semblanzas del desexilio

 

 

 

 

 

 

Semblanzas del desexilio

 

 

Por Amalia Pérez

 

 

Un piloto con un portafolios enganchado a su manga. Un piloto con un viejo

portafolios de cuero y una serie de puteadas. Un piloto gastado colgando de los

hombros de un sesentón cabrón y de ojos saltones sonándose la nariz con un

viejo pañuelo arrugado. Ese era el aspecto del Cacho cuando lo veía venir por

calle Corrientes, mientras yo lo esperaba en el “La Paz”. Caminaba despacio

aunque siempre parecía apurado. Como las ambulancias cuando cruzan la ciudad,

que, si uno las mira bien, no corren, sólo que no se detienen. Así llegaba el

Cacho, como quien había atravesado la ciudad de punta a punta sin detenerse.

 

La tarea de mirar Buenos Aires como quien se sienta en el primer asiento del

teatro la hice con él, tomando cerveza negra junto a la vidriera de muchos bares

porteños. Pasábamos horas observando a la gente, su pasión por caminar pegados

a las paredes, esa imagen casi olvidada de las adolescentes de pelo rubio y el

gusto de los hombres por los colores oscuros en aquel otoño de 1985.

Porque dentro del país nos metimos lentamente, al principio solo lo mirábamos.

Irse había sido un arrancamiento, volver fue un proceso muy diferente.

Eso fuimos el Cacho y yo, compañeros de desexilio.

Él había salido en el 78 y yo dos años antes. Pero los dos habíamos regresado

más o menos el mismo día del mes de febrero de aquel año. 

Sería marzo cuando una tarde, parada en la boca de la estación del subte de Plaza

de Mayo, el que va a Facultad de Medicina, lo vi subir entre el gentío.

Juro que reconocí el piloto y la pelada. O habrá sido que también reconocí su

modo de balancear el portafolios. Lo cierto es que me quedé parada en la punta

de la escalera hasta que él llegó frente a mí.

Desde ese día cumplimos juntos los ritos del regreso del exiliado. Lloramos un

primer jueves en la plaza. Jugamos a ver quién aguantaba más respirando el aire

del Riachuelo una madrugada húmeda y dulzona, sentados a la vera de ese río

espeso. Nos dijimos que el obelisco no era tan alto ni la Nueve de Julio tan ancha.

Reconocimos la influencia de una buena pizza para levantar el ánimo. Y

fundamentalmente, nos dimos cuenta que hacía un siglo que nos habíamos ido.

Él buscaba a su gente y yo a la mía. Algunos estaban y otros no. Entonces, nos

sentábamos a tomar cerveza y nos quedábamos callados.

Tomábamos cerveza en bares de Congreso, Primera Junta, en pizzerías del Once.

Después, nos metíamos en algún subte y él me llevaba a conocer callecitas como

recién salidas de los ojos de Horacio Ferrer.

 

—¿Querés conocer el interior?, me preguntaba cuando me invitaba a recorrer

barrios porteños. Para él, todo lo que quedara al este de Avenida Pueyrredón era

el interior.

Esos gestos intrascendentes, vividos de a dos, fue nuestra forma de apoyarnos en

eso de empezar a volver.

Él me invitaba a conocer rincones del barrio de Boedo y Palermo y yo le

proponía sentarnos en un asiento de los andenes de Constitución a las siete de la

tarde. Él veía magos detrás de cada diariero cuando Corrientes se iba quedando

vacía o juraba que los ángeles de las cornisas de Avenida de Mayo miraban al río

para ver el amanecer, yo no encontraba magia en recordar mis viajes apretada en

los viejos vagones del ferrocarril Roca.

 

Puedo decir que a mí, que nunca había vivido en la Capital, el Cacho me hizo

conocer a fondo su ciudad, porque era porteño hasta los huesos. Porteño y de

Estudiantes de La Plata.

Me lo repetía cada vez que salía el tema:

 

—En qué país viviste piba, ¿cómo que no sos hincha de ningún club? 

 

Entonces me decía: “Uno vivió humillado y ofendido,/ se sintió negro, paria,

/ risible minoría/ adventista, croata/ o bicho raro./

Uno aguantó silencios,/ miradas bocayunior,

/ sonrisas riverplei y/ condolencias...”. 

 

—Sabés, si nunca te sentiste así, algo te perdiste en la vida.

 

Al Cacho le gustaban las minas, para usar sus mismos términos.

Solía decirme cuando veía una mujer de algunos años que le gustaba:

 

—¿Ves esa mina? Seguro que duerme en formol.

 

Un día me dijo: “Vamos a Plaza Italia” y allí fuimos, en el subte, apurados como si

tuviéramos algo que hacer. Cuando salimos a la calle nos paramos mirando hacia

el este y me dijo, apuntando con su dedo índice:

 

—¿Viste alguna vez una mina que abra mejor las piernas?

 

Se estaba refiriendo al dibujo que hacen Las Heras y Santa Fe contorneando el

botánico.

Después nos sentamos en un bar de la esquina a mirar los colectivos.

Fue en otro bar de Avenida de Mayo en el que sacó del portafolio el borrador de

“La larga noche de Francisco Sanctis” y me los dio. El libro había aparecido unos

meses antes, pero él me trajo una versión en borrador. 

 

—Leelo y decime que te parece.

No, no me dijo eso, me dijo:

—Leelo y decime qué entendés.

 

No era difícil entender que el Francisco Sanctis, que en diez afiebradas horas

decide romper con una vida sin compromiso y asumir una conducta heroica

sabiendo que no tendría testigos, era él. Cabrón y apasionado, dando a los

simples gestos de la vida el contenido de su ética intachable. O viviendo como

ritos cotidianos legendarias batallas. Lo que él quería saber era si yo sentía la

vida de la misma forma.

 

A fines del invierno de ese año fuimos dos veces al cementerio de Avellaneda.

Estaba escribiendo un libro sobre las prostitutas polacas que habían sido traídas

con el cuento de que se iban a casar con polacos y en realidad caían en manos de

una red de rufianes que las sometían a la esclavitud. Muchas de ellas están

enterradas en un rincón de aquel cementerio. Solíamos sentarnos a leer partes de

sus manuscritos. Otras, yo lo escuchaba mientras él se detenía a describir los

pisos de aquellos conventillos en los que las chicas quedaban encerradas.

Hace tiempo, hablando con una de sus hijas le pregunté por el libro y me dijo que

efectivamente no lo había terminado y que tenía con ella los borradores.

El último día que lo vi fue en el bar de Azcuénaga y Córdoba, el que está sobre la

esquina este. Ya tenía el cáncer de pulmón asomando en la mirada y el tono de

voz. Llegó caminando como siempre, pero avanzaba pegado a la pared. Estaba

vestido con su conjunto de jogging azul oscuro y no llevaba el portafolios. El sol

entraba por la ventana a esa hora de la siesta mientras nosotros tomamos café.

Murió a los quince días de aquel encuentro.

 

Sin embargo, cuando pienso en él, la imagen que tengo es la que me quedó el día

que lo conocí.

Estaba parado en el hall del edificio de Naciones Unidas, en el Distrito Federal, en

México, frente a un policía que pretendía que el Cacho le dé su documento para

entregarle una credencial.

 

—Mirá pibe, si yo tengo que mostrarte mis documentos para entrar, quiere decir

que todavía no llegó el momento para que vuelva a mi país.

 

AMALIA PÉREZ   

Nació en Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina.Tiene publicados "Sapo que no se traga" Ediciones El Mono Armado 2011. "El bazar de los elefantes rotos" Ediciones Lilium 2018. En narrativa: "Aguafuertes del exilio", Editorial UNSAM 2006. Participó en el 2005 de la Antología "País de vientre abierto".Artesanalmente ha publicado las siguientes obras poéticas: "Mal de amores"; "Herencia de una madre no nata"; "Las Marías son ellas"; "La infatigable tarea de ganarse el cielo todos los días". 

 

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