Las modas intelectuales casi siempre han sido generadas por
el deseo de negar lo anterior y superarlo a partir de nuevos
presupuestos que marquen una ruptura o distanciamiento con
el pasado. Las demás de las veces, estos cambios son sólo
respuestas a los defectos mismos de los paradigmas teóricos
vigentes.
Actitudes
que no siempre responden a necesidades reales, sino, a
veces, a un esnobismo de fijación efímera e insensata que
puede arrastrarnos por falsas pistas de renovación. Modas,
más bien
derivadas
de un ánimo de cambio no necesariamente
funcional o efectivo, sino esteticista, desde una
disposición “filoneista”, en la que, al igual
que los objetos, los grandes discursos de la
razón se hallan atrapados también por la irresistible lógica
de lo nuevo.
Los períodos de crisis obligan a tomar medidas drásticas en
pos de soluciones teórico-empíricas que nos permitirán
escapar de la zona de turbulencias. Thomas Kuhn ha planteado
los períodos de “crisis” como tiempos de inestabilidades y
anomalías en los que los problemas sobrepasan la capacidad
de respuesta esperada de un paradigma determinado. Siendo
esa sensación de mal funcionamiento del modelo, el que crea
el espacio propicio para que las revoluciones acaezcan.
Estos períodos intermedios, de transición, de
inestabilidades y turbulencias, muchas veces han sido
aprovechados por sectores conservadores o neoconservadores
que han visto estos cambios como un peligro para su
condición de privilegio; movimientos
de defensa de categorías del pasado
que,
tras haber perdido el poder, buscan nuevas formas de
legitimar e imponer su señorío.
La
teoría de la posmodernidad se ubica en esos márgenes. Entre
la mirada inconciliable de filósofos y críticos de arte,
entre las pugnas por una nominación estricta y los cambios
societales reales, entre los presupuestos de Lyotard, que
enuncia la ruptura de la episteme modernista que
inaugura la posmodernidad, o Habermas que reclama la
modernidad como un proyecto inacabado.
Pero ver el posmodernismo como algo
diferenciado de lo posmoderno, ha originado malentendidos
derivados de su multivocidad y las supersticiones de los
estudios historicistas. Sobre todo a partir de su adopción a
las distintas teorías del arte contemporáneo. Entre la
literatura y la arquitectura, entre Hassan y Jencks. Donde
el posmodernismo, visto como una vanguardia artística
caracterizada por un eclecticismo radical e historicista,
sintetiza estilos del pasado, presente y tendencias
futuras, plasmando aquella idea, de aprender de todas las
cosas, que a manera de manifiesto expusiera Robert Venturi,
refiriéndose al espacio arquitectónico de Los Ángeles.
Para el espectro Latinoamericano, ampliando
una aseveración que Isaac Goldberg hiciera en unos estudios
de literatura hispanoamericana, publicado en 1939, Luis
Alberto Sánchez escribe: “si con el modernismo la literatura
indoamericana entra en lo universal, con el posmodernismo,
la inquietud americana se incorpora también a la del
Universo”.
Perry Anderson, indagando en Los orígenes
de la posmodernidad, concluyó que, contra el supuesto
convencional, el término e idea de lo “posmoderno” que
supone familiaridad con lo “moderno”, no nació en el centro
del sistema cultural de su tiempo, sino en la lejana
periferia: “no provienen de Europa ni de los Estados Unidos,
sino de Hispanoamérica”.
El posmodernismo hispanoamericano surgió como
una reacción al agotamiento de las posibilidades poéticas
del modernismo, cuyo mayor representante fue Rubén Darío,
siendo Federico De Onís, crítico literario amigo de Unamuno
y Ortega y Gasset, quien acuñara el término. Mas, este
posmodernismo sólo fue una corriente literaria sucedánea de
la corriente modernista restringida a los estudios
literarios hispanoamericanos.
En el Perú, el modernismo tuvo como punto de
partida la poesía de Manuel González Prada, mentor e
inspirador del grupo Colónida liderado por Abraham
Valdelomar. Colónida fue la esencia del posmodernismo
peruano e implicó una insurrección contra las formas del
modernismo anquilosado en frases edulcoradas y un exotismo
vacío de tanto repetirse. Y en esas filas se encontraba el
joven José Carlos Mariátegui, quien más tarde recordará esta
experiencia calificándolo como su “edad de piedra” o el
período de sus “primeros tanteos de literato inficionado de
decadentismo y bizantinismo finiseculares, en pleno apogeo”.
Tal vez esa audacia y espíritu esnob
heredados de Colónida, acompañó a Mariátegui el resto de su
vida. Afianzándose más aún, luego de su estancia en Europa y
su matrimonio con la Italiana Ana Chiappe. Algo que pudimos
vislumbrar en 1917, cuando aún firmaba con un guiño
afrancesado como Juan Croniqueur, y fuera detenido junto a
Falcón, Valdelomar y la bailarina Suiza Norka Rouskaya, tras
el célebre incidente nocturno en el Cementerio Presbítero
Maestro.
Es probable que su condición de pensador periférico le haya
hecho decir que su mejor aprendizaje lo había hecho en
Europa. Podemos agregar además sus constantes citas en
francés e italiano, y su recurrencia a Nietzsche, quien
prácticamente abre los 7 Ensayos de Interpretación de la
Realidad Peruana. Pero Mariátegui no fue sólo un esnob,
fue también un militante comprometido con todos los
movimientos sociales de su tiempo –estudiantes, obreros y
campesinos-, además de ser un intelectual original.
En la famosa carta autobiográfica dirigida en 1928, al
argentino Samuel Glusberg, Mariátegui sitúa en 1918 la
determinación de su orientación socialista. Mas para alguien
que vivió entre 1894 y 1930, y le tocó madurar en el período
de entre guerras, definitivamente no podía ser diferente. En
sólo un lustro Europa había vivido la Primera Guerra Mundial
y la Revolución Socialista Soviética, demás está decir
también el embate americanista inyectado en los miembros de
la Generación del Centenario, por la Reforma Universitaria
de Córdoba en 1918.
Con frecuencia, los estudios que se han hecho sobre la vida
y obra de José Carlos sólo han sido abordados
fragmentariamente, descuidando a ese otro Mariátegui
histórico, en el que teoría y la praxis confluyen, como un
héroe que desde su silla de desvalido –pues a comienzos de
1924, atacado por una enfermedad tuvieron que amputarle la
pierna derecha- pudo esbozar las bases para una renovación
cultural y social.
Escribió acerca de casi todas las vanguardias artísticas de
su tiempo, pero lo más trascendente en él fueron sus
profundos juicios políticos y sociales, que lo llevaron a
pretender
desarrollar una línea de acción para los sindicatos, las
universidades populares y la organización del frente único,
ideas aún hoy referenciales para algunos grupos políticos de
izquierda.
Mariátegui estaba convencido -como lo
expusiera en una de sus conferencias compiladas en el libro
Historia de la crisis mundial- de que el instrumento
de la revolución socialista era el proletariado industrial
urbano. A partir de 1923, asumirá la dirección de la
revista Claridad, que de ser el “órgano de la
juventud libre del Perú” -bajo la dirección de Haya de la
Torre-, bajo su patrocinio pasará a ser el vocero de la
federación obrera local de Lima. Lo cual, además del hecho
de haber organizado la Confederación General de Trabajadores
del Perú (CGTP), con Julio Portocarrero, en 1929, nos dice
mucho de su cercanía al movimiento obrero nacional.
Mas, no obstante su manifiesta actividad
obrerista, en él se expresa, por primera vez en América
Latina, la idea de descentrar el sujeto histórico marxista e
incluir el problema indígena y campesino en sus reflexiones
políticas y sociales, tesis en la que residirá la
originalidad de su corpus teórico, escribiendo en sus 7
ensayos: “La nueva generación peruana siente y sabe que
el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no seré
peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el
bienestar de la masa peruana que en sus cuatro quintas
partes es indígena y campesina”.
Por ello fue tachado de “populista” por
sectores cercanos a la Tercera internacional, que como
Mirochevski, afirmaban que Mariátegui no había entendido el
papel histórico del proletariado y su hegemonía dentro del
movimiento revolucionario. Siendo esto fue suficiente para
que fuera acusado, por los ortodoxos de la komintern, de
confusionista, llegando incluso a combatirse el movimiento
que empezaba a gestarse en torno suyo llamándolo
despectivamente “amautismo”, lo cual explica el por qué tras
su muerte -acaecida en abril de 1930-, se desplegó sobre él
una campaña de ocultamiento que sólo terminará en la década
del 40.
Tal vez porque no fue un devoto implicado en
el desarrollo teórico, como Althusser –que sacrificó su
originalidad en pos de enriquecer el paradigma marxista-,
Mariátegui tuvo otros alcances culturalistas. Su esfuerzo
por recrear y adaptar el marxismo a la realidad nacional, y
construir un socialismo que no sea calco ni copia, buscaba
responder a las contradicciones que presenta nuestra
compleja trama andina, en la que el factor étnico y cultural
se combina con el clasista.
Se sabe que Mariátegui utilizó el
materialismo histórico como método para el estudio de la
realidad nacional y el análisis del capitalismo, y no el
materialismo dialéctico -que se lo debemos más bien a
Engels, y que luego la ortodoxia estalinista terminará
imponiéndolo como doctrina. Y es en esa opción divergente en
la que se elucida su heterodoxia, pues en 1928, luego de
fundar el Partido Socialista Peruano –nunca fundó un partido
comunista-, entrará en contradicción con su interés de
afiliarse a la Tercera Internacional. Pues, de acuerdo a lo
que se había establecido en el Segundo Congreso celebrado
en Polonia, todo partido socialista que desee afiliarse a la
Komintern, debería denominarse comunista.
La Originalidad del pensamiento de José
Carlos había significado un salto cualitativo que sólo será
entendido muy tarde por sus detractores. Al respecto Basadre
escribió que la riqueza del aporte de Mariátegui fue tan
viva que después de las críticas iniciales empezó un
reconocimiento póstumo, con los estudios de Sermenov,
Culgovsky, Korionov y otros, en la misma Unión Soviética.
Llegando incluso a interesar a los maoístas debido a su
especial atención al campesino. Iniciándose desde entonces
el proceso de instrumentalización sistemática de la ha sido
víctima, por los grupos armados, partidos políticos de
izquierda y ONG que lucran con su un nombre.
Pero, es esa presunción de aquella
multiplicidad cultural la que lo llevará a intuir la idea de
los espacios múltiples, que, pese a descuidar otros factores
sociales y grupos raciales -como los amazónicos por
ejemplo-, lo que lo llevará a reconocerse en su intento de
crear un marxismo para tierras americanas. Sobre todo si
consideramos que él no pudo conocer los textos que Marx
escribiera sobre los modos de producción no capitalistas. De
ahí que su idea de un Perú integral –expuesta en su sonada
polémica con Luis Alberto Sánchez-, se exprese ese
culturalismo incipiente que pretendió desplegar, en su
intención de descentrar el sujeto revolucionario hasta
hacerlo más aplicable a los problemas estrictamente
nacionales. Lo cual nos remite a la obstinación
contemporánea por consolidar los derechos de grupo a fin de
alcanzar esa sociedad integral en la que quepamos y
participemos todos.
El filósofo francés, estudioso de Gramsci,
Francis Guibal, en su obra “Vigencia de Mariátegui”,
había intentado hablar de él, desde presupuestos filosóficos
contemporáneos como los de Ricoeur, Castoriadis y Levinas,
pretendiendo plantearle al peruano el problema de la
modernidad. Pero la flexibilidad de José Carlos para los
diversos enfoques reside en su heterodoxia. Algo expuesto
con razón por el historiador francés Robert Paris, quien
cuestionó su formación marxista debido a sus argumentos
sorelianos, y a sus escapes idealistas vía Benedetto Croce.
Tal vez por ello, debamos ahondar también y
sin contriciones, en su heterodoxia percibida en su
acercamiento al marxismo creativo de Gramsci –cuyas tesis
sobre la subalternidad, le sigue brindando un espacio
privilegiado en los estudios culturales contemporáneos. En
esa ascendencia soreliana, crítica de las ilusiones del
progreso, y su veta irracionalista nietzscheana que podrían
seguir dotándolo de interés, en un entorno global de crisis
regida por una lógica de confrontación bélica que ha
despertado, ante una vulgarización de la crueldad y la
muerte, vía el mercadeo de imágenes que hacen los mass
media, un entusiasmo por la logística propagada incluso
a las teorías del management contemporáneo. Y tal
vez, sobre todo, en esa apostasía mariateguista sustentada
en sus comprensiones cíclicas, en su visión de las rupturas
y discontinuidades epistemológicas de los modelos
civilizatorios dominantes, que lo acercan a enfoques
posmodernos, dejando entrever las contradicciones y crisis
de una modernidad asfixiada por la guerra y el neo
totalitarismo global como síntomas anómalos de lo que Mandel
llamara “capitalismo tardío”.
El Posmodernismo actual nos remite a una
forma de cultura contemporánea, en tanto que posmodernidad,
a un periodo histórico específico. En 1979, Jean-François
Lyotard, publicó La condición posmoderna, texto en
el que explica que mientras “las sociedades entran en la
edad llamada posindustrial y las culturas en la edad
posmoderna, el saber cambia estatutos”. La posmodernidad ha
sido presentada como un período de crisis de la legitimidad
de los metarrelatos de la modernidad, de pérdida de
fundamentos, o del fin de la certidumbre.
Por ello, es la actitud anticientista y
antipositivista, inspirada en Bergson y Sorel, la que le da
matices posmodernos a Mariátegui, que en 1923, poco tiempo
después de regresar de Europa, decía: “las filosofías
afirmativas, positivistas de la sociedad burguesa, están
minadas por una corriente de escepticismo, de relativismo.
El racionalismo, el historicismo, el positivismo, declinan
irrefrenablemente”. Lo cual coincide con los tópicos
principales de los estudios posmodernos. Es decir, el
rechazo a la representación empirista, el escepticismo
epistemológico y su pretendido distanciamiento del
historicismo.
En el curso Historia de la crisis mundial,
dictado por Mariátegui en la Universidad Popular Gonzáles
Prada, entre junio de 1923 y enero de 1924, el temario sobre
la crisis filosófica incluye: “La Decadencia del
historicismo, del racionalismo, del positivismo; el
escepticismo, el relativismo, el subjetivismo”. Cuyo
desarrollo no fue incluido en el volumen que apareció
después. Pero es en una entrevista que le hicieran en mayo
de 1923, publicada en la revista Claridad, en la que
expone somera y claramente estas tesis. Habla de una
filosofía negativa –opuesta a la afirmativa de períodos de
apogeo-, en la que bullen el pensamiento relativista y el
escepticismo, en una civilización declinante y moribunda
-casi esbozando el “principio de incertidumbre”. Y basándose
en los estudios del italiano Adriano Tilgher clasifica como
los “cuatro mayores relativistas contemporáneos a Einstein,
Vailungher, Spengler y Rougier”.
Sus diagnósticos sobre la crisis mundial son
contundentes, pero sus argumentos un tanto folletinescos e
imprecisos, como su lectura sobre la crisis de la democracia
que él achaca a una crisis del parlamentarismo -algo
comprensible pues él mismo catalogado la época de sus
conferencias, como un ciclo de aprendizaje mutuo. Un libro
fundamental para él, durante ese período fue La
Decadencia de occidente, tan efectivo para demoler la
certeza como lo fue la física relativista de Einstein.
Quizá de haber conocido a Heisenberg,
Prigogine o Thom, los habría citado con premura. Pero
Mariátegui murió demasiado joven –tenía 35 años-, y pese a
ello había podido vislumbrar aquella crisis que su optimismo
marxista le hacia leer como síntoma del advenimiento de una
sociedad nueva.
Además de intelectual, Mariátegui fue un
periodista comprometido, que de seguir vivo, después del
debacle del socialismo real soviético -en un ámbito en el
que todos desean darle la razón de Huntington y Fukuyama,
sometiéndose a sus tesis centristas-, quizá él hubiese
estado cercano a ideas de marxistas posmodernos como
Frederic Jamenson, o a las de críticos marxistas de la
posmodernidad como Terry Eagleton, que escribió: “El
posmodernismo no es solamente una especie de error
histórico. Es, entre otras cosas la ideología de una época
histórica específica de occidente, cuando grupos de
oprimidos y humillados están comenzando a recuperar algo de
su historia e identidad”.
Y tal vez leyendo esto en términos Jacques
Derrida, lo entenderemos como una crisis del “logocentrismo”
étnico y cultural, o caída del etnocentrismo, es decir la
paulatina pérdida de la costumbre de ver a occidente como
la civilización central o cultura base. Algo que nos permite
replantear, otra vez, el problema del indio y la condición
de todos los marginados de la Tierra.
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