Marcos Rosenzvaig: sus
respuestas, poemas y fragmentos de novelas
Entrevista realizada
por Rolando Revagliatti
Marcos Rosenzvaig
nació el 22 de junio de 1954 en San
Miguel de Tucumán, capital de la provincia de Tucumán, la
Argentina, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es
Profesor de Letras (1982), por la Universidad Nacional de
Tucumán, y Doctor en Filología Hispánica, por la Universidad de
Málaga. Dictó seminarios, cursos y conferencias en varias
universidades de su país, Colombia, Ecuador y España. En los ‘70
se formó en actuación, dirección y pedagogía teatral. Actuó en
espectáculos teatrales (por ejemplo, en “El último padre” de
Rodolfo Braceli, en Estocolmo, Suecia, 1985, “Homenaje a
Federico García Lorca” en Viareggio, Italia), algunos de los
cuales dirigió siendo suya también la dramaturgia (“El Vía
Crucis”, en Livorno, Italia, 1979, “El pecado del éxito”, en
Quito, Ecuador, 2010, etc.), y obtuvo en 1978, otorgada por la
Embajada de Rumania, una beca de estudio en la Universidad de
Teatro, en Bucarest, así como entre otros reconocimientos, la
Faja de Honor de la ADEA Asociación de Escritores Argentinos,
por su libro “Teatro”
(1994), el Premio Fondo Metropolitano para las Artes y las
Ciencias, por su libro
“Teatro y enfermedad” (2008) y el Primer Premio Argentores
Metrovías por su monólogo
“Una cabeza en apuros” (2009). Es el compilador de los
volúmenes “Epístolas
terrenales” y
“Monólogos filosóficos, teatrales, cinematográficos”. Libros
publicados en el género dramaturgia:
“Regreso a casa” – “Qué
difícil es decir te quiero”,
“Niyinsky” (en
volumen con otras piezas suyas),
“El pecado del éxito y
otras obras”,
“Monólogos teatrales”,
“Tragedias familiares”,
“El veneno de la vida”,
“Sacrificios”, etc.
Libros publicados en el género ensayo:
“Tadeusz Kantor o los
espejos de la muerte”,
“El teatro de la
enfermedad”, “Copi:
sexo y teatralidad”,
“Las artes que atraviesan el teatro”,
“Técnicas actorales
contemporáneas”,
“Técnicas actorales contemporáneas II”,
“Breviario de estéticas teatrales” y
“Monólogos teatrales”.
Entre 2010 y 2018 se editaron sus novelas
“Madres fuck you!”,
“Qué difícil es decir te
quiero”, “Monteagudo.
Anatomía de una revolución”,
“Cabeza de tigre” y
“Perder la cabeza”.
1 — Tucumán,
noroeste argentino, allí tu niñez y adolescencia, y por ejemplo,
aquellos trenes cuyos nombres tanto me resonaban: el expreso
“Estrella del Norte” y el lujoso “Cinta de Plata”. En ellos
habrás viajado. Viajemos, Marcos: a tu niñez y adolescencia.
MR — Nací en Tucumán, en la
casa de mis abuelos y en la cama donde duermo. La costumbre de
mi madre era tenernos cerca del terruño. Después a mi hermano y
a mí nos llevaban con el “Cinta de Plata” o el “Estrella del
Norte” a la humedad de Lanús, allí, pegada a la ciudad de Buenos
Aires. Todavía había algo de campo y baldío y en verano te
asaltaban nubes de mosquitos. El lechero te dejaba la botella
verde en el umbral de tu casa y el vino te lo vendían desde el
tonel. Hay una tristeza en la infancia que acopia en silencio
los misterios. Esas oscuridades me constituyeron, y cuando mi
hermano mayor me reveló la existencia de la muerte, me escondí
en el baño y lloré.
El silencio también fue un arma para combatir a los
idiotas, el silencio y la invención de historias. Dos oficios me
respaldaban para custodiar mis oscuridades: la actuación y la
palabra. Mi padre, que estaba lejos de ser un intelectual, tenía
el don, antes de dormirnos, de inventar cuentos y actuarlos tan
vívidamente que cuando nos apagaba la luz, yo ocultaba las
lágrimas protegido por la oscuridad.
El teatro era un misterio: el escenario, las luces, los
disfraces y los actores. Un universo comparable con la imagen de
Dios, claro que a éste yo no lo veía, en cambio el teatro
almacenaba infinitos escondites. A los cinco años vi a la
cantante española Conchita Piquer y a los nueve a Fu-Manchú, a
los once le pedí un autógrafo a los actores Enzo Viena, Walter
Vidarte y Gilda Lousek. El teatro Alberdi de Tucumán estaba a la
vuelta de la casa de mis abuelos. Pasar por allí y espiar por
los telones ya era una aventura de asombro y un cultivo secreto
y húmedo en el alma. El dolor y el placer estaban unidos a mi
imagen de lo que sería el teatro. Por esa época, mi primo y yo
caminábamos las productoras cinematográficas de Tucumán buscando
los recortes de celuloide. Los clasificábamos por películas y el
placer era verlos a la luz e imaginar las escenas.
La primera obra teatral que interpretamos en el patio de
los abuelos fue una adaptación de
“Una libra de carne”
de Agustín Cuzzani, hecha por mi hermano Eduardo. Los textos
aprendidos, los disfraces, las sillas en doble fila y hasta
algunos amiguitos de la manzana se constituían en una imitación
flagrante de un teatro. La colaboración para los actores se
pedía al final con la gorra hurtada al abuelo que dormía.
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Marcos Rosenzvaig - Foto de Eloy Rodríguez Tale
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2 —
“Abuelo que dormía”.
Incorporemos aún más a tus abuelos. Y etc.
MR — Mi
abuelo había llegado de Rusia con el oficio de sastre, y mi
abuela con el de comunista. Uno de sus hermanos, según dicen,
había sido guardaespaldas de Trotsky, y al otro se lo puede
advertir en la foto de la IV Internacional; así pues su casa, en
Tucumán, era el sitio de reuniones en donde cada uno cantaba “La
Internacional” en su idioma. También dormían allí los militantes
comunistas que llegaban a la provincia para buscar futuros
brigadistas. No volvieron a reencontrarse con ninguno de los que
habían viajado a España, tampoco supieron algo de ellos, según
contaba mi abuela. Sencillamente, no regresaron. La Guerra Civil
Española se debatía en el patio de la casa. Las noticias se
esperaban con ansiedad. Se debatía como si la contienda fuese a
tres cuadras de la casa. Desde ese rinconcito de la República
percibieron cómo se apagaban los intentos revolucionarios.
Ellos eran comunistas y no veían con buenos ojos a Perón,
más aún cuando en esa época habían matado, en el medio de un
discurso político, a Mauricio Glezer, sobrino de mis abuelos. A
pesar de los reclamos nunca entregaron el cadáver. Su foto
estuvo expuesta varias décadas en la pared del local del Partido
Comunista de Carlos Casares. Cuando el local cerró, yo viajé a
recuperar esa foto. La tarea fue imposible. El tiempo no sólo
desintegra los cuerpos, también las imágenes.
El cine-club del Centro
Cultural Israelita I. L. Peretz, de Lanús, fue un maestro que
nos hizo conocer el buen cine: Luis Buñuel, Jean-Luc Godart,
Pier Paolo Passolini y el clásico debate al final de la función.
Todo guardaba una estética setentista, una impronta mágica y
polémica. Las obras teatrales que allí ofrecían las devoraba.
Así conocí a clásicos como Arthur Miller y Tennessee Williams.
Cuando a los actores no se los escuchaba, mi abuelo de Buenos
Aires gritaba desde el fondo:
“¡Más fuerte!”
Mi vida a los catorce años
era viajar en un colectivo durante media hora colgado del
estribo hasta llegar al colegio. Era la época del presidente de
facto Juan Carlos Onganía y la secundaria parecía una colimba;
nos exigían la corbata y el pelo corto en plena época de los
Beatles. Esperaba la noche para viajar a la escuela de teatro de
Lomas de Zamora. Los estudios me los pagaba haciendo masa para
empanadas y pidiendo por la calle a la salida del colegio. Yo
tenía apetito todo el día y mis compañeros engullían sándwiches
de milanesa en los recreos. Por ese entonces era comunista;
serlo era otra oscuridad que mantenía en secreto, y que solo lo
confiaba a ciertos amigos. Nunca fui un buen alumno en la
secundaria. Pasaba de año con una materia previa y con dos
cuando se permitía. Mis padres nunca conocieron el colegio
(Joaquín V. González) y cada tanto los llamaban por problemas de
conducta. Ninguno de los dos quería ir, y el que me salvaba era
mi tío Salo. Él era actor, y actuaba el rigor hacia mí frente al
jefe de celadores llamado Juliano, un hombre engominado, con
traje y digno de los tiempos que corrían. Los celadores que lo
secundaban eran tan nazis como él. Más de una vez tuve que
justificar mi judaísmo. Ser judío era mala palabra.
La escuela de teatro de Lomas conservaba ciertas
costumbres escolares como el timbre al final de clase. Entonces
mis compañeros y yo íbamos a beber el peor vino en un bar
cercano. Nos sentábamos en la mesa junto a nuestro profesor de
Historia del Arte, el poeta Adolfo Fernández de Obieta, hijo de
Macedonio Fernández. Él era otro gran contador de historias y
nosotros lo escuchábamos con reverencia. Había un respeto por el
maestro, casi una veneración, algo disipado en las nuevas
generaciones, como si la admiración fuese un atributo del sí
mismo, en una época que se encargó de igualar todo, hasta los
roles de hijos y los roles de padres. La idea del éxito aplastó
neuronas. No está nada mal que todos quieran ser protagonistas,
lo malo es que lo sean prolongando el vacío que viven y
obsesionados por las alabanzas de los amigos.
Mi primera maestra teatral se llamó Gloria Oporto. Éramos
un grupo de unos quince alumnos, todos mayores, yo era algo así
como el benjamín, y cuando ella entró al aula, en la primera
clase hizo un paneo del curso, reparó en mí, y dijo:
“Pase al frente. La
situación teatral es que usted está en una plaza leyendo un
libro y llora”. Fue mi primer fracaso. El ejercicio comenzó
a discutirse entre todos los compañeros y ella nos explicaba que
llorar era algo fácil: bastaba un golpe de sangre al cerebro
para que las lágrimas fluyeran, no como hilos de coser, sino
desbordes de ríos. Y es que ella lloraba a mares.
Marcos Rosenzvaig con Alejandro Mazza, Susana Falcone,
Alejandro Spangaro, etc., en 2015
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Marcos Rosenzvaig con Mario Di Nicola, Alfredo N. Crecchio
y Liliana Marchini en 2015
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3 — Circulaste
por otras escuelas. E hiciste teatro.
MR — Durante la década de los
sesenta existían pocas escuelas de teatro. Los renombrados eran
todos aquellos que habían estudiado en Europa y exhibían sus
chapas como trofeos engalanados en vitrinas. Mi segundo maestro
fue el querido Enrique Escopez, y después vino Raúl Serrano, y
después la represión. Tenía 18 años y era militante político.
Yo había aprendido a vender de la mano de mi padre. Él
usaba la actuación para convencer a los clientes y tenía el don
de saber a quién fiar. En una oportunidad cayó a su bicicletería
un diputado buscando comprar una moto. Su negocio era las
bicicletas y consideraba que no había porqué vender la muerte;
lo cierto fue que el diputado salió del negocio con tres
bicicletas para toda su familia. Otro de los dones de mi padre
era mirar los cheques y descubrir cuáles eran cobrables y cuáles
sin fondos. A veces se generaban discusiones con clientes que
aseguraban que el cheque era bueno, lo cierto era que no se
equivocaba, leía detrás de los cheques.
Los dos primeros años del terror los pasé en Tucumán,
hacía teatro, estudiaba Letras en la UNT y vivía del dinero
reunido en Buenos Aires cuando compraba y vendía
artículos de bazar. La muerte me rondó en los años ‘75 y
76’, pero ninguno de nosotros terminaba de asumir el riesgo. Yo
tenía vedada la entrada a los teatros oficiales; no me refiero
para actuar sino como simple espectador de una obra. A mi novia
de entonces la habían secuestrado y asesinado, y mi despedida de
Tucumán fue ser echado del canal 10 de Tucumán en el medio de un
ensayo. Una voz salida de los parlantes de la producción nos
anotició al poeta Mario Romero (1943-1998) y a mí:
“Tengan a bien abandonar
el canal de manera inmediata”. Salimos avergonzados. Los
actores y los técnicos nos miraban y nadie atinaba a hablar.
Cada noche nos
preguntábamos dónde dormir, cuál era la casa menos insegura.
Analizábamos pro y contras y decidíamos. La noche era un
carrusel con un ser invisible que nos observaba y que decidía a
quién de nosotros le correspondía la sortija. Bastaba sacarla
para ser humo, como aquellos que salían de la chimenea de
Auschwitz.
Mi persecución dejó huellas
en mis novelas. Un personaje llamado Pablo pasó a ser mi alter
ego huyendo de Tucumán a Buenos Aires. Cuarenta años después,
esa fuga se tornaba literaria en mis novelas históricas:
“Perder la cabeza”,
“Cabeza de tigre” y
“Monteagudo. Anatomía de
una revolución”.
Llegué clandestino a Buenos Aires y después viajé a la
Rumania de Nicolae Ceaușescu. La beca me servía para alejarme de
la persecución diaria, estudiar lo que me gustaba y vivir en el
supuesto edén Socialista, pero el lenguaje teatral buscado
estaba lejos de encontrarlo en la Universidad de Teatro Ion
Caraggiale de Bucarest. Me fui algunos meses a Italia, donde
monté un espectáculo con 100 extras y 10 actores fiorentinos.
Ese “Vía Crucis” es
ahora el tema de una novela inédita:
“Naufragio en Bibbona”,
la imagen de Cristo azotado y mi vida en Bucarest.
Marcos Rosenzvaig con directora teatral
Rosita Pelaia y actores en 2016
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Con Mario Di
Nicola, Lina De Simone, Carolina Teitelbaum y otros actores en
2016
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Marcos Rosenzvaig con Noé Jitrik
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4 — Y retornaste
a nuestro país.
MR — En los albores de la
democracia en Argentina regresé desilusionado del socialismo.
Crear y escribir comenzaba a ser una manera de encontrar mi
lugar en el mundo, claro que por ese entonces estaba prisionero
del reconocimiento y de todas las vanidades que el artista tiene
al exponerse en un escenario. Una caparazón gruesa de piel
impide el contacto con el otro. Los lobos marinos se protegen
del frío, nosotros nos defendemos del prójimo, de la
interioridad del otro. La juventud estaba ligada al heroísmo y a
la soberbia de entonces, dejarla a un lado fue también abandonar
las pieles que nos recubren del otro; naturalmente, no se trata
de andar desnudo por la vida, solo los locos pueden hacerlo,
pero por lo menos quedarse con una capa ínfima que nos recubra,
y además que sea transparente para ver al otro y dejar que su
alma nos atraviese.
La primera obra que escribí se llama
“Matadero, Capital
Federal” y tiene que ver con el barrio de Matadero y la
hinchada de Nueva Chicago. La presenté en un concurso Municipal
(“Voces con la misma sangre”) en plena época menemista. Lo
organizaba el Teatro Presidente Alvear y mi obra ganó junto con
nueve obras más; todas debían ser estrenadas en el Alvear. Lo
cierto es que a
“Matadero…” se negaron a hacerla como indicaban las bases.
Al volver a leerla descubrieron que la pieza era una crítica al
menemismo, estaba encubierta bajo la figura de un yupi (Marcelo)
que los sábados por la tarde se transformaba en el Turco, jefe
de la barra brava de Chicago, y que al final abandonaba a los
hinchas para irse con una mujer millonaria.
La carta documento que les envié salió publicada en la
revista “Humor”. La directiva del Club Chicago la leyó y me
llamó porque quería conocer la obra de teatro. Al principio se
interesaron, pero todo quedó en la nada cuando se nombró una
comisión organizadora del evento. Un día que estaba saliendo del
club me encararon algunos jefes de la barra brava. La casualidad
hizo que el apodo del personaje (Turco)
fuese el nombre del anterior jefe de la hinchada. Me
pidieron presenciar un ensayo. Se entusiasmaron y tomaron la
posta adueñándose de la obra y de la puesta una vez estrenada.
Una bandera de cincuenta metros con el nombre de la obra se
floreaba en la cancha. Los hinchas coreaban los nombres de los
personajes más queridos en la cancha. Las funciones se hacían en
el teatro Piccolo de la calle Corrientes, frente al teatro
Alvear, también en el club de Chicago y hasta en la cancha.
Resultó increíble para nosotros que Víctor Hugo Morales
transmitiera la salida de los actores como si fuesen jugadores.
El teatro Piccolo se convertía en una fiesta de cantos y
papelitos. Llegaron a manejar el sonido y las luces de la obra.
En las últimas funciones hablaban al final de la función con los
actores y reparaban en detalles que se perdían y que a ellos les
gustaba. Los hinchas se levantaban de las butacas para cantar, y
hacia el final de la obra pasaban de la alegría al llanto. He
visto llorar y abrazarse a hinchas como si fuesen chicos. Ese
recuerdo perdura, imborrable, fue la mejor respuesta al teatro
oficial y a quien se negó a dirigir la obra, Villanueva Cosse.
Nunca
supe cómo la barra se enteró de que yo era hincha de Vélez
Sarsfield, la contra de Chicago. Me lo perdonaron. Pasó el
tiempo y en dos oportunidades me llamaron por teléfono,
afónicos, un hilo de voz gastada me anoticiaba que ese día
Chicago ascendía a primera división: yo para ese entonces ya
simpatizaba con los verdinegros.
Con Flavio
Cruz, Adriana Lucero, Lucía Carmona, Ernesto Rojas, Francisco
Romano Pérez, etc.
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Marcos Rosenzvaig con María Eugenia Fava
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Marcos Rosenzvaig en Los Surgentes,
Córdoba."Homenaje a los fusilados de Los Surgentes"
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5 — ¿Y tu carrera
de Letras...?
MR — La carrera inconclusa de
Letras la terminé en Tucumán cuando regresé de Rumania. Cinco
meses de venta de cuadernos escolares en las librerías
alcanzaron para alimentarme dos años y pagar mis estudios. La
etapa siguiente fue actuar un monólogo en Europa y a mi regreso
me dediqué a vender libros de medicina. Cuando tuve una casa
dejé los libros y volví al teatro y a la escritura.
Un día uní el teatro a la
vida y me casé. El matrimonio fue siempre una ficción
desgraciada, aunque el ritual de la ceremonia alcanzaba un
momento epifánico digno de ser vivido. Un rabino nos casó en el
escenario del teatro del Centro Cultural Recoleta, de manera tal
que la obra “El último
ensayo” continuaba con la aparición de la jupá y los
testigos. Tres actores la representaban: mi mujer de entonces,
un actor joven y yo. El escenario era la antigua iglesia del
barrio Recoleta, entonces devenida en teatro. La ceremonia casi
le cuesta el puesto a su director, el inolvidable amigo Miguel
Briante.
He procurado que cada obra teatral tenga un lenguaje
distinto. Dejé de escribir teatro cuando me harté de los
actores, de la mediocridad del poder teatral y de los
funcionarios condecorados de gloria que llegaron allí, más por
capacidad política que por talento. Algunas de mis veintitrés
piezas teatrales publicadas fueron consecuencia de hechos de la
vida que con el tiempo pude ficcionalizar. La obra
“Eterno ideal” fue
concebida en un momento en que los celos, el enamoramiento y mi
narciso herido hicieron en mí un combo suicida. Cometí el pecado
de hacer madres a dos mujeres. Las consecuencias las padecí
durante muchos años. De esas historias nacieron dos hijas: una
pieza teatral titulada
“¿Ya se hizo usted su fotografía?” y
una novela que me encanta:
“Madres fuck you!” La
paternidad quedó siendo una deuda para una próxima vida; dudo
que la haya, razón por la cual me aseguro de dejar en la tierra
estas dos obras que representan un período de mi paso por el
mundo.
Marcos Rosenzvaig - Foto de Eloy Rodríguez Tale
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Marcos Rosenzvaig con Horacio Elsinger
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Marcos Rosenzvaig con Alejandro Mazza y Eva Matarazzo en
2012
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Marcos Rosenzvaig con Federico Jeanmarie y Horacio González
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6 — En 1995 volviste a Europa.
MR — Mi tercer viaje a Europa
fue a Polonia, sí, en 1995. Investigué la obra de Tadeusz Kantor
y de allí nació el libro de ensayo
“Tadeusz Kantor o los
espejos de la muerte”,
que lleva tres ediciones en dos editoriales. A raíz de mi
experiencia polaca llegué a la Argentina y formé un grupo de
investigación teatral llamado
Circus Renacentista.
Basadas en ese lenguaje dirigí cuatro obras a lo largo de diez
años. El tiempo y la práctica hicieron que a partir de Kantor
desarrollara un lenguaje teatral singular. Yo amaba el teatro de
texto; convengamos que en el lenguaje del
Circus la palabra
pasaba a un último lugar, puesto que la imagen era portadora de
los sentidos y de los mitos que resucitaban. Me dediqué a
experimentar ambos lenguajes dirigiendo muchas obras de texto.
Durante el cuarto viaje a Europa me doctoré en Filología
Hispánica en la ciudad de Málaga (España); la tesis doctoral fue
sobre la obra de Copi, y me posibilitó escribir dos libros sobre
el tema: “Copi, simulacro
de espejos”, publicado en España y
“Copi, sexo y
teatralidad”, editado en la Argentina, y un ensayo incluido
en el volumen colectivo
“Il teatro inopportuno di Copi”, editado en Italia.
Estar desterrado del terruño te convierte en una lupa de
tu alma. El pasado se acerca a los ojos, distante y cercano,
está allí, como una estrella al alcance de tu mano. La lupa nos
acerca un dolor antiguo que no alcanzamos a descifrar, es algo
que te hace lagrimear sin motivo, que se respira y que se sabe
sin saber: el perfume del aire, los envoltorios de una rosa, el
zigzag de una mariposa. Nos aterra la invisibilidad de la
existencia. Los amores perdidos se padecen y los odios se
atemperan. No nos enseñan a morir, se cabalga desconociendo el
final del camino. Todo quedó expresado en dos obras escritas en
España, dos obras que reflejan complejas vidas familiares,
sentimientos encontrados y sobre todo la imposibilidad de hablar
del amor: “Regreso a
casa” y “Qué difícil
es decir te quiero”. Ellas y mi tesis justificaron mi
autoexilio.
Estando en España viajé a
distintos países haciendo entrevistas a escritores: la que más
rememoro es la que le hice a Paul Bowles en Tánger; fue la
última en vida, dos meses después me enteré de su muerte. Tenía
ochenta y ocho años. Me recibió en la cama, a los costados había
libros y cartas de todos los países del mundo. Contaba con un
chofer y una cocinera de toda la vida. Su rutina era la cama,
siempre lo había sido; cuando joven leía y escribía allí mismo,
y a la tarde el chofer lo llevaba a dar unas vueltas por la
ciudad.
Marcos Rosenzvaig con Gustavo Calleja
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Marcos Rosenzvaig con Eva Matarazzo, Lisi Dikof, Susana
Falcone y Leticia Vota en 2012
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Marcos Rosenzvaig con Martín Insaurralde, etc.
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Con Lisi
Dikof, Leticia Vota, Patricia Suárez, Eva Matarazzo, Susana
Falcone, etc., en 2012
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7 — ¿Y entonces
“regresaste a casa”
(otra vez)?
MR — Lo vivido fue una
sucesión de partidas y regresos, aunque sostengo que la vida es
más larga de lo que uno sospecha, retrocedo en el tiempo y
cuento que volví a casarme con una mujer que amo hace dieciocho
años. La vida es algo que cada tanto se revisa y uno encuentra
agujeros difíciles de remendar con el mate*, y aunque se logre,
se hace costumbre vivir remendado. Imposible tapar los vacíos
afectivos del alma. Así pues, basada en la pieza teatral escribí
lo que nunca pude hablar dentro de una novela:
“Qué difícil es decir te
quiero”.
Los mitos fundacionales los abordé en tres tragedias:
“El sacrificio”,
“Hipólito o la peste del
amor” y “Edipo en la
cruz”, y en algún momento pensé en escribir todas las
versiones de los clásicos griegos. Esto quedó en deuda, espero
cumplirlo en los años que me restan. La dirección y la enseñanza
de la dramaturgia, el guión y la dirección teatral me dieron la
posibilidad de viajar a la Universidad de Colombia, a la de
Ecuador y a muchas de las provincias argentinas.
Estaba dirigiendo el teatro estable de Tucumán cuando
comencé a investigar el tema de la enfermedad e hice de la
Biblioteca de la Universidad Santo Tomás de Aquino mi
escritorio, y de la Biblioteca Sarmiento un lugar de consultas.
Mi versión de “Los
derechos de la salud” de Florencio Sánchez fue un disparador
de un libro de ensayos:
“El teatro de la enfermedad”. Lo interesante de la puesta de
“Los derechos de la
salud” fue convertir a una familia sana en enferma y a una
mujer enferma en una persona sana. La protagonista está afectada
de tuberculosis y la familia le niega la muerte. Ella los
observa respirar abriendo los cierres de una bóveda de material
transparente, y hacia el final, convertí a la familia en un
insecto que camina y a la enferma muerta en un ser alegre que
saluda a los espectadores.
Una de las preocupaciones de un escritor es la cantidad
de lectores a los que llega. Por nada del mundo eso debe ser
mirado como una señal de que un libro sea bueno, a lo sumo puede
ser considerado útil, aunque la utilidad no tiene por qué estar
reñida con la belleza, es algo que nos resistimos a aceptar como
si en nuestro imaginario ser elitista fuese un pecado. Tres
volúmenes editados por Capital Intelectual:
“Técnicas actorales”,
“Técnicas actorales II” y
“Las artes que atraviesan
el teatro”, deben
ser los libros de ensayo teatral más vendidos de las últimas
décadas en las librerías del país.
Un escritor, por lo menos
eso es lo que a mí me sucede, es alguien que inventa una
necesidad para ocupar el tiempo. Los editores no te llaman por
teléfono, para colmo reciben cientos de originales que apilan en
sus escritorios. Cada día hay más gente que escribe y menos que
lee, entonces aparecen editoriales pequeñas, muchas de ellas
excelentes, y otras que cumplen un sentido comercial como quien
instala una verdulería. Son las que suplen ese vacío interior
del hombre, no vendiendo remolachas pero sí abanicando el goce
de los egos. Estos impostores del mercado lucran con la
tendencia de un hombre encerrado en un celular sacándose selfies
o escribiendo mamarrachos. Ese hombre desesperado e inconsciente
aspira como paradigma de su vida a plantar un árbol, procrear un
hijo y escribir un libro. Semejante perogrullada, difícil de
sostener en un mundo en donde lo efímero y desechable está a la
orden del día, es consumida por el común a cualquier precio.
Mi colaboración en el último tomo de la
“Historia crítica de la
literatura argentina”, dirigida por Noé Jitrik, dio origen a
la escritura de un ensayo sobre las tendencias del teatro
contemporáneo en nuestro país:
“Breviario de estéticas
teatrales”. La obra de un escritor es una y, probablemente,
se halla en un único libro, el resto son variaciones de una
apertura feliz. Tengo por costumbre, cuando la imaginación
flaquea, sacar personajes de mis obras teatrales y ponerlos en
mis novelas o viceversa. Me copio, me invento, sufro, me
distraigo, y mientras tanto el tiempo pasa.
*Era tradición remendar con el mate.
Con otras
personas en la Municipalidad de Los Surgentes, provincia de
Córdoba, Argentina
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Marcos Rosenzvaig con Barbi Tarsic y Ernesto A. Klass en
2010
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Marcos Rosenzvaig con María Laura Fernández, Ariel
Carranza, César Guzzo y Romina Lenhard
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Marcos Rosenzvaig con Lucía Carmona, Ernesto Rojas,
Francisco Romano Pérez, etc.
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8 — ¿Con cual “no
común” persona o personaje te identificabas, te identificás?
MR — Como
actor me identifiqué desde siempre con Marlon Brando en “Nido de
ratas” y con James Dean en “Al este del Paraíso”; no por
casualidad mi primer rol teatral fue Jerry en
“Historia del zoo”,
de Edward Albee. El tiempo transcurre y con él nuevas
identificaciones: Woody Allen me llevó a imaginar que algunos de
sus films podrían haber salido de mi pluma. Tenía en común la
imagen del derrotado, el no poder resistirme al fracaso y a la
risa de la gente. Así nació mi obra
“El pecado del éxito”,
con esa imagen del derrotado chaplinesco. El argumento es que un
hombre carga con la ambición del éxito pero es demasiado
intelectual para alcanzar esa conquista superficial. Entonces un
empresario lo pone en contacto con un médico dueño de una
máquina capaz de quitar todo lo intelectual que lo perturba:
Baruch Spinoza, Franz Kafka, Soren Kierkegaard, etc. Claro que
ese conocimiento no se pierde sino que va a parar a otra cabeza
o a una bolsa de residuos. Su mujer será quien lo reciba y ella
alcanzará la fama como intelectual y él, arrepentido de la
decisión, reclamará en vano por su pensamiento.
El premio otorgado por
Iberescena en 2009 me permitió viajar a dirigirla a Quito.
Marcos Rosenzvaig y otras personas en una exposición
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Con María
Malusardi y otras personas en la 40ª Feria Internacional del
Libro de Buenos Aires 2014
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Marcos Rosenzvaig con Néstor Gianotti
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9 — Tantas veces, en conferencias, seminarios,
entrevistas, artículos, te has referido a Copi (Raúl Damonte
Botana, 1939-1987). Sin embargo, ¿por qué privarnos de que
también para nuestros lectores nos des tu visión de él y de su
notabilísima obra?
MR — Hubo dos artistas que me
atravesaron: Tadeusz Kantor y Copi. A Kantor lo estudié en
Cracovia y a Copi en España. Mi tesis doctoral se basó en su
obra. Allá encontré todo lo referente a nuevas modalidades de
relaciones y él sostuvo la importancia de una cultura capaz de
inventar modalidades de relaciones, modos de existencia, tipo de
valores, formas de intercambio entre individuos que sean
realmente nuevos, que no sean homogéneos ni puedan superponerse
a las formas culturales generales. Si eso es posible, la cultura
gay no será entonces una mera elección de homosexuales para
homosexuales. Se crearán relaciones que, hasta cierto punto,
puedan trasladarse a los heterosexuales. Hay que invertir un
poco las cosas. En lugar de enunciar
“Tratemos de reintroducir
la homosexualidad en la normalidad de las relaciones sociales”,
debemos decir “dejémosla
escapar y procurará nuevos espacios donde encontrarnos en nuevas
posibilidades relacionales”. Al proponer un nuevo derecho
relacional, veremos que personas no homosexuales podrán
enriquecer su vida gracias a la modificación de su propio
esquema de relaciones: esto es lo que deseaba Copi, y lo
concretó a través de su obra.
Marcos Rosenzvaig con Horacio Elsinger
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Marcos Rosenzvaig en 2015
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10 — Me
interesaría que nos detengamos en dos de tus ensayos: “Acerca de
las barras bravas” y “La historia del teatro idish en la
Argentina”.
MR — Son dos ensayos muy
cortos. Las barras bravas de antes no son las actuales. No me
malinterpretes pensando que antes eran angelitos. Para nada,
pero la violencia y las drogas crecieron de manera exponencial
en estos treinta años. Y estoy hablando de una de las barras con
historia violenta como la de Nueva Chicago. Te intimida solo el
hecho de llegar a la cancha y mirar la pintada en una de sus
paredes: “Bienvenido a tu
velorio”. Sin embargo, había códigos de respeto y de
solidaridad por los hinchas, existía la admiración hacia los
artistas y un verdadero amor por la camiseta. El resto eran
prácticas que hasta el día de hoy se mantienen: enjabonar los
vestuarios visitantes para imposibilitar el precalentamiento, y
en partidos difíciles sobornar a la policía para recibir a los
jugadores visitantes con golpes de puños.
Nosotros compartimos asados
al final de algunas funciones y pude palpar el orgullo de los
hinchas por ser representados en el teatro. Nos cuidaron cuando
fuimos a la cancha ofreciéndonos la platea, milanesas y
refrescos. Éramos dos mundos tan distintos y ambos lo sabíamos.
El teatro idish fue una
idea de Alberto Ure para la revista del Teatro San Martín. Me
serví de la biblioteca de la entonces AMIA [Asociación Mutual
Israelita Argentina], de las entrevistas que realicé a los
actores vivos, y a través de los viejos comediantes me enteré de
anécdotas que hasta el día de hoy recuerdo. Jacob Ben-Ami era un
gran actor judío dueño de teatro en Estados Unidos. Cuando
llegaba a Buenos Aires, lo hacía no solo para actuar su
repertorio sino también para dar conferencias a la
intelectualidad de la época. La admiración que despertaba hacía
que un actor como Narciso Ibáñez Menta le besara las manos.
Los dueños de burdeles y
cafishos judíos, antes del golpe del presidente de facto José
Félix Uriburu, eran amantes del teatro y con capacidad económica
de comprar medio teatro de butacas por anticipado cuando los
empresarios proyectaban la llegada de actores famosos de Estados
Unidos. Los mafiosos ansiaban vivir como judíos, ir al Templo,
ser enterrados en cementerio judío, ser aceptados por la
comunidad. Como eso resultaba imposible, entonces compraron un
rabino, un templo y un cementerio.
Marcos Rosenzvaig con Horacio Elsinger
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Marcos Rosenzvaig y otras personas en una exposición
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Marcos Rosenzvaig en Los Surgentes,
Córdoba."Homenaje a los fusilados de Los Surgentes"
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Marcos Rosenzvaig - de La Casa es Donde
Duele, de Marcos Rosenzvaig
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11 — Dramaturgia, narrativa, ensayo, periodismo cultural…
¿Fuiste “convocado” por la poesía?
MR — Se publican toneladas de
libros y la vida es corta para hacer todo lo que uno se propone,
y a veces es sabio elegir, renunciar. Solo los genios pueden
hacer todo y bien; como no pertenezco a esa categoría, me
conformo con dejar algunas novelas o ensayos que sobrevivan
algún tiempo. Tengo demasiado respeto por la poesía. Tal vez
algún día corrija y publique, pero solo por un gusto personal.
Yo considero que mi poesía está en el lenguaje narrativo o en el
ensayo mismo.
Marcos Rosenzvaig con Walter Fröhlich Alegre en 2014
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Marcos Rosenzvaig con otro actor durante la representación
de una de sus piezas teatrales
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Marcos Rosenzvaig en Los Surgentes,
Córdoba."Homenaje a los fusilados de Los Surgentes"
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Marcos Rosenzvaig con Susana Falcone, Liliana Marchini,
etc., en 2016
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Marcos Rosenzvaig con Valeria Baranchuk y Berta Parkansky
en 2016
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Marcos Rosenzvaig con Carlos Zamorano y Tununa Mercado
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12 — Animales
legendarios: ¿Medusa, gorgona, cerbero, cancerbero o anfisbena?
MR — Hay una generación de
anfisbena que padeció la dictadura militar, allí perdimos una de
nuestras dos cabezas. Continuamos viviendo con la verdadera, en
cuanto a la otra, la cínica, fue enterrada a tres metros de
profundidad. Los que decidieron conservarla viven la apariencia
y cada tanto sacan a relucir las viejas medallas guerrilleras,
con olor a naftalina.
Me he topado en mi vida con alguna medusa; por suerte, no
quedé convertido en piedra, muy por el contrario transformé el
dolor en arte, y tampoco corté su cabeza, ella ya la había
perdido cuando la encontré.
Ni en sueños visité la entrada del
Averno. Lo más
próximo que estuve fue el día que hice un té con cucumelo. Una
de las tres cabezas del
cancerbero manejaba un Ford Falcón verde, la otra
representaba la ignorancia que es un sinónimo del odio de clase,
cabe decir que persiste en la actualidad, y la última de las
cabezas representa a los esbirros del poder, con mucha actividad
en estos tiempos de resistencia. Por todo eso escribí
“Perder la cabeza”
(Editorial Alfaguara). Acaba de ser publicada.
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Marcos Rosenzvaig en Los Surgentes,
Córdoba."Homenaje a los fusilados de Los Surgentes"
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Con
otras personas en la Municipalidad de Los Surgentes,
provincia de Córdoba, Argentina
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Marcos Rosenzvaig con Carlos Zamorano
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13 — El actor
Marcelo Katz expresó en una nota que
“Un unipersonal es una
cena de dos: el actor y el público”. Inquiero a quien ha
incursionado en más de una ocasión en piezas teatrales
unipersonales: ¿cómo te han resultado esas experiencias? ¿Qué
espectáculos unipersonales más has disfrutado como espectador?
MR — El unipersonal no es un
género que me interese. Tengo muchos recuerdos de cuando lo
hacía y lo miraba. Yo comencé a hacer unipersonales en Tucumán a
los veintitantos años. En esa época te llevás el mundo por
delante. Un día te das la vuelta y te das cuenta de que fue el
mundo el que te llevó. Te creés el mejor y esas cuentas se
pagan. Tampoco contaba con un referente de admiración; al no
tenerlo, por desgracia, terminás siendo vos ese objeto y ahí
comienzan los problemas. A nada le temía. Actué en Estocolmo, en
Alemania y en muchas provincias argentinas. Yo mantenía al
público sin moverse durante dos horas actuando una versión del
“Peer Gynt” de Henrik
Ibsen. La obra la llamamos
“El último emperador”.
También actué un poema novelado de Rodolfo Braceli:
“El último padre”.
Mis mejores recuerdos del género fueron la magia del
Bululú, del español
José María Vilches [1935-1984], que llegó a hacer 4500 funciones
del espectáculo y murió en un accidente automovilístico en
nuestro país, muy cerca de la ciudad de Las Flores; y a
comienzos de los años setenta, apenas tenía diecisiete años,
admiraba a los actores que hacían
café teatro o
café concert en
Buenos Aires, como Cipe Lincovsky, Antonio Gasalla, Carlos
Perciavalle y tantos otros. Me atraía el café berlinés y la
magia íntima de un actor que cantaba, decía poemas de Bertolt
Brecht y monólogos. Me di ese gusto con un café-concert
realizado en todo el norte de la Argentina.
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Marcos Rosenzvaig con Walter Fröhlich Alegre en 2014
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Marcos Rosenzvaig en una exposición
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Marcos Rosenzvaig - de Hipólito o la peste del amor, de
Marcos Rosenzvaig
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Lilian Mirkin y Teresita Terraf en Los derechos de la salud
- La verdad de los enfermos, de Marcos Rosenzvaig
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14 — ¿Cómo no
preguntarle a quien tanto se ha involucrado en la creación de
novelas históricas sobre aquellas novelas históricas que más lo
hayan conmovido o que más se acerquen a la excelencia…?
MR — Andrés
Rivera es un referente fundamental con
“La revolución es un
sueño eterno”, pero también lo es Abel Posse:
“El largo atardecer del
caminante” y Tomás Eloy Martínez:
“Santa Evita” y
“La novela de Perón”,
y María Esther de Miguel con
“El general, el pintor y
la dama”, entre
otros.
Marcos Rosenzvaig con Olga Martínez
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Marcos Rosenzvaig con Martín Insaurralde, etc.
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Marcos Rosenzvaig con otro actor en 2016
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15 — En una
entrevista que te realizaran para la revista “Cabal”, refieren
que viajaste a Cracovia indagándote respecto de por qué de
Polonia había surgido un teatro
“radicalmente distinto al
del resto de Europa”. ¿Por qué de Polonia surgió un teatro
radicalmente distinto al del resto de Europa?
MR — La artes reinan en el
único enclave católico rodeado de países ortodoxos. La guerra,
el antisemitismo, los campos de concentración, una
intelectualidad exquisita junto a una dinastía de reyes y de
papas, la fineza de su aristocracia y universidades que llegaron
a ser, en siglos anteriores, las mejores de Europa, hicieron de
Polonia un país singular. Todas las artes se congregan con
excelencia en un país que en la actualidad vive un proceso
político nacionalista; ¿un regreso a viejas prácticas?
El teatro investigó lo que la palabra ya no podía
comunicar. El horror carece de palabras y el teatro las buscó en
el objeto encontrado, en el vacío existencial y el vacío
escénico, allí donde las palabras sobran y solo queda lo cómico
nostálgico ante la tragedia. Jerzy Grotowski y Tadeusz Kantor
fueron sus máximos exponentes. El primero creó el Teatro
Laboratorio, el segundo, el Teatro de la Muerte.
Marcos Rosenzvaig en Los Surgentes,
Córdoba."Homenaje a los fusilados de Los Surgentes"
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Con otras
personas en la Municipalidad de Los Surgentes, provincia de
Córdoba, Argentina
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Marcos Rosenzvaig y otros panelistas en 2016
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*
Marcos Rosenzvaig
selecciona dos de sus poemas inéditos y fragmentos de dos de sus
novelas para acompañar esta entrevista:
SALA DE ESPERA
Con elegancia virreinal
los hilos van y vienen
hasta entretejer un
paquete de confitería.
Uno escapa de los dedos
ágiles
y envuelve el anillo
terrenal.
Sobre ese camino
luminoso
marcha una caravana de
abejas
sin alas
todas ellas
fugadas del panal.
Los amantes giran su
juventud
alrededor de la alianza
de oro,
se prometen recostados
en la alfombra mágica,
encendidos se lanzan
del estribo de un
tobogán.
Un hilo largo envuelve a
la tierra
como el anillo
el temblor de los
amantes.
El hombre es un
viandante del sedal.
Las abejas giran
fatigadas
alrededor del anillo de
compromiso
hacen malabares colgadas
del brillo del oro.
Una araña cruza la luna,
como una persona tardía
la pantalla de cine.
Las patas ladronas tejen
un ovillo de aire azul.
Mi gato entra por la
ventana.
Y me dice: ¿no viste mi
cuerpo?
Cómo explicarle lo
incomprensible.
No
besé a mi padre, ni a mi madre, ni a mi hermano, ni a mi gato
antes de morir.
¿Por qué nadie me enseñó
a besar?
*
Muchos años después
la inmigrante toma el
mismo subte
con estudios clínicos
bajo el brazo.
Se aferra al pasamanos
y se da cuenta que se
resbala
porque es de plastilina,
como la humedad del
cabello
los días lluviosos,
las veredas nuevas,
el idioma nuevo,
el país nuevo,
su antiguo trabajo,
sus piernas fibrosas
y sus estudios clínicos.
Desciende
la escalera mecánica,
el charco sin saltarlo.
La muerte llegará con
zapatos y pasamanos cansados,
ella entregará su mano
mojada de lluvia,
alguien le quitará los
anillos,
después los anteojos,
y por último una vieja
dentadura.
Todo se hará en orden,
con los papeles al día.
*
Fragmento de
“Perder la cabeza”
Yo, Marco Avellaneda, que
nací en Catamarca, que estudié en Tucumán y que a los veintiún
años ya era abogado, pienso que una cabeza muerta sin brazos ni
piernas ni cuerpo que la sostenga es casi inofensiva. Digo casi
porque las mujeres que cruzan esta plaza se han propuesto
enterrarme. Seguramente para que no sufra la penitencia a la
vista de los paseantes, ni para que las inclemencias del tiempo
sigan decolorando lo que, en otra época, fue un relicario de
mujer adolescente y enamorada. Yo, Marco Avellaneda, que fui
decapitado a los veintiocho años por haberme opuesto a vivir
amordazado con un chaleco punzó, un sombrero con cinta color
punzó, un poncho punzó y con el maldito color punzó hasta en el
culo, he muerto y mi cabeza hace dos semanas es exhibida en la
plaza Independencia de la ciudad de Tucumán. En cuanto a mi
alma, debo decir que ignoraba la velocidad de la muerte, que
sabía acerca de la crueldad de los represores pero que jamás
imaginé tantos años vagando como un niño perdido para siempre.
La plaza está desierta. El
calor ahuyenta a los transeúntes a sus casas. Una mujer espera
en un banco empecinado. Fortunata García, resguardada por la
sombra de un naranjo desde el mediodía hasta el atardecer, no
hace otra cosa que espiarme desde el vértice mismo de la plaza.
En el extremo opuesto, formando un triángulo isósceles perfecto
tomando mi cabeza como vértice, el comandante de la guarnición.
Un hombre comprometido a garantizar la seguridad de mi cabeza...
Como si pudiera escapar.
Ella finge leer un libro
pequeño. Seguramente se trata de una Biblia. A la altura de su
boca el libro tiembla y sus ojos atardecidos de laguna de campo
alunizan en los míos desteñidos. Mis ojos, si pudiera palpar mis
ojos. El color, ¿habré perdido el color? ¿Qué quedó de mí?
¿Quién soy? Ni siquiera un actor, algo menos que un bufón, una
cabeza de kermesse; un objeto triste repleto de recomendaciones
como las de una madre a un niño el primer día escolar: “No
cruces la calle solo, tampoco te olvides los útiles, si querés
ir al baño pedile permiso a la señorita y no te asustes...
Cuando seas grande es posible que casi no me necesites, pero te
vas a acordar siempre de mí”.
Tampoco ustedes van olvidar
mi cabeza de espantapájaros, mi cabeza de mierda ultrajada por
la mirada de todos y hasta por las palomas de este maldito sol
de Tucumán.
Ahí está ella, obstinada.
Aferrada a cualquier ilusión, estorbando mi libertad con un
vientre ocupado por un hijo mudo de por vida, un hijo que jamás
tendremos porque me separé de ella a la edad de dieciocho años.
Pero ella persistió en amarme sola durante toda la vida, como lo
hace ahora desde un banco. A distancia, temerosa de las miradas
federales, disciplinada con su cinta punzó. Con miedo de que
alguna de las mujeres emperradas en enterrarme pueda pensar que
ella, Fortunata García, continúa aún enamorada.
Sí, de a poco me voy
secando. Poco a poco. Serenamente, sin urgencias, sin demandas.
Lo sé, aunque no tenga un espejo.
Envidio a los hombres que
llegan al final con ojos cansados de haber amado bellas mujeres
y conocido tierras fantásticas. Quizás para ellos todo sea
distinto, no lo sé.
Fortunata deja el libro
pequeño sobre su regazo y abandona los ojos a la deriva como
quien ya no busca una explicación a las cosas. Ella se entrega a
la molicie de la noche. Ya no le interesan el qué dirán ni el
cotilleo del pueblo. Hace un esfuerzo para que nadie note la
oscuridad en la que se ha sumergido. Por eso continúa
respondiendo mecánicamente los saludos de aquellos que, para
ahorrar distancia, cruzan la plaza en diagonal sin inquietarse
por el horror de una cabeza que cuelga de un árbol.
Aún me recorre un zumbido
de patas al galope. Una sábana de polvo de patas. Un cielo
surcado de sables y de gritos. Yo, esforzándome por desafiar el
pánico, empapado de sudor y empapando las crines de las bestias
asustadas, con las manos resecas de tanto sol, cortajeadas por
la fuerza de las riendas, sostenido a las riendas como a la
vida, despanzurraba el viento a sablazos. Los pingos intuían que
Quebracho Herrado era el principio del fin, después seguiría
Famaillá y mi huida desbocada y la de Lavalle hacia el norte, y
la traición de Sandoval y Oribe escribiéndole a Rosas: “La
cabeza de Marco brillará como un sol o como un espejo en la
plaza, para que cada tucumano se mire y piense”. Y Rosas
contestándole: “Dios es infinitamente justo”.
*
Fragmento de
“Monteagudo. Anatomía de
una revolución”
—¿Y entonces?
—Ahora sé lo que es morir.
Algo filoso entró en silencio, como la confidencia de un amigo,
y se deslizó dentro de mi cuerpo como un pez. La agonía es una
suma de incertidumbres. En ese momento me pregunté si era el
final, y me dije: ¿Tan presto mueren los hombres libres? Me
temblaron las piernas hasta que finalmente me derrumbé. Mis
asesinos estaban tan nerviosos que olvidaron el puñal adentro.
Cuando lo saqué a la luz, lo miré y él me sonrió. Los puñales
sonríen después que matan. Estaba tibio como una rata enferma.
Lo arrojé lejos y lentamente me senté a esperar. Resulta difícil
imaginar la vida cerrándose como si la luz tuviese una tapa para
apilarnos en el fondo de la tierra. Volví la mirada hacia el
puñal, sobre el empedrado, a metros de mí, y vi dos dientes en
su boca.
—¡Eso es imposible!
—Que yo hable también le
pareció imposible, ¿o no? Sólo quiero contarle, doctor Pascasio,
acerca de mi muerte y de los cuerpos que conocí cuando el mío me
abandonó; contarle mis penas y los ardores que se inscriben
cuando Dios ciñe y se sienten sus velos.
—Llegó al sitio indicado, doctor Monteagudo.
—Le juro que me tomaron
desprevenido, y todo porque venía pensando. Es un gusto rumiar
durante la noche mientras uno camina. Había estado en el velorio
de un compañero del ejército, el Coronel Soler. Y fíjese qué
gracioso, estaba cerquita del muerto y me apunté a una mocita.
Nos sonreímos cajón de por medio. La viuda lloraba en la
cabecera. Yo disimule yéndome a buscar la brisa de la noche y
además para tratar de sacarme el olor que se pega al cuerpo en
los velorios. La mulata esperó un rato y después apareció con
una sonrisa espumosa. Su vestido estaba al tono del finado. En
la calle no transitaba un alma. Así que me encargué de ahuyentar
la muerte engañando la pollera de la chinita y a su braga. Mi
mano se deslizó como tapando el sol y oscureciendo el bosque, y
entonces me di cuenta de que resbalaba en savia y que no había
manos que sujetaran la mía o que me impidieran avanzar.
—Vuestra merced no pierde
el tiempo —me dijo la mulata con un reproche mimoso.
La viuda salió a la vereda
e interrumpió la escena. Yo me hice como que consolaba a la
mulatita. Ante la mirada inquisitoria de la señora, parada en el
portal de la casa me acerqué a ella y extendí mi mano triste.
—Uno se acostumbra a ver
morir después de tantas batallas. Pero mal que nos pese, la
costumbre no quita el dolor —le dije a modo de condolencia.
La mulatita se quedó
mirando atónita la escena.
Esa noche yo tenía
compromiso con otra mujer. Así que me despedí de ambas mujeres y
me fui caliente y con aroma a hembra.
Usted sí que parece una
hembra, me dijo hace mucho tiempo el Coronel Atilio Cáceres. Era
la primera vez que nos cruzábamos. Yo siempre llevo mi perfume a
cuestas, le deslicé con tanta naturalidad, que un parroquiano
dio un puñetazo de risa y volcó el vino sobre la mesa. Y rematé
acercando mi cuello a su hombro: ¿Le gusta?
Esa noche era tan
placentera que daba pena abandonarla. Así que caminaba demorando
la noche. Caminaba y recordaba la amistad nacida tiempo atrás
con el Coronel Cáceres en la batalla de Cancha Rayada. Atilio
Cáceres tenía el don de ser un intrépido guerrero y esa era la
razón de que lo llamáramos El Indio. Cuando se enfurecía en el
medio de la batalla, dejaba en el aire ese aroma fétido de los
malones. Su cuerpo era el doble del mío, enorme, casi que lo
escondía, o más bien lo llevaba con timidez. Y en semejante
humanidad juro que descansaba la mirada inocente de un perro.
Mis dos manos hacían una de las suyas. Su cuerpo parecía un
papel rayado por la mano de un niño. Las cicatrices iban y
venían sin encontrar la forma definitiva.
En Cancha Rayada nos habían
sorprendido de noche. ¿Lo aburro?
—No. Continúe por favor.
—Recuerdo que la
desorganización fue total. Los mandos se perdieron y cada uno se
fugaba como podía del estruendo de los cañones y de una
carnicería que por la mañana había hecho que hasta el cielo
oliera a podrido. Jamás escuché tantos gritos juntos. De repente
vi al Coronel solo, defendiéndose contra un grupo de enemigos.
Reuní a cuatro soldados y lo sacamos de ese infierno llevándolo
en mi caballo. Él resistía a todas las heridas, a todos los
combates. Le puedo asegurar que pensé que se moría en el galope.
Un hachazo en la cabeza y un tremendo agujero en el cuerpo.
Perdía sangre por todos lados y todavía me calmaba y me decía:
despreocúpese Bernardo, me las vi peores y salí. Yo azuzaba a mi
pingo y no tenía palabras; mi camisa estaba empapada de su
sangre y él se mantenía enhiesto como una columna. Finalmente
llegamos a la casa de un cirujano amigo. Dos meses después ya
estaba repuesto.
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Con otras
personas en la Municipalidad de Los Surgentes, provincia de
Córdoba, Argentina
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Marcos Rosenzvaig con María Malusardi
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Marcos Rosenzvaig con Mario Di Nicola en 2016
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Con María
Malusardi y otras personas en la 40ª Feria Internacional del
Libro de Buenos Aires 2014
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Entrevista realizada a
través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, Marcos Rosenzvaig y Rolando Revagliatti, septiembre 2018.
www.revagliatti.com
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