Con
qué se emparda ese costado de Buenos Aires por donde se va
la letra?
¿Qué quisiera decir aún
Borges desde ese métrico heptasílabo tan rioplatense, tan
catastro?
¿Cuáles son las palabras
con las que nos gusta potrerear como purretes traviesos que
somos?
Lo sabido es dejar madurar
la yapa en este suburbio de la melopea sudamericana,
fichar que lo esencial
está fuera del cacumen de la academia,
tal vez en un adjetivo
deshabitado
que está en ablande,
en un aguantadero
bagayero.
Ese adjetivo único que
intenta reunir el alma oculta de la cosa,
ese adjetivo que acompaña
a los bandoneones bajando del suburbio,
ese adjetivo que destituye
lo malmandado de lo “profundo”,
que trata de encontrar la
punta del chicote,
que intenta gambetear el
orden cronológico lineal,
a los ponchazos.
Los mitos del siglo XX se
desploman a biandazos,
no conservan su declamada
potencia,
están en el franeleo.
Las ilusiones frustradas,
la curda,
la desdicha,
la frula,
el raye místico,
el piante,
el fingimiento.
El hinchapelotas tiempo
pasado nos persigue,
Arlt, Discépolo y Girondo
que la embocaban
se apuraron en dejarnos
mientras nuestra escuela
era la velocidad y la desconfianza.
Pero en algún café de
Buenos Aires el escritor inventa su nueva forma,
la obra es su mejor gesto,
tamangueamos el empedrado
y la palabra actúa como
una zancadilla,
porque aún tenemos la
categoría del bolazo,
seguimos embalados con la
macana
para desprender la rasca
de un golpe.
La construcción,
que lo sepan, la
construcción.
Que no se hagan los giles,
carpeteen que estamos
habituados al chamuyo mañero
en esta ciudad a la que se
le piantan las letras
como metejones,
donde el candombe de la escritura es más importante que el
de las pasiones fayutas,
donde pechamos cirujeando
deschaves,
donde la mishiadura nos da
letra a rolete.
JUAN DISANTE
Buenos
Aires