De ‘Lo irrisorio y adyacencias’
COMPILADO: 33 escritores argentinos responden una misma pregunta
en este Compilado propuesto y organizado por Rolando
Revagliatti:
¿TENDRÁS POR ALLÍ ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS
SIDO MÁS O MENOS PROTAGONISTA Y QUE NOS QUIERAS CONTAR?
1:
NORBERTO BARLEAND:
Por cierto, he vivido muchas situaciones irrisorias, algunas
para comentar, otras, tal vez, no. Hace muchos años asistí a la
presentación de un libro; en la mesa, el autor, el invitado a
referirse a la obra y el coordinador del ciclo dentro del cual
se produciría la presentación del libro.
Para mi sorpresa, la crítica aguda, filosa del presentador, casi
como que no era de su agrado el libro (lo que no sería una
actitud para censurar en tanto se puede tomar como de honestidad
intelectual ), generó incomodidad.
Reflexiones: la costumbre de
halagos, elogios, cierto facilismo en la interpretación, lleva a
caminos que (a veces) no acostumbramos a transitar. Ha sido
aquel un acontecimiento diferente. Debo señalar que el
presentador hizo una valoración elevada, con sólida
argumentación y de modo elocuente del autor, no así del libro
que presentaba; más allá de la situación que generó en el
momento, hubo una apertura hacia un espacio distinto donde la
crítica puede ser un juicio severo, no siempre favorable, para
atender y considerar.
2: PAULINA JUSZKO:
La noche que mi perra me echó de casa:
Volvía yo de un ágape pasadas las dos de la mañana. El taxi me
dejó, cansada y soñolienta, en mi domicilio suburbano. Abrí el
portón sin inconveniente, pero cuando quise hacerlo con la
puerta de la casa, por más que manipulé la llave, fue imposible.
La llave giraba normalmente ¡pero la puerta no se abría!
Resistió a mis empujones y a mis puteadas. ¿Qué hacer…? Mis
vecinos transitaban su segundo sueño a juzgar por las luces
apagadas. ¿A quién recurrir a semejantes horas…?
Me acordé entonces de Germán, aprendiz de búho, que solía pasar
la noche componiendo y haciendo música. Y que vivía a tres
cuadras de mi casa. Hacia allí me dirigí; por suerte las calles
de Villa Elisa son un desierto pasada la medianoche. Después de
mucho tocar la campana-llamador logré que saliera un Germán
alarmado de verme e imaginando quién sabe qué desgracias. La
idea era que me acompañara y tratara de abrir mi puerta usando
la fuerza bruta.
Sin embargo, pese a su buena voluntad, pese a los esfuerzos que
hizo con el hombro (empujones) y las piernas (patadas), la
puerta seguía cerrada: visage de bois.
-
-Es evidente que está
corrido el pestillo de seguridad del lado de adentro – dijo
Germán.
-
- ¿Cómo es posible –
dije yo – si no hay nadie en la casa? ¿O habrá entrado alguien
que tiene llave?
Por las dudas insistimos con el timbre. Ladró la perra, pero
nada más. ¡Eureka! Entonces, por fin, entendí lo que había
pasado: tocaron el timbre, la Bubú se desesperó por salir, se
paró en dos patas y con las delanteras arañaba la puerta a la
altura del pestillo, fue así que sin querer lo corrió.
Germán me disuadió de llamar a un cerrajero, me propuso que
durmiera en su casa el resto de la noche y decidiera qué hacer a
la mañana siguiente, con la cabeza fresca. Lo conversamos con
Cecilia – la mujer de Germán – e hicimos un plan de acción: mis
vecinos tenían a un albañil trabajando en una construcción
lindera con mi jardín trasero; le pediría a ese hombre que
subiera al techo de mi galpón para bajar luego al jardín, entrar
arrastrándose por la puerta-ventana del dormitorio (que yo
siempre dejaba algo levantada por si la Bubú necesitaba salir) y
descorriese el pestillo.
Y así fue cómo – gracias a la buena onda de ese albañil
providencial – pude reintegrarme a mis penates. ¡Qué aventura!
¿Y la perra…? Ni el menor sentimiento de culpa, la mequetrefa.
-Moverías de contento tu rabo si lo tuvieras, ¿eh, crapulona? –
la apostrofé retorciéndole suavemente una oreja.
3: MARCELO DI MARCO:
Esta anécdota que protagonicé hace unos veinte años sirve para
recordar aquello de que el contexto manda. Al poco tiempo de la
aparición de las primeras ediciones de “Atreverse
a escribir” y “Atreverse
a corregir”, el Departamento de Literatura para Niños
y Jóvenes de Sudamericana nos convocó a Nomi y a mí a dar una
charla en el mítico edificio de Humberto Primo ―hoy
remozado y convertido en el cuartel general de Penguin Random
House―.
La charla que debíamos dar mi esposa y coautora y yo estaba
dirigida a docentes, potenciales usuarios, en sus aulas, de esos
dos libros nuestros. Gigliola
Zecchin, más conocida como Canela,
creadora del mencionado Departamento, nos iba presentando a los
docentes, a medida que llegaban a la sala. ―Ella es jardinera
―comentó, refiriéndose a una de las participantes, y mi
respuesta imbécil no se hizo esperar: ―¡Qué bien! Hace unos
años, vi un cartel detrás del mostrador de un vivero que decía:
“Si quieres ser feliz una
semana, cásate. Si quieres ser feliz toda la vida, hazte
jardinero”. ―Ella es maestra jardinera ―aclaró
Canela, indulgente. ―Ah.
4:
HAIDÉ DAIBAN:
Hace ya unos cuantos años, tres parejas amigas, acordamos viajar juntas
desde Buenos Aires hacia Marruecos. La idea siguiente, fue no
desaprovechar la cercanía de España, cruzar hacia algún lugar
pintoresco del sur y así elegimos Torremolinos.
Después del primer recorrido por Marruecos pintoresco y
misterioso, pasamos con el transbordador a España y avistamos el
Peñón de Gibraltar. Y ya en Torremolinos nos presentamos en el
hotel bajo una buena lluvia europea. Como era media noche, no
había cocina abierta y nuestro apetito se tornaba feroz, nos
recomendaron un bar cercano, frente a una hermosa placita de
barrio. El dueño del bar, simpático y hablador, estaba
acompañando a dos parroquianos bebedores, y ya achispados,
apoyados en la barra.
Unas
campanas de vidrio cubrían variados platos que, nos aseguró,
eran caseros. “¡Entren, hombre, mi señora cocinó para ustedes!” Dispuso tres mesas
y comenzó por traer aceitunas, creo que de La Rioja, grandes y
carnosas.
“Son
buenas”,
opinó y sin más metió la mano, comió una o dos, como para darnos
coraje y nos sonreímos por el atrevimiento. Luego trajo el vino
y se sirvió una copa, “es bueno, beban”. Mientras calentaba los pedidos de arroz,
garbanzos y carnes, nos
relató lo que le sucedió esa semana, la visita a casa de su
madre, mujer mayor y valiente, dijo, por haberse subido a una
silla que colocó sobre una mesa, desde donde se puso a pintar el techo de su sala. “¡Madre!”,
le dijo, “qué haces, te
matarás”, y en ese momento salió disparado a traer un plato.
Cuando mi marido le reclamó su comida, él le contestó,
“ya vendrá, cuando el aparato haga ¡piiiiii! se lo traigo”.
El aparato era el microondas. Efectivamente hizo ¡piiiiii! Y
comimos casi por turnos.
Fuera
la lluvia era torrencial, el dueño dijo que apagaría el
televisor para que no molestara en la conversación y tomó su
“control remoto”, según él lo denominó, y que era, en realidad, un palo
de escoba. Apretó desde abajo y apagó la tele colgante. Ese
chiste, lógicamente, causó risa.
Los
hombres de la barra discutieron un poco y el mayor hizo ademán
de irse, resbaló sobre un cartón empapado de la entrada, cayó
dramáticamente de espaldas y uno de nuestros amigos, médico, lo
vio pálido y rígido y pensó en una urgencia.
“Llame a la ambulancia”, pidió
al dueño; éste
salió a la puerta y comenzó a gritar
“¡Ambulancia, ambulancia!”.
Más de las doce de la noche, sin peatones, lejos del puesto de
ambulancias, nos causó pavor y gracia, no iba a llegar la
ambulancia. Y en ese momento el accidentado reaccionó y le dijo
a su compañero: “Creías tu que me había ido”, y movió el brazo hacia arriba,
“no, me aguantarás un poco
más todavía”.
Aplaudimos, contentos, y el hombre se acercó a la mesa y en
agradecimiento por nuestra intervención, recitó un poema de
Antonio Machado (lo anunció como si el título fuese ‘El
abogao’).
Debo
decir que nos conmovió, el tema y su voz. A continuación, se
puso a cantar un tango completo, nos miramos, nadie recordaba
toda la letra.
Nuestro amigo médico cobro bríos y recogió pedidos del postre,
abrió por su cuenta la heladerita y comenzó a hacer volar los
helados sobre cada uno de nosotros, los atajábamos en el aire y
entre risas pagamos la cena con show, la que resultó de lo más
barata.
Camino al hotel nuestra algarabía despertaba a los dormidos
torremolinenses.
Pese al paso del tiempo, no olvidamos al recitador y mucho
menos al risueño dueño del bar.
5: FERNANDO G. TOLEDO: No por ser pocas, sino por ser muchas es que no recuerdo ninguna en
particular. Ahora se me presenta la siguiente: tras alguna
indisciplina en la escuela secundaria, la preceptora y su peor
cara me dijeron: “Mañana, si no venís con tu mamá, no entrás a
la escuela”. Yo le repliqué, para cambiarle la cara: “Es que mi
mamá está en el cielo”. Esperé a que su cara cambiara y cuando
iba a pronunciar algo me di vuelta y le completé: “Es azafata”.
A pesar de todo ha de haberle parecido bueno el chiste, porque
no volvió a pedirme la compañía de mis padres para seguir en el
colegio.
6: IRMA VEROLÍN:
Otoño de 1992. Yo había vuelto de la India donde estuve tres
meses y viví experiencias asombrosas, materializaciones,
conexiones sincrónicas, sanaciones, testimonios orales
de inusitadas experiencias místicas de personas de todo el
mundo, digamos que traía una cabeza sintonizada con otra
realidad. Apenas arribé a Buenos Aires me encontré con el libro
publicado para preadolescentes que escribí en coautoría con Olga
Monkman. La editorial me envió de inmediato a efectuar la
difusión a Bahía Blanca. En aquel momento se viajaba a la India
pasando por Europa, de modo que se tardaban tres días entre los
empalmes de vuelos y las esperas en los aeropuertos. Apenas
logré dormir de a ratos. Esto sumado a los cambios horarios, a
la atención excesiva que hay que tener en aeropuertos hindúes
donde a veces ni siquiera se habla en inglés sino en dialectos
locales, lo que sumó más cansancio a mi cansancio. Debo
reconocer que desde que salí del ashram en el sur de la India
vivía en un estado de aturdimiento. En la editorial me dieron
dinero y pasajes. Caminé unas cuadras por una avenida y una
supuesta familia en un coche me habló desde el otro lado de la
ventanilla. Me dijeron que iban a hacerme acrecentar mi dinero.
Como yo venía de un espacio mágico, sin tener demasiada
conciencia, le seguí el diálogo. De pronto todo se oscurece o se
emblanquece, no recuerdo bien, entre el diálogo y lo que ocurrió
después no tengo registros. Solo sé que me quedé en mitad de la
calle gritando: “¡Me robaron!”. Por el impacto me quedé sentada
en el cordón de la vereda, y me dediqué a llorar a mares.
Adolfo, mi amigo, me dijo que yo era la única persona que les
ponía su plata en la mano a los ladrones y después hablaba
de fenómenos mágicos. Leí algo sobre robos psíquicos, pero la
verdad, no sé muy bien qué pasó. Resultado: repuse el dinero
y partí hacia Bahía Blanca. Al atardecer tuve que realizar los
talleres. Eran en total ciento cincuenta maestras y directoras
de escuela. Así es que se dividieron en dos grupos y los
talleres a coordinar fueron dos el mismo día, uno después del
otro. Me colocaron detrás de un escritorio, con los codos
apoyados me puse a hablar. Entonces me encuentro con la cabeza
hundida entre mis brazos, alguien me toca el hombro, me dice:
“¿Está usted bien?”. Por lo visto en mitad de mi charla me quedé
completamente dormida, parece que los docentes permanecieron en
suspenso, esperando, luego creyeron que me había desmayado o
algo peor aún. La segunda parte la hice de pie para no sucumbir
al sueño, producto del jet lag de mi reciente viaje.
El libro se vendió bien, orienté a los docentes a utilizarlo
como taller de producción literaria. Unos meses después, en la
esquina donde me robaron el dinero, encontré el monto exacto que
me habían robado tirado en la vereda. Juro que fue la misma
cantidad y en la misma esquina: evidentemente la magia continuó.
Y continúa hasta hoy.
7:
DANIEL ARIAS:
Corría el año 1978, en pleno Proceso Militar, ya se había
disuelto “El Círculo de los Poetas” como organización cultural
poética, y muchos de nosotros nos fuimos alejando como un
big-bang de cabotaje: Dejamos de vernos casi todos los días para
encontrarnos de vez en cuando en alguna peña o en los salones de
la Galería Meridiana o en la Casona de Iván Grondona, pero con
algunos seguimos el viaje juntos persiguiendo ensueños. Tal es
el caso de mi amigo poeta Daniel Cejas, hoy desaparecido, con el
cual compartí una experiencia insólita.
Daniel se entera de que en la Sociedad Argentina de Escritores
se habían organizado talleres literarios de poesía. En esa época
mi esposa, Beatriz Arias, era madre por segunda vez, y con los
niños chiquitos mucho no podíamos hacer, por lo tanto, el
elegido para averiguar fui yo. Combiné con Daniel Cejas y nos
fuimos a la SADE Central, en la calle Uruguay. Nos indican que
la clase de ese día ya había comenzado y nos tiramos el lance de
ingresar a ella. Golpeamos suavemente la puerta alta y con
lentitud la abrimos, pasamos, cerramos y nos quedamos de pie,
muy quietos.
Enfrentado a la puerta de entrada, sentado, detrás de un
escritorio estaba un señor alto y calvo de ojos claros, rodeado
de mesas y sillas con veinte o treinta participantes del taller.
Interrumpimos sin decir una sola palabra y el silencio fue
inmenso. Todos se dieron vuelta para ver quien entró.
El señor se levanta, también él sin decir una sola sílaba, y se
acerca resuelto hacia nosotros y nos pregunta:
“¿¡Qué quieren acá!?”,
y sus ojos nos clavaron contra la pared. De inmediato extrajo
del bolsillo de su saco un revolver plateado y nos apuntó al
medio del pecho y a menos de cincuenta centímetros. Daniel dijo
algo que nadie entendió y yo, mudo, con la mano derecha detrás
de mi espalda logré alcanzar el picaporte, lo giré, abrí la
puerta y nos deslizamos afuera, bajamos por las escaleras
corriendo y nos fuimos. Todavía estamos corriendo por la avenida
Santa Fe y juro que nunca más iré a un curso del poeta Osvaldo
Rossler.
8: PAULA WINKLER:
Soy doña despiste. De joven era más torpe y obstinada aún. Uno
de mis primeros casos importantes como abogada versaba sobre
patentes y marcas. Como me daba vergüenza preguntarle a algún
colega mayor la dirección de la Oficina nacional para averiguar
un par de cosas – el google no existía entonces –, me hice la
canchera y le dije a una de las empleadas de la recepción de la
Consultora donde trabajaba que me anotara adónde ir en un papel
pues estaba apurada… Fui: se trataba de otra Consultora,
conocidísima. Cuando
me di cuenta del papelón (al bajar del ascensor “me había
mandado” sola), hui despavorida inventando no sé qué tontera. No
me paralicé (por obstinada), entré en un bar cercano, pedí una
guía telefónica y finalmente encontré la Oficina de Patentes y
Marcas. Como una de las recepcionistas me había reconocido de la
Facultad, la anécdota circuló durante largo rato… Menos mal que
gané el caso.
Otra: Estamos mi familia, una amiga y yo en la Parada 16 de
Punta del Este. Tomando el sol, no me digan el porqué, me parece
reconocer a un conocido actor francés. Le digo a mi esposo “allá
voy, le pido un autógrafo” (no había celulares entonces) y
entablo, ante el asombro de él y la perplejidad de mi amiga, una
improvisada conversación en francés, fascinada por el casual
encuentro. Lo felicito por su actuación con Romy Schneider. Pero
él me contesta (en francés): “Buenos días, Paula, soy fulano,
cursamos juntos Sucesiones y Procesal II, ¿no te acordabas de
mí?”. Etcétera y risas.
Y otra: Camino con mi yerno (siendo más mayorcita), temerosa de
perderme en un copioso bosque sueco a la vera del mar. Hablamos
(en inglés), y yo empujo el cochecito de mi nieto concentrándome
en la playa cercana a Stora Essingen y en un embarcadero que
podría funcionar como punto de referencia... Mi nieto canta
feliz, yo hablo y hablo. Y de pronto, mi yerno me sugiere que
vuelva al inglés ante mi largo soliloquio en castellano (idioma
que él no comprende), incluso reclamándole yo aceleradas
respuestas…
9:
ALDO LUIS NOVELLI:
Situaciones irrisorias, miles o más, pero a la mayoría no las
puedo contar porque la memoria es sabia y se las regaló al
olvido. De las que recuerdo, hay una de cuando me dedicaba a la
caza mayor, eso fue hace mucho tiempo. Después, perseguido por
ecologistas y veganos enfervorizados, decidí dedicarme a la caza
fotográfica de pájaros.
Dado que intento poetizar todo en la vida, logrando resultados
que bien podrían ser parte de situaciones irrisorias, te dejo el
poema que relata dicha situación.
el ars poética del hipopótamo
tus labios de fresa tus dientes de marfil tu saliva de
licor esa boca tan cursi que me provoca como a un
hipopótamo en celo.
de hipopótamos supe ir de cacería
me escondía detrás de un arbusto y cuando se acercaba la
manada a beber en la aguada le aparecía de improviso al
último y con un grito descomunal le provocaba el susto más
grande de su vida.
desaparecido el hipo el pótamo es
un animal manso y sumiso casi doméstico como tu boca.
10: GRACIELA PEROSIO:
Suena el teléfono y atiendo. Una voz estricta pregunta si soy la
coordinadora del taller de escritura. Cuando afirmo, me pregunta
cómo hace para enviarme los textos que necesita arreglar.
—No, señor, no trabajo de esa manera. No hago corrección de
textos. Se sorprende, hace una alusión a que si es un taller….
Pensó –algo así me dijo- que era parecido a llevar a un auto al
chapista.
—Sucede, me dice, que tengo ganado muchos premios. El último,
del Rotary Club de Rosario. Pero siempre me dan el segundo o el
tercero. Quiero ganar el primero y si usted…
—Si yo le arreglo el escrito el premio me lo gano yo, no usted.
Se trata de aprender.
No de muy buena gana terminamos arreglando una entrevista. El
hombre de unos 60 años, cuenta una situación sentimental
desgraciada. Un largo noviazgo interrumpido por la muerte de la
mujer. Y este duelo aparece reiteradamente en su escritura. En
fin, por demás delicado. Al conversar acerca del trabajo sobre
lo escrito encuentro poca lectura de escritores conocidos. Más
bien, es una persona que asiste a grupos que se organizan como
peñas, con mucho apoyo social y afectivo, pero donde casi no se
hace crítica ni frecuentan las literaturas de diferentes
orígenes. En cambio, se leen mucho entre los asistentes para
acompañarse, objetivo nada desdeñable en esta sociedad tan cruda
y violenta.
Pero, para mayor complicación, Anselmo, que así se llama el
aspirante a poeta, se obliga a escribir sonetos. “Y no me salen
ni contando las sílabas, no son todos de 11 ¿ve?”
—Es que el contar las sílabas es una ayuda posterior, primero
hay que tener esa música adentro. Tal vez el soneto no sea lo
suyo.
—¡Ah, no!, no me diga eso. No sirvo para renunciar.
—Le propongo, entonces, dos o tres clases, en las que solo va a
venir a escuchar, sin escribir nada ni comentar nada.
Como se están imaginando, hice una selección de sonetos notables
desde Garcilaso hasta aquí. Pasaron dos semanas con sus
correspondientes clases y llegó la tercera. Llama a la puerta.
Abro y lo veo venir con un rostro furioso y una valija enorme,
con forma de cofre y bastante pesada.
Pasa y me pide permiso para apoyar el mamotreto sobre la mesa.
“Esto es para usted.” Dice, enojadísimo. Aquí le traigo todas
estas estafas que me han hecho. ¡Pum!, ¡bom!, ¡plaf! - suena el
metal sobre la mesa y caen, entre cintas y diplomas, las
medallas, estatuillas, placas y demás.
—Ya me di cuenta de que mis versos no merecen nada de esto. No
hace falta que usted me siga leyendo. Simplemente, me estafaron
y fui muy crédulo.
—No, eso usted no lo puede saber. Siéntese, por favor. Mire, en
este tipo de concurso se trata de incentivar el entusiasmo de
los participantes y generalmente el jurado no tiene permitido
declarar el premio desierto. De modo que, es posible, que lo que
usted presentó fuese mejor a lo que presentaron otros. El tema
es con qué otras escrituras nos seguimos comparando después. Si
nos comparamos con Borges y sí, todos quedamos lejos… Ni uno ni
otro extremo, es lo que le recomiendo para empezar a transitar
la escritura y ver si realmente lo entusiasma hacer el trabajo
necesario para mejorarla.
—Lo voy a pensar. Por ahora, no estoy listo para contestarle.
Pero le agradezco que me haya permitido darme cuenta de la
verdad.
Nunca volví a saber de él. Pero quedé tranquila de que,
finalmente se fue en paz y sin que le haya faltado el respeto a
la historia de su pérdida que aún lloraba, que fue, creo, lo que
más me preocupó desde el principio. ¡Quería honrarla con el
Primer Premio!, era evidente.
11:
CARLOS MARÍA ROMERO SOSA:
No sé, a veces pienso benevolente conmigo, que mi timidez ha
sido algo así como un antídoto contra el ridículo. Pero quizá
para muchos no debe haber algo más ridículo que una persona
tímida que, por serlo, suele tener gestos torpes.
12:
INÉS LEGARRETA:
Creo que esta anécdota califica. En 1997 había salido publicado
mi libro de cuentos “Su
segundo deseo” y, entre otras, había tenido una reseña muy
elogiosa en la revista “El Planeta Urbano”. No hacía mucho que
“El Planeta Urbano” se había incorporado al mundo editorial,
pero desde el primer número estuvo claro hacia dónde apuntaba la
revista: riesgo, enfoques poco convencionales en los artículos y
entrevistas, notas firmadas por escritores o artistas
reconocidos; modernidad en el diseño y un gran despliegue
fotográfico y publicitario que se manifestaba claramente desde
las tapas, todas con “celebrities” en composiciones
irreverentes. De manera que cuando me llamaron de la redacción
para una entrevista de trabajo me sentí halagada y, a la vez, un
poco inquieta. ¿Qué me propondrían? Viajé desde Chivilcoy a
Buenos Aires y fui a la casa editorial que estaba en el barrio
de Belgrano; allí me recibieron Elsa Drucaroff (hacía las notas
sobre libros), Sergio Varela (era editor de secciones) y alguien
más, pero no recuerdo quién; saludos, presentaciones (no nos
conocíamos personalmente hasta ese momento) y después de una
charla informal de situación, Sergio Varela me dice más o menos
esto: “Bueno, Inés, como
nos interesa tu escritura te queríamos invitar a que colaborases
con algunas notas y artículos según se vaya dando; nos gusta
proponer cosas diferentes y por eso pensamos en vos para una
nota sobre el Golem”. Dijo “Golem” y me miró con cara
divertida y expectante.
“Ah, El Golem”, y de inmediato empecé a buscar desde dónde
abordar el tema: Borges, sin duda, el poema de Borges y el
acervo de la cultura judía, el significado de esa creación.
Supongo que lo fui diciendo en voz alta porque me
interrumpieron, “Esteeee…
no, escuchaste mal, no Golem sino Golden, el Golden de la calle
Esmeralda”. Silencio. Yo:
“¿Y qué es el Golden de la
calle Esmeralda?” “Un
boliche con strippers masculinos, único y exclusivo para
mujeres”. Ahhhhhh. Carcajadas. Yo no tenía ni idea de su
existencia. “¿Te animás?”
“Obvio”, respondí.
Pactamos condiciones y fui con dos amigas; nos divertimos mucho
y la nota salió redonda. (“Golden boys”, en el número de abril
de 1998 de “El Planeta Urbano”.)
13:
DANIEL BARROSO:
Era abril de 1983 y habían matado a
Raúl Clemente ‘El
comandante Roque’
Yager. Nos organizamos,
pocos días después,
para efectuar una interferencia de Canal 11 a una hora de buena
audiencia.
Cada uno se haría cargo de una parte del equipo (básicamente por
si caía alguno,
que no cayera todo el equipo). El primero en llegar fui yo que
empezaría a armar la antena y probar la batería, luego los dos
restantes con el transmisor, el casete, cables y etcéteras de
conectividad.
Cuando ya estábamos dentro de la casa,
en el barrio de Villa Pueyrredón,
con todo en trámite de preparación, suena el timbre y Marisa (la
compañera dueña de casa) con cara de pánico nos mira paralizada.
—Atendé,
le dije secamente.
—¡Mis suegros!,
logró decir entre ahogos.
Todos se miraron al unísono y empezaron a guardar donde podían
todo lo que habían llevado. “De aquí en más hay que improvisar”,
dijo uno de nosotros y todos asentimos. “Pero ¿qué podemos
improvisar tres tipos desconocidos en la casa de la nuera cuando
el marido no está?” dije, mientras rebotaba con la batería desde
el bajo mesada al baño y viceversa.
—Ya
bajo, entonó, casi en un lamento, a quien llamaremos Marisa.
La llegada de los suegros de Marisa nos encontró sentados
alrededor de
la mesa del
comedor, hablando de lo difícil que resultaba
cazar avestruces en esa
época del año. Casi tropezándose nos levantamos para saludar a
la pareja de aspecto “bodas de plata”,
a quienes saludábamos
estrechándoles la mano, pero con el cuerpo (de la cintura para
arriba) torcionado hacia Marisa, haciendo imposible el recorrido
sin atropellar sillas o quedar con distensión del nervio
ciático. La sonrisa de nosotros tres era una mueca entre
chaplinesca y de minusvalía mental, mientras nos amontonábamos
como haciendo una barrera para aguantar un chutazo de tiro libre
del panadero Díaz.
—Bueno,
decile a (supongamos) Orlando que nos vemos cuando regrese, así
arreglamos la salida a San Pedro, dijo con desgano uno de
nosotros.
—Eso,
las carpas ya están aseguradas, remarcó, casi inaudible
(digamos) Benjamín.
—Ha
sido un gusto, dije yo, mientras nos volvíamos a estrechar las manos
en un cruce a lo Laurel y Hardy.
Marisa, nos acompañó hasta la puerta, nos despidió casi a los
gritos, no dejaba de suspirar, en realidad estaba al borde del
colapso por angustia.
Por suerte, los suegros, se fueron enseguida. Habían llevado “el
postre que le gusta a Orlando” para cuando regresara de su
comisión de trabajo en el sur. Imprudentemente, el operativo de
interferencia se hizo igual, un rato después y un par de
llamadas telefónicas de por medio, atendidas como equivocadas
por parte de la compañera. El poco tiempo de espera fue en un
bar con teléfono de las inmediaciones. Algunos de los
parroquianos miraban con asombro a tres dementes que entraron
por separado, que ocupaban mesas distintas y que no paraban de
reírse.
14: SUSANA CELLA:
Es una anécdota triste, y digo triste por la miseria académica
que hemos tenido que padecer. A raíz de un concurso para cubrir
un cargo de profesor/a titular, una de las jurados fue atacada
en las redes. Me dijo esta colega: “Me han puesto el mote de
Jelinek”. Yo, en mi supina ignorancia de lo que circula, le dije
a esta querida amiga: “Bueno, al menos te han comparado con un
Premio Nobel”. En mi mente estaba el nombre de Elfriede Jelinek,
la escritora y militante austríaca que ganó esa distinción en
2004. Mi amiga me contrastó con la realidad de los eunucos que
la insultaban. “No”, me dijo auscultando mi ignorancia. “Me
comparan con Olga Karina Jelinek”, y ahí supe de la miseria del
ataque. La emparejaban a una vedette que se exponía en “Bailando
por un sueño” y cosas así. Me quedó el amargo recuerdo de haber
leído una novela de Elfriede y de saber que portaba el mismo
apellido la tal modelo.
15:
ROGELIO RAMOS SIGNES:
Siempre tuve la costumbre de hacer brevísimas introducciones
antes de leer un poema en algún recital; no para explicar algo
(nada hay que explicar) sino para cortar el clima del poema
anterior y empezar de nuevo. Eso mismo hacían mis compañeros de
lectura durante muchos años: Maísi Colombo, Ricardo Gandolfo y
Manuel Martínez Novillo.
Una vez, durante una lectura frente a un público increíblemente
multitudinario, una señora que estaba sentada junto a la poeta
Fátima Gatti le dijo en tono confesional: “Me gusta mucho más lo
que cuentan antes de cada poema, que los poemas en sí”.
Jajajá. ¡Fracaso total!
16:
ADRIANA MAGGIO:
Estaba cursando el Profesorado de Castellano y Literatura en el
“Joaquín V. González”. Tendría alrededor de 19 tímidos e
hipersensibles años. El Profesorado estaba en Av. de Mayo y San
José, en un edificio viejo, que ahora es hotel. Las escaleras
eran de mármol y estaban gastaditas por los muchos años. Yo iba
bajando la escalera, con mi pollera ajustada, a la rodilla, y
mis tacos altos finiiiitos. En sentido contrario, vi que venían
subiendo dos jóvenes muchachos cuya aparición me puso seriamente
nerviosa. Mis delgados tacos resbalaron en el escalón, y caí de
cola con las piernas abiertas y uno de los jóvenes entre ellas:
la falda se subió hasta la entrepierna, y quedaron al aire mis
muslos decorados con el inefable portaligas que se usaba en ese
tiempo, para sujetar las medias de nylon. Sé que el joven me
ayudó a levantarme, pero cómo salí de allí y cuándo volví a
poner los pies sobre la tierra, sigue siendo un misterio. El
enorme moretón que se alojó en mis nalgas tardó en desaparecer
mucho más tiempo que mi vergüenza.
17:
ALEJANDRO MARGULIS:
Había un muchacho que iba a poner un restó en la esquina de
casa, que da a una avenida de tránsito pesado y rápido donde
ningún negocio funciona. A mí me gusta pintar y quería vender un
cuadro. Mi argumento para que me comprara una obra hecha
especialmente para él fue que, de ese modo, con pinturas como
ésa, iba a conseguir que su boliche fuese un sitio de
referencia, y que así los clientes iban a acercarse a conocerlo
por su decoración, ya que estaba demasiado a trasmano. El
muchacho me miró torcido cuando dije eso. Para convencerlo de mi
propuesta le ofrecí hacerle una prueba, aprovechando que todavía
estaban refaccionando el lugar y que los acrílicos donde el
dueño anterior había colocado gigantografías de hamburguesas
ahora estaban vacíos. Yo pintaría uno de los acrílicos y él
vería después cómo quedaba. Aceptó a regañadientes. Así que ese
Yom Kipur en vez de ir a compartir la celebración con mi familia
me quedé en casa y durante la noche copié, de una imagen que
encontré navegando en la computadora, unas playas inmensas.
Pinté el cuadro con un acrílico especial. Y lo titulé NICE.
Cuando lo terminé fui a llamar al muchacho del restorán, le
insistí para que viniese a casa a verlo y hasta accedí a
corregir algunos detalles cuando descubrí el desinterés en su
cara. Al día siguiente se lo llevé terminado al restorán; como
el desinterés seguía, le propuse que lo dejase durante todo el
fin de semana expuesto para que el cuadro pudiese defenderse por
sí mismo. “Colgalo y vemos qué reacción provoca”, dije. Pasé un
fin de semana en paz conmigo mismo, satisfecho por haber
cumplido con mi deber de artista, o con lo que yo pensaba que
debía ser el modo de comportarse de un artista. Cuando el lunes
temprano pasé por el restorán las mesas de fórmica habían sido
cubiertas con manteles violetas largos hasta el piso,
servilletas al tono y centros de mesa con flores artificiales.
Hacía un calor espantoso y él estaba en la esquina repartiendo
volantes del nuevo restó, transpiraba adentro de un elegante
traje negro y llevaba los pies apretados por unos zapatos de
cuero brillantes de betún, pero no parecía sentirse incómodo por
ser el único arreglado de semejante modo en esa avenida donde
ninguno de los autos particulares, los camioneros y los taxistas
se detenían ahora que ya no estaba la hamburguesería al paso. Me
conmovió su entereza y dignidad frente al inminente fracaso. Y
me felicité por haber hecho un aporte a su sueño del restorán
perfecto y fino en el peor lugar de la ciudad. Me acerqué a
preguntarle por los comentarios que había obtenido con respecto
al cuadro. “No gustó”, dijo. “¿Cómo que no gustó? ¿A quién no le
gustó?”. “A mi señora”. “Pero ¿qué entiende tu señora de arte?”,
dije. Silencio. Me di cuenta de que llevaba las de perder y
reculé. “Bueno, me lo llevo entonces…”. “¿Cómo que te lo
llevás…?”, dijo él y por un instante pensé que había entrado en
razón. “Sí, me lo llevo…”. “Ah, no… pero yo necesito el
acrílico…”. Me quedé mirándolo. Y por encima de su hombro, al
cuadro colocado en la pared, arriba de la caja. La verdad que
quedaba precioso. “No entendés”, dije entonces. “Necesitarás el
acrílico, pero ahora es una pintura. Una obra”, agregué
tímidamente. “Una obra que tiene un valor por sí misma”. De
pronto éramos dos los que estábamos transpirando en esa esquina
de la avenida. El muchacho dijo en ese momento algo inesperado:
“Cuánto vale”. Dije un precio. “Bueno”, dijo y yo pensé que me
había quedado corto con la cifra. “Te lo compro”. Entonces
entendí. “¿Qué vas a hacer con el cuadro?”, dije. “Nada. Lo voy
a lavar y voy a volver a poner el acrílico”, dijo el muchacho.
Casi le pego. Pero me reprimí. “No… no podés hacer eso…”. Me
pregunté que hubiera hecho Van Gogh en una situación similar.
Qué hubiera hecho Picasso. “¿Cuánto cuesta el acrílico?”,
pregunté. El muchacho respondió con toda seriedad una cifra. Era
el doble de la que había dicho yo. Pensé que mi cuadro estaba
cotizando en el mercado, o que ese debía ser el famoso mercado
del arte. “Yo te compro el acrílico”, dije. Él aceptó
enseguida. Desde ese momento el NICE se convirtió en la pintura
por excelencia del living de casa.
18: MARTA BRAIER:
Al promediar la década del 70, en
ocasión del cincuentenario del fallecimiento de Ricardo
Güiraldes, el director del Suplemento Cultural del diario Clarín
de esa época, Fernando Alonso, me encomendó una llamada
telefónica a Borges, para que nuestro venerado escritor
homenajeara con alguna anécdota o recuerdo al autor de
“Don Segundo Sombra”.
Yo trabajaba en reseñas literarias para el Suplemento y acepté
con entusiasmo el encargo honorífico.
Debía llamar a Borges a las 17.00 horas en punto a su casa y
llevar al día siguiente una breve nota.
El caso es que yo, con el número de teléfono que me
habían dado anotado en un papelito, entré a una cabina
telefónica del Sanatorio Otamendi, en la calle Azcuénaga, justo
a la vuelta del edificio donde yo vivía, por la calle Paraguay.
No tenía teléfono de línea (y no era fácil conseguirlo).
Cuando el ama de llaves que me atendió me pasó con Borges, atiné
a escribir como pude su relato, conmocionada por esa voz pausada
y única, apoyando el cuaderno en la pared vidriada de la cabina,
mientras una larga fila de personas ansiosas se alineaba
aguardando su turno para el uso del teléfono.
Presa de un nerviosismo in crescendo, y viendo con preocupación
que la fila crecía, agradecí tímidamente a Borges su
colaboración, corté y me refugié eludiendo las miradas en la
capillita del Sanatorio. Allí permanecí un largo rato en busca
de amparo. Era mucho para una jovencita tucumana recién llegada
a Buenos Aires recibida de Profesora en Letras. ¿Quién me iba a
creer?
Cuando llevé la anécdota al diario, escrita con fidelidad
absoluta a las palabras del célebre autor de
“El Aleph”, me enteré
de que Borges ya la había contado varias veces y que se había
publicado. En realidad, lo que destacaba, con énfasis, era que
Güiraldes se había olvidado una noche la guitarra en su casa.
Yo tardé en recibir el teléfono de línea y no he olvidado esa
voz ni ese momento. Bien vale rubricar este recuerdo con versos
borgianos: “Qué importa el
tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una
tarde”.
¿Existirá aún esa cabina?
19:
FRANCISCO ROMANO PÉREZ:
Una mañana fría, en mi jardín, me empapó la tristeza. Encontré
una mariposa en agonía. La tomé entre mis manos. Gracias,
apenas, me dijo. Te dejo mis alas, me dijo. Y partió.
20:
BEATRIZ ARIAS:
Cuando mi hijo mayor, Esteban, se salvó de hacer el servicio
militar en 1991, resolvimos festejarlo. Nadie de la familia lo
había hecho por uno u otro motivo.
Fuimos al supermercado con Daniel, mi esposo, y compramos
bebidas y comidas varias para empezar con una picada y seguir
con dulces y sidra bien fría para el brindis.
Cuando llegamos a la caja para pagar, entra un señor de mediana
estatura, pelo corto canoso, con pantalón y campera jean que se
acercó al dueño (el gallego) desde atrás y le apuntó con una
pistola en las costillas. Todos se quedaron mudos y quietos a la
orden del desconocido. Menos yo.
Seguí charlando con Daniel como si nada ocurriera y comenté por
qué no nos cobraba el cajero y nos íbamos. En ese momento los
clientes estaban depositando la plata sobre el mostrador, igual
que Daniel. Yo le pregunté por qué lo hacían y me contestó: “Es
un asalto”.
Entonces me di cuenta, me paralicé y empecé a temblar.
Lentamente fuimos hacia el fondo del supermercado hasta que el
ladrón se fue. Recogimos los comestibles y volvimos a casa.
Al otro día, volvimos a comprar al súper y el dueño nos cobró
todo lo que llevamos. El festejo lo pagamos dos veces.
21:
JULIO ARANDA:
No del orden
de lo irrisorio, pero sí curioso. Fue en 1997 o 1998. Nos
invitan, entre otros, a Jorge Montesano y a mí a una lectura de
poemas y nos piden que les adelantemos el material que íbamos a
leer, cosa que nos pareció extraño...; entre mis poemas había
uno que hacía alusión a los desaparecidos. Lo que no sabíamos
era que la lectura se realizaba en la sede de un edificio
céntrico que por ese entonces pertenecía al Círculo Militar. Nos
citan un par de días antes y “gentilmente” me indican que ese
poema no debo leerlo porque el tema estaba muy trillado y
bla-bla-bla, y que no lo tome como un acto de censura. Ante mi
sorpresa, Jorge Montesano increpa a los dos hombres que nos
atendían, diciéndoles que “no vamos a permitir” que nos elijan
los poemas, y que si no estaban de acuerdo que borraran nuestros
nombres del programa. Los hombres se miraron entre sí, como
consultándose, y juro que temí que todo se siguiera complicando.
Finalmente, nos devolvieron el material señalándonos que sólo
era una sugerencia. Corolario: me di el gusto de leer un poema
sobre los desaparecidos en un evento cultural organizado en un
edificio que pertenecía al Círculo Militar.
22: SUSANA SZWARC:
Con los títulos de los libros me pasaron ciertas situaciones
irrisorias. Por ejemplo, llevé a fotocopiar cuando aún no estaba
impreso, poemas de “El ojo de Celán”. Y quien fotocopiaba me preguntó si todo el libro
que estaba escribiendo transcurría en Ceilán, si había estado
allí. No quise incomodar y dije que sí, que estuve allí. No pude
evitarlo y agregué que es un lugar al que voy muy seguido.
23:
LUIS ALBERTO SALVAREZZA:
Situaciones irrisorias:
En París, la familia Desecures nos alquilaba el departamento
donde vivimos estando allí. A los pocos días de alquilar nos
invitan a cenar. La cena se desarrolló normalmente hasta el
momento que nos presentaron la mesa de quesos. Del que debíamos
probar uno o dos trozos. Los anfitriones a través de éstos, nos
dijeron después, comprueban si el invitado ha quedado
satisfecho. Con Adriana probamos pequeños trozos, pero de un
montón de quesos. Lamentablemente al otro día, en la clase de
Civilización, nos contaron que debíamos ser discretos en esas
ocasiones. Fuimos y pedimos disculpas y ellos se rieron un
montón. La explicación que dimos fue ingenua pero valedera: que
no conocíamos muchos de esos quesos, respuesta que les resultó
simpática.
La primera vez que me preguntaron su gracia: quedé mirándolo al
que me lo preguntó. Un papelón.
El ridículo lo cometo permanentemente frente a los avances
tecnológicos. Recuerdo las canillas con censores y mi fastidio:
no hay agua. Las tarjetas magnéticas para abrir puertas.
Hacerme el popular haciendo mal uso de los dichos populares y
haciendo reír al auditorio.
24:
ZULEMA DE ARTOLA:
Cuento el ridículo más reciente. Me disponía a enviarle un
mensaje por wasap al nuevo administrador (al que sólo conozco
por su fotografía allí) del edificio en el que vivo. Algo toqué
inadvertidamente y en lugar del mensaje le llegó un sticker:
corazones, florcitas, zapatos de mujer, etc. Claro está, luego
le envié otro mensaje, reconociendo mi error (hasta ahora, no
recibí respuesta).
25: CLAUDIO F.
PORTIGLIA:
Viví entre situaciones irrisorias -no todas publicables-, pero
una se grabó y me alertó.
Yo escribo desde que
tengo memoria. En una economía de escasez extrema, los juguetes
que siempre me acompañaron fueron un cuaderno y un lápiz. A
veces, también, una cajita de lápices de colores; pero pronto
comprendí que los gastaba en vez de invertirlos.
La cuestión es que me
pasaba las horas apuntando no sé qué. Solo, por lo general; o
con una vecinita. A la remanida pregunta que hacen los adultos
acerca de “qué querés ser cuando seas grande”, yo respondía que
quería escribir. Mi mamá fantaseaba con que fuera escribano,
porque la literatura y la poesía eran ajenas a mi familia
nuclear.
Ya en la secundaria y
becado por una institución que entrevió mi vocación de
periodista, se me recomendó para “practicar” en uno de los
diarios de la ciudad de Junín. Por entonces, el más modesto y,
además vespertino, que había fundado un reconocido dirigente
radical y que sobrevivía a duras penas.
Mi primera tarea
consistía en copiar las noticias del diario “La Razón” de la
tarde anterior o del matutino local; y “arreglarlas” de tal
manera que no parecieran copiadas. Después recorría las
comisarías en busca de las policiales que acreditaban los
telegramas y, después, pasaba por la secretaría de prensa
municipal para recoger comunicados.
Hasta que llegó la
campaña electoral, una vez que el teniente general Lanusse,
presidente de facto,
levantara la veda, y a mí me tocó cubrir todos los actos de
“Cámpora al Gobierno, Perón al Poder” que se hacían en los
barrios de mi ciudad.
Era un ascenso, por
supuesto. Pero, aquí lo irrisorio:
No sólo que nunca me
pagaron un centavo por las muchas notas que escribí, sino que
para leerme a mí mismo en letras de molde tenía que comprar el
ejemplar, porque tampoco me lo regalaban. Y los compraba, claro.
Porque la vanidad y el orgullo de “escribir para el diario”
podían más que la conciencia de explotación.
Y eso que mis notas ni
siquiera salían firmadas. Sólo yo sabía quién era el autor. Sólo
yo con mi onanismo intelectual de un chico de 15 años.
26: LAURA SZWARC:
Me han sucedido situaciones irrisorias con el heterónimo An Lu
con el que firmo mi poesía. Por ejemplo, me hablan de An Lu
y hasta relatos disparatados sobre ella, desconociendo que se
trata de la misma Laura Szwarc. Pero, ¿acaso somos cada vez los
mismos? Aquí vemos una vez más cómo la identidad se mueve.
27: PABLO INGBERG:
De recorrida por el Peloponeso en auto alquilado, llegamos a un
alojamiento en Nafplio. Entre mi balbuceo de griego moderno y el
de inglés de la dueña, le pregunto dónde hay un supermercado
para comprar con qué hacernos la cena. Hay dos, uno pequeño
cerca y otro grande un poco más lejos, cierran en pocos minutos.
Vamos rápido en el auto a buscar el grande. En una esquina no
sabemos si seguir derecho o doblar. En la misma mezcla de
balbuceos, le pregunto a un tipo que pasea el perro. Este
balbucea un poco más de inglés. Me dice que para aquel lado hay
un little.
No little,
le digo yo, quiero un big,
uno grande. Sí, sí, big,
para allá, un little.
De nuevo: yo: no little;
él: no little, sí big, little,
para allá. No había tiempo, la suerte estaba echada: doblamos
por donde nos decía. En un minuto llegamos, justo a tiempo, a un
enorme supermercado Lidl:
una cadena alemana, desconocida para mí hasta ese momento, que
después reencontré en muchas otras partes. Tal vez el tipo
todavía se acuerde de aquel sordo que entendía little cuando
él claramente decía Lidl.
28:
ANA GUILLOT:
La que me viene a la memoria tiene que ver con mi primer libro.
Ya recibida en la carrera de Letras, ya profesora secundaria y
universitaria, me propongo abrir un taller literario. Al poco
tiempo veo un anuncio de la querida Gloria Pampillo ofreciendo
un taller de verano para aprender a coordinar. Y hacia allá fui.
La primera sorpresa fue que muy seria nos dijo: – Nadie puede
coordinar un taller de escritura si no escribe también-. Y ahí
nos tuvo: todo el verano escribiendo diferentes consignas y, por
lo tanto, aprendiendo la técnica. También lecturas, etc. Fue una
gran experiencia, pero yo no había ido para escribir. Siento que
la carrera inhibe. Es algo así como: ¿qué puedo llegar a
escribir yo después de haber leído a semejantes maestros?
Sin embargo, escribí. Y ella
comenzó a entusiasmarme. Y tuve mi primer libro. Entonces me
pasó el número de teléfono del inefable editor José Luis
Mangieri. Ni mail, menos mensajes de texto, menos WhatsApp. Nada
existía: teléfono. Hace muchos años de esto.
Cita con Mangieri, cafecito,
charla, entrega del manuscrito. -Te llamo en unos días- dice.
-Dale- respondo muerta de nervios. Y así seguí… por más de un
mes (mucho más). Claro, debe ser un desastre; claro, ¿cómo le
iba a gustar mi poesía?; claro, qué papelón.
Un día junto coraje y lo llamo:
-Nena, menos mal que llamás. Voy a publicarte. Pero otra vez
dejame, aunque sea un dato. No pusiste ni teléfono ni dirección
ni nada… En fin: auto-boicot… o las hermanastras de Cenicienta
(que, obviamente viven también en mi interior) confabulándose en
mi contra. Así nació
“Curva de mujer” y acá estamos.
29:
CARLOS ENRIQUE BERBEGLIA:
Sí, una digna de tener en cuenta, hace ya muchos años, en el mes
de enero, a las orillas del río
Cosquín, en la provincia de Córdoba.
Me encontraba en un campamento, con mis compañeros estudiantes
universitarios de la Facultad
de Filosofía y Letras, cuando se desató un temporal nocturno que
hizo salir de cauce al río. A la mañana siguiente las aguas ya
habían regresado al lecho habitual, aunque en algunas oquedades
restaron charcos.
En uno de esos charcos, que se estaba vaciando porque las aguas
se dispersaban, había un pescadito de tamaño menor que un dedo
que se debatía, desesperado, porque se le iba acabando el
elemento donde sobrevivía.
Procedí a ponerlo entre mis manos en un cuenco con algo de agua
y depositarlo en el río propiamente dicho, donde ya no
correría riesgo de asfixia alguna...
¡De no creer! En vez de alejarse río adentro se quedó un buen
rato dando vueltas entre mis dedos, desde el momento que no
saqué la mano del agua, como agradeciéndome que le hubiera
salvado la vida, me los rozó una y otra vez y solamente se alejó
al yo retirar mi mano de las aguas.
¡Si esa actitud no fue consciente que se la cuenten a la caterva
de cuantos todavía se dan el lujo de ignorar la existencia de
una mente animal, más valiosa que la de los políticos,
economistas, jueces o milicos corruptos que mantienen a la
humanidad en el estado lamentable que le conocemos!
30:
ÁNGELA GENTILE:
Preguntás si podría contar alguna situación irrisoria y pensando
en alguien de la literatura, me surgió lo que me pasó con
Umberto Eco.
Viajé desde la ciudad de La Plata a Buenos Aires, enviada por el
Instituto de Cultura Itálica, cuya vicedirectora en aquel
momento era Haydée Bencini, directora del programa
“Caffé
Ristretto”,
que se emitía por Radio Universidad y de la Revista “Dall´Italia
2000”. Fui con dos grabadores. Logré llegar a Eco (detrás del
escenario del teatro) y justo empezaba la conferencia, así que
permanecí en silencio absoluto hasta que finalizó y le pude
formular algunas preguntas. Todos querían hablar con él, por
supuesto. Pero me había olvidado de activar el grabador, donde
debía registrar su saludo para radio Universidad de La Plata.
Entonces lo seguí llamando:
-Maestro, maestro, mi
scusa! Se da vuelta y me dice:
-Un´altra volta Lei!
-se ríe y me invita con un gesto a acercarme. Le expliqué que me
había olvidado de pedirle el saludo para la radio y lo realiza
muy bien predispuesto. Luego me autografía
“Opera aperta”, me
escribe su dirección postal (porque le había comentado sobre una
adaptación que había efectuado sobre
“Le lenti di fra
Guglielmo” para usarlo en mis clases) y me dice: -Mi
scriva! voglio leggerlo! Y un 21 de enero me envió una carta
con la respuesta.
31:
MARCELO DUGHETTI:
En 1997 me habían invitado a coordinar un taller de poesía en
una cárcel. Se trataba de una jornada donde confluirían diversas
expresiones artísticas en talleres para los internos. Con
tremendo temor a cometer torpezas en las cuales me perfecciono
día a día, me fui en bicicleta hasta el penal. Me acompañaba un
perro chusco que siempre me esperaba a la puerta de casa y
descargas eléctricas de una incipiente tormenta que le arrugaba
el hocico al más pintado. El penal es como un buque ominoso y,
por supuesto, opresivo, encallado en las afueras de mi ciudad.
Abrieron las puertas los guardias y también las cerraron: odio
el sonido de las puertas al cerrarse. Más o menos se calculaba
un tallercito de 40 minutos que, combinado con los otros
talleres de pintura, artesanía, música y maquetismo, harían las
delicias de los hombres y mujeres privados de su libertad.
Cerraría el evento una banda municipal que interpretaría algunos
temas de los más influyentes en la pampa gringa: por
ejemplo, “¿Quién se ha tomado todo el vino?” de Carlos “La Mona”
Giménez. No había, en principio, nadie de la escuela que me
recibiera, nadie de la biblioteca del penal, ninguno de los
directivos. Pensé que los oficiales o personal subalterno
estaría enterado, pero no.
Nuestra cárcel es un cuadro cerrado con torres de control, pero
que vista desde arriba semeja una torre de departamentos, desde
luego, a lo Dante, como un averno invertido. Bueno, para
sintetizar, tampoco llegaron los otros talleristas y la cosa se
puso heavy. Aparecieron las autoridades, el director ordenó
continuar con los talleres que ahora se habían reducido solo a
uno y que por la afluencia de personas se haría en la capilla
abandonada del penal. Público cautivo, nunca mejor dicho. Yo
nunca había tenido tanta concurrencia en un taller. Pusieron
hombres de un lado, mujeres del otro y guardias hasta los
dientes. En ese contexto la poesía no quería salir de su cueva
ni que le pegaran palos. El taller derivó en una charla, y en
una charla entre un pichi que al lado de los internos era un
niño de cinco años, personas repletas de experiencias de vida
dura y traumática. Finalizando la charla fue el desastre, el
sumun de mi torpeza, porque animado por el contexto de capilla y
recordando lo que decía un viejo cura, se me dio por decir “Bueno,
gente, pueden ir en paz, los dejo libres”. Todos se largaron
a reír a carcajadas por la frase y la contestación de una de las
reclusas: “Debés ser el
único que nos deja libres”. Las risotadas fueron como un
coro de ángeles que, como una atmosfera redujo presión y hasta
los más fieros guardias esbozaron una sonrisa por la ocurrencia
del peor tallerista que jamás hubiera pisado el infierno.
32:
NORMA ETCHEVERRY:
En un número del año 2010, de “Facundo”, aquélla buena revista
dirigida por escritores de Rosario, salió un dossier titulado
“La Plata de los poetas”. No tenía que ver con el dinero, claro,
sino con los poetas de nuestra ciudad capital, La Plata. El
dossier incluía sendas entrevistas a Néstor Mux, a César
Cantoni, y a Gustavo Caso Rosendi, y se plasmó en casa de éste
último a instancias de Sebastián Riestra. Recuerdo que esa noche
fui invitada pero no pude ir, y ellos, generosos, me incluyeron
a su manera: en un apartado titulado “La hermandad de la uva” se
mencionaba que algunos poetas platenses se juntaban para
compartir libros, lecturas, y también botellas de vino tinto. Y
en esas líneas dejaban sentado que la tertulia no era
exclusivamente masculina, sino que solía acompañarlos la que
suscribe. Recuerdo que me agradó esa forma tan particular de
tenerme en cuenta, casi de igual a igual si lo medía con la vara
de género, aunque consciente de que el mérito me acercaba
peligrosamente al borde de una condición etílica no tan feliz,
pero exquisitamente valorada si tenemos en cuenta aquél dicho
que le adjudican a Horacio:
“No sobrevivirán los versos escritos por bebedores de agua”. Aún
guardaba en mi memoria otra anécdota que también tiene su origen
en el vino, pero ocurrida muchos años antes. En aquélla ocasión
fue Néstor Mux quien me había invitado a casa de José María
Pallaoro, a quien yo no conocía, “a comer unas empanadas y
hablar de poesía” -me dijo-, por lo cual, me pareció atinado
llegar con un presente y qué mejor que una botella de vino.
Confieso que entonces no sabía de vinos y compré de pasada una
marca que me avergüenza nombrar. Cuando entré a la casa lo
primero que vi fue una bodeguita preciosa con un montón de
botellas de buen nombre, empezando por el modesto y noble López,
que suele revocar más de una cuenta. Luego, me pregunté qué
pensaría el dueño de casa de mí, y sólo había dos opciones: o yo
no sabía nada de vinos o era muy borracha… no sé qué era mejor.
Pero, habiendo pasado los años y también los ríos de tinta y los
de vino, ese gesto de los “varones de la poesía” en la revista
“Facundo” resultó para mí como cancelar una deuda íntima, puesto
que esa amable inclusión saldaba mi ignorancia y me restituía la
magia de que el vino es parte de la poesía, como ya sabrían los
griegos y particularmente Horacio.
33:
LUIS COLOMBINI:
Estando en el inicio de la preparación de una obra de teatro,
donde se lee primeramente el texto entre todo el grupo, y
estando todos sentados alrededor de una mesa, encuentro en uno
de los bolsillos de mi abrigo la manivela plástica para levantar
el vidrio del Dodge 1500 que yo tenía en esa época. No sé por
qué motivo (concentración, expectativa desmedida), me encontré
mordiendo la parte giratoria y haciendo girar lentamente la
manivela sin tener presente que soy un hombre de barba y bigote.
Al tercer giro empecé a notar que el labio superior empezaba a
estirarse y el dolor a tornarse un poco inaguantable. Entonces
pensé que los giros iniciales habían sido en el sentido opuesto
a la dirección de las agujas del reloj; “sabiamente” me dije:
ahora vamos a darle en el sentido del reloj. A todo esto, sólo
se escuchaban las voces de los actores leyendo el texto. Comencé
a transpirar, el dolor, inaguantable, y yo como un idiota con un
remolino de pelos atorando la manivela del Dodge 1500. No tuve
más remedio que pegar un grito de auxilio. Escena 1: Todos
mirándome con el artefacto colgando de mi cara. Escena 2: Yo
corriendo buscando una tijera que me aliviara.
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