)
*
LA
LLEGADA
Del mes de mayo, del ámbar,
bajo la sombra de avellanos ungidos al amanecer,
a once pasos del pasmo que la noche extiende detrás
de gravísimas voces en pregunta,
urdido entre sueños por la fiera del instinto
cuando rebate páginas en la fronda de sal,
nací al sol de una diosa blanca
y de tres mujeres de mi estirpe
coronadas por los signos,
donde tres veces tres es el pan de la armonía.
Dejé en el umbral los collares húmedos,
la costumbre del silencio y mi condición de pez.
Eduqué la mirada en los ojos de mi madre
y crecí con las friegas del roble entre los vivos.
Repetí los versos que agitan el fuego
y bebí la miel de las bellotas con jarabe de muérdago
entre paños blancos.
La Dama Encantada disipó la bruma
y entre aromas de moras silvestres,
palán palán y azafranes intensos,
las olas de purificación ordenaron las esferas.
No fui un ángel entonces sino un simio desnudo
a orillas del mar.
de “Entre líneas de agua”
(2007)
*
Minicuentos (de “Minicuentos Grises”, 2009):
LA OTRA TIERRA
Sentía rechazo por las ideas de los adultos de las que no quería
saber nada. Sus diecisiete lo vestían de huesos largos, buena
nariz y barba rala. Pensaba o creía que pensaba en la estafa de
sus mayores y en la de los mayores de sus mayores, y esa mañana
decidió cambiar para seguir siendo el mismo.
Dejó una carta a su madre, con la que intentó superar el miedo a
necesitarla; pensó que a su padre no le importarían dos manos
menos, después de todo, también se llevaría la boca. Para sus
hermanos, no tuvo ni el destello del desgano.
Partió hacia las aventuras del ruido y la melancolía; durmió en
lechos de silencio y extrañó las tibias manos con tisana y las
madrugadas con labios y sonrisas. Supo entonces que sólo el acto
destina, pero ya tenía treinta y no sabía aún si las voces de
los hombres concordaban con sus manos.
Capituló la dicha, capituló la pena; y la pena y la dicha se
fueron con él, tiempo después, cuando lo crucificaron.
*
LA VISITA
En 2050 entré a la casa y la presencia de las moscas no podía
más que predecir una desgracia. La puerta estaba abierta, pero
el residuo de antiguas alegrías se había diluido como el sopor
de la sopa lejana que era ahora el recuerdo de un vaho húmedo y
musgoso. Sólo había cáscaras olvidadas por la Parca, que siempre
recuerda.
La que fuera una mano yacía despojada de sus nervios, de sus
poros, de sus líneas premonitorias que acaso presagiaran mi
presencia, la extinción del viejo y las moscas que sobrevolaban
los huesos, tal vez hasta el anillo que jugaba en la falange,
oscurecido a pura sombra. Las cerdas grises, largas y ralas,
vueltas sobre sí, se escurrían sobre las baldosas también
grises. Un libro de Anohuil hundía las costillas; recuerdo ese
libro que aún no leí. Las moscas no tenían un pretexto salvo el
cuchicheo, ningún propósito más que la curiosidad múltiple de
sus múltiples ojos.
La podredumbre había terminado años atrás, cuando la soledad del
anciano empezó a disimularse en una masa quieta, primero
esponjosa, brillante después y finalmente cenicienta y seca.
Ni rastros de los sueños de aquel hombre ni trazas de sus trazos
ni visos de sus vicios; ninguna pista de la dicha de los
posteriores gusanos, sólo la presunción de algunas bacterias
inertes entre olores muertos.
Y las moscas siguieron riendo mientras me iba, ignorando la
futilidad del futuro, diluido, sí, pero tejiéndose sin fin.
Salí de mi casa y volví a 2010.
*
BIENES GANANCIALES
El fotógrafo congeló los ángulos de la escena; la casera gorda
gimoteaba ya cansada de gritar. Mi superior era un cretino que
repetía las palabras de un folleto, como creyéndolo. Me miró, yo
miré a los agentes, y estos a la gente amontonada del otro lado
del cordón.
El muerto interrumpía el paso por la vereda y lo que fuera su
vida se secaba lentamente sobre las baldosas amarillas. El
forense se calzó los guantes, alzó los anteojos y revisó el
cadáver mientras sorbía un resto de café. En el tajo del extinto
se leía cierto rigor, una hendidura tranquila, una profundidad
económica y precisa. Pusieron una cinta alrededor del tugurio,
una línea en torno al cuerpo y un título al expediente.
El finado tenía tres garitos en Belgrano, un sauna en Flores y
una venta de fatay en La Salada; todos sabíamos que dejaba sin
trabajo a una docena de matones y un lugar vacío en la cama de
una rubia de edad imprecisa que años atrás expusiera sus cuartos
en publicaciones baratas.
El esbirro principal del fiambre, su espalda, su “sí señor” y su
probable asesino, estaba entre los curiosos. Era un punto
conocido que me debía una; lo miré a los ojos y me devolvió el
gesto con el vago vacío de los gatos tranquilos. Supe
inmediatamente que él supo lo que había hecho. Giró sobre sí y a
paso apacible se alejó por la avenida girando en la bocacalle.
Salí sobre su espalda ignorando los gritos del oficial. Al
llegar al cruce, ya no estaba, o quizá sólo dije que no estaba.
Si encontraran el potrero y lo desenterrasen, verían que su
garganta tiene un tajo en el que se lee cierto rigor, una
hendidura tranquila, una profundidad económica y precisa. Yo, en
cambio, ahora tengo tres garitos, un sauna, una rubia sin
prejuicios y una venta de fatay. Ah, y conservo un rango al que
se le hace la venia.
*
Ricardo Rubio en 1999 con Pablo Montanaro y Rolando
Revagliatti
Ricardo Rubio con Juan Alberto Núñez, Antonio Aliberti,
Gloria Arcuschin, Amadeo Gravino, José Martínez-Bargiela e Hilda
Mans en 1996
Entrevista realizada a través del correo electrónico: Ciudades
de Lomas del Mirador y Buenos Aires, Ricardo Rubio y Rolando
Revagliatti.
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www.about.me/rrevagliatti
http://www.revagliatti.com/031020b.html
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