Los dedos cuentan mucho en estas postales de humo. Recorren el lomo de una vaca a contrapelo y surge la conversación, “¿quién niega/su vacuna filosofía?”. Y así con cualquier criatura, pájaro, maíz, pez o piedra. Los dedos, a veces, hurgan por ahí, escarban un poco temblorosos y vuelven a reposar, dejando que escapen el agua, la arena, el humo, las cenizas. El sentido del tacto es herramienta imprescindible en el oficio de este poeta. Con ella y gracias a los mapas en relieve se orienta el nómada infinitesimal, atravesando un mundo donde todo son umbrales. Nada que ver con el viajero cosmopolita, vanidoso señor del globo mondo y lirondo. En las postales, palabras en la punta de la lengua, bocas de mar pintadas, eco de voces que cruzan silbando las fronteras, doblando las esquinas. Varanasi, Lisboa, Lavapiés, Queiruga. Voces que regresan como náufragos salvados. Observatorios limítrofes (suprimidos los feudos amurallados hasta el cielo, las alambradas y la policía aduanera) desde donde se divisan los astilleros. “El mar/ábaco/de olas”. “Y, a veces, sólo soy/como me hacéis”. El autor, “demasiado viejo para madurar”, menguante y hospitalario, nos invita a la intromisión y el pirateo. “El desierto/y el camello/se copian al caer la tarde”. Se necesitan también los dedos parpadeantes para captar la luz que colorea estos versos. “Luz arrugada”, mortecina, semejante a la de esos objetos de plata que los antiguos chinos más apreciaban cuanto más visible era la huella negra y amarilla del tiempo y el uso depositada en ellos. Capa de sombra sobre la luz: “¡qué elegante es la fatiga!”. En estas postales de humo, camellos y vacas rumian con misteriosa naturalidad, ajenos a cualquier bizantina controversia entre herméticos y coloquiales. Se agradece.
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