Rafael Ojeda
A los períodos de
crisis le siguen otros en los que las
contradicciones se hacen más intensas. Contextos
críticos en los que la presión de las mayorías
sociales sobre el Estado, en pos de obtener una
participación mayor en los asuntos nacionales y en
los beneficios que la modernidad podría brindarles,
entra en contradicción con la excluyente rigidez del
aparato institucional y su ordenamiento jurídico que
debería protegerlos, pero que, al sentirse
desbordado, por lo general no lo hace. Períodos en
los que el aparato político suele estar entre dos
fuegos. Entre las exigencias de los sectores
ultraconservadores, que fácilmente tienden a rebasar
-en algunos casos solo aspiracionalmente- los
márgenes de la institucionalidad y el estado de
derecho, pues, seducidos como están por el
autoritarismo, aspiran estos a la represión sin
reparos de las protestas populares y demás
conflictos sociales; lo cual históricamente ha
derivado en la destrucción de la democracia y la
“pacificación” vía la ruptura o interrupción del
orden constitucional. Y las exigencias de una
población fragmentada, que al sentirse excluida,
suele manifestarse a través de la acción de
distintos bloques de presión.
"Ciudades en
Movimiento"(serie)- Alessandro Papetti
En este contexto,en el
imaginario político social de los sectores
conservadores y ultraconservadores, ha ido
emergiendo la idea de que, ante las convulsiones
sociales, un Estado democrático que considera y
respeta los derechos fundamentales y
constitucionales de sus ciudadanos, siempre va a
tender a ser tímido en sus facultades disuasivas y
represoras, frente a los disturbios causados por los
movimientos sociales, que pugnan en pos de
perentorias reivindicaciones, por lo que, para
ellos, la constitucionalidad y la legalidad
funcionaría como un lastre para la añorada “armonía
social”, una armonía que solo se alcanzaría con la
anulación o hipertrofia de los antagonismos
sociales. Por lo que, estos ciudadanos de extrema
derecha, no comprometidos ni identificados con la
constitucionalidad política y el orden democrático,
apelarán siempre al recurso del golpe de Estado.
1. Caosmosis
y crisis de representación
Hay en la ciudad
contemporánea una noción emergente y terminal al
mismo tiempo, como punto de partida de
incertidumbres e inestabilidades encarnadas en las
múltiples manifestaciones caóticas, cuyos efectos
han tendido a diseminarse hacia todas las
estructuras sociales, económicas, políticas y
culturales de la capital. Inestabilidades que
tienden a desbordar las cartografías urbanas y
mapeos de ciudadanía, a partir de procesos
desbocados, que están demostrando la existencia de
una suerte de ósmosis caótica, de influencia
recíproca de procesos caóticos o de reciprocidad
crítica en sus efectos urbanos. Por lo que
aquí el concepto caosmosis, no tiene el mismo
significado o se desliga un poco del que le diera
Félix Guattari, en su libro del mismo nombre, al
definir lo caósmico como la interacción dinámica del
caos y el ordenamiento inestable de lo complejo,
presentado como una suerte de danza, coexistencia o
“reconciliación entre el caos y la complejidad”[i];
sino que define un contexto urbano inestable, en el
que se dan, en ósmosis, una serie de procesos
caóticos que se van autoreforzando y articulando,
agudizando el espacio crítico, hasta determinar
nuevos efectos antropológicos, económicos y
culturales, que describen nuevas actitudes sociales
y nuevos antagonismos sectoriales, que están
determinando las novísimas evoluciones y
comportamientos de una población y una ciudad cada
vez más enfrentada, fragmentada y caótica, pero
interrelacionada.
Todas estas
contradicciones y tensiones sociales, fueron
confluyendo en las ciudades más importantes del
país, urbes que surgieron como focos de aglutinación
que movilizaban proyectos unitarios de nación, pero
en torno a ideales de progreso y a mitos de
desarrollo la mayor de las veces no coincidentes
entre sí. Fenómeno que en Lima fue mostrándonos su
fase más vertiginosa y salvaje; evidenciando el
fracaso de los proyectos unitarios, además de,
debido al desborde popular producto de las
migraciones campo-ciudad, la obsolescencia del
Estado peruano; lo que nos ha impedido, hasta hoy,
alcanzar una idea de identidad concreta, que defina
un proyecto de nación adherido a una norma
ciudadana, ante multiplicidades cada vez más
evidentes que pugnan por una inclusión tolerante.
Donde Lima, como otras ciudades cosmopolitas de
América, se ha convertido en el ejemplo palpable de
aquella preocupación fallida que ha significado el
proyecto moderno de Estado-nación.
No obstante ello, si
esta situación caótica que se retroalimenta así
misma, está arrastrándonos al colapso, también desde
allí parece vislumbrarse algunas luces de solución,
que podrían también leerse desde la cada vez mayor
presencia y protagonismo de los movimientos sociales
y bloques regionales. Fenómeno que a la vez de
albergar sectores que, contradictoriamente,
representan a un gran espectro social masificado y
fragmentado al mismo tiempo, como la proliferación
de los márgenes, pero con incidencias de violencia
social, criminalidad, inseguridad ciudadana,
insalubridad pública, pero que por ello mismo,
también tiende a crear algunas alternativas que
pueden vislumbrarse a partir de lo que el mismo
Guattari ha llamado “revolución molecular”[ii],
pero en el sentido positivo del término, como
fuerza de desagregación frente a la pulsión general
y totalitaria, que marcharía en pos de una suerte de
-si lo decimos a la manera de Jacques Derrida-
diseminación de protagonismos, como inserción o
emergencia de múltiples movimientos resistencias,
manifestados a través de huelgas, bloques sociales,
movimientos regionales y organización diversas,
trasversales y antisistémicas, como síntomas del
advenimiento de una crisis mayor, que muestran un
escenario en el que existe una contradicción fáctica
entre el funcionamiento y acción de la sociedad
civil y la acción del Estado, en un escenario de
Estados débiles aunque en apariencia tolerantes y
democráticos versus Estados fuertes de corte
absolutista y autoritario. Lo que nos ubicaría
dentro de los márgenes “caosmáticos”, en el interior
de las teorías peyorativas sobre los Estado
colapsados o fallidos, que en nuestro análisis
asumiría la noción de ciudades colapsadas.
Así, las exigencias
sociales en pos de visibilización y reconocimiento,
hacen que en la ciudad abunden múltiples
manifestaciones sectoriales: huelgas y marchas
políticas multitudinarias, debidas a que el Estado
ya no representa o ha dejado de representar los
intereses y aspiraciones de sus electores. Esta
crisis de representación democrática, en la que las
grandes mayorías, grupos o sectores que en la jerga
científico social son contradictoriamente
denominados “minorías sociales”, debido a su
condición subalterna, en términos de poder, ubicados
en una escala inferior de protagonismos políticos
sociales, han empezado a nuevamente a desconfiar del
aparato político, normativo y civil del Estado, a
desconfiar de la política, de la democracia y de su
sistema de representación. Lo que está haciendo
evidente la incongruencia existente entre los
proyectos políticos y urbanos articulados desde el
Estado, y las necesidades reales de una población
que, debido a su eterna condición de frustración y
desprotección, no se siente representada y tiende a
exasperarse.
Todo esto, por un
lado, al alejar las aspiraciones poblacionales,
ideológica y políticamente de la corrección
democrática, la seguridad y la normalidad, elementos
que han debido de ser provistos o reforzados por el
Estado, hizo que algunos sectores de la población
terminen repudiando abiertamente la formalidad y la
legalidad política, incluso la formalidad de algunos
partidos socialistas o “revolucionarios” legales, de
la izquierda peruana, para simpatizar con los grupos
que durante la década del ochenta, iniciaron la
lucha armada en el Perú, en una guerra contra el
Estado que, según sus cálculos, debería extenderse
desde el campo a la ciudad, es decir, desde el Perú
profundo hacia la capital peruana, es decir Lima.
Por lo que ha sido ese contexto crítico, aún
irresuelto en nuestros días, el que hizo que,
durante los años ochenta, la violencia estructural y
la sobre extensión de las brechas sociales, hicieran
que grupos alzados en armas, como el PCP-Sendero
Luminoso y el MRTA, se presentaran como una muestra
concreta, descarnada y violenta de la aquella
informalidad política y militar, surgida desde el
descontento y el olvido de las masas poblacionales
de los andes; desprendiéndose desde aquella
asimetría que ha dividido a Lima y a la sociedad
peruana, desde tiempos coloniales, entre ricos y
pobres, poderosos y olvidados, urbanos y rurales,
criollos e indígenas, además de los adherentes y los
descontentos con un orden a todas luces
problemático.
Por otro lado, fue
también en esta situación de turbulencias, violencia
y conflictos sociales, de corrupción y de la falta
de legitimidad de los múltiples poderes del Estado
(Ejecutivo, Legislativo y Judicial), y de falta de
credibilidad en la clase política, en la que fue
madurando, en la sociedad limeña, aquella eviterna
debilidad por el autoritarismo, como pulsión hacia
el recurso ordenador, unificador y disolvente, que
vía la contención de las protestas sociales y
políticas, por medio de la represión
político-militar, que se dio aquella nueva
interrupción del orden constitucional y democrático
en el país: el 5 de abril de 1992. Golpe de Estado
que, debido al descrédito y la crisis política, fue
apoyado por un amplio sector de la población
peruana, cometido por el entonces presidente Alberto
Fujimori[iii],
quien durante aquella noche del 5 de abril, decidió
“disolver el Congreso”, terminar con el orden
democrático que lo había llevado al cargo, y
desconocer la Constitución de 1979. Un golpe
denominado cívico-militar, debido a su naturaleza
atípica, con el que se quebró nuevamente el orden
democrático recuperado hacia solo una década, en
1980, con la juramentación de Fernando Belaunde
Terry, luego de un largo período de dictadura
militar[iv].
Todo esto fue mostrando que continúa irresuelta
la incongruencia existente entre el sistema político
y las circunstancias sociales que fueron emergiendo
ante lo que Matos Mar ha denominado desborde
popular. En un punto en el que el Estado peruano,
antes como ahora, se encuentra entre dos fuegos,
como en la República de Weimar en la Alemania,
previa al ascenso de los nazis al poder: entre los
que exigen justicia y la radicalización de la
democracia y el de los sectores ultraconservadores
filofascistas que desean acabar con el
parlamentarismo para que se imponga la fuerza
nuevamente.
2.
Antipolítica y tentación autoritaria
Cabe recordar que ha
sido en un ambiente de crisis como este -es decir en
un ambiente de inestabilidades y de carencia de
representación-, en el que, durante últimos años de
la década del ochenta y los primeros del noventa, se
fue creando las condiciones necesarias para que ese
nuevo orden dictatorial se imponga, un nuevo orden
autocrático articulado tras el advenimiento de
Alberto Fujimori al poder. Por lo que podemos decir
que tras el autogolpe de Estado del 5 de abril de
1992, la década del noventa significó la irrupción
de un nuevo gobierno policiaco, cuyo primer objetivo
fue acabar con las instituciones y los partidos
políticos, que, a pesar de todo, aún pueden ser
vistos como el sustento doctrinal y el espíritu
plural de la democracia, dando inicio a un nuevo
período de persecución, corrupción y crímenes
políticos.
Fujimori, que gobernó
entre los años 1990 y 2000, en base a un plan
económico diseñado por los organismos financieros
internacionales –el FMI y el Banco Mundial-, con el
apoyo del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) y
el Ejército peruano, asumió el control del Estado, a
partir del empoderamiento absoluto del Ejecutivo,
tras “disolver” el Congreso de la República y
reformar la Constitución Política del Estado, a su
antojo. Lo que le fue asegurando la impunidad ante
la crueldad y los excesos y abusos de poder. El
punto fuerte de sus prácticas políticas fue, sin
lugar a dudas, su política antisubversiva y la
persecución de sus adversarios políticos. Lo que
ocasionó genocidios y violaciones sistemáticas de
los Derechos Humanos, casos descritos ampliamente en
el Informe Final de la Comisión de la Verdad y
la Reconciliación (CVR); un período
caracterizado también por una acelerada política de
privatizaciones de empresas públicas, negocio que
elevó el nivel de corrupción, de malversación, de
compra de conciencias, de cinismo y de hurto de las
arcas fiscales, a niveles antes nunca vistos.
En ese contexto, cabe
recordar que, como Hitler, Fujimori también tuvo su
Goebbels en la persona de Vladimiro Montesinos:
asesor presidencial, consejero, brazo derecho y jefe
del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). Algo
que hizo que, producto del autoritarismo desatado
por el llamado fujimontesinismo, ideológicamente se
tuviera casi como bandera oficial, aquella frase
atribuida algunas veces Goebbels, pero que
probablemente haya pertenecido a Hermann Göring,
comandante de la Luftwaffe de Hitler: “Cuando oigo
hablar de cultura, echo mano a mi pistola”[v].
Y se cerniera por ello sobre el país, una etapa de
corrupción, persecución y oscurantismo que fue
alcanzando y contaminando todos los niveles de vida
en sociedad. Desde la Iglesia hasta el fútbol;
instituciones que fueron utilizadas también como
mecanismos de control, dominación y aniquilamiento
mental. Debido a esto, tal vez quepa decir que los
noventas fue un período “sombrío” y de
estupidización social. Un período de barras bravas,
de tecnocumbia, de talk shows, de prensa
chicha inundada de sangre, sexo e infamia, en el que
incluso los clérigos de la Iglesia peruana parecen
posesos exaltados, y se vuelven soeces y
massmediáticos. Década en la que emerge en el
ciudadano de a pie, un “nihilismo espontáneo” que va
produciendo una generación “alpinchista”[vi],
apolítica y conservadora, que desprecia las ideas y
el esfuerzo mental, y hasta empieza a ver sospechoso
cualquier tipo de manifestación que se esboce a sus
ojos como “politizado” o “culturoso”.
Mas, esta actitud
generacional, indiferente y sumisa, puede explicarse
como el producto mejor logrado de una política de
aniquilación mental, promovida por en el auspicio
sistemático, como política de Estado, de una
“cultura” de consumo, sustentada en un hedonismo de
la simple diversión, ajustada a modas massmediáticas
y soporíferas, dirigidas y administradas por la
dictadura fujimontecinista. Con psicosociales y
“cortinas de humo”, suministrados y diseminados
entre la población, por todos los medios
audiovisuales y escritos adictos al régimen.
Un período en el que
la población se fue haciendo devota de la
chismografía, la frivolidad, el autoritarismo, la
crueldad y el escándalo, que se sumaba al auge de
una industria cultural, que al desplazar a la
cultura popular –especificidad que cuando no fue
aniquilada, terminó por ser absorbida por el
mercado-, tuvo serias repercusiones en la capacidad
intelectual y crítica del peruano promedio. Esto
debido a que el gobierno fujimontecinista se había
encargado de desacreditar a todas las instituciones
políticas, a todas las ideologías –excepto la del
libre mercado que era el sustento económico de sus
acciones y el aparato logístico para complacer las
disposiciones de las multinacionales financieras que
lo favorecían-, además de desacreditar las
aspiraciones intelectuales y política de la
sociedad, pero específicamente a la izquierda
peruana -venida ya a menos tras la caída del muro de
Berlín y el fin de lo que se llegó a conocer como el
socialismo real soviético-, sector político que fue
asociado a los grupos alzados en armas, para
legitimar así la represión y persecución de sus
líderes, y poder contar con el apoyo masivo de la
población, sobre todo el de los sectores económicos
más bajos o desfavorecidos del país, que pasaron de
ser un segmento poblacional generalmente apolítico,
a ser uno antipolítico, alimentando en ellos el
desprecio por las ideas, el desprecio por la tibieza
o timidez del Estado frente a los disturbios y el
odio a todas las instituciones democráticas, que son
vistas como un lastre para la contención.
3.
Desequilibrios y colapso de las instituciones
Se puede hablar de un
período de crisis generalizada en el que las
anomalías del sistema se van diseminando hasta
contaminar todos los niveles de vida en sociedad:
política, economía, cultura, religión, educación,
deporte, arte, etc. Lo cual va originando que se
prefiguren las condiciones de un colapso, que
determinará el fin de una época y el principio de
otra. El inicio de un período que podría estar
marcado por nuevas posibilidades, pero también por
el asedio de los fantasmas de un autoritarismo
siempre presente y acechante. Por lo que quizá sea
esa la eterna trampa de la institucionalidad en el
Perú, que hace que, parafraseando a Marx del
Manifiesto… podamos inferir que la
permisibilidad de la “democracia” peruana, produce o
suele producir, ante todo, a sus propios
sepultureros. Sectores antidemocráticos y
autoritarios, siempre acechantes y dispuestos a
saltar el orden constitucional e invocar el
“cuartelazo” cuando la democracia se vuelve un
lastre para su situación de privilegios.
Debido a esto, la política
peruana se ha caracterizado por una regularidad
endeble; siendo la inclinación democrática, más
cíclica y esporádica, que connatural a la sociedad
peruana. Pues, si evaluamos los acontecimientos
históricos, veremos que estos revelan un cuadro
caótico y poco auspicioso, en el que se suceden
indistintamente una serie de períodos democráticos y
extensos períodos dictatoriales. Lo cual compone una
gravedad escalofriante, si consideramos -solo por
mencionar los últimos sesenta años- que desde el
ascenso al poder en 1948 del General Odría, vía
golpe de Estado, hasta el fin del mandato del
comandante Ollanta Humala, 2016, en el gobierno
peruano se han sucedido catorce presidentes y, de
todos ellos, seis, de distinta duración, han sido de
corte dictatorial: (Manuel A. Odría 1948 – 1956;
Ricardo Pérez Godoy 1962 – 1963; Nicolás Lindley
1963; Juan Velasco Alvarado 1968 – 1975; Francisco
Morales Bermúdez 1975 – 1980; Alberto Fujimori 1990
– 2000). Es decir, el promedio en el que se
alternarían los períodos democráticos y los
autoritarios, serían de diez años, aproximadamente.
Lo que nos dice mucho de esa tensión permanente
entre constitucionalidad y autoritarismo, como
pulsiones que se habría acendrado en la sicología
peruana.
En este sentido, en
algún lugar David Held ha sugerido que la democracia
es un conjunto de reglas que permanecen como un
telón de fondo para acción política, que es la que
la valida; mientras el fascismo no requiere de esas
reglas; sino funciona como un poder desbocado, un
poder que funciona o se ejerce fuera de esos
márgenes normativos y que se concreta en el
autoritarismo. Esto explicaría la relativa facilidad
con la que, en el Perú, se suele quebrar el orden
democrático, además del subrepticio desprecio, de
corte fascistoide, hacia la política, y todo el
orden legal que esta implica, de gran parte de la
sociedad peruana, población seducida por el
autoritarismo. Un deprecio encubierto, la mayor de
las veces, tras el pretexto positivista,
tecnocrático e ideológico del management
económico en boga.
Así, a la experiencia
de la fragilidad del aparato político-democrático
peruano, que tradicionalmente ha solido debatirse
entre estos dos hemisferios o posibilidades
administrativo-gubernamentales: entre el
autoritarismo y la democracia, democracia que en sus
períodos más críticos ha sido arrinconada bajo el
concepto de anomia; se suma el hecho de que durante
los últimos años, gracias también a la fanfarria de
significados y estrategias de marketing articuladas
por el neoliberalismo económico en boga, o ideología
hegemónica que ha implicado la “marketización” o
mercantilización de todo lo peruano, con el espacio
de lo político, de lo histórico y lo etnológico
incluido en ello, se ha dado una suerte de “circo
electoral” que, debido a la falta de seriedad que
está caracterizando al espectro político peruano,
falta de seriedad que está afectando la solidez del
sistema democrático mismo.
Esta propuesta, que
durante los últimos años ha adquirido para sí el
nombre de Marca Perú, estrategia
publicitaria que promociona un país en venta,
en la que incluso la democracia se ha
mercantilizado, convirtiendo las elecciones o
procesos electorales, siguiendo esta asonante
tendencia, en un mercado o en una suerte de “circo
sufragista”, que ha dado origen a espectáculos
sustentados en una serie de efectivas campañas
político-publicitarias, que, como estrategias de
compra y venta, cada cual más bizarra que la
anterior, que se suelen reactivar cada cuatro o
cinco años respectivamente, bajo el subterfugio de
obedecer a una “fiesta de la democracia” o a la
manifestación de una libre responsabilidad cívica,
que ha dado como resultado, personajes políticos
cada cual más bizarro que el anterior. Y si pensamos
esto, en función al esquema dejado por Max Weber,
esto ni siquiera obedecería a un principio de
autoridad tradicional ni a una “dominación
carismática”, pues la actitud lúdica y despolítizada
de la población, ha creado, en los últimos años,
memorables engendros políticos[vii].
En términos formales,
estas tensiones entre democracia y dictadura,
transformada en la oposición anomia y autoritarismo,
son avaladas por el desinterés poblacional hacia lo
político y lo social, por una sociedad civil casi
inexistente, además de la crisis de representación
en la que ha caído otra vez el sistema de partidos
políticos y la democracia peruana, lo cual ha
devenido en el asentamiento de una suerte de “reino
de lo imprevisible”, en el que gran parte de la
población peruana suele optar, a partir de las
múltiples contingencias que le ofrece lo social y la
vida cotidiana, a partir de las directivas y
emociones hegemónicas del imperio de la
improvisación sin límites, espacio en el que parece
haberse convertido el país.
Esto, que podría
tener su correlato en el espectro caótico que ha
adquirido la ciudad en las últimas décadas, debido a
la falta de planificación de su entorno urbano y
político, en un país caracterizado por la
improvisación sin límites, por los outsiders
políticos, por el no-diseño, por la saturación
contingente de los espacios, por la poca
preocupación y descuido estético; por el atentado
permanente contra el patrimonio nacional, y por una
informalidad política, complementaria y acorde a una
informalidad económica y social, que es la que, por
lo general, auspicia esta sucesión de quiebres y
reconstituciones del aparato democrático legal.
De ahí que, esta
noción de “nueva conciencia” social, en un contexto
de degradación de aquella racionalidad que había
inspirado los proyectos más serios de modernización
peruana, degradación acelerada de manera insólita en
un orden caótico que se retroalimenta, un orden
“caosmósico” en el que la dinámica de los cambios
políticos y antipolíticos, van exhibiendo, en ese
trance, sus efectos multidimensionales y
colaterales. Situación en la que las pautas
institucionales que habían encausado los anhelos de
futuro de la sociedad peruana, que habían sostenido
la funcionabilidad del Estado desde los tiempos de
instauración de la República hasta por lo menos los
primeros o últimos años de los setentas, fueron
desbordados. Originando, ante la inercia de las
actuales estructuras políticas y sociales, poco
flexibles, fiables y adaptables a este nuevo
contexto, un contexto marcado el aumento de los
antagonismos y por la fragmentación y la
multiplicidad de lo social, frente a la crisis y
falta de representatividad del sistema democrático
peruano; en el que los sectores antisistémicos[viii]
tienden a asumir un protagonismo problemático.
Protagonismo debido al arraigo del autoritarismo y
el subrepticio apego por lo dictatorial, en una
población poco tolerante a la inseguridad y falta de
certezas. Sectores populares cuyos intereses -que
suelen identificarse con los intereses más
retardatarios y retrógrados de la ultraderecha
peruana- muestran una predisposición intolerante y
fanática hacia la aceptación de poderes desbocados.
Algo que para nosotros se hizo evidente, durante la
década del noventa, a partir de aquella inclinación
mórbida hacia el autoritarismo y la corrupción,
inclinación que siguen ostentando los actuales y
aggiornados seguidores del fujimorismo.
4. Egopolítica y el
nuevo auge del autoritarismo
Desde este punto de
vista, la sicología del limeño promedio o del
neolimeño promedio resulta súper predecible. Sobre
todo si hacemos un mapeo de las evoluciones de sus
inclinaciones o preferencias políticas y
antipolíticas, a lo largo de la historia
republicana. Un historia en la que el fenómeno
caudillista, o aquella pulsión criolla por el culto
a la personalidad[ix],
que parece estar inoculado en la sangre de los
peruanos, ha evolucionado, para pasar desde aquella
noción heroica y romántica, característica a los
caudillos de los primeros años de la república, en
relación a sus luchas y pugnas militares por el
poder, casi sustentadas en la imagen del líder
agonista y combatiente; hasta transformarse, sin
perder su aspecto mesiánico y su carácter cuasi
providencialista, en “caudillismos de escritorio”,
como los que podrían caracterizar, con sus
diferencias, a liderazgos carismáticos como los de
Abimael Guzmán o Alan García, caudillismos que
conceptualmente siguen calzando en esa taxonomía, de
tipos de dominación o principios de autoridad
weberianos, en lo que Max Weber denominó como
“dominación carismática” -diferente de la
tradicional, o de la específicamente racional, que
sería el sustento de la modernidad política-,
evidenciada en la fuerza emocional y motriz de los
liderazgos carismáticos contemporáneos, “cuyas
facultades mágicas, revelaciones o heroísmo, poder
intelectual u oratorio”[x],
encierran el detonante del fervor personal o
arrobamiento que sienten por sus líderes o
caudillos, los seguidores.
De ahí que cabe
preguntarse también, pero solo como anomalías
sociales que podrían afectar a estos los principios
de autoridad carismática contemporánea, por aquellos
liderazgos contrahechos, en los que los nuevos
“héroes” o líderes no se caracterizarían ya por sus
actitudes gloriosas o heroicas, ligadas, si se
quiere, a aquellos mitos fundacionales o legendarios
que podrían tener sus equivalentes modernos, los que
les dotaría de esa aura mesiánica y luminosidad que
los ubicarían como líderes naturales; sino que,
estos nuevos liderazgos “caudillistas”, se dan por
algún accidente social o burla del destino, y recaen
en personajes oscuros, vacíos y caricaturescos, que
por alguna razón o accidente histórico, salen de
entre las sombras del anonimato y la estulticia,
para asumir un poder de pretensiones totalitarias y
guiar a un grupo social inexplicablemente seducido
por su presencia. Personajes grotescos que la mayor
de las veces emergen o se concretan desde las
aspiraciones de bienestar, justicia o venganza del
sector social que terminará elevándolo como su
líder; como personajes vacíos que van a ser
convenientemente llenados de significados, a partir
de la proyección de los desesperados deseos de sus
potenciales seguidores, para -en la mayoría de los
casos en los que salimos de un período hasta cierto
punto “democrático”, para pasar a uno de corte
dictatorial-, enfrentar vía el recurso del golpe de
Estado, a un protagonismo indeseable pero aún
respetuoso del “estado de derecho”; y aniquilar así,
debido a aquella añeja debilidad peruana por el
autoritarismo, al sistema democrático que lo ha
llevado al poder. Algo que en esencia nos muestra la
debilidad de la civilidad y del sistema democrático
frente a la pulsión dictatorial y al autoritarismo
endémico de un gran sector de la población.
Algo de esto ocurrió
en la década de los noventas, cuando el fujimorismo
decidió aniquilar a las instituciones que le habían
permitido escapar de la cloaca en la que estaba
refundido, para salir, respirar buen aire y desde
allí alcanzar el poder. Pues el fujimorismo, que
alcanzó la presidencia desde un orden electoral y
democrático, pasó a edificar, a partir de algo
conocido desde entonces como “autogolpe”, ese
imperio de la infamia y terror, que recordamos ahora
como el período de gobierno cívico-militar, post 5
de abril de 1992, más corrupto de la historia. Un
contexto en el que la podredumbre y el autoritarismo
fue corrompiendo y embarrándolo todo, hasta
pervertir todos los niveles de vida en sociedad.
Fujimontes(c)inismo: Identidad siamésica o
entidad del mal
Claro, podemos decir
-si les creemos a las encuestadoras de entonces- que
poco más de la mitad de la población estaba de
acuerdo con esa “identidad siamésica” llamada
fujimonte(s)cinismo, y que hasta hoy sigue estando
de acuerdo con todo lo ocurrido durante aquella
década. Pero cabe también aclarar, que ese amplio
sector de seguidores obsecuentes del
fujimontes(c)inismo, de alguna manera se beneficiaba
o era beneficiado con las medidas y permisibilidad
de aquel gobierno, sea a través de sus políticas
asistencialistas -como las destinadas a
los comedores populares y asociaciones
diversas, que, aunque de manera miserable,
resultaban favorecidas-, sea a través de distintos
favores políticos, de su tolerancia hacia el
auspicio y la transgresión criminal, o de
beneficiarse con la inyección de dinero recibidos de
la corrupción.
Es comprensible, por
ello, que durante la década de los noventas, años en
los que confluyeron graves acontecimientos en el
horizonte político -tanto nacional como
internacional- se haya dado un período en el
que terminaron por colapsar los discursos acerca del
Perú generados en los años veinte, dándose una
crisis definitiva de los paradigmas sociales y
políticos, además de los discursos de modernidad y
modernización de los pensadores de la generación
centenario, que ,tras agotarse, no servían ya para
dar respuestas a los retos de un nuevo status
quo floreciente y dominante. Pues, el discurso
ideológico y emancipador de la modernidad, se
presentaba en el Perú como colapsado ante un
contexto caótico, y una población saciada ya en su
goce libidinal y dominada por los efectos
irracionales de un poder que tendía a sobre pasarla.
En este contexto, la
sociedad peruana de los noventas, y sobre todo la
limeña, marcada por los rituales de los realitys, de
la tecnocumbia y de los cómicos ambulantes, que
aprobaba a rabiar hasta los actos para ellos más
adversos y contrahechos del ejecutivo; se fue
transformando en una sociedad el espectáculo, cuyas
bases aplaudían también aquella política de
“pacificación”, que de ser entendida como la vía
para la contención y derrota de los grupos alzados
en armas, se fue expandiendo hasta convertirse en
carta libre para justificar la impunidad, la
represión y la pretensión totalitaria de anular todo
tipo de antagonismos endémicos a la sociedad
peruana, con la finalidad de homogeneizar voluntades
y deseos, y perpetuarse en el poder, en un país
diametralmente dividido, polarizado y en crisis.
Las tres últimas
décadas han significado un período de clausura para
la sociedad peruana. Pues además del colapso
psicológico de un país seducido por el
autoritarismo, colapso que se evidenciaba en el
fracaso del sistema de partidos, debido a esa suerte
de “cualquierismo político”, además del desapego
poblacional por la responsabilidad cívica -desapego
que afectó también la solidez del sistema
democrático-; se dio también el colapso del sistema
económico, al fracasar el modelo de
“industrialización por sustitución de importaciones”
cepaliano, modelo latinoamericano de modernización
que colapsa debido a la crisis inflacionaria y a la
aguda recesión que siguió sobre todo al shock
económico fujimorista de 1990. Período en el que, en
la ciudad, las imágenes culturales tradicionales, es
decir el referente cultural criollo y urbano,
terminaron por ceder ante el protagonismo creciente
de lo andino y lo chicha, que se fue enquistando en
la cultura y el imaginario urbano limeño.
En este sentido,
también se produjo una crisis de los ismos y del
sistema de representación política, pues se fue
cambiando el populismo, el socialismo o el aprismo
de los años treintas o setentas, por el culto a la
personalidad, convirtiendo a la democracia en una
cita de egolatrías, que transformaron la política en
egopolítica, como contextos o comparsas de egos, en
los que fue inunda el fujimorismo, el alanismo, el
humalismo, el toledismo o el nuevo (ego)ismo por
venir. Y es en ese punto, en el que quizá la
democracia dejó ya de implicar el establecimiento de
un régimen de partidos, en convivencia y en
diversidad, que se disputan el poder en un marco
electoral legal, y que se sucederían en el gobierno,
vía elecciones cada cinco años, actuando dentro de
un orden jurídico con reglas claras; para pasar a
ser una sucesión de personas sin identidad
programática que gobernarían vía “piloto
automático”, debido a un orden internacional
controlado por los poderes fácticos de las
multinacionales financieras.
No obstante, en un
espectro político-social signado por una suma de
inestabilidades, un contexto “caosmósico” que está
haciendo imposible cualquier intento de
planificación, certeza y predicción de lo venidero,
todo esto se transforma. Así, ante la violencia
política y social, los sectores marginales urbanos,
y a la vez conservadores de los sectores C y D de la
sociedad limeña, muchas veces antidemocráticos,
agobiados por el desgobierno, la desprotección y las
turbulencias políticas, la sociedad peruana parece
apostar nuevamente por un régimen autoritario que
acabe con los antagonismos; parece apostar por un
gobierno de “mano dura” que “ponga orden”,
incidiendo otra vez en el imaginario del modelo
chileno pinochetista, que tuvo su correlato peruano
en la década de los noventas, como el paradigma del
desarrollo y pacificación vía los crímenes de la
violencia y el autoritarismo; modelo que tuvo su
avatar mediático en el Perú fujimontesinista, debido
a la presencia transgresora de Alberto Fujimori y
Vladimiro Montesinos.
5. La
República de Weimar en el Perú y la nueva identidad
del mal
Una ciudad atestada
de una juventud apolítica, transculturizada y
“tribalizada” en torno a emociones colectivas
efímeras, inútiles y sin sentido, se convierte en un
campo político-social minado, en el que tienen a
detonar no solo conflictos generacionales, sino
conflictos en algunos de los casos sectoriales, que,
pese a negarse recíprocamente, desarrollan, en
muchos casos solo “antagonismos de cubierta” o
performáticos, debido a confrontaciones sustentada
en diferencias nada sustanciales, y marcadas
únicamente por un concurso de egos y ambiciones
personales. De ahí que, cuando estos antagonismos
egotistas se hacen sociales, cuando son creados y
diluidos por modas político-culturales masmediáticas
o a partir de efectivas políticas populistas de
dominación y aniquilación crítica, son monitoreados
desde un poder central que se propone manipular o
controlar los hilos de la conducta social. Y es en
ese momento, en el que el libre mercado, a pesar de
esa suerte de homogeneidad mental o estandarización
ideológica producida por la manipulación de los
medios de comunicación y la cultura de masas,
exacerbado por un individualismo de supervivencia de
los sectores pobres, reproduce un estadio en el que
parece imperar la ley de la selva; es decir, un
contexto en el que los más fuertes suelen prevalecer
sobre los débiles, y aunque esto, en una sociedad de
consumo, reciba el nombre de competitividad, es este
el matiz que hace que todo discurso sea
antropofágico y problemático.
Inestabilidad en la
republica de Weimar, previa al ascenso nazi
Cabe decir que la
crisis de la democracia, pasa a entenderse -sea del
modo que fuere- como una crisis de parlamentarismo,
como crisis del sistema de representación
político-parlamentario que pone en riego la
civilidad. Así, la democracia, ya sin el apoyo
popular, con la población desentendida de su
responsabilidad cívica, y con el Estado de Derecho
convertido en un lastre para su supervivencia; tiene
menores posibilidades de defenderse, y tiende
siempre a perder. Por lo que, no obstante que casi
ha colapsado el sistema de partidos, debido al cada
vez mayor protagonismo de esa suerte de
“cualquierismo político” electorero -domeñado por la
frivolidad, la parodia y el culto a la
personalidad-, la legalidad aún permanece como telón
de fondo de la vida política, validando la
democracia. En un contexto en el que el
autoritarismo se presenta en confrontación abierta
contra el sistema democrático, un sistema sustentado
en un conjunto de reglas, de las que el fascismo
siempre prescinde, pues este se valida únicamente
por la fuerza.
En este sentido, ha
sido la República de Weimar, entendida como régimen
político y, por extensión, como el período histórico
que tuvo lugar en Alemania, tras su derrota en la
Primera Guerra Mundial, que se extendió entre 1918 y
1933 -es decir, solo existió durante once años.
Período que, aunque democrático, se caracterizó por
una grave crisis económica, por su inestabilidad
política y social, plagada de golpes de Estado por
parte de militares y derechistas, e intentonas
revolucionarias por parte de los izquierdistas,
desde tensiones que, como combinación caótica,
devinieron en el ascenso de Adolf Hitler y el
Nacional Socialismo (NSDAP) al poder[xi].
Por lo que, la imagen del advenimiento del nazismo,
que produjo el colapso de la República de Weimar, en
Alemania, es el ejemplo paradigmático de imposición
de un régimen autoritario, luego de un período de
esbozos democráticos, que desemboca en el caos.
Sobre todo porque, en dicho período, tanto la
socialdemocracia como los comunistas alemanes se
encontraban tan enfrascados en sus luchas
intestinas, que no vieron venir el avance del
nacismo, que terminó por arrasarlos a ambos.
Esto, que puede
sustentar la idea de que, a una situación de anomia
le suele seguir una de autoritarismo; nos explica
algo que ya se ha hecho común en los estudios
político-sociales, al recurrir al concepto que puede
ayudarnos a comprender la situación actual del Perú,
como esa suerte de República de Weimar peruana, en
la que los sectores políticos hasta cierto punto
todavía democráticos –que no obstante los índices de
corrupción nos han demostrado su apuesta por el
sistema político democrático-representativo- se ven
enfrascado en luchas personales, mientras que el
sector que ya nos ha demostrado ser antidemocrático
y autoritario, el sector fujimorista, continua
creciendo. Así la ciudad y la sociedad peruana
contemporánea, se presenta como el período en el que
cualquier cosa puede ocurrir, en el que no sabemos
aún a qué atenernos. Esto sumado al hecho que
diferentes sectores de la sociedad, están empezando
a invocar el espíritu del golpe de Estado, como
solución ante la incertidumbre. Desprendiéndose así
un fenómeno ideológico y de actitudes que, de igual
manera, tiende a reproducirse, diseminándose en
todos los niveles económicos, políticos, sociales y
religiosos, que puede derivar en algo todavía peor.
En un contexto
socio-político plagado de seres de una moral
perniciosa y vacía, en la que la debilidad por la
corrupción y el delito, tiende a unificar sectores y
economías distantes y distintas, pero a la vez
moralmente muy parecidas. Sobre todo porque en
cuestiones morales, los delincuentes ricos y pobres,
es decir los criminales de arriba y los de abajo, en
sus aspiraciones y reacciones antidemocráticas y
conservadoras, suelen pensar lo mismo, confluyendo
en aquella suerte de identidad en el mal, que los
acerca. Por lo que sería esto lo que quedaría como
tarea, como un marco de análisis por construir, y
que podría caracterizar a una suerte de sicología o
sociología de la corrupción. Pero también a la
sicología del corrupto y autoritario, un
autoritarismo identificado siempre a las pulsiones
más oscuras. Lo que nos podría llevar, nuevamente,
como hace más de dos décadas, hacia un contexto de
aparente orden policiaco-militar, orden post 5 de
abril del año 1992, día en el que se dio el golpe de
Estado cívico-militar del fujimorismo. Acto que,
pese a significar la suspensión del orden
democrático y de la institucionalidad, recuperada
hacia solamente una década, en el país; fue apoyado
por un gran sector de la población peruana.
Es por ello que,
históricamente, podemos identificar la década de los
noventas, como el período que podría marcar un antes
y un después, al momento de analizar los diferentes
tránsitos políticos-sociales en el país. Sobre todo
si evaluamos las tendencias a futuro, y las pensamos
a partir de aquella suerte de “identidad en el mal”,
que coronara dicho período. Pues ahora que un alto
sector de la población parece buscar el retorno a la
época de barbarie, pretendiendo olvidar aquella
inseparable sociedad Fujimori–Montesinos, una
identidad “siamésica” e identidad del mal, que no
puede ser divorciada, y plantean el retorno a un
autoritarismo exorcizado de su careta corrupta; cabe
recordar que, a estas alturas, resulta conveniente
encarnar solo en Montesinos -visto como el
pervertidor de su líder mesiánico, líder que
regresará para devolverles lo que han perdido o lo
que creen les pertenece- las culpas de todo lo malo
ocurrido durante la década que les tocó gobernar,
pues, para ellos, la única salida es ganar.
Gonzalo Portocarrero,
en su libro Rostros criollos del mal,
plantea leer los sucesos de esa época, como los
síntomas de una extensión del mal entendido como una
destrucción gozosa de la vida: “Si hubiese que
remitir la “ética” de Montesinos a un
principio único, este tendría que ser el siguiente:
“bueno es lo que conviene a mi goce”, es decir, a mí
y a la misión que supuestamente me justifica. Con
Lacan, podemos decir que Montesinos es esclavo o
instrumento del goce de Otro [como lo fue también
Goebbels], pero que de esta esclavitud o
servidumbre, él deriva su propio goce. Las cuatro
máximas que informan su relación con los otros y
consigo mismo significan el avasallamiento de la ley
moral. La ruptura con la justicia en la relación con
los otros y consigo mismo. El significado de esta
ruptura es poner en marcha un proceso de
desobjetivación, es decir, el predominio creciente
de las categorías de necesidad e imposibilidad, el
vicio y la esclavitud. En el mundo interior de
Montesinos, la libertad está arrinconada; su
subjetividad tiende a reducirse a una cosa o
sustancia deshumanizada, presa de pasiones voraces
que le hacen imposible sostener los vínculos que le
permitirían relaciones veraces con los otros”[xii].
Los últimos sondeos
nos dicen que más del 30% de la población está
seducida por regímenes autoritarios, y la tendencia
social indica que esto tiende a incrementarse. En un
contexto, en el que el espectro político se viene
polarizando nuevamente; dividiéndose, por un lado,
entre la ultraderecha, como el sector fascista,
radical y retrógrado representado por el
fujimorismo; los políticos de la derecha racista e
intolerante, que representa a algunos sectores que
apadrinaron durante los noventas y que, en algunos
casos, subrepticiamente continúan apadrinando a
Alberto Fujimori, pero que apostarían aún por la
constitucionalidad democrática; versus un sector
indefinido de activistas, ambientalistas,
movimientos sociales y políticos fracasados que, en
este contexto, aparentemente parecen no representar
a nadie.
En este sentido, este
ambiente pre-autoritario, nos sugiere que el sistema
democrático peruano ha sido otra vez herido de
muerte, y que de él surgirá el personaje que le dará
el tiro de gracia. Y las encuestas nos
vienen mostrando ya esta tendencia. De esta
manera, las esperanzas depositadas en aquella
difícil transición democrática, sedimentada en los
sueños de grupos y movimientos sociales que lucharon
por recuperar la legalidad y la ansiada estabilidad
democrática, otra vez se van diluyendo.
Podríamos ensayar
respuestas y decir que la responsabilidad la tiene
la dudosa moral y la torpeza de los sucesivos
gobiernos “democráticos”, como el de Alejandro
Toledo, el de Alan García y el de Ollanta Humala. A
todas luces, podríamos pensar también que el breve
renacimiento de la institucionalidad en el Perú
podría estar terminando. Entonces, nos ubicamos
nuevamente en el inicio, en un período de
convulsiones, anomalías y desorden, como el de la
República de Weimar, en la que en cualquier momento
surgirá un tirano que hará colapsar nuestro
endeble Estado de Derecho. Esa es la trampa de la
legalidad, de la institucionalidad y de la
democracia política, que está indefensa ante los
cambios que se avecinan.
Rafael Ojeda
Notas
[i]
Guattari, Felix (1996). Caosmosis. Buenos
Aires, Ediciones Manantial, p. 99-100.
[ii]
“La revolución molecular es portadora de
coeficientes de libertad inasimilables e
irrecuperables por el sistema dominante. Esto no
significa que dicha revolución molecular sea
automáticamente portadora de una revolución social
capaz de dar a luz una sociedad, una economía y una
cultura liberadas del CMI [Capitalismo Mundial
Integrado]. ¿No fue acaso una revolución molecular
la que sirvió de fermento al nacional-socialismo? De
aquí puede desprenderse lo mejor y lo peor”.
Guattari, Felix (2004). Plan sobre el planeta.
Capitalismo mundial integrado y revoluciones
moleculares. Madrid: Traficantes de Sueños. p.
69.
[iii]
Los fujimoristas, hasta el día de hoy, siguen
justificando este golpe de Estado, bajo la coartada
de que fue una medida necesaria para derrotar al
terrorismo y estabilizar la economía peruana.
Actualmente Alberto Fujimori, se encuentra en un
penal de máxima seguridad, acusado de violaciones a
los derechos humanos y de corrupción.
[iv] El
largo período de gobierno de Alberto Fujimori se
extenderá desde el 28 de julio de 1990, hasta el 21
de noviembre del 2000, pues, tras los sucesos del 14
de septiembre de ese año, en el que saldrá a luz el
primero de los llamados “vladivideos”, el régimen
dictatorial se vendrá abajo. Fujimori huyó a Japón,
país desde el que renunciará a la presidencia vía
fax. En tanto Montesinos será atrapado en Venezuela.
[v]
En realidad la cita literal es “Wenn ich Kultur
höre… entsichere meinen Browning”, es decir: “Cuando
oigo hablar de cultura… le quito el seguro a mi
Browning”. Atribuida a Göring debido a que aparece
en boca de este, en la obra teatral nazi
Schlageter del dramaturgo alemán Hanns Johst.
[vi]
Alpinchista, jerga de connotaciones sexuales
masculinas, que podría leerse como indiferente.
[vii]
Véase Weber, Max (1969). Economía y Sociedad II.
México: Fondo de Cultura Económica. pp. 711-713. En
este sentido, algunos de los engendros políticos,
pasados y presentes, serían Susy Díaz, Alfredo
Gonzáles, Delgado Aparicio, Denis Vargas, personajes
que con el paso de los años se han ido
despersonalizando en el Congreso, hasta encarnar
nominalmente sus acciones, para ser recordados
únicamente como el “Come pollo”, la “Roba cable”, la
“Lava pies”, el “Mata perro”… además de otros
parlamentarios que han hecho de la política y la
democracia, una payasada sufragista. Algo que ha
venido incubándose desde tiempos del fujimorismo,
hasta terminar por debilitar a los demás poderes del
Estado.
[viii]
Entiéndase aquí como antisistémicos, a los sectores
autoritarios y antidemocráticos que defienden la
instauración de un régimen de facto, es decir que
añoran una dictadura, además de los grupos alzados
en armas.
[ix]
Aquí nos veíamos inclinados a utilizar el término
“personalismo”, pero no lo hicimos debido a que este
nos refiere a una corriente filosófica, ligada a
Emmanuel Mounier.
[x]
Weber, Max (1969). Economía y Sociedad II.
México: Fondo de Cultura Económica. p. 711
[xi]
La República de Weimar, denominación que procede del
nombre de la localidad homónima, Weimar, en
Alemania, ciudad en la que se reunió la Asamblea
Nacional Constituyente, que proclamó la Constitución
de 1919, que le dio el acta de nacimiento. La
República de Weimar se extendió hasta el 23 de
marzo de 1933, cuando, luego de que los nazis
obtuvieran la mayoría en las elecciones al
Reichstag, aprobaron la Ley habilitante que
significó su fin.
[xii]Portocarrero,
Gonzalo (2004). Rostros criollos del mal.
Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias
Sociales del Perú.