Viraje culturalista //

Las carreteras contemporáneas de la Industria cultural

                                                             

Por: Rafael Ojeda

 

Sumilla: Desde hace algún tiempo el pensamiento contemporáneo viene experimentando una tendencia recurrente que ha marcado el “cambio de rumbo” en el quehacer sociológico, filosófico, artístico y crítico, dando las pautas interdisciplinarias de investigación de una moda culturalista de abundantes lugares comunes en los actuales estudios sociales. El presente artículo analiza las múltiples vías seguidas por este viraje, desde nociones en boga en torno a la cultura y el auge actual de los estudios culturales.

 

Palabras clave: Industrial cultural, modernidad, interculturalidad, cibercultura.

 

Parafraseando el título con el que Moritz Schlink[1] se refería a la ruptura producida por el primer Wittgenstein en la filosofía -a partir del análisis lógico del lenguaje-, las actuales transformaciones sociales evidencian que hemos dado un “viraje culturalista”. Un giro que, como punto de quiebre y efusión interdisciplinaria posmoderna –cercano también al título de uno de los libros de Jameson[2]- concentra el descentramiento deconstructivo de Derrida, la bipolaridad gramsciana cara a las tesis subalternistas, las indagaciones en torno al orientalismo de Edward W. Said, que ha orientado a los estudios poscoloniales, los matices de una teoría de las emociones lacaniana, además de perspectivas de indagación multiculturales, interculturales, transculturales e intertextuales, que están imponiendo una moda metodológica que, como paradigma de indagación crítica, desde múltiples procesos culturales, está imprimiendo nuevas vías de análisis y comprensión en el estudio y los debates en torno a la cultura, que han adquirido un protagonismo compartido con el auge de los culturals studies.

Esto, pese a su tardía repercusión en nuestro medio, ha asumido ribetes sugerentes, donde los estudios subalternos, posestructuralistas, poscoloniales e interculturales parecen haber copado las múltiples posibilidades de indagación teórica y crítica en los ámbitos académicos nacionales, como prácticas derivadas de métodos de análisis simbólico-discursivos, en auge en el primer mundo, que están mostrando las predilecciones teóricas y las nuevas vías de investigación creativa en nuestros países latinoamericanos. Algo refrendado en los múltiples estudios de crítica cultural aparecidos en el Perú durante los últimos años.

 

Ubicación de la cultura

Para muchos quizá el término cultura pueda referirnos a una predilección arqueológica que nos lleva al conjunto de grandes obras del pasado, con una noción “necrófilo-simbólica” más bien pasatista e historicista, y no referida a un presente copado de culturas en movimiento, dinámicas sociales y simultaneidades vivas. Por lo que, desde un punto de vista antropológico, que no debe ser confundido con lecturas racialistas, adoptaré aquí el término cultura de manera más sincrónica y menos diacrónica, como el conjunto ordenado de las formas de vivir, sentir, actuar y pensar integradas por costumbres, creencias, artes, etcétera, propias de un grupo social específico.

Javier Protzel ha explicado en su libro Procesos interculturales, que los términos “cultura” y “civilización” son términos europeos, siendo Occidente triunfante el lugar desde el cual ha sido ideológicamente necesario y posible elaborar un discurso que necesite acuñar estos conceptos, lo cual -fiel al aparato conceptual marcado por Edward Said- y las posturas poscoloniales, resulta sospechoso, al “margen de que las ciencias sociales y el vocabulario cotidiano, inevitablemente prisioneros de la costumbre, usen la palabra (...) para designar un territorio conceptual amplio y de límites evanescentes” [3].

Esta visión exacerbada del “otro” y su estado de inocencia, atribuido por Rousseau, ante una radicalización de su exotismo en la idea del “buen salvaje”, ya durante las primeras décadas del siglo XIX, transformada en la oposición “civilización o barbarie”, había sido reemplazada por la de “civilización o primitivismo”; cuando los pueblos de los “tristes trópicos” eran representados por los viajeros y exploradores, como situados en un estadio primario en el proceso de evolución, en una suerte de infancia, al ser comparados con la desarrollada civilización europea. Pues, desde los orígenes, la vocación de Occidente como sujeto etnocentrista que se asigna el lugar protagónico de la historia, embestido por los símbolos de la razón y el progreso, y sustentado en una tradición civilizatoria hegemónica, que marca una visión lineal, entre el pasado y el futuro, que le da el carácter universal e historicista, sustentado en diatribas contra el continente americano, como las de De Pauw y Buffon, cuyas resonancias eurocéntricas estuvieron también presentes en el discurso hegeliano y marxista.

Edward Said inicia Orientalismo con una cita de El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx: “No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados”. Frase que quizá resuma todas las pretensiones de una modernidad, edificada a partir de una noción que podría explicar el ritmo que rige los constantes cambios, entendidos como procesos lineales, continuos y globales, a partir de un universalismo logocentrista, como ideal del progreso, en representaciones plagadas de relatos donde los colonizadores son presentados como héroes guiando los pasos de una cultura etnocéntrica y razón universal. Lo cual ha originado estereotipos en los que las culturas  periféricas son caracterizadas dentro de los márgenes de una inmadurez y primitivismo[4] paródico.

Said[5] ha planteado que Occidente se ha servido de Oriente para definir en oposición su propia imagen, construyéndole a Oriente un retrato inferiorizante, con el cual la cultura europea adquirió fuerza e identidad al ensalzarse a sí misma  en detrimento  de Oriente, al que consideraba una forma inferior y rechazable de sí  misma.

En términos culturalistas, tampoco podemos desprendernos de esos lastres colonialistas que incluso podrían estar afectando visiones antropológicas bienintencionadas. Pues con el advenimiento de la “conciencia lingüística” contemporánea hemos podido comprender que no se puede reflexionar fuera de una comunidad simbólico-lingüística, lo cual ha determinado la clausura de la individualidad psicológica en términos de autoconciencia cartesiana.

Ocurre lo mismo en el campo de las investigaciones sociales, pues debido a lo complicado -por no decir otra cosa-  de actuar fuera de un marco conceptual o aparato teórico en el que, en un contexto de ausencia de producciones teóricas, científicas y epistemológicas propias o auténticas, priman los procesos de “apropiación” y reelaboración conceptual, que caracterizan los procesos de recreación, hibridación y modernización cultural del Tercer mundo.

Por ello, y con el riesgo de caer en descripciones logocéntricas, y solo como un recurso metodológico, definiré los procesos culturales a partir de aquella lectura tecnocrática que explica los procesos históricos sociales a partir del desarrollo técnico-cultural; donde, pese a la complejidad de las culturas no industrializadas -planteadas por Levi-Strauss-, estos grupos son vistos en un “estadio histórico primario”. Un estado en el que la cultura solo forma parte de la vida cotidiana, sin llegar a ser objeto temático ni de consumo como en las culturas industrializadas. Donde el mayor desarrollo civilizatorio les ha permitido indagar en el “buen gusto” desarrollando las artes y las ciencias, que como un desdoblamiento mediático, en la sociedad actual, ha devenido en lo que conocemos como industria cultural.

 

Topografías de hegemonías en tránsito

 Los cambios globales contemporáneos han ido situándonos progresivamente en un escenario en el que los conflictos y resistencias que giran en torno a la mundialización, no solo parten de las críticas al modelo neoliberal que la sustenta, sino también del influjo de elementos no estadísticos relacionados con la cultura. Donde la política, regida por un aparato legal, ha ido cediendo terreno a una razón económica que no ha logrado resolver, y en el peor de los casos ha agudizado los conflictos culturales.

Esto ha producido una profunda crisis de institucionalidad política, correlato también de la crisis de los Estados nacionales que, producto de una desregularización de la economía impulsada por el libre mercado y la globalización, ha hecho que las incipientes industrias nacionales hayan sido desinstaladas, fortaleciendo el influjo de las multinacionales, lo cual ha tenido repercusiones serias en sus equivalentes culturales. 

Tal vez por ello, sean sobre todo los factores étnicos y religiosos, los que caracterizan a las minorías nacionales, enfrentadas a las políticas de segregación, exclusión y olvido, practicadas por los sectores socioculturales que detentan el poder. Grupos que están desencadenando conflictos regionales y mundiales que han dejado de ser estrictamente políticos -como ocurría durante la Guerra fría- para pasar a ser también conflictos culturales, a partir de las resistencias culturalistas a un poder central-global.

Aquí, abordar el concepto de “nación” nos enfrenta a la necesidad de buscar una identidad cultural común que aglutine a los diversos habitantes de un espacio geográfico. De donde la pretensión de uniformizar a los grupos humanos de un territorio bajo una sola lengua y cultura originó la institucionalización del moderno Estado-nación, que a partir del Pacto de Westfalia, refrendado en 1648,  fue promoviendo, la necesidad de homogeneizar a las diversas comunidades bajo una cultura hegemónica que debía predominar, no obstante que esto chocara con las resistencias culturales de los grupos minoritarios, no dispuestos a sacrificar su identidad por un ideal de progreso, racista y excluyente, que llegó a definir a los “otros” culturales –debido a su racionalidad naturalista o mística panteísta- como bárbaros y hasta “sacrílegos”. 

Mas aún, si pensamos lo cultural como un hecho estático, ocultando los múltiples desplazamientos humanos y tránsitos culturales -algo que se ha manifestado incluso antes del descubrimiento de América, con las conquistas de Alejandría o el imperio Bizantino-, veremos que esta reduccionista idea de “nación”, como proyecto político moderno, homogeneizador y como utopía del consenso de pretensiones “democráticas”, ha sido solo un ideal irrealizable.

 

Culturalismo, Multiculturalismo e interculturalidad

Los estudios culturales pueden referirnos a algo parecido a una antropología de la contemporaneidad de matices semiológicos que recupera para las “sociedades complejas” las herramientas de observación cultural reservadas hasta entonces para las llamadas sociedades “primitivas”, dedicándose a los lugares cotidianos, como el metro, los aeropuertos y otros espacios que Marc Augé ha llamado “no lugares”[6], para de allí extenderse a otros factores como los relativos al género, la étnicidad, identidades sexuales, moda, etcétera. Algo que para 1964, adquirirá partida renacimiento con la creación del Centre for Contemporary Cultural Studies[7], en la Universidad de Birmingham, cuyo renovador interés hacía cuestiones consideradas hasta entonces indignas del trabajo académico, los hacía en un inicio poco fiables. La propuesta era utilizar las herramientas y métodos de la crítica textual y literaria para analizar los productos de la cultura de masas y las prácticas de las culturas populares, en una extraña combinación de compromiso social, intelectual y político.

En nuestros países, el multiculturalismo se ha presentado como una preocupación importada de los países del primer mundo. Donde, producto de una diversidad cultural  -como en Canadá o Estados Unidos, por ejemplo-, agudizada por las migraciones, los clásicos problemas norte-sur se han convertido en un asunto territorialmente interno. En estos lugares, los inmigrantes reclaman un reconocimiento oficial que considere sus particulares derechos y culturas. Pues allí, los derechos personales están reservados a los ciudadanos, y como en estos contextos no cualquiera puede acceder a la ciudadanía, estos están condenados a la indefensión. Pero no solo eso, pues estos conflictos se han dado también de manera interna, preexistentes a los fenómenos de migración, a partir de la multiplicidad etnocultural existente en muchos países cercanos a las vías de una gobernabilidad multinacional, como Canadá, Bélgica o España. Donde tesis multiculturalistas, como las  sostenidas por Will Kymlicka[8], promueven la edificación de una ciudadanía diferenciada, preconizando una “discriminación positiva” que protege los derechos de grupo, beneficiando a las minorías desfavorecidas en un contexto de inequidad cultural, como reforma que tiende a corregir los desequilibrios jurídicos y sociales.

Entendemos por multiculturalismo a una condición en la que diversas culturas habitan en el interior de un mismo país o territorio, donde los Estados multiculturales dan cabida a varias culturas que con frecuencia viven compartimentadas, es decir encerradas en sí mismas como si fueran guetos; en tanto la noción de interculturalidad nos refiere a la convivencia en diálogo constante entre culturas, dentro y fuera de un territorio. Por lo que Alain Touraine[9] ha planteado que hablar de “sociedad multicultural” apenas tiene sentido, si no se habla antes de cómo debe ser la comunicación entre las culturas. Donde la comunicación intercultural, implica el reconocimiento, para todos, del derecho a combinar, cada uno a su manera, su participación en el mundo de la tecnología y de la economía con la reinterpretación o la defensa de una cultura.

 

Modernidad y diversificación periférica

Para los que habitamos al sur de la modernidad, nuestra realidad multicultural conflictuada, evidencia los reales problemas sociales, económicos y políticos que plantean los desafíos de una diversidad etnocultural negada por el centralismo. Que, reproduciendo los procesos de “exotización” del “otro” no occidental, generalmente ha abarrotado a estos de “estereotipos” y prejuicios que tienden a ridiculizarlos, vía preconceptos consolidados también en las metrópolis periféricas, reproduciendo una norma urbana, perspectivista y logocentrista, que suele representar a sus periferias provinciales, en base a patrones únicos e inamovibles de conducta, que hasta ahora han servido para caracterizar a los diversos grupos étnicos y culturales subalternos.

Es esa conciencia del carácter autoritario, etnocentrista y reduccionista de la modernidad, que como proyecto de la ilustración, disemina sus relaciones de poder reproduciéndolos en todos los intersticios sociales, con una idea de totalidad uniforme y controlada, sustentada en un pretendido universalismo que desprecia las diferencias y las masifica a partir de la industria cultural, la que con la globalización, en un período de capitalismo tardío, nos enfrenta con la modernidad exacerbada en hipermodernidad, ante el encogimiento planetario y el aumento desbocado de la velocidad de los flujos e intercambios económicos que ha devenido en la instantaneidad  de espacio virtual y la homogeneización de la cultura.

 Es por ello que la hipermodernidad entra en contradicción con una conciencia posmoderna, de herencia posestructuralista, que está abriendo una posibilidad de protagonismos culturales horizontales y múltiples, que vía simultaneidades discontinuas ha inaugurado un período en el que las sensibilidades ocultas, las voces silenciadas y las miradas subalternas, han empezado a asumirse como centros de poder y autorepresentación, historiándose y abriendo las vías poscoloniales para su subjetivización o construcción como sujeto histórico con particularidades propias.

Estas tensiones contradictorias, como líneas de fuga societales, entre la llamada “sociedad de la información” y los procesos de mundialización, frente a los procesos culturales de la posmodernidad, hacen que el temprano entusiasmo de Gianni Vattimo, que pensaba que aquella euforia comunicacional generalizada nos llevaría hacía una “sociedad transparente”[10], en la que todos los sectores culturales se visibilicen en un diálogo plural y democrático; colisione con  la actual desconfianza de Slavoj Žižek[11], por ejemplo, cuyas críticas dirigidas al contenido subliminal del mensaje del capitalismo tardío multiculturalista, muestran que éste suele promover una tolerancia frente a “otros folclorizados”, en tanto ejerce severa vigilancia en los “otros culturales reales”, acusándolos de fundamentalismo desde su posición global hegemónica y ficcionalmente vacía.

 

Localización y territorialización del concepto

Es frecuente que la mayoría de estudios realizados sobre América Latina, partan de aparatos críticos o modelos teóricos -filosóficos, económicos, sociológicos, etcétera- desarrollados y pensados a partir y para la indagación de realidades diferentes a las americanas, modelos que luego son transportados y aplicados a contextos sociales latinoamericanos, sin la aparente preocupación de buscar métodos de análisis más acordes a nuestras realidades.

Quizá en ello resida la debilidad de muchos estudios que abordan al Tercer mundo, considerando sencillo extender diagnósticos o transportar soluciones desde un plano nacional a otro, sin que aparentemente pierdan validez o eficacia en el proceso, debido a que, presumiblemente, con la mundialización la situación en casi todos los puntos del planeta -salvo la variable intensidad- se ha homogenizado.

Mas, pese a los remordimientos que esto podría ocasionar en nuestras conciencias poscoloniales, nos está mostrando que las únicas posibilidades de renovación y originalidad visibles en los estudios, está residiendo en la adaptación y aplicación de marcos teóricos importados[12] -no exclusivamente occidentales-, a las realidades diversas y marginales que caracterizan a las periféricas del mundo. Donde, ante la evidencia de una simultaneidad premoderna, moderna y posmoderna -en un imperio de heterogeneidades policéntricas, aunque muchas veces afectadas por colonialismos conductuales y una noción colonial supérstite del saber-, la pretensión de un logocentrismo etnocultural y universalista de Occidente está siendo superada para siempre.

 

Conciencias nacionales en conflicto

La historia cultural del país, leída como apropiación de elementos hispánicos, para ubicarlos dentro del espacio simbólico indígena, que ha originado el sincretismo cultural dinámico, lineal y de oposiciones binarias -entre lo hegemónico y sulbalterno, lo malo y lo bueno, lo racional y lo incivilizado- que ha llegado hacia nosotros, suena muy parcial e inocente como para ser creíble, pues sacrifica un universo de representaciones posibles. La crisis del “logocentrismo”, expuesta por Derrida, nos ha enseñado a ver que no hay una sola historia con una continuidad lineal, sino múltiples tradiciones y visiones del mundo, que pueden ser fuente de inagotables lecturas. Donde la idea de una racionalidad central estalla ante la diferencia, ante la conciencia de una multiplicidad de racionalidades locales, minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas que empiezan a tomar la palabra.

Y si dentro de los límites nacionales tradicionales la situación identitaria y cultural ha sido problemática, esto se agudiza más aún con la globalización, que, vía los medios de comunicación masiva, promueve la cultura occidental como un modelo hegemónico a seguir por el resto de culturas del mundo, las que de no integrarse a la tendencia mundial, si seguimos imbuidos en la fascinación del mito del desarrollo -donde el exotismo es un factor discriminante-, serán recluidas en los espacios reservados a lo marginal; en la exclusión y el olvido que implica la muerte.

En la amazonía peruana, sin detenernos en la degradación medio ambiental, ya no existen más grupos étnicos no contactados. Allí, la actividad extractiva de las multinacionales viene mediatizando los procesos “civilizatorios” que implican transculturación o “extirpación cultural”. Habiendo una especie de apostolado colonialista en la salud, en la enseñanza y la religión, cuando no en los rezagos traumáticos dejados por la guerra interna y lucha contra subversiva. Siendo estos procesos de descubrimiento “mutuo”, asimétricos, pues, en el caso de nosotros, esto no implica una apertura ante una cosmovisión alternativa del mundo, sino que nos muestra los alcances coercitivos de la modernidad, con sus ideales de progreso embotados de una violencia simbólica que, impulsadas desde un centro oficial, tiende a favorecer la conciencia hegemónica  monocultural de una cultura dominante.

En el espacio andino la situación cultural no es tan diferente, pues el aparato estatal tiende a beneficiar lo urbano en desmedro de lo rural. Donde la cultura es caracterizada por su folklorismo y cualidad arqueológica, sin desprenderse de la estampa turística a la que ha sido condenada. Y pese a dominar el espectro representacional nacional, en las iconografías presentadas y usufructuadas por el mercado[13], las minorías étnoculturales siguen estando confinadas a una posición subalterna o de marginación.

Ante dicho problema Michael Walzer ha planteado la neutralidad del Estado frente a la cultura. Es decir, el Estado debería tener ante la cultura la misma neutralidad que tiene ante la religión. Aunque este símil casi nunca funciona pues el Estado, tal vez sin quererlo, promueve una cultura oficial, siendo requisito aprender la lengua española, por ejemplo, para tener acceso a una educación digna y a todas las actividades institucionales insertadas en el campo del derecho.

 

Masa y masificación

Hay un poema de Charles Baudelaire, incluido en su libro de pequeños poemas en prosa, El Spleen de París, que ha sido leído en clave sociológica. Referida a la masificación como tendencia de los tiempos modernos y la idealización del anonimato, que implica la “Perdida de Aureola”. Poema que probablemente fue el referente que Walter Benjamin tuvo al definir la obra de arte tradicional por el “aura”, es decir por la presencia de un no-presente que le da esa cualidad de objeto artístico excepcional, además de la ”atrofia del aura” del arte contemporáneo. Benjamín accede a esa relación masa-ciudad vía la poesía de Baudelaire, en quien la ciudad se presenta difícil, hormigueante, contradictoria y llena de sueños humanos, entre la taberna, como rendez-vous democrático, y las barricadas de la revuelta social.

es un arte gozar de la muchedumbre. Sólo a quien el hada ha insuflado el gusto por el disfraz y por la máscara, el odio del domicilio y la pasión del viaje, desde la cuna, puede darse a expensas del género humano, ese banquete de vitalidad. // Multitud soledad: términos iguales y convertibles para el poeta (…) Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo entre la muchedumbre atareada[14].

 

Pero esa idealización de las masas, en la masificación social de los proyectos colectivistas de las sociedades industriales, no para todos ha sido un proceso idílico. Sloterdijk  refiriéndose a un libro de Elias Canetti, titulado Masa y poder, ha escrito que allí se ha puesto en manifiesto más que en ningún otro texto, el tema psicológico fundamental del siglo veinte: el poder que posee la maldad y la falsedad a la hora de arrastrar, desvelando la esencia de la masa como magnetismo puro:

De repente, todo se llena de hombres. Para todo aquel que se considere apegado al tema de la emancipación, el ascenso de las masas a la categoría del sujeto ha de resultar una ofensa de desagradables repercusiones. (…) La intuición canettiana subraya con maliciosa claridad la circunstancia de que en la constitución originaria del sujeto masificado predominan las motivaciones opacas[15].

 

Mas, el desprecio de Canetti -en apariencia cercana a la del hombre-masa revisada por Ortega y Gasset, que ve en las masas, un hecho social de aglomeraciones, que solo posee vulgaridad, conformismo e -a pesar de sus pretensiones- incapacidad para la cultura-, puede ser comprensible si lo situamos en un contexto que ha afectado a muchos intelectuales de su época, pues resulta sintomático que los regímenes totalitarios de derecha e izquierda hayan sustentado su poder subjetivando idílicamente a las masas, ya sea como pueblo heroico en Hitler  o como proletariado revolucionario con Stalin.

Al referirse a esa opacidad de las motivaciones del sujeto masificado, no creo que Canetti haya desconocido la noción de iluminismo que sostenía la Escuela de Frankfurt, tomada de la Aufklarüng kantiana, que desde su teoría crítica entendían la realidad como un campo de posibilidades de la existencia que motiva malestar, indignación e inconformidad que debería llevarnos a reaccionar, como salida marxista, en pos de una transformación social. Mientras, tanto a Adorno como a Horkheimer, sus experiencias directas con el totalitarismo Nazi, les había hecho ver sospechosa esa idealización de la masificación, que bajo su careta “democratizante” y niveladora, resultaba un peligro para la libertad y la autonomía, viendo un símil entre el nazismo masivo alemán y la emergente democracia de masas norteamericana.

En todo caso, resulta sintomático que el arte promovido en la Alemania nazi, que defendía un realismo épico de referentes clásicos, ensalzando el heroísmo nacionalista del pueblo, los llevara a buscar la regeneración del arte contemporáneo, extirpando todo lo que tenía de elitista, individualista e innovador, pues su conservadurismo les hacía ver a toda vanguardia como Entartete Kunst[16], y que el arte del proletariado, oficializado durante el stalinismo soviético -pese a que las vanguardias de la época eran cercanas al socialismo- haya estado caracterizado por el realismo socialista impulsado desde el Prolekult, y que estos tengan convergencias prácticas, aunque sin idealizar a las muchedumbres como en los casos anteriores, con la emergente cultura de masas de los medios masivos estadounidenses, donde la industria cultural se caracterizaba por reducir a los hombres al estado de masa, que después despreciaban.

 

Industria cultural y Cultura de masas

Se puede hablar de una revolución “industrial” de las comunicaciones, desde el salto tecnológico producido por el descubrimiento de Marconi, que había causado fervor por la tecnología y una devoción que, al legitimarla, sentaba las bases de una nueva sociedad industrial. La idea de McLuhan de que “el medio es el mensaje”, resumía esa nueva “racionalidad” -en el sentido que le da Max Weber al término-, donde la razón tecnológica se había hecho razón política, transformándose en ideología que contribuía a una “mimesis” o “identificación” del individuo con el sistema que hace de la sociedad tecnológica -a decir de Marcuse- un sistema de dominación.

Con el paso del tiempo –según Peter Sloterdijk- las masas han dejado de ser tumultuosas para pasar a ser una especie de “muchedumbre solitaria” -si lo planteamos en términos de Riesman- que ya no se expresa en la asamblea física, sino en la participación en programas relacionados con los medios de comunicación masiva, donde los hombres son masa en tanto “individuos sin ver a los otros”, percibiéndose a sí mismas a solo través de los símbolos mediáticos masivos -modas, programas, consumo, etcétera- que nos ha llevado a algo propio de nuestra época: un individualismo de masas, que ante un “desamparo organizado” -tomando como analogía las palabras con las que Hannah Arent describe a las comunidades judías en los campos de concentración-, forman parte solo como materia prima de todo experimento pasado, presente y futuro, de todo dominio totalitario y mediático. 

Bertolt Brecht había visto peligrosa la importancia mayor que le daban los mercaderes de la cultura industrializada a la comercialización, en desmedro de su contenido y construcción. Su idea de “distanciamiento”, planteado para el teatro, combatía prematuramente con una característica que empezaba a adoptar la industria cultural, que vía el principio de identificación o catarsis aristotélica, debía combatir contra la manipulación emocional del espectador o su purificación vía el horror o la exacerbación de las pasiones.

La mediación existente como cultura de la estandarización que uniformiza a los individuos, ha tenido un largo desarrollo teórico y han sido muchos los intentos de definir lo fenoménico que hay entre masa y medios masivos. Dwight MacDonald llamó a esto masscult, dividiéndola en alta, media y baja cultura. En tanto, el concepto de Industria cultural será utilizado recién en el libro Dialéctica del iluminismo[17] (Dialektik dér Aufklärung), de Theodor H. Adorno y Marx Horkheimer, publicado en Ámsterdam, en 1947.

Frecuentemente, se suele asociar la acepción “cultura de masas” con “industria cultural”, sin que abunden mayores disertaciones al respecto. Pero Adorno ha escrito para aclarar esto que en los primeros bosquejos, que hicieron con Horkheimer, hablaban de “cultura de masas”, término que fueron abandonando, para reemplazarlo por el de “industria cultural”, con el objeto de distanciarse de las interpretaciones de los defensores de la cultura de masas, que pretenden que ésta es algo así como una cultura que surge espontáneamente del pueblo y que podía ser vista como una forma de “arte popular” actual, del que la industria cultural, como el producto ideológico final de los medios masivos para el consumo de grandes masas, se diferencia.

            A partir de ello, los productos de la industria cultural se presentan  en su condición de mercancía serial que debe rendir utilidades. Es decir, como productos culturales fabricados en serie para tener fácil acogida, obedeciendo a modelos predeterminados, estudiados, diseñados y elaborados, tras conocer el real estado de conciencia e inconciencia de los millones a los que se dirige. Lo que nos muestra la importancia que tiene la industria cultural en la construcción psíquica de las masas, integrando deliberadamente a todos sus consumidores, inclinados más por el efecto bien estudiado de sus productos más representativos.

 

Industrialización y desublimación del arte

El arte moderno puede entenderse también en función a su cercanía cada vez mayor a lo humano, y a su correspondiente distanciamiento de Dios. Donde, el sujeto trascendental, ha dejado de ser ultraterreno para hacerse mundano, más acorde con los condicionamientos de una sociedad econocéntrica y positivista.

La estética, planteada hasta Hegel como el estudio de lo sublime en el arte, ha ido difuminándose, desacralizándose a la par del proceso de secularización característico de nuestra contemporaneidad. Donde la desublimación del arte, se presenta en una encrucijada de contradicciones y polaridades historiables, pues, el arte, luego de haberse librado de lo sagrado, merced a la autonomía que le iba ha proveyendo el mercado, el objeto artístico a ido quedando atrapado en el presupuesto de la economía mercantil; es decir sumido en un movimiento que lo separaba de la ritualización haciéndolo mercancía. Donde la desublimación se presenta como la otra cara de la degradación cultural, convertida ahora en industria de la diversión.

Para Adorno, la condición básica del arte esta en su “extrañamiento” y autonomía, algo que ha ido perdiéndose en la era de comunicación de masas, donde los productos del  “espíritu” han sido rebajados a objetos de comercio. Por ello ha planteado la industria cultural como una anti-Aufklarüng, como un período oscurantista que está acabando con el proyecto de razón ilustrada, convirtiendo esa idea iluminista, que debía permitir la dominación técnica progresiva del entorno, en un engaño de masas, transformado en un medio para oprimir la conciencia, impidiendo con su efecto cultural-regresivo, la formación de individuos autónomos, independientes y capaces de juzgar y decidir concientemente. Pues las ideas de orden que ésta inculca, son siempre las del status-quo, las que son aceptadas a priori, sin mayor objeción y análisis.

Adorno ha agregado que los hombres son tan maduros como se lo permiten las fuerzas de producción de su época. Planteando que en su período tardío, la industria cultural ya no esta obligada a buscar el beneficio inmediato, que era su noción primitiva, emancipándose de la obligación de vender mercancías culturales, para asumir su importancia en la formación de las conciencias de sus consumidores, buscando venderles el consentimiento de mantener el mundo tal como es, y que asimile las formas industriales de organización.

Pero, ante esa ilusión de paraíso vendido por los imaginarios del consumo, subyace también la idea de que hay una necesidad colectiva de refugiarse en el goce, necesidad de purificación catártica, aristotélicamente concebida, pues los hombres sienten que sus vidas se hacen intolerables tan pronto dejan de aferrarse a las satisfacciones que lo extraen del mundo real. Dejándose engañar con tal de que eso les produzca satisfacción, por fugaz que ella sea.

Pero aquello que para algunos puede ser un escape cuasi psicodélico, para otros puede resultar inofensivo y hasta democrático. Ya que obedeciendo a una demanda, la industria cultural está prefabricando productos que implican, en lo simbólico, estilos de vida que el común de las personas juzga como satisfactorios.

 

El debate de fondo Adorno versus Benjamin

Si para la razón ilustrada de Adorno y Horkheimer la “experiencia” resulta ser lo oscuro, lo constitutivamente opaco e impensable. Para Benjamin, por el contrario, pensar la experiencia es el modo de acceder a todo lo que irrumpe en la historia con las masas y la técnica. Dándose la tarea de pensar los cambios que configuran la modernidad desde el espacio de la percepción, mezclando para ello lo que pasa en las calles con lo que pasa en las fábricas y en las oscuras salas de cine y en la literatura, sobre todo en la marginal, o, para tomar conceptos de Georges Bataille,  en la parte maldita.

En Benjamin, esto no implica desublimación, sino la “atrofia del aura” del arte, ante la conciencia del arte masivo, pues ve, en la técnica y en las masas, en oposición a Adorno, un modo de emancipación del arte. Siendo la reproductividad técnica, un chance para su renovación, que apunta en dirección de la abolición de las separaciones y los privilegios, pues la nueva forma de recepción ya no es individual sino colectiva y su sujeto es la masa.

En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica[18], los cambios que estudia son los producidos por la dinámica convergente entre las nuevas aspiraciones de las masas y las nuevas tecnologías de reproducción, donde la fotografía y el cine -que darán origen al primer arte masivo- son presentados como agentes profanadores de la sacralidad individualista y elitista del aura artística.

 la nueva sensibilidad de las masas es la del acercamiento, ese que para Adorno era el signo nefasto de su necesidad de engullimiento y rencor, resulta para Benjamin, un signo sí pero no de una conciencia acrítica, sino de una larga transformación social, la de la conquista del sentido para lo igual en el mundo (…) Antes, para la mayoría de los hombres, las cosas y no solo las del arte, por cercanas que estuvieran estaban siempre lejos, porque un modo de relación social les hacía sentirlas lejos. Ahora, las masas con la ayuda de las técnicas, hasta las cosas más lejanas y más sagradas las sienten cerca. Y ese “sentir”, esa experiencia, tiene un contenido de exigencias igualitarias que son la energía presente en la masa[19].

 

Quizá el riesgo de aceptar acríticamente planteamientos como éste, pueda residir en que sus pretensiones populistas[20] pueden devenir en un purismo coercitivo, ante aquella ficción creada por los mass media, del advenimiento de una nueva utopía democrática para la cultura. Y sin que ello sea suficiente, quizá ante la eventualidad del simulacro, de estar viviendo una ilusión de autonomía hiperreal -en el sentido dado por Jean Baudrillard a este término-, donde el pueblo puede estar consumiendo bienes culturales burgueses creyéndolos una expresión autónoma y propia, cuando no es así. 

Jesús Martín-Barbero, refiriéndose a las críticas que hiciera Adorno a la industria cultural, ha escrito que es en ese periodo de desublimación del arte, en el que “el arte es reducido a cultura, haciéndose accesible al pueblo como los parques”, preguntándose “¿Y si en el origen de la industria cultural, más que la lógica de la mercancía lo que estuviera en verdad [en juego] fuera la reacción frustrada de las masas ante un arte reservado a las minorías?”[21] Y, dándole la razón a Benjamin, agrega que los argumentos de Adorno “Huelen demasiado a un aristocratismo cultural que se niega a aceptar la existencia de una pluralidad de experiencias estéticas, una pluralidad de modos de hacer y usar socialmente el arte” [22], remarcando que para Adorno el combate pareciera centrarse entre el individuo y el Estado, olvidando la presencia contradictoria de la sociedad civil.

Tal vez esto pueda sonar también como una ligereza contradictoria, pues Barbero, como Swingewood -a quien cita en esta objeción-, concibe la acepción hegeliana de sociedad civil, como algo que se gesta automáticamente, con la sola oposición a una “sociedad política”[23]. No considerando los procesos de “desaglomeración” de masas descrita por Sloterdijk, como característica tardoindustrial, que, aunque parezca contradictorio –y asumiré los cargos de esto-,  fragmenta a la sociedad en multiplicidades individualizadas, como grupos o tribus sectoriales en pugna, ante la ausencia de emociones colectivas y endógenas que los unifique como entidad social en torno a un proyecto común que no sea el del hedonismo impuesto por el mercado. 

Además tanto Adorno como Benjamin inciden en un reduccionismo que no les permite ver que la técnica en sí misma no debe recibir ni incidir en las valoraciones que hacemos del arte, pues su condición de soporte artístico[24] hace que solo sea medio de transmisión. En tanto, en ese descuidado proceso de apropiación y reapropiación que han experimentado las vanguardias, en pos de una autonomía y reinvención de un espacio simbólico para el arte, fueron surgiendo nuevas tendencias mediáticas, híbridas y minimalistas, donde las vanguardias fueron escapando hacia otras dimensiones plásticas, no objetuales, efímeras, performáticas y conceptuales, donde, ante la ausencia actual de objetos representacionales plásticos, las antiguas ideas estéticas referidas a lo bello –ahora atrapadas por la industria del goce-  ya no existen.[25] Y ante eso, el arte tradicional ha pasado a convertirse en objeto de consumo caracterizado, más por su artificialidad decorativa, que por su audacia creativa y libertaria.

Pero no todos los nuevos soportes técnicos de los mass media -vistos ahora como medio, mercado o vitrina de exhibición de la industria cultural-, han sido asimilados o intervenidos por los artistas, ante una convivencia de simultaneidades industriales y creativas persistente en varios medios -como la fotografía, el cine o el ciberespacio, parcialmente ya conquistados para el arte- ante lo cual, la televisión sigue siendo un reducto exclusivo e inexpugnable de la industria cultural.

Todo esto, podría llevarnos a lo que Beatriz Sarlo entrevé como efectos “posbenjaminianos”[26], donde el shopping mall, el jazz, los museum-shops, son mediadores protagónicos, y sobre todo la televisión, vista por ella como postcine, debido a la sobre información y búsqueda desmesurada de efectismo que lo caracteriza, haciendo que, ante la posibilidad de hacer zapping selectivo, se ha conseguido un control parcial, al poder saltar, entre muchas posibilidades, ante el tedio de soportar lo publicitario. 

Con el zapping, se persigue una intensidad de imagen que nunca parecerá suficiente y se imprime una velocidad de sucesión de planos que nunca se considerará excesiva. La dilación no tolera ninguna dilación ni acepta la idea de esperar un sentido. (…) el zapping ha sido el invento interactivo que ningún ingeniero de las industrias audiovisuales quiso inventar. El mercado, necesita de la fidelidad del público, se ha encontrado, paradójicamente, con un “examinador distraído” pero infiel[27]. 

 

Tal vez por ello, en el fondo del debate, subyazga aquella división impuesta por Umberto Eco, como una taxonomía que pueda graficar el espectro conflictivo de esta discusión entre apocalípticos e integrados[28], entre el purismo aristocratizante y la ilusión de una utopía democrática, en los que incluso textos apocalípticos como los de Adorno o Marcuse, podrían ser vistos como los productos más sofisticados para el consumo masivo. Algo que tal vez explique el éxito editorial y arraigo filosófico de estos pensadores en el espíritu de las revueltas del 68.

 

Modernidad, globalización y diversidad

La modernidad ilustrada nunca se ha querido ver desde la mirada del otro, desde los ojos de la diferencia. Y en su período alto-tardío, acelerado como hipermodernidad, ese vértigo ante la diferencia y poca tolerancia ante la diversidad se ha traducido en la  globalización como utopía uniformizante y proceso masificador y homogeneizante en torno a una cultura base que pretende acabar con las diferencias.

En este contexto, la globalización, está haciendo que todas las culturas nacionales sean vistas como valores pasatistas y contrarias a los ideales del progreso, cuyo único valor simbólico, y solo dominante en su connotación histórico-turístico, reside únicamente en sus referentes iconográficos atrapados en los ámbitos museográficos de la historia. En tanto, las culturas nacionales vivas, ubicadas en las fronteras de la segregación, están siendo paulatinamente aplastadas por una cultura e industria cultural, que no tolera la heterogeneidad y promueve valores identitarios hegemónicos, cuyas pretensiones uniformizantes, hasta ahora han chocado con las resistencias no-urbanas o migrantes que se han insertado en la ciudad.

La  Industria cultural, siguiendo a Adorno, se caracteriza porque en todos sus campos se confeccionan, más o menos de acuerdo a un plan, los productos estudiados para el consumo de las masas. Determinando además ese consumo, con una praxis basada en la estandarización y comercialización de los productos culturales, motivada por la búsqueda de beneficio, y la racionalización de las técnicas de distribución, sin darle mucha importancia a los contenidos, que pueden aparentar una individualidad que solo sirve para reforzar la ideología del mercado, en la medida que provoca la ilusión de lo que no está cosificado y mediatizado, y que hasta puede parecer auténtico.

Pero hay en la industria cultural, una tensión entre el hecho artístico y sus vulgarizaciones industriales, además de una noción estética que pasa a integrar, incluso, dominios del arte que, hasta entonces, habían sido inconciliables: el “arte oficial” y al “arte no oficial”. Al quitarle al primero su seriedad, especulando y explorando solo con sus efectos, y restarle al segundo su fuerza anárquica inherente a su marginalidad ahora  domesticada al simple gesto iconográfico.

 

Industria e industria cultural en el Perú

Hay en el país un carácter de excepción, compartido con otros países del orbe, en los que, pese a sus marcados matices preindustriales, se tiene la posibilidad de gozar de algunos beneficios de la sociedad posindustrial o de la información. De allí que, pretender territorializar un asunto ya de por sí enrevesado, en una sociedad compleja en su diversidad, como la nuestra, pueda ocasionar algunos problemas ligados a lo unilateral que suelen ser las representaciones perspectivistas. Pues, con una interpretación “subjetiva”, como decir que la sociedad peruana es una sociedad preindustrial, se corre el riesgo de encubrir las diferencias que caracterizan al territorio, como país multiétnico, pluricultural y multilingüístico, con un contexto histórico dinámico y variable, donde la oposición centro y periferia en vez de diluirse en un contexto global que los integre, se ha diseminado en un espació multidimensional con estructuras y microestructuras sociales similares pero de escala diferente.  

Pero, ¿hasta qué punto se puede hablar de industria nacional en un país de economía eminentemente extractiva como el nuestro? ¿Y hasta qué punto hablar de una industria cultural nacional tiene sentido ante la evidente ausencia de una industria en el país? Personalmente, en este contexto, aún considero válido hablar de industria cultural, como cultura o género literario, musical, cinematográfico, etcétera, destinado al consumo masivo, referido a todo a aquello que parece arte, que podría ser arte, pero que no es arte, y que se está caracterizado por su producción y reproducción industrial.

Al existir una famélica industria nacional, no nacionalista, las posibilidades de que exista una industria cultural peruana, puede resultar un sinsentido que nos dejaría expuestos únicamente a aparatos simbólicos foráneos, regentados por los mass media. Pues, al ser la cultura hegemónica limeña, la cultura criolla y cosmopolita, esta ha ido perdiendo su distintivo cultural para reproducir una matriz urbana homogénea de referentes universalistas, aculturación presentada como el costo necesario para la modernización, pues la racionalidad desarrollista de la modernidad, promueve un proceso de estandarización, generalización e igualamiento de repertorios simbólicos, mientras va borrando las diferencias culturales primigenias.

En los últimos años la ciudad de Lima ha ido adquiriendo un nuevo rostro urbano que está forjando a la vez una nueva identidad colectiva, en la que se integran paulatinamente lo criollo, lo afro, lo andino y lo amazónico, haciéndola una ciudad híbrida y multicultural, donde el espectro de la nueva capital, no solo es andino, pues se han ido fusionando culturas, surgiendo nuevos géneros narrativos, musicales y plásticos, que engloban las múltiples expresiones culturales ligadas a un proceso de sincretismo de costumbres, que se van renovando y modernizando, a pesar de sus contradicciones, para darle con el tiempo, distintivos culturales propios[29].

Los migrantes de las múltiples periferias del país, tras su arribo a la capital, y al notar que ésta los marginaba de los beneficios de la modernidad e industrialización, fueron iniciando un proceso de construcción de un espacio propio que los fue llevando desde la marginalidad, hacia las fronteras de la cuasi inserción, que los hizo informales, como una particularidad que incluso adquiría un carácter estético visible a partir de un eclecticismo urbano-rural,  mediatizados por los rudimentos de sus carencias y lo reducido del espacio urbano, en industrias, transportes, comercios y viviendas informales, que fueron desarrollándose año a año.

Con todo ello, la industria informal ha venido a llenar ciertos vacíos y carencias insalvables debido a las inequidades sociales. Donde lo chicha, en tanto hibridez cultural que responde a las necesidades de un público multitudinario y con hábitos diferentes a los del antiguo poblador limeño, podría ser un distintivo cultural específico y característico de una nueva configuración social, en la que el migrante, marcado por una cultura originaria que ahora le es distante, se ha encontrado sumido en un proceso de desterritorialización y reterritorialización  en un campo y  habitus diferente. 

Por ello, es quizá en esta informalidad en la que debemos buscar las pistas de una industria cultural nacional, aunque corramos el riesgo de confundir sus límites con el de una cultura popular, bullente y dinámica en sus procesos de apropiación y reproducción. Donde Protzel[30] podría objetar pues para él la “libertad con que se elaboran los nuevos gustos populares impide que funcione mecánicamente el criterio de “orientación aspiracional” con que la creatividad publicitaria opera”, pues la publicidad suele ofrecer una versión transfigurada y domesticada de la subalternidad y la multiglosía[31] cultural con la que el capitalismo ha incorporado esos imaginarios sociales, pero que se plasman en prácticas y sentidos propios[32], lo cual presenta límites ambivalentes. 

las narrativas publicitarias interpelan la fantasía del consumidor, recurriendo a metonimias de placer y de éxito para conectarlo con el producto presentado. A esta seducción somos sensibles todos, pero en particular aquellos individuos o grupos más privados material e inmaterialmente de esas gratificaciones[33].  

 

Un acercamiento reflexivo a la nueva configuración urbana, nos muestra en la informalidad un valor efectivo de resistencia a la exclusión y el olvido, pues, los sectores periféricos, hasta entonces invisibilizados y segregados de los proyectos políticos nacionales, han empezado a hacerse oír, diseñando su propio destino al margen del Estado. Matos Mar ha llamado a esto Desborde popular y crisis de Estado[34], pues, ante el embate de los valores alternativos de un mercado paralelo y una industria paralela, instaladas al margen y en contra de las entidades oficiales, con las que a la vez compite, se ven también desdeñados por los valores hegemónicos –estéticos, raciales, sociales, culturales y políticos- exigidos por la cosmética de los mass media y la industria cultural en torno a una pureza y glamour, como arquetipos que ellos regentan, resistiéndose durante algún tiempo a asimilar los embates de los constructos subalternos.

 

Informalidad e industria cultural nacional

La cultura popular peruana se caracteriza por su carácter de síntesis. Por abarcar varias maneras de crear o hacer arte, en una línea de apropiaciones técnicas y discursivas, que no pierden su cualidad artesanal para formar parte más bien de expresiones arquetípicas y un ethos social que afecta a los objetos culturales sin encarnar a estos objetos necesariamente, y cuyo distintivo se produce en torno a estilos fuertemente ligados a las vivencias colectivas y cotidianas de la comunidad, es decir insertos dentro de una tradición que las produce.

La ciudad se caracteriza por la simultaneidad con la que se presentan las múltiples prácticas culturales, influenciándose y negándose recíprocamente. Como prácticas que presentan al quehacer cultural, como resistencias comunitarias opuestas a un proceso de homogeneización de la industria cultural, promovido por el mercado, que como productos de consumo masivo, suele vender estilos de vida arquetípicos. Donde los nuevos habitantes de la capital, para poder vivir, comerciar, manufacturar, transportar, consumir y escapar de la miseria, tuvieron que apelar a hacerlo ilegalmente. Instaurando de esta manera un mercado paralelo, donde la industria y el comercio informal, como factores relevantes de inserción social, ha resultado tan eficiente o más que el mercado oficial, llevándolo esto a un apogeo reconocido en grandes zonas comerciales como Gamarra[35].

No se puede negar que hay un sector hegemónico, que mediatiza los ciclos de consumo y dirige los gustos y variaciones de los espacios “culturales” de la vida metropolitana y que, a partir de los medios masivos, pretende controlar todo lo que se compra, vende y consume en el país. De donde debemos inferir la existencia de una industria cultural oficial, promovida verticalmente, que tiende a enfrentarse a los procesos alternativos que están evitando que los flujos culturales mediáticos se hagan unitarios.

Y ante esa multiplicidad manifiesta en los efectos culturales urbanos, la informalidad ha ido gestando un distintivo cultural propio, a partir de urgencias emocionales e intereses colectivos más cercanos, que ha producido una industria cultural alternativa, a partir de la informalidad que, siguiendo los modelos de la industria hegemónica y transnacional, responde a los intereses inmediatos de la población conurbana y marginal que la produjo.

Ambas industrias culturales, en pugna, gestadas para producir productos de consumo masivo, basadas en la reproducción en serie, la estandarización  y la búsqueda de beneficios económicos, como manufacturas de la diversión y el goce, no compatibles debido a que se disputan un mismo nicho, es decir un mismo público consumidor.

La informalidad está caracterizada por la improvisación, por la ausencia de proyectos y diseños preestablecidos, y por ser una maquinaria constante de apropiación y reproducción técnica. Pero incluso en ese aspecto, no se puede hablar de una forma definitiva, pues los límites tienden a difuminarse, en tanto hay una fusión o asimilación entre el elemento cultural de las masas, que para nosotros caracteriza a la cultura popular y  el mercado de la industria cultural informal.

De esto se desprende la posibilidad de una analogía entre la cultura pop, como fenómeno del primer mundo, y lo chicha, como fenómeno cultural propio y marginal. En tanto lo pop, ante esa ausencia de una racionalización vía el diseño y su característica indagación en el “mal gusto”, ha devenido en un movimiento de integración que, sobre todo en el arte, al  ser asimilado por los circuitos oficiales de distribución, ha tenido sus productos más brillantes.

Pero hay en esta informalidad industrial de la cultura, si se quiere, un lado oscuro, es decir una apuesta benjaminiana por la reproducción técnica, en la piratería. Pues con la piratería los comerciantes se enfrentan a los métodos de producción oficial, contradictoriamente masificando los productos culturales oficiales, en un mercado paralelo que tiende a verlo como una posibilidad democratizadora ante la elitización de los “productos del espíritu”. Reproduciendo libros, música, cine, vestidos, etcétera, que solo cubren el espectro de lo que está en boga, pues eso, en su mentalidad de negociantes es lo único que produce beneficios económicos. Controlando y seleccionando de esta manera, aunque sin saberlo, lo que la masa debe  consumir y lo que no, obedeciendo a los cambios en el gusto de consumo y en la cultura hegemónica, pues su criterio selectivo es análogo a la racionalidad del mercado y a los procesos de transculturación promovidos por los mass media.

De allí que, la construcción de una nueva idea de entidad peruana diferente a la sostenida durante todo el período republicano, o una idea de nacionalidad, sustentada como “comunidad imaginada”, vista por muchos a partir de la cultura chicha o el mestizaje, como nueva esencia del ser peruano, pueda ser contradictoria. Debido a que en un período de conciencias poscoloniales, el ámbito de las representaciones unitarias son rebatibles porque suelen encubrir la diversidad, idealizando o reproduciendo representaciones esencialistas que en el terreno literario podrían enfrentar obras como las de José María Arguedas, que ocuparían un lugar central, si abordamos la subalternidad indígena, en oposición a metonimias cosmopolitas y segregacionistas, como las de Vargas Llosa, que ve al “otro” como salvaje, homosexual y caníbal: imagen con la que  son  presentados los indígenas de Lituma en los Andes.

 

Arte y fascinación por la cibercultura

Con el advenimiento de la sociedad de la información, los flujos de información masivos han producido un nuevo modo de interactividad a partir de la segunda revolución electrónica, marcada por una segunda cibernética interactiva, referida al ciberespacio y la realidad virtual. Donde internet ha abierto un espacio de interacción que rebasa las fronteras reales, que permiten sortear incluso los filtros mediáticos nacionales, que solían especular con la información seleccionándola y retratándola. Creando nuevas posibilidades de comunicación, a partir de lenguajes mediatizados por los nuevos sopotes tecnológicos.

Todo esto ha originado comunidades nuevas, surgidas a partir de la desterritorialización de las relaciones humanas al espacio virtual, lo que está generando nuevas formas culturales en las que los flujos sociales y comunicacionales se han incrementado. En un campo en el que incluso las contradicciones tienden a ser mucho más polisémicas y contradictorias en sí mismas, y donde el equívoco y el desfase son posibilidades corrientes, debido al protagonismo que han adquirido las inestabilidades en un espacio que podríamos llamar “cibercultura”.

Gracias a ello, en nuestro país las manifestaciones artísticas están al corriente de lo que pasa en el mundo, y en clara confrontación con las expresiones no objetuales, minimalistas, conceptuales y performáticas. Vanguardias críticas de los efectos masificadotes que la sociedad industrial imponía en los individuos, que pretendieron escapar al acecho de la industria cultural que iba transformándolo todo en mercancía. La apoteosis actual de las artes electrónicas –ciberarte, imágenes fractales, realidad virtual, net art, música electrónica, robótica y vida artificial-, ha devenido en una moda que privilegia el sinsentido, difundiéndose una noción nueva, la de artista visual, como una sofisticación que adolece de una vacuidad expresiva comparable al regodeo lúdico de los instaladores y pintores pop, que suelen sacrificar por la parodia y el pastiche, la posibilidad de experimentación y búsqueda, vía un abordaje transdisciplinario del arte, un repotenciamiento simbólico que implique un dinamismo más plástico y menos efectista, ante una adicción contemporánea por los efectos puros y el sinsentido, en el que al parecer -como lo pregonaba McLuhan- el medio vuelve a ser el mensaje.

El problema tal vez pueda residir en el embrujo que ejercen estos medios sobre los realizadores, imponiéndose el culto de la imagen por la imagen. Pues los últimos trabajos, nacionales e internacionales,  que hemos visto en Lima, incluso los más interesantes, se caracterizan por su barroquismo y ripio excesivo. Dejándonos siempre la impresión de que esas obras pudieron durar mucho menos. Sumándose esto, en las galerías, al pésimo criterio de exponer las obras en una suerte de hacinamiento visual, que presume de espectadores pacientes[36].

 

Finalmente, no obstante el esquematismo técnico y distanciamiento sin sentido en el que ha caído el arte contemporáneo, renunciando a sus cualidades simbólicas, expresivas y críticas, en pos de nuevos soportes que están imponiendo sus cualidades estéticas propias, queda decir que estas nuevas tendencias solo reflejan las inquietudes expresivas de una nueva época, marcada por una revolución ciberespacial que está diluyendo todas las nociones y referencias tradicionales que teníamos en torno a la cultura y vida en sociedad.

 

 

 



[1] Schlink ha sido el principal animador del Círculo de Viena, grupo filosófico  propulsor del positivismo lógico. Ver Schlink, Moritz. “El viraje de la filosofía”, en Existencialismo, marxismo, empirismo lógico. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1969.

[2] The Cultural turn, traducido al español como El giro cultural. Buenos Aires: Ediciones Manantial, 1999.

[3] Protzel, Javier. Procesos interculturales. Texturas y complejidad de lo simbólico. Lima: Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2006. p.20

[4] Ojeda, Rafael. Crepúsculo de las generaciones y fin de la (meta)historia.

[5] Véase Said, Edward W. Orientalismo. Madrid: Editorial Libertarias, 1990.

[6] Augé, Marc. Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa, 1988.

[7] Para una información más detallada, véase Mattelart, Armand y Neveu, Erik. Introducción a los estudios culturales. Barcelona: Paidos, 2004.

[8] Kymlicka, Will. Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías. Barcelona: Paidos, 1996.

[9] Touraine, Alain. ¿Cómo salir del liberalismo? Barcelona: Paidos, 1999.

[10] Vattimo, Gianni, La sociedad transparente, Barcelona, Paidos, 1990.

[11] “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional”.En Jameson, Fredric y Žižek, Slavoj, Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidos, 2001.

[12] Los Subaltern Studies, gestado por un grupo de intelectuales de la India, entre los que se ubican a Gyan Prakash, Ranagit Guha, Partha Chatterjee y otros, han tenido relevancia especial en los estudios latinoamericanos con la formación del Latin American Subaltern Studies Group.

[13] Ante esa postulada “superioridad iconográfica andina”, queda preguntarse si hay diferencias simbólicas en el hecho de que el logotipo de un mundial peruano haya presentado la imagen de un indígena, en tanto que el de un evento australiano traiga la de un canguro como distintivo.

[14] Del poema XII, “Las muchedumbres”. Charles Bauderlaire. Petits poèmes en prose. Le spleen de París. Traducción libre del autor de este estudio.

[15] Sloterdijk, Peter. El desprecio de las masas. Valencia: Pre-Textos, 2002. p.13.

[16] Arte degenerado.

[17] Adorno, Teodoro y Horkheimer, Marx. Dialéctica del ilumininismo. Madrid: Taurus, 1971.

[18] Benjamin, Walter. Discursos Interrumpidos I. Madrid: Taurus, 1973.

[19] Martín-Barbero, Jesús. De los medios a los mediadores. México: Gustavo Gili, 1998. p. 58.

[20] Tal vez propulsoras de lo simple, lo kitsch y lo naïf.

[21] Martín-Barbero, Jesús. Ob. Cit. p.54.

[22] Loc. cit.

[23] Entiéndase por esto al Estado y al conjunto de formas de organización  política en torno al poder.

[24] Esto lo intuye también Barbero al titular un apartado como “La experiencia y la técnica como mediaciones de las masas con la cultura”, que debería leerse más bien como la técnica como mediación entre las masas y la cultura. Ob. Cit. p. 56.

[25] Ojeda, Rafael, Arte de nuevas tendencias / Fracturas contemporáneas, revista Quehacer N*146, Lima, 18 de marzo del 2004, pp. 88-95.

[26] Sarlo, Beatriz. Siete ensayos sobre Walter Benjamin, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001.

[27] Ob. cit. p.63.

[28] Eco, Humberto, Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Barcelona, Lumen, 1968.

[29] Ojeda, Rafael. La ciudad en el laberinto. El Dominical Año 52 N˚ 410, suplemento de El Comercio, Lima 14 de enero del 2007. pp.10 y11. 

[30] Procesos interculturales. Texturas y complejidad de lo simbólico

[31] Como múltiples formas discursivas culturales, semejantes a las de la  multiplicidad lingüística.

[32] Protzel, Javier. Ob. Cit. p.190.  

[33] Loc. cit.

[34] Matos Mar, José, Desborde popular y crisis del Estado. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2005

[35] Ojeda, Rafael. La ciudad en el laberinto. p. 11.

[36] Ojeda, Rafael, Arte de nuevas tendencias / Fracturas contemporáneas, revista Quehacer N*146, Lima, 18 de marzo del 2004, pp. 88-95.