El Movimiento de Documentalistas, una década después

NOS, LOS QUE DOCUMENTAMOS

 

Cuando nuestro colectivo conmemoró el Día del Documentalista, el pasado 27 de Mayo (en recuerdo de la desaparición del colega Raymundo Gleyzer), cumplió simultáneamente una década de vida, ocasión propicia para discurrir públicamente sobre algunas cuestiones referidas al más altruista de los géneros cinematográficos, así como sobre nuestro propio derrotero.

 

 

 

El primer cine

 

El primer cine que adquirió status de espectáculo público (28 de diciembre de 1895) fue documental. Aunque no lo bautizaran así los hijos de un modesto fabricante de productos fotográficos de Lyón, Francia. En efecto, pasarían alrededor de tres décadas hasta que Auguste y Louis Lumière se enterasen que un sociólogo escocés llamado John Grierson, al ver el filme “Moana of the South Sea’s”, de su discípulo Flaherty, acuñaría la denominación de “documental” para el cine de registro directo de la realidad. En todo caso, los inventores de lo que años después llegaría a considerarse el Séptimo Arte convocaron a su primer proyección con la promesa de presentar “fotografías animadas”. Y patentaron a aquella herramienta aparentemente apta para producir algo así como un álbum de recuerdos familiares -sin mayor pretensión narrativa-, con el nombre de Biógrafo. Vale decir, aparato para graficar la vida. Si es cierto que un nombre proporciona identidad, la del cine que nos ocupa fue en su origen la de brindar una imperecedera ventana hacia el mundo.

 

 

Qué ves cuando me ves

 

La historia del cine documental podría reseñarse a partir de la tensa evolución del vínculo entre sujeto observador y sujeto observado. Dado que el documental es hijo de las ciencias sociales, nacidas a su vez en países centrales (en su mayoría de carácter colonialista), la mirada del pionero Robert Flaherty sobre el esquimal, reducido a “buen salvaje” roussoniano, sería hacia 1922 la del blanco civilizado. Hacia mediados del Siglo XX, con la bomba atómica concluyendo la Segunda Gran Guerra y produciendo un verdadero derrumbe de la fe humanista, ya existían los primeros corresponsales de guerra capaces de modificar la anterior mirada de superioridad del documentalista y propender hacia otra más ecuánime y comprometida con la suerte del prójimo, como la que ejerciera el holandés Joris Ivens en 1937, rodando en el pueblo de Fuentedueña, bajo fuego cruzado de falangistas y nacionales, las dramáticas escenas de su célebre film “Tierra de España”. Este realizador ejercería un poderoso influjo, a posteriori, sobre sus pares latinoamericanos, llegando a convertirse -incluso- en padrino de la Cinemateca de Montevideo, Uruguay. Por último, hacia los revulsivos 60s, algunos realizadores comprometidos con la causa revolucionaria de los pueblos llegarían a jerarquizar a tal punto a sus interlocutores como lo hiciera Jean Luc Godard, durante el Mayo Francés, distribuyendo cámaras directamente a las comisiones internas de fábrica y delegando la mirada documental en los trabajadores. Algo de eso ocurriría también en Nuestra América cuando sonó “la hora de los hornos” y cundió la experiencia del cine de liberación.

 

 

Que se vayan todos… los encubridores de la realidad

 

El nuestro es un país con una sólida tradición documentalista. Desde la fundación de la Escuela de Cine de Santa Fe (Fernando Birri) en 1956, pasando por las etnobiografías de Jorge Prelorán o el Grupo Cine Liberación (Pino Solanas, Octavio Getino, y Gerardo Vallejo) en los 60s, el Grupo Cine de la Base (Raymundo Gleyzer) en los 70s, el Grupo Cine Testimonio (Marcelo Céspedes, Tristán Bauer, Víctor Benítez) en los 80s, hasta las innovadoras experiencias más recientes, como el brillante eclecticismo de Albertina Carri en “Los Rubios”, la sorprendente intimidad de Darío Doria en “Grissinópoli”, o la vívida reconstrucción  de Mariana Arruti en “Trelew”, el género documental viene conquistando un sitial cada vez más respetable en la consideración del público. Hacia diciembre del 2001 y al cabo de un cuarto de siglo de modelo socioeconómico martindehocista, la Argentina volvería a crujir. Y a ver sus calles inundadas de desocupados y jóvenes hartos de democracia formal y falacias baratas como la paridad cambiaria. Con la lucha callejera se revalorizaría la política, y con ello se haría necesario recuperar la historicidad. Tales circunstancias, combinadas con innovaciones tecnológicas tendientes a facilitar la operación y reducir los costos de las herramientas de registro audiovisual, colocarían a una nueva generación en condiciones de volver a enamorarse del género documental, al punto de ejercer hasta la fecha una suerte de vigilia de cámaras: Pocos acontecimientos, por ejemplo, fueron antes narrados desde tantos y tan singulares puntos de vista como el fusilamiento del piquetero Darío Santillán en la Estación de Avellaneda. Con el efímero advenimiento del llamado Cine Piquetero se multiplicarían exponencialmente los colectivos de registro documental. Algunos se apresurarían a confundir la realidad con su expresión de deseo, anunciando la inminencia de la Revolución. Otros registrarían en caliente las disquisiciones de los mártires sociales represaliados por la policía de gatillo fácil, al punto de contribuir a fomentar riesgosamente la brecha entre un “país morocho” y un “país rubio”. Los menos se aventurarían al Viejo Continente para, aprovechando la atención despertada por el inédito modelo de lucha y organización argentino -horizontal y autogestivo- procurar fondos para inciertas realizaciones militantes. Muchos menos aún, como Malena Bistrowicz (de nuestro Movimiento), resistirían los cantos de sirena de las urgencias inmediatas atados al palo mayor de una mirada sociológica más profunda, dando a luz obras tan reflexivas, bellas, e imperecederas como “Piqueteras”.

 

 

Por un cine CON, y no SOBRE los otros

 

El Movimiento de Documentalistas, creado hacia el año 1996 desde el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda, bajo la impronta de Miguel Mirra y Fernando Álvarez, y hoy a punto de encarar autogestivamente su VIII Festival Nacional de Cine y Video, así como su V Festival Internacional Tres Continentes, ante la citada bisagra de la historia reciente que supuso un potente redescubrimiento del género, no asumió una actitud inmediatista y seguidista de los acontecimientos. Nosotros no hicimos foquismo en 2001. Más bien optamos por asociarnos con los nuevos movimientos sociales y co producir con ellos trabajos menos coyunturalistas pero basados en la lógica de la auto representación de los sujetos sociales.  Algunos de los filmes producidos fueron “La realidad que construimos” (2004), institucional sobre el Movimiento de Trabajadores Desocupados de La Matanza realizado por nuestros compañeros Alejo Araujo y Fernando Álvarez conjuntamente con militantes sociales del Barrio La Juanita; “Santiagueños. Dentro y fuera del pago” (2005), documental realizado por quien suscribe este artículo conjuntamente con los hijos de trabajadores rurales que hoy conforman el Taller de Video Documental “Valles Calchaquíes” de Arana, Partido de La Plata, dependiente de la Agrupación “María Claudia Falcone”;  y "30 de Abril de 2006, por la vida", documental realizado por nuestro coordinador, Miguel Mirra, conjuntamente con la Asamblea Ambiental de Gualeguaychú. Esta concepción de trabajo, que borra las fronteras delante-detrás de cámara, tanto apuesta al logro de un status de excelencia estético narrativo como a la construcción simultánea de poder popular organizado con cada uno de los sujetos sociales con que nos vamos asociando. Resumiendo, acaso esa metodología constituya el legado que estamos en condiciones de dejarle a una nueva generación de realizadores. Así como un camino autónomo, independiente de partidos políticos, sindicatos, u organismos del estado. Alternativa difícil pero, como está a la vista, absolutamente al alcance de quien sólo esté dispuesto a comprometerse con los silenciados, ninguneados, y vapuleados de la historia.-

 

Jorge Falcone